Sonaba «Blue Moon of Kentucky» mientras Avalon sorbía Glenlivet con una pajita. Bebía copiosamente los días de conferencia, con la esperanza de ser incapaz de recordarlas de uno a otro mes.
—¿Sangró suficiente para ti? —preguntó, quitándose la gorra, desabrochándose el traje.
No hablaba conmigo. El señor Dryden no dijo nada, ni la observó mientras ella se desnudaba. Cogió el teléfono y llamó a la librería, pidiendo que sus libros fueran entregados en su despacho dentro de una hora. Le dijeron que los libros habían vuelto a ser colocados en las estanterías. Él dijo que no veía ninguna razón por la que sus deseos no podían ser cumplidos como exigía, y colgó; le colgaba a todo el mundo menos a su padre. Tras coger bellis de su compartimiento y benis del cajón, las tragó con ajenjo. Unos cuantos resoplidos y esnifados y se quedaba harto. Hasta hacía un año (después de que su madre muriera), el señor Dryden no tenía mucho que ver con los riesguis que su organización importaba al país con tanto éxito. Ahora estaba siempre volando. La mortaja de la droga lo tenía tan cerca que era como si, herido y buscando protección, escogiera envolverse con fuerza en vendas que podrían ahogarle mucho antes de que se curara.
Nos dirigimos a su oficina, en Rockefeller Center, en el edificio Dryco. Tropas del Ejército nos adelantaron, desfilando por la Quinta en formación casual, con los adornos de sus cascos bamboleándose mientras avanzaban.
—Abejorros. —Jimmy hizo una mueca, señalando con la cabeza su armamento—. Creo que pican como el diablo.
Avalon se puso su traje de conferencias, ajustándose la armadura, un pesado corselete de acero pintado con un reborde naranja. De cada placa pectoral sobresalían dagas como exomisiles. Se puso los brazaletes de cuero con pinchos, las rodilleras, las hombreras, las gruesas medias de lana y la presilla de cuero. Finalmente se colocó los ajustados guantes de cuero y los patines.
—¿Vas a almohadillarte? —preguntó el señor Dryden, con el ceño fruncido.
—Sí —respondió ella, engrasando las ruedas con una lata de 3—en—l.
Aparcamos en la callecita junto a la plaza, delante del edificio. Me sequé el hollín de los ojos cuando salíamos del coche; tenía las manos mugrientas de estar en el aire. A lo lejos sonaban sirenas. Varios jets pasaron en dirección a Long Island.
—Tardearemos, Jimmy —dijo el señor Dryden.
—Bien —dijo Jimmy, acomodándose junto al coche. Llevaba un chaquetón azul marino de la Navy que debía pesar unos quince kilos; demasiado cálido para el clima, pensé, pero lo llevaba siempre. Por estética, había cosido parches con tibias cruzadas y calaveras en los hombros, y otro del León de Judá en la espalda. El pelo, anudado en densas cuerdas, sobrepasaba su cuello. Llevaba nudilleras con cuchillas en la mano izquierda. Estar a su lado era intranquilizador. Yo soy grande, pero Jimmy era magnífico; yo le llegaba a la barbilla. Era bueno saber que en teoría Jimmy trabajaba con nosotros y no en contra…, aunque uno sólo podía estar seguro de sí mismo. Todos los gusanos pueden revolverse y atacar, y siempre me había parecido que Jimmy sólo esperaba el momento de poder hacerlo con fuerza.
En la entrada del edificio, el señor Dryden le gritó algo a un caballero que llegaba, un rostro desconocido; el reemplazo de alguien. Tenía una compacta guardia personal; todos llevaban trajes grises. Eso significaba que no era más que un boci mediano y podía ser reemplazado fácilmente según exigiera el día. Sólo los propietarios y sus inmediatos inferiores llevan el azul corporativo; no estaba prohibido que los otros lo hicieran, pero hacerlo habría sido considerado como poco educado.
—Tom —dijo el señor Dryden—. ¿Va—bien, hijo?
—Bien, señor.
Tom parecía tener unos treinta años más que el señor Dryden.
—¿Conferencia—listo?
—Sí, señor.
Entramos en el vestíbulo, Avalon patinando delante, zigzagueando entre las plantas y los expositores que contenían productos fabricados por Dryco: material electrónico, equipo deportivo, suministros artísticos, cassettes, sistemas telefónicos, armas para el ejército, herramientas de granja, líneas fibroópticas, repuestos de coche, lucesláser, robots y estatuas de plástico de E. Dryco controlaba (directa o indirectamente, no importaba) alrededor del 40 por ciento de la producción americana, y si se le antojaba podía reclamar otro 30 por ciento.
Una bandera de seda colgaba del techo del vestíbulo, ondeando suavemente con el AAC. Tenía impreso el lema dryconiano:
NO TE PREOCUPES, NO TE PREGUNTES
Quiosqueamos un momento. El propietario, un viejo cojo y cargado de achaques, hojeaba el Newsweek. Yo cogí los dos diarios (el New York Times y USA People) y le dejé caer los dos centavos en la mano. En un hueco protegido estaba el ascensor del señor Dryden.
—Abre —dijo, presionando la mano contra el monitor del código de huellas; la puerta se abrió. Entramos y empezamos a subir al piso sesenta y cinco. La mayoría de los ascensores tenían conectado Vidiac, pero no el del señor Dryden; no teníamos otra cosa que mirar más que unos a otros.
—Reunión básica, OM —dijo el señor Dryden, inclinándose un poco, rompiendo su pose, como si la altura cada vez mayor afectara su sentido del equilibrio—. Puedes faltar. Tres contratos y un intrapersonal. Ningún esfuerzo.
—No hay problema —dije. Yo asistía con el señor Dryden a las reuniones de negocios más importantes, para poder ofrecer consejo e impedir asesinatos. Sabía casi tanto como él del funcionamiento de la organización en la mayoría de las áreas…, en la mayoría, pero no en todas. Un área continuaba siendo un enigma y yo sospechaba, entonces, que siempre sería así. Sospechaba que mientras eso no cambiara, yo no iría más allá de donde ya lo había hecho; era algo que la familia mantenía a escondidas y tapado, como el tío loco encerrado en el desván…, aunque, fuera lo que fuese, era mucho más útil que eso.
—¿A quién vas a ver? —preguntó Avalon, haciendo ruidos con su pajita; se rió, con la botella bajo el brazo. Cuanto más bebía, más fuerte se volvía su acento. Había nacido en Washington Heights. Sus padres eran ingleses, vía Barbados…, tal vez al revés. Su nombre era Judy…, Judy algo; nunca decía qué. Las proxies tienden a perder contacto con sus familias durante el tiempo que pasan como lalas. Avalon no había visto a la suya desde que tenía once años; una vez les envió una tarjeta de Navidad.
—Gente —dijo el señor Dryden, mordiéndose el labio, mientras tamborileaba en las paredes con los dedos como intentando enviar mensajes al mundo espiritual—. La Rue de StanBrand, Jameson de XPB, Timmerman de Gorky—Detroit. Van a informarme preprograma.
—Parece excitante. ¿Quién es el cuarto?
—Lope.
—Es un viejo simpático —dijo ella—. Los viejos siempre gastan más azúcar que los jóvenes.
—¿Todavía trabaja con Intel? —pregunté; hacía meses que no le veía. Suponía que estaba trabajando con negocios de armas en Siberia.
—Trabaja con sus viejos amigos esta vez. Pretende marielizar Atlantic City.
—¿Por qué?
—No sabemos.
El sistema era simple y, al contrario de la mayoría de los sistemas, funcionaba a menudo. El señor Dryden dirigía el negocio; los ordenadores y medianos lo llevaban; su padre lo poseía. Su padre poseía muchas cosas. Dryco tenía un dedo metido en todos los países importantes, y las dos manos hasta el fondo en América. El padre del señor Dryden (le llamábamos el Viejo), era el que tenía más éxito de todos los que habían pasado la Eb.
—¿Cuánto va a tardar? —preguntó Avalon—. Me estoy helando el culo.
—Hora. Espero Lope asista hoy.
—No creo que le guste la violencia —dije.
El señor Dryden se echó a reír, y pulsó el botón de subida varias veces más.
—Pregunta a papá —dijo.
En los días apacibles, en aquellos años brillantes ya perdidos, el Viejo y su esposa (Susie D) controlaban la cadena de distribución de drogas recreativas más sustanciosa entre las Américas. Con ayudantes de confianza como Lope y competidores amistosos (aquellos a los que no habían tenido que comprar), dirigían otras empresas igualmente saneadas en una escala igualmente productiva: embalaje y destrucción; provisión de placeres activo/pasivos, seguridad doméstica y asistencia internacional antiterror, e import—export general. Incluso entonces la familia era rica, aunque de dinero comprensible.
—Atiéndeme, OM —dijo el señor Dryden—. Llama a un mantenedor.
Durante años, los Dryden permanecieron firmes, reinvirtiendo sus beneficios y volviéndose cada vez más seguros. Su influencia era fuerte, antes; después, fue completa. La administración de esa época, tras haber seducido a la nación con mentiras, sufrió una sucesión de horrores inesperados que llevaban tiempo gestándose y por fin estallaron. Llegó el pánico; nadie comprendió suficientemente bien lo que sucedía para preparar un engaño creíble a tiempo, y por eso todo se vino abajo durante una temporada. El Viejo y Susie D sabían cuándo había que moverse y cuándo quedarse quietos, y cuando todos empezaron a agitarse cogieron, acumularon, aseguraron y corrieron. Su plan funcionó bien, para ellos y para sus amigos. Era como si el país hubiera estado en un teatro cuando sonó la voz de fuego; cuando todos echaron a correr hacia la salida, descubrieron que los Dryden habían cerrado las puertas tras ellos, y ahora cobraban a todos una tarifa para escapar.
—¿Mantenedor? —pregunté—. ¿Por qué?
—Aumenten velocidad —murmuró él, pulsando de nuevo el botón.
—Ya estás volando —murmuró Avalon.
Después del accidente de Long Island y el nacimiento de los ambientes; después de la revelación de los documentos Q y la subsiguiente pérdida de espíritu; después de la emergencia económica, la devaluación resultante y lo que fue llamado, por algunos, la inevitable reagrupación de estructuras, llegaron los doce meses conocidos por los ambientes, y ahora por la mayoría, como el Año Duende. Todos crearon la Ebullición (otra expresión ambiente que pasó al uso general…, aunque nosotros sólo la llamábamos la Eb). Yo tenía entonces doce años y desconocía la inventiva de mis futuros patronos; como todo el mundo, no estaba seguro de lo que podría deparar el futuro. Mi madre había sido asesinada anteriormente, durante una manifestación provida. Mi padre, primero corredor de bienes, luego arruinado, consiguió conservar una sola propiedad, el edificio de la Avenida C donde vivíamos Enid y yo, y donde vivimos a partir de ese momento. Papá desapareció en cuestión de semanas; Enid me crió, después de criarse sola.
—Estaba ascensorablando —dijo él.
—Oh —asintió ella—. Por supuesto.
—Veré qué se puede hacer —dije yo, sabiendo que no se podía hacer nada; al ascensor no le pasaba nada.
—Buen chico —dijo el señor Dryden.
Desde entonces, todos se habían ajustado…, algunos más que otros. Fue bastante simple. El gobierno servía a aquellos que supervisaban la botadura del yate del estado; el gobierno controlaba el negocio que controlaba al gobierno. Complejo en teoría, era infalible en la práctica. Supongo que los nuevos propietarios no eran muy diferentes a los antiguos: jefe viejo, jefe nuevo, como decía Enid. Vive y deja vivir, era el dicho; así se piensa, así se actúa. Con útiles excepciones, las cosas se dirigían solas; el que esto no trabajara siempre para el beneficio de todos no despertaba ninguna preocupación entre los aparatchiks del gobierno, no provocaba ninguna interpretación, no producía ninguna disculpa, no sacudía ningún lamento. Los que controlaban manejaban las cosas cuándo y cómo deseaban. Era lo natural.
—Aquí —dijo el señor Dryden cuando el ascensor frenó.
Así, la sociedad americana tuvo tres arenas en las que todos podían lidiar: la de los propietarios y sus criados; la de los bucis, los antiguos burgueses; la que el gobierno llamaba los superfluos. Estos últimos, como los propietarios, no pagaban impuestos; al contrario que los propietarios, se entendía que no merecían ninguna protección de las vicisitudes de la vida. A menos que entraran en el Ejército (reclutados o, como en el caso de las mujeres, voluntariamente), los superfluos estaban subempleados. Algunos eran útiles para la industria; los mayores eran útiles en investigación. Todos hacían negocios de tapadillo; muchos iban tirando. No había ninguna excusa para ser pobre en América; era mucho más fácil estar muerto,
—Hola, Renaldo —dijo el señor Dryden.
Pero no soy un cínico, no; nunca ha habido un país mejor que América para vivir.
La sala de espera del señor Dryden era impresionante: paneles de madera, protegida del vestíbulo público por ocho centímetros de cristal; la puerta al vestíbulo sólo se abría desde el mostrador de recepción. Un smirkey de neón colgaba tras el mostrador. Renaldo era el recepcionista. En tiempos fue miembro de La Società Mariel, formada originalmente para proporcionar trabajos a sus miembros; el pueblo ayudando a los suyos, como siempre insistía el gobierno. Igual que con Jimmy, el señuelo de Dryco era inescapable. Tenía tatuado Madre en el labio inferior; su imagen se repetía en los dorsos de sus manos. Se afeitaba la cabeza; tenía un bigote hirsuto y llevaba pequeños zarcillos de gancho. La placa de metal de su cráneo reflejaba la luz del techo; desde algunos ángulos, su cabeza parecía un caro cachivache de cocina.
—Renaldo —dijo el señor Dryden—. Teclea 37H, 29C, 2T. Espéralos. Nadie más entra.
—Toderecho —dijo Renaldo.
Las cámaras enfocaban las puertas que surgían de] vestíbulo público. En sus monitores, el señor Dryden podía ver quién entraba y pulsar la silenciosa señal de alarma. Renaldo tenía un hacha junto a su mostrador, dispuesta para las llegadas no solicitadas.
Avalon y yo nos sentamos en el sofá más cercano al ascensor. Me rebullí al hacerlo para que mi peso no me lastimara la articulación de la cadera. Leímos nuestros periódicos: Yo me quedé con USA People y ella con el Times. Los tres primeros visitantes del señor Dryden llegaron y desaparecieron tras la puerta del despacho. Estudié mi periódico. LA TASA DE CRIMINALIDAD NACIONAL DECAE SEMANALMENTE, decía el titular; y con letras más pequeñas: Progresos más lentos en las ciudades importantes. El vigésimo primer aniversario de la Guerra Ruso—Americana iba a ser celebrado este año en las capitales de ambos países, del 4 de julio al 7 de noviembre. Se habían conseguido enormes beneficios para ambos bandos durante los últimos cuatro años. Este año ambas partes enviarían consejeros adicionales a Pakistán, Nigeria y Costa Rica, para ayudar a los ejércitos de esos países. Polonia estaba otra vez contra las cuerdas; se había establecido un asentamiento en Indonesia, y duraría tres años. La ventaja de la Guerra Ruso—Americana (indirectamente, de la propia Pax Atómica) era que los dos países nunca necesitaron batallar directamente; eso no habría sido ni emocionalmente productivo ni financieramente sabio.
Había más noticias. Gran Bretaña estaba en buena forma; bajo la tutela del Rey Carlos (en la actualidad muy ocupado comprando caballos en Kentucky) y el Frente Nacional, el desempleo había bajado al 80 por ciento. En Alemania, el presidente Streicher había establecido un nuevo rumbo político prometiendo cambios de dirección en lo relativo a los turcos residentes. Los destructores suecos rodeaban Oslo; otra discusión sobre derechos de pesca. Lucy, la última rinoceronte, murió de vejez en el Zoo de Cincinnati. Nunca sabré por qué lo llaman USA Today; apenas se habla de nosotros.
Otro caballero fue admitido a la oficina, un tipo regordete de pelo blanco, muy bien peinado.
—Hola, Lope —dijo Avalon, alzando la cabeza.
—Buenos días, querida —respondió él—. Buenos días, señor O’Malley. Asentí. Él devolvió su atención hacia Avalon.
—Qué buen aspecto tienes esta mañana —le dijo—. ¿Traje nuevo?
—Es para la conferencia. Suspiró.
—Ten cuidado, querida.
Los tres primeros caballeros salieron y Lope entró. Lope y sus dos hermanos habían empezado a trabajar muy pronto con el Viejo, cuando aún vivían en Colombia. Ayudaron al Viejo a asegurar sus propias rutas de comercio tras la muerte de sus socios originales. A lo largo de los años, Lope resultó de gran ayuda para los Dryden en todos los aspectos, y de ahí procedía su propia fortuna…, sus hermanos no resultaron tan eficientes, o no de forma tan destacada, y nunca llegaron tan lejos.
—¿Quieres verlo, Shameless?
—Claro —dije yo; intercambiamos los periódicos. El titular del Times decía: madre devora a su bebé; los restos de éste aparecían fotografiados en la página dos. Secretos sexuales psíquicos de los senadores, decía el segundo titular. La sección local no era nada nuevo. Dos bombas habían estallado en las torres Trade; ninguna de las plantas de Dryco sufrió daños. El brazo de la Estatua de la Libertad había sido volado; había una foto de la amputación; parecía una ambiente con su reciente pérdida. El Dow había alcanzado los 500. La población de la ciudad de Nueva York (para todos los fines, la isla de Manhattan), según la estimación del Ejército, se acercaba a los cuatro millones; la cifra del Censo Nacional, tres años antes y tan exactas hoy, era de 450 000. El río Harlem estaba en llamas. El Destripador de Hackensack había perpetrado su crimen número mil. Un joven bengalí canceroso había sido traído a Nueva York en avión por la primera dama; los cuidados médicos americanos trabajarían contra reloj para salvar a un niño que, una vez salvado, sería devuelto a la madre patria para que muriera de hambre.
Había noticias nacionales. En Washington, el FBI iba a hacer públicos una serie de vids donde se decía que aparecía el presidente en lo que se juzgaba era una acción dudosa, aunque no especificada; el secretario de prensa había declarado que el presidente no podía preocuparse con esos problemas domésticos menores cuando la complejidad de las relaciones exteriores exigía toda su atención. ¿Disparan los soviéticos a visitantes amistosos del espacio?, se preguntaba un editorial. Y E, a quien muchos (el Viejo entre ellos), consideraban el único rey verdadero de este mundo, había sido visto en Cleveland, en pie otra vez, descolorido pero fuerte, vagabundeando incierto por Euclid Avenue. Sus seguidores corrieron a esa ciudad.
Una figura que cargaba un gran paquete se acercó a la sala de espera desde el vestíbulo público y llamó al timbre. Renaldo avisó al señor Dryden.
—¿Recon? —preguntó Renaldo.
—Sí —dijo el señor Dryden—. Abiert, porfav. Momento.
Renaldo pulsó el remoto de su mesa y abrió la puerta. El encargado de la librería sonrió, angustiado bajo el peso de la carga. Yo me levanté y me acerqué para recoger la entrega. Avalon se puso en pie y rodó hasta la mesa de info, buscando algo más que leer. El señor Dryden salió de su oficina; Lope le seguía no muy detrás.
—Entregue ahora o nunca —dijo el señor Dryden—. ¿Otro trabajo más importante?
—Nuestros empleados son terriblemente lentos, señor… Yo extendía ya la mano hacia el paquete cuando advertí su esquina rota. Sobresalía un cable azul.
—¡Abajo! —grité; lancé al encargado al vestíbulo público, le arranqué el paquete de las manos y lo tiré lejos—. ¡La puerta!
Renaldo pulsó la tecla mientras se agachaba bajo una silla. El señor Dryden y Lope saltaron hacia atrás y se escudaron tras el escritorio. Yo me lancé sobre Avalon; ella pasó sus piernas a mi alrededor como para proteger mi mitad inferior. Sus dagas me pincharon; no me importó, y no podían penetrar el chaleco Krylar que llevaba bajo la camisa. La bomba estalló cuando la puerta de metal de la suite se cerraba.
La pared de cristal que rodeaba la puerta aguantó, gracias a su refuerzo interior; se combó hacia dentro del suelo al techo. Vi un agujero en el suelo; las paredes del vestíbulo humearon y burbujearon. Renaldo abrió la puerta y apagó el fuego con un extintor.
—¿Era el tipo de la librería? —preguntó Avalon, aún apretada contra mí. Yo no sentía ningún deseo de levantarme, de dejar su abrazo para arriesgarme otra vez a que me mataran, pero sabía que tenía que hacerlo.
—Era —dije.
—Maldición —dijo el señor Dryden; se puso en pie y miró a su alrededor, como si esperara más cosas—. Buen trabajo, OM. Estaríamos extermis si no lo hubieras visto.
—Es lo que se espera de mí —dije. Cuando me puse en pie, sentí por un momento como si me hubiera quedado sin espalda. Este tipo de cosas, estos percances menores, sucedían una vez al mes, siempre lo habían hecho. Debería de parecerme que sólo era cuestión de tiempo que nos aniquilaran, pero no era así…, se trataba sólo de parte del trabajo. Sin embargo, creo que tendía a mantenernos a todos un poco desequilibrados.
—Se te extrará, findesemana. Lope, ¿viable?
Lope se levantó (con cuidado) de detrás del escritorio.
—Creo —dijo, sujetándose a la mesa e incorporándose como si se estuviera poniendo un salvavidas— que si colocaras a un hombre en el ascensor público para comprobar esto no llegaría tan lejos.
—La vida de fortaleza no es para mí —dijo el señor Dryden.
—Pide problemas, Thatch, y los conseguirás. Por favor, sigue mi consejo. En esto, aunque no sea en ninguna otra cosa…
—Inútil. La ignorancia era suya, razono —parecía irritado, y no sólo por haber escapado de la muerte—. ¿Avalon? ¿Estás AO? Avalon se levantó y asintió.
—Shameless, están dobladas —me dijo, señalando las dagas—. Enderézalas por mí, ¿quieres?
—¿Quién detrás? —me preguntó el señor Dryden, contemplando el vestíbulo—. ¿Dred?
—Demasiado blanco. No da el tipo —dije. Las dagas me arañaron los dedos mientras las retorcía para ponerlas en su sitio. Avalon echó hacia atrás los hombros y alzó los pechos para que pudiera darles forma con más facilidad.
—¿Un loco?
—Se la habría tragado, seguro. Estaríamos muy, muy lejos.
—Renaldo —preguntó, girándose—, ¿Mariel?
Renaldo frunció el ceño.
—Jodido peñejo.
—Como imaginaba —dijo el señor Dryden—. Un infiltrado. Repugnante.
Cogió el teléfono y pulsó un número. Conectó al instante; sus líneas eran líneas de propietario, y siempre funcionaban. Podías teclear el mismo número en un teléfono público treinta veces y conseguir una respuesta diferente cada vez, en las raras ocasiones en que lograbas la conexión. Las líneas de emergencia eran otra cosa; ésas estaban siempre fuera de servicio.
—¿Capitán? —dijo—. Dryden al habla. DIA8782. —Ése era su código telefónico—. La gran librería de la Quinta. Sí. Estercolero. Táctica de ataque. Neutrar y comprar. Hágalo. AO. —Colgó.
El Ejército Interno siempre hacía lo que proponía Dryco, igual que el Ejército Regular, las otras fuerzas, el Senado, el Congreso y el Presidente. De todas las magias practicadas, la de los Dryden era la más infalible. Durante años me había sorprendido. Con el tiempo, con atisbos y sospechas, se me metió en la cabeza que tenían algo: algo conseguido durante la Eb, algo mucho más asustante en su percepción de lo que podría ser usado jamás…, eso pensaba.
—¿Vestíbulo? —preguntó Renaldo, señalando el suelo humeante tras la pared destrozada.
—Llama a mantenedor.
—Coño.
—No me jodas —rió el señor Dryden—. Lope y yo estábamos concluyendo.
—En cierto modo… —empezó a decir Lope, pero no terminó.
—Lista, Avalon.
—Al carajo con…
—Ningún peligro previsto. Un listo suficiente. ¿AO?
—Deja que coja mis cosas —dijo ella, y entró patinando en su oficina. Lope se dirigió hacia el vestíbulo, como intentando marcharse sin que nos diéramos cuenta.
—No hay salida allí —dijo el señor Dryden.
—¿Dónde entonces? ¿No está cerca la escalera de los guardias?
—No servirá. Ni OM ni Renaldo pueden bajarte, y con la bomba no puedes bajar solo. Tendrás que conferenciar.
—Por favor, Thatcher…
—Inspirará. Animará nueva sangre. Vis. Ve.
—No miraré. Thatch. Por favor…
—Vaya mari. Avalon, prep. Activamos en diez. Avalon salió patinando de la oficina del señor Dryden, con una gruesa almohada atada sobre su culo como para hacerse notar.
—Almohadillada no puedes moverte —dijo el señor Dryden.
—Llevaré lo que quiera llevar.
—Es insexy…
—Tú no te vas a caer de culo. Vamos.
Avalon se quitó los dientes y la peluca y me los dio para que los cuidara. Comprobé su casco para ver que el visor se movía con facilidad y luego se lo coloqué. Ella cogió su bate y se pasó una pesada cadena por la cintura.
—¡Ya! —gritó el señor Dryden, un antiguo aullido de victoria que había desarrollado en los ratos libres—. Renaldo. Info a Jake. AO a concept. ¿Capt?
Renaldo asintió. El señor Dryden advirtió mi mirada e hizo un guiño. Algo se movió. Salimos.
La sala de conferencias estaba en (era) el piso sesenta. El enlosado era brillante; áreas valladas y con gradas en cada extremo para los reps e invitados de cada compañía. Había ventanas en cada pared.
Se habían celebrado conferencias mensualmente durante el año anterior; todos los medianos de buena posición participaban. Las conferencias eran sólo una de las muchas ideas que había concebido desde que empezó a ir para abajo: ideas aparentemente diseñadas para conseguir la ruina financiera y el oprobio personal sobre su propia compañía; ideas que, por su propio designio o por accidente, tenían el efecto opuesto.
Como proxy del señor Dryden, Avalon participaba sólo si su ayuda se volvía esencial. Si la llamaban, se lanzaba con tanta intensidad que nadie duraba, inútiles contra ella.
—¿Lista? —le preguntó el señor Dryden. Ella no respondió.
Ninguna otra compañía deseaba participar en estas conferencias, pero como eran conferencias de Dryco, eran inevitables. También resultaban ser sorprendentemente populares entre los propietarios, extranjeros y americanos, que no participaban. Los asociados japoneses, chinos y rusos de Dryco llenaban las gradas de nuestro lado, con las tarjetas en la mano. La mayoría llevaban al cuello las cámaras baratas de usar y tirar producidas en masa en Suiza, y que duraban un rollo o dos; les encantaba permanizar todo lo que veían. Siempre apostaban a si sería necesaria la ayuda de Avalon, y en qué punto.
—¿Cómo cree que lo haremos? —le pregunté al señor Dryden.
—Los mataremos.
Este mes, Dryco conferenciaba con SatCom. Según las reglas del juego (desarrolladas por el señor Dryden), el ganador absorbía al perdedor, ganando control sobre sus posesiones pero no sobre sus deudas. Dryco nunca perdía; sabía que si alguien llegara alguna vez a ganar justamente, el señor Dryden simplemente reajustaría el marcador y saldría victorioso de todas formas. Después, no quedaría nadie para negarlo.
Lope se sentó junto al señor Dryden, con aspecto de sentir repugnancia. Nuestros tigres rodaron ante nuestra barrera, saltando listos para la acción. Los tipos de las cámaras prepararon sus equipos desde su lugar reservado; el señor Dryden nunca perdía su sentido del negocio, y por eso había alquilado los derechos nacionales al Canal Violencia y vendido los derechos al extranjero para ser estrenados en cine. Yo me senté con Avalon junto a la puerta, dándole agua y calmándola lo mejor que podía.
—Me he ofrecido a salir en tu lugar —le dije, rodeándola por la cintura para animarla—. Dice que no.
—Ha hecho bien —contestó, intentando ver a quién podía haber traído SatCom como proxy—. Algunas de esas zorras te comerían para desayunar. Mantente fuera, Shameless.
El señor Dryden golpeó el podio con su mazo.
—Reunión, orden —dijo. Hizo sonar el silbato.
El objetivo de una conferencia era desestabilizar a todos los miembros de la oposición con el menor esfuerzo posible. Todo el mundo llevaba patines, e iba acorazado y equipado. Creo que el señor Dryden sacó la idea de una vieja película que había visto, indudablemente mientras estaba volando. El silbato los hizo moverse; a su orden, se dieron la vuelta y cargaron.
El director de marketing de SatCom fue puesto en su sitio el primero. Nuestro VP de publicidad demostró un aspecto del problema en revisión; el director cruzó rodando el suelo. Cuando cayó, una de nuestras ejecutivas anotó un punto con su machete y lo dejó fuera de servicio. El debate continuó. Una conferencia como ésta ponía la adrenalina a cien. El tiempo medio que cada equipo tardaba en ponerse de acuerdo era de cuatro minutos; entonces, si hacía falta, salían las proxies. Esta reunión era dura y habíamos puesto el tiempo en seis minutos.
—Oh, mierda —dijo Avalon, mirando hacia delante, separándose de mí—. Maldición.
La proxy de SatCom salió patinando.
—Sácame, rápido —dijo Avalon—. Matará a todo el mundo del edificio si no me muevo.
La nueva jugadora (con los patines) tenía más de metro noventa. Su armadura superior consistía en una cota de malla negra sobre una placa pectoral. Largas medias de cuero negro hasta arriba; en los codos y rodillas llevaba pinchos afilados. Entre los muslos y el ombligo iba desnuda. Llevaba una larga maza y un hacha de doble filo. Su casco era también negro, con grandes cuernos en lo alto, y una grotesca máscara con rendijas para los ojos.
—¿La conoces? —pregunté.
—Sí.
—¿Quién es?
—Crazy Lola. Crecimos en el mismo barrio. Es una jodida psico.
—¿Cómo sabes que es ella?
—Mírale el coño.
El vello púbico de Crazy Lola estaba teñido de rojo sangre y afeitado en forma de corazón.
—Cualquier cosa para llamar la atención.
Avalon cogió su bate y aflojó la cadena de su cintura para así poder removerla con más velocidad; yo le había enseñado ese truco.
—Me largo, Shamey.
—Rompe alguna pierna.
Crazy Lola no llevaba veinte segundos en el terreno y ya había acabado con nuestro director de ventas. Nuestro último jugador regular, el VP de demografía, despachó al último ejecutivo de SatCom con su palo kendo, sólo para cruzarse en el camino de Crazy Lola. Tras enfundar la maza y alzar el hacha, la dejó caer sobre el casco del hombre y le abrió la cabeza hasta el pecho.
Avalon salió entre grandes aplausos. Las mujeres circularon en órbitas opuestas, insultándose. Entonces Crazy Lola cargó, blandiendo su maza. Avalon giró a la derecha y golpeó con el bate a Crazy Lola en el visor. Lola cayó de espaldas, con el casco hundido; volvió a ponerse en pie en unos segundos. Avalon patinó tranquilamente hacia un lado y luego avanzó. Yo apenas podía mirar, pero lo hice; sabía que ganaría.
Crazy Lola soltó su maza y cargó de nuevo, agitando su hacha en un amplio círculo. Mientras Lola volaba hacia ella, Avalon se puso de rodillas y golpeó con el bate las piernas de su rival. El hacha escapó de las manos de Lola y partió volando hacia nuestras gradas. La mayoría de nosotros se agachó (yo el más rápido, estoy seguro), pero dos reps de Mitsubishi se quedaron quietos y sufrieron inesperados cortes de pelo. Lope se cubrió los ojos con las manos; el señor Dryden sonrió, pinchándole.
Perdido el equilibrio por el golpe de Avalon y por el peso de su propia armadura, Crazy Lola cayó hacia delante y se deslizó diez metros por el suelo. Avalon la siguió. Lola no tenía ninguna oportunidad. Avalon cogió el extremo de goma de su cadena, hizo un lazo en el cuello de Crazy Lola y tensó la cadena. Luego, enderezando a Lola de un tirón, sujetando aún la cadena, empezó a girar cada vez más rápido. Lola, desorientada, rodaba indefensa, sujeta a la cuerda de Avalon. Me recordó uno de los más memorables experimentos de ciencias del instituto. Cuando acumuló suficiente fuerza centrífuga, Avalon soltó la cadena. Crazy Lola balatravesó una ventana en medio de una lluvia de cristales.
—Reunión concluida —dijo el señor Dryden, golpeando una vez más con la maza.
Nuestro público, lleno de alegría (menos dos), dirigió una ovación a Avalon mientras ella se dirigía a nuestra barricada. Abrí su visor y le puse los dientes. Estaba temblando. Se echó a llorar; no recordaba haberla visto llorar antes, y sin pensar en las consecuencias la abracé. Me besó; su lengua se deslizó en mi boca como una ostra. Mivida, pensé. Micorazón. Los ambientes dicen de sus amantes que hasta el final del tiempo su sangre latirá para siempre con los latidos de su amado; igual latía el mío con el de Avalon. Ella devolvió mi abrazo, tensa; sentí en el pecho la punta de sus dagas.
—Ya estoy harta, Shameless —me susurró mientras la abrazaba—. No puedo más. No lo soporto.
—Ganaste.
—Él ganó —dijo—. Nosotros hemos perdido. Siempre perderemos. No quise admitirlo, porque no creía que fuera cierto.
—Lo sé.
—¿Puedes sacarnos de aquí? ¿De algún modo? Estoy dispuesta a dejarlo…
—Te masacrarían —dije—. Entonces no habría esperanza.
—Ni ahora —contestó, apretándome—. No importa. No importa nada. Ya estoy harta. Tú estás harto.
—Puede que consiga algo…
—¿Qué?
—Todavía no estoy seguro. Quiere hablar conmigo. Pasa algo. Todavía no sé qué.
—Lo que sea. Habla y dímelo. Pero ya estoy harta, hagas lo que hagas.
—Lo sé.
—Mejor que lo dejemos, Shameless. Podría vernos.
—Podría —dije, sin temor. Él visionaba en nuestra dirección, pero calculé que lo atribuiría al calor del momento.
—Ya estoy harta. Nunca más. Nunca.
Con poco tumulto y ningún grito, el presidente de SatCom salió a la pista, abriéndose paso sobre sus exempleados y los nuestros, casi resbalando en los charcos. El señor Dryden esperaba, meciéndose sobre sus talones, tan orgulloso que podría estallar. El tipo se presentó ante el señor Dryden del modo adecuado; los dos se saludaron. Entonces se arrodilló ante el señor Dryden, inclinándose hacia delante, y se apartó el pelo del cuello. El señor Dryden asintió. Jake, el supervisor principal, se acercó y desenvainó su larga espada de Kyoto. Jake, un auténtico maestro, se encargaba de los aspectos más delicados de la etiqueta corporativista; siempre llevaba un inmaculado traje blanco.
Salió con nosotros al vestíbulo; el señor Dryden y él charlaban sobre los últimos edictos del rey Dagoberto de Francia y cómo los reps de Dryco podrían tratar mejor con ellos, bien a las claras o encubiertos. Salimos a la plaza. El señor Dryden se despidió de Lope y le hizo un guiño. Lope parecía pálido, y más que receloso. Jake fue a colgar el nuevo trofeo de una de las picas, como si fuera un preciado adorno de Navidad. Algunos de los trofeos más antiguos no eran más que cráneos huesudos; serían reemplazados muy pronto y reciclados en cajitas de caramelos y joyeros y otros útiles objetos de arte.
Avalon subió al coche; el señor Dryden apoyó una mano en su hombro.
—Tú delante —dijo, y se volvió hacia mí—. OM. Detrás. Hablemos.
Mientras subía al coche y me sentaba junto al señor Dryden, la limo de Lope, en la Cincuenta, estalló. No pudimos hacer más que observar. El señor Dryden contempló la destrucción y se arrellanó en su asiento.
—No se puede ser demasiado cuidadoso —murmuró, sonriendo—. Centro, Jimmy. Banquéame.
Recorrimos la Quinta y pasamos junto a la librería. De las ruinas brotaban llamas como si fueran rosas.