—Luego hablamos, O’Malley —me dijo el señor Dryden aquella mañana mientras subía al coche; yo estaba sentado al lado de Jimmy, el conductor—. Tengo un plan.
A Jimmy le encantaba la Quinta Avenida, la ruta más segura al centro de la ciudad. Circulábamos en un Castrolite, siete metros de largo por dos y medio de ancho, bastante maniobrable cuando había jaleo. Estábamos seguros, hasta cierto punto; estábamos acostumbrados a él. Papá siempre decía que a menos que no tengas otra opción, te podías acostumbrar a cualquier cosa que no te matara. Él estaba muerto.
—Adelante —dijo el señor Dryden.
El ordenador del coche (un número seis) advirtió a Jimmy de problemas internos, reprendiéndole amablemente por si sonaba raro. Todo el armazón del coche iba acorazado. Un entramado de cables pasaba por debajo; no se podía colar ningún molli por parte de ningún mirón. El electroscudo zumbaba al toque de un botón, friendo a los buscabroncas deseosos de dar la lata. Opciones menos pasivas impresionaban si se las justificaba. Cuando todo fallaba, mis manos protegían; no había manos más seguras que las mías.
—¿Adónde? —preguntó Jimmy.
Al señor Dryden, como a su padre, le encantaba oír «Don’t Be Cruel» en el laséreo cuando viajábamos en coche. Tenía allí todo lo que necesitaba: un compartimiento para licores, un TVC, un compartimiento para drogas lleno hasta arriba de riesguis, una radio de onda corta, dos teléfonos, un IBM XL9000, una Xerox y un bidet. El bidet era para Avalon; Avalon era para el señor Dryden.
—Libreriemos —dijo.
Avalon amaba poco; estaba sentada junto al señor Dryden. El TVC de su lado estaba conectado, como siempre, con Vidiac. Yo no podía ver la pantalla; sólo podía oír (escuchando con atención, pues la música del señor Dryden sonaba siempre a toda pastilla) el sonido de tech, agudo y remoto. La música moderna, todo tonalidades y modulaciones y flurps y burps y wheeps, nunca me ha atraído, y el brusco abandono de los grupos Ambiente (cuya música nunca aparecía en Vidiac), me pone frenético. Prefiero la música de los muertos de hace tiempo.
—Rápido —añadió.
Yo amaba a Avalon; la observé vestirse. Tenía el pelo rapado, cinco centímetros de alto en la parte superior; llevaba una peluca rubia rizada que le caía hasta los hombros. En ese momento sólo tenía puesta la peluca y nada más; en paños menores nunca era del todo atractiva hasta que se colocaba los piños. La ley obligaba a las proxies (como Avalon) a extraerse los dientes en el Servicio de Salud para que no pudieran aliviar su frustración de manera poco apropiada. Se había colgado con el señor Dryden después de servir como lala durante el período habitual; tenía veinte años y llevaba dos con nosotros. Yo llevo doce siendo jefe de guardaespaldas y encargado de negocios no oficiales; ella era tan feliz con su trabajo como yo con el mío.
—Ta raas —suspiró Jimmy.
Avalon me sonrió, abriendo las piernas como para admitir al sol. Su cara resplandeció con la luz de la mañana, aunque el cielo estaba encapotado y gris. Como de costumbre.
—¿Cómo te va, O’Malley? —preguntó.
—Así así —repliqué.
Nos detuvimos en el semáforo de la Ochenta y seis. No era yo el único que ardía; cinco golfantes habían asaltado a alguien cerca del muro del parque y lo observé tostarse. Los chicos del Ejército Interno montaban guardia constante, asegurando los terrenos alrededor del Met; rollos de alambre de espino a la altura del pecho reforzaban aún más los perímetros. Incluso así, tan temprano, innumerables bocis formaban cola a la entrada del Met, en fila a la sombra de los tanques, esperando ser admitidos a una exposición importante de arte aborigen, sobre la que después pontificarían como si de verdad la hubieran visto.
Los chicos del parque y los del Ejército (ninguno mayor de dieciséis años) miraron nuestro coche. Avalon se inclinó hacia delante y apretó los pechos contra la ventana. Sabía que no podían verla a través del cristal ahumado, pero no le importaba…, ni al señor Dryden, que la ignoró.
—¡Jah! —gritó Jimmy, e hizo girar el coche. Un taxi (en la tapa del capó aparecía arañado: retrocede y muere) desaparcó, chocando con nosotros. El capullo le gritó algo a Jimmy y luego avanzó hacia nuestro carril. Usando la cuchilla que enmascara el morro de nuestro coche, Jimmy aceleró, embistió al taxi y lo plantó en la acera antes de que llegáramos a la Setenta y nueve. La puerta del cretino se abrió y el tipo cayó al arroyo. Jimmy pulsó uno de los botones de defensa y lo frió crudo mientras pasábamos. Se agitó como un pez recién capturado.
—Ése no se pondrá más chulo con nosotros —rió Jimmy, apartándose las trenzas de la cara.
—Yo diría que no—comenté. Los bribonzuelos saltaron la pared del parque y ablandaron al taxista. Uno rompió las ventanillas del taxi; no contento con eso, rompió las ventanillas de otros vehículos que pasaban. Los muchachos del Ejército se rieron. Inspirados, siempre deseosos de entretenimiento, dispararon a los autobuses que pasaban. Los pasajeros saltaron bien alto.
Avalon se puso sus ropas de ir de compras: un maillot de cuero negro, recortado por encima de las caderas, con cordones abiertos en la base del cuello, entre las piernas y en la barbilla. Los lazos se unían en su entrepierna; sobre el nudo tenía el tatuaje de una diminuta artillería masculina, con un cuchillo ensangrentado en vez de pene. Se puso las botas altas negras e inclinó la visera de la gorra con la calavera de las SS por debajo de un ojo.
—¿Qué tal estoy? —le preguntó al señor Dryden, que escogía las ropas que Avalon llevaba en público; su sentido de la cultura se había vuelto bastante estilizado.
—Bien —murmuró él, mientras repasaba su correo y estudiaba el monitor. Tecleaba con una mano; con la otra se rascaba, pellizcando y frotando y tirando de la piel, tratando de atrapar las cosas reptantes que percibía arrastrándose por debajo.
—¿Eso es todo? —preguntó ella; lo era. Avalon me miró y puso los ojos en blanco. Era un sueño fotografiado e impreso; la mujer que llevarías a casa para que conociera a mamá, si mamá estuviera en casa. La mía estaba muerta. Estar siempre tan cerca y a la vez tan lejos me ponía frenético; si hubiera sido una polilla, me habría quemado libremente en su luz.
Dos cópteros revoloteaban sobre Midtown, a doscientos metros de altura, sorteando los edificios. Los pilotos jóvenes del Ejército Interno consumían riesguis y luego elevaban sus máquinas, jugando entre las torres. Docenas eran derribados cada año, para aliviar el gasto.
La entrada a la Zona de Control de Midtown estaba en la Cincuenta y nueve. Había signos de una explosión reciente en la acera: el muro de la barricada estaba manchado de rojo; un gran desaliño que podía explicarse por el sobreuso. En la pared aparecía escrito el más exigente edicto antiterror del Ejército:
Habla inglés o no hables
Se podía recorrer cualquier zona de Manhattan y no escuchar hablar inglés durante semanas.
Como teníamos matrículas 1A, recorrimos nuestro carril mientras los camiones, taxis y autobuses del carril regular eran detenidos, registrados y rechazados; la hora punta había pasado y el tráfico sólo estaba colapsado a lo largo de cuarenta manzanas. Colgaban banderas de la fachada del Cuartel General Ejecutivo del Ejército de Midtown, el viejo Hotel Plaza, pintado desde hacía mucho con el sombrío tono pardusco del Ejército. Había ametralladoras y lanzadoras en el tejado, apuntando al parque. Una fuente exterior escupía al aire agua teñida de escarlata, símbolo de los incesantes torrentes de los «campos de batalla» de ultramar. Había niños en fila ante el Centro de Recirculación de la Cincuenta y ocho, recogidos por la vanguardia para que pudieran presentarse voluntarios; el Ejército prefería la sangre fresca y sin estropear. Los chicos del Ejército mantenían entretenidos a los detenidos, disparando a las palomas de los tejados; los que deseaban otra cosa contemplaban Vidiac, emitido en los monitores de la calle. En Schwartz, enfrente, los niños de los propietarios, guiados por tutores y nanis, se atiborraban con el botín de su propio mercado. Pasamos Bergdorf Tower en la Cincuenta y siete, Gucci’s World en la Cincuenta y tres, Cartico en la Cincuenta y dos, Saint Paddy’s Condoplex en la Cincuenta, Saks—Mart en la Cuarenta y nueve.
—¿Algún sitio donde aparcar? —pregunté. Las limos llenaban las aceras.
—Pronto, tío —dijo Jimmy—. Muy pronto.
Había una furgoneta postal aparcada ante la librería; incluso el conductor parecía cubierto de graffiti. En las Zonas de Control, el correo se entrega una vez al día; en otras zonas el correo llegaba cada semana, si lo hacía. Mientras empujábamos por detrás de la furgoneta, el conductor se la llevó antes de que pudiéramos divertirnos. Como siempre, había pocos coches en la zona propiamente dicha; sólo limos, algunos taxis, camiones de entrega permitidos sólo en sus rutinas diarias. Los autobuses tenían prohibida la entrada en las Zonas de Control, pues podrían introducir fácilmente a los indeseables. El viento soplaba entre los edificios como si lo hiciera en un cementerio. Abrí lentamente mi puerta; salí. Me había lastimado el hombro a principios de semana. Un coche patrulla, con las sirenas conectadas, pasó rápidamente.
—Otro numerito —dijo Jimmy.
Redujeron velocidad; Quinta abajo, había jaleo en un edificio.
—Nipponbank otra vez —dijo el señor Dryden, y sacudió la cabeza—, quédate, Jimmy.
Siempre había estallidos en Midtown. La responsabilidad se la llevaban los Dreds, o Mariel; la Nación de Aztlan, la Orden de la Bandera Negra, Escarlata y Trébol, Nouveaux Maroon, Mujeres Negras de Wicca, los Hijos de los Pioneros o cualquier otro de los grupos menores transitorios, todos afanándose diariamente en sus trabajos de desconcierto. Los que estaban al mando tomaban medidas. Todo vehículo aparcado en una Zona de Control tenía que tener una persona cerca en todo momento, o lo volarían. Los registros de vehículos demostraban ser efectivos; todo aquel que recorriera solo las aceras era cacheado, como en los museos (para eso el Ejército desarrolló un habilidoso equipo; un chico del Ejército me enseñó una vez su guante de inspección, como el de un halconero, hecho con un tejido a base de uralita). Algunos grupos tenían apoyo interno; otros kamikazeaban. Uno de los grupos con más inventiva desarrolló un explosivo que podía ser tragado sin problemas; más tarde, los ácidos del estómago garantizaban una última explosión. Los rayos X propiciaban el estallido y servían de poco. Todos en el juego tenían sus modos y razones.
Camiones del Ejército recorrían la avenida.
—Míralos pasar —rió Jimmy, y sus dientes de oro brillaron como si los hubiera hecho pulir—. Ahora no los encontrarán ni con un cedazo.
Jimmy sostenía que su nombre completo era Tío Jimmy Qué Malo; fue un Dred hasta que el señor Dryden se lo quedó como chófer, usando tácticas tradicionales para ganarse su acceso, atrayendo a nuevos tiburones con sangre más caliente. Jimmy aún creía en Ras Tafari, tenía una foto de Selassie en el salpicadero y la de Santa Piby en el bolsillo. En un cajón bajo la dirección tenía su pipa y su hierba. Era un conductor excelente; nunca teníamos un accidente que no hubiera planeado.
—¿Listo?
El señor Dryden parecía especialmente en baja forma esa mañana, y tal vez mi preocupación se notaba demasiado; me miró bruscamente, como si yo hubiera perturbado su sopor, y rápidamente borré la preocupación de mi cara. Su mano tembló mientras cerraba la puerta del coche. Conocí al señor Dryden la primera vez que salí de Nueva York; después de que me graduara en el Instituto del Bronx, un amigo de mi padre me consiguió un trabajo de guardia en Yale. El señor Dryden me contrató cuando estaba en segundo año, y he trabajado para él desde entonces, con alegría y gratitud. Al trabajar directamente para un propietario (más concretamente, para Dryco), me libré del servicio militar. Al parecer estaba hecho para mi trabajo, y desde luego perseveré. La mitad de los graduados de mi curso acabaron siendo empleados y la otra mitad se unió al Ejército. Esa mañana, yo era probablemente el único superviviente.
No hubiera trabajado para nadie más que para el señor Dryden; entonces el cambio se hizo patente, oscureció sus ojos, apartó las sombras de su mente.
—Abreviemos —dijo. Se dirigió hacia la tienda como siempre hacía, con paso ligero, como si se dirigiera hacia algo que sólo a él le importara ver. Pero ahora se movía (cuando lo hacía) por impulso nervioso y el afán de vituperar. El edificio de la librería tenía cien años de antigüedad. El interior era abovedado, con un frente de cristal, balcones de hierro forjado y escaleras de caracol; una gran escalera de mármol al fondo y pulidas lámparas de bronce. Entrar en la tienda hacía que incluso el propietario medio pensara que también él sabía leer. Avalon me precedió, con los músculos de sus piernas y caderas apretados, aflojándose y reagrupándose mientras andaba. Llevaba tatuado en la nalga derecha el logo de Dryco, un smirkey (me han dicho que en encarnaciones pasadas se lo conocía como «smiley»); lo imaginé todo cachondo mientras le devolvía su mirada. El encargado de la librería, honrando nuestra cita, se aproximó cuando el portero abrió las puertas de acero.
—Señor Dryden —dijo—. Es maravilloso verle después de tanto tiempo.
Habíamos estado allí por última vez la semana pasada. El señor Dryden compraba unos sesenta libros al mes. Los ojeaba y después los tiraba, tras archivarlos en el banco de software (es frase suya, y al decirla se señalaba la cabeza). Yo ya no estaba seguro de que recordara lo que leía incluso mientras lo hacía.
—¿Busca algo en particular? —preguntó el encargado.
—No —replicó el señor Dryden, observando las alturas de la tienda por si alguien intentaba atacarle; yo ya lo había comprobado—. Empleado.
—Sí, señor —dijo el encargado; dio una palmada y se volvió a su ayudante—. ¡Empleado, por favor!
—¡Empleado! —exclamó el ayudante. Apareció un tipo con gafas y se plantó ante nosotros. Yo era un palmo más alto y cuarenta años más joven.
—Empleado aquí —dijo.
—¿Nuevo?
—Llevo aquí dieciséis años, señor.
El señor Dryden apoyó las manos sobre los hombros del empleado y le escupió a la cara. Últimamente su temperamento había sido irregular.
—Entonces vamos.
—Sí, señor.
Entramos en la sección de negocios. Mientras, el señor Dryden recorría los pasillos, seleccionaba sus libros y los arrojaba al empleado, que los cogía con la facilidad que conlleva el talento innato. Yo caminaba por delante.
El señor Dryden volvió atrás (sin darse cuenta, sospecho) y se topó con una señora mayor que llevaba un sombrero con velo. Tosió varias veces como para aclararse la garganta. Ni ella ni su guardaespaldas se movieron. Me hizo una seña. Me acerqué y me planté ante ellos.
—¿Quieres problemas? —preguntó el guardaespaldas, apoyándose contra la estantería, biografías de Proust y Reagan en los estantes tras él—, ¿tu concedar, chocha?
Después de todo, tengo un alma pacífica y esto pareció de inmediato un farol, mucha teoría y poca práctica. Miré al señor Dryden, esperando otra seña. El guardaespaldas se rascó la barbilla, calibrando y midiendo Me examinó como a una pasa; yo estaba preparado para ser cogido. Como cebo, llevo pendientes, crucifijos invertidos de ónice negro sobre argollas de oro. Si intentaba agarrarlos, descubriría que mis orejas de plástico estaban velcroadas. El Servicio de Salud me había quitado las originales hacía años, cuando Enid (mi hermana, una ambiente) sugirió este truco. La forma de ser de los ambientes es farolear, luego engañar, después, si es necesario, negociar. En esto, mi forma de ser y la suya seguían caminos paralelos, aunque en ese momento yo estaba convencido de que la vida ambiente no podía ser mía.
El señor Dryden, que parecía preocupado (como siempre ahora), sacudió la cabeza. El guardaespaldas y yo nos saludamos inclinándonos levemente y luego nos dirigimos a pasillos distintos. El señor Dryden y Avalon se encaminaron al departamento de arte, y yo les seguí.
Aquí no había nadie más; pude relajar mi vigilancia y ver las pinturas de la pared. Había hermosas reproducciones de los papas gritones de Bacon; muchos de Los Caprichos de Goya en holograma; algunas viñetas de Chester Gould donde aparecía Flattop; el PierrotLunaire de Schómberg llenaba el aire del departamento. Avalon hojeó un libro de fotos en blanco y negro de mujeres culturistas desnudas en actitudes selectas: hundiéndose y ahogándose en denso barro, siendo sodomizadas por rudos salvajes, quemadas como los mártires de Smithfield, atadas al potro como Santa Catalina, despellejadas como San Bartolomé, asaeteadas al estilo de San Sebastián…, el fotog estaba lleno de ideas salvajes y descabelladas. El señor Dryden lanzó un libro de Arbus; el empleado gruñó y lo cazó al vuelo. La luz de la mañana, pálida y gris, cubrió el rostro de Avalon mientras estudiaba las fotos y sus oscuros ojos brillaban; pensé en lo marrón y suave que parecía cuando no era negra y correosa. Deseé que pudiéramos abrazarnos hasta aplastarnos los huesos. Ella también levantaba pesas; lo suficiente para estar en forma para las reuniones.
Se hizo a un lado, pasándose la lengua por los labios como para buscar defectos, y me mostró una foto de un libro distinto, llamado Auto Fatalidad 17; el artista poseía un agudo sentido del color pero no para la forma. Ella sonrió y arrojó el libro al suelo. El cuero que vestía se movió con ella; me habría encantado despellejarla.
—Será mejor que termine pronto —me susurró, cogiéndome del brazo—. Me duelen los pies con estos jodidos tacones.
Yo no dije nada. Sonreí; sus ojos chispearon como cristal roto, y vi en ellos lo que aún no se atrevía a decir. Meneó las caderas, buscando comodidad para su atuendo. El traje se le subió. Sabía que Avalon había llegado a apreciar cada vez menos las aficiones del señor Dryden (pues eso eran), pero no le conocía desde hacía tanto tiempo como yo, y por eso no estaba acostumbrada a sus caprichos, que después de todo se habían vuelto más caprichosos durante el año anterior.
—¿Traje nuevo, Shameless? —me preguntó. Yo llevaba un dos piezas azul corporativo con rayitas finas, no muy distinto al del señor Dryden. Aunque prefería cierta excitación en la ropa de Avalon, no se preocupaba mucho por lo que yo llevara, siempre que fuera protector y adecuado.
—Lo compré la semana pasada —dije. Tardé cuatro semanas en recibirlo después de cursar la orden; sí no estuviera trabajando para Dryco, habrían hecho falta diez meses, y entonces lo más probable es que hubiera recibido lo que hubiera disponible, no importaba la talla, el color o el material…, debido no siempre a la escasez, sino generalmente a la despreocupación. Era mejor coger lo que se te daba si lo querías para algo, o eso se decía siempre.
—Pareces a punto para golpear —dijo ella con un guiño. Mientras permanecía cerca, rozándome, sentí mi piel caliente, como si me estuviera cociendo lentamente—. ¿Costó mucho?
—Quince dólares.
—Nunca tienes sangre en tus trajes, ¿no? —Frotó las solapas con el pulgar y el índice. Su rodilla se deslizó contra la mía, con premeditado descuido.
Sacudí la cabeza, intentando pensar. La lógica me abandonaba cuando ella estaba cerca; su contacto enmarañaba mis pensamientos.
—La marca del aficionado —dije.
—Me gustaría que hubiera sangre en su traje.
—¿Crees que ya habrá acabado?
—No puede ser —dijo ella—. El empleado todavía está vivo.
Pero lo había hecho, y nos hizo un gesto para que nos pusiéramos en marcha. Llegamos al mostrador central; el encargado de la tienda se nos echó encima como si esperara que le dieran de comer gratis.
—¿Teníamos todo lo que necesitaba, señor?
—No —dijo el señor Dryden.
—¿Le interesa algún título en especial?
—Cortotiempo —dijo, golpeando con fuerza el mostrador con la mano, como para demostrar su existencia a los escépticos—. Compro, busco tenga mis necesidades. Iré otro si no tiene lo que quiero.
—Señor…
Avalon y yo esperamos, bostezando, mientras ellos seguían dándole a la lengua. Sabíamos que continuaríamos comprando allí: el sitio del encargado era que el propietario abusara de él; el sitio del propietario era abusar. Es de esperar, como la salida del sol. Los brazos del empleado temblaban bajo su carga.
—… idiota —concluyó el señor Dryden. No pude dejar de advertir cómo su cuello enrojecía mientras hablaba; su furia era tal que sentí que si continuaba su charla la sangre acabaría por subírsele a la cabeza, estallar y esparcirse en una ola espumosa.
—¿Cuenta de la casa o Amex, señor?
—Cuenta.
—Bien. ¡Empleado! —El encargado batió las palmas. El señor Dryden había acumulado un enorme montón de libros; unos treinta dólares, calculé. El empleado los colocó sobre el mostrador.
—Cuidado… —dijo el ayudante del encargado, demasiado tarde. Un libro cayó al suelo; el empleado logró sujetar el resto. El libro caído era una edición en cuero de Última salida a Brooklyn. Un regalo, sospeché, aunque no estaba seguro; su hijo, cuyo cumpleaños era dentro de dos días, no era muy aficionado a las cosas impresas.
—¡Durak! —gritó el encargado de la tienda; el ayudante abofeteó varias veces al empleado, como intentando despertarle.
—Examinemos —dijo el señor Dryden, al parecer calmado una vez más; era terriblemente difícil distinguir con facilidad su furia hasta que estallaba. Le tendí el libro; lo miró de cerca, como descifrando un sutil código. Miró por la ventana un momento, alzando los ojos al injusto Cielo y a la Deidad de allí. Miró al encargado de la tienda; empujó el libro hacia su pecho, de golpe.
—Arañado —dijo el señor Dryden. Esperé que no fuera a llevar esto demasiado lejos, pero sospechaba que lo haría.
El encargado miró el libro un instante, y por fin fingió haber detectado un defecto apropiado.
—Déjeme ver si tenemos otro.
—Idiota —dijo el señor Dryden, y golpeó con otro libro la cabeza del encargado; el libro se abrió y se curvó—. Agradézcame.
—Gracias.
El señor Dryden volvió a golpearle con el libro. Esto no era una conducta profesional, pensé, y (lo admito) súbitamente me sentí avergonzado de estar conectado con él; me sentí disgustado por tener que sentirme así hacia él. Pero los aficionados de cualquier tipo me enfurecen, y él no se comportaba mejor que cualquier aficionado.
—Descuidancia —dijo—. Si sirven así, me iré. —Casi parecía hablar en serio.
—Por favor, señor…
—He decisioneado.
—Al menos—dijo el encargado, sujetándose la cabeza como si tratara de mitigar el dolor—, debería dejarle encargarse del responsable que ve.
El señor Dryden pareció tan sorprendido como yo; esto era completamente nuevo. Cuando suceden escenas así, normalmente los encargados golpean ellos mismos a los empleados antes de despedirlos. Sólo había una cosa que hacer si esto seguía adelante.
—AO —dijo el señor Dryden, mirando el empleado.
—Estaré en el coche —dijo Avalon, y se dio la vuelta. Deseé cogerla y echar a correr, siempre evitando lo inevitable.
—Espera —dijo el señor Dryden, rascándose los brazos; ella se detuvo—. Seguridad primero. Sola en las calles, no. —Me miró y asintió con la cabeza.
—¿Por qué motivo? —me oí preguntar.
—Molestó, O’Malley —dijo; otra vez parecía tranquilo—. Victimiza.
—No tiene sentido hacer lo que no sirve para nada —dije; antiguamente, él habría estado de acuerdo—. Vamos…
—O’Malley.
Él sabía y yo sabía que era esto o el arroyo, entre millones, a la deriva con los que no tienen ninguna oportunidad, solo en la multitud.
—No creo que esto sea parte de mi trabajo.
—Molestó. Véngame.
La libertad llama, pero nadie responde; era difícil permanecer siempre optimista. Suspiré y me volví, como en sueños, hacia el empleado. Un trabajo es un trabajo, y yo hacía el mío; la ética laboral, después de todo, hizo de América lo que es, y siempre me he enorgullecido del trabajo honesto. Mi padre me dijo que cualquiera podía llegar a la cima; era conducido con facilidad, y por eso a menudo lo seducían los embustes de los demás, y para las mentiras más encantadoras hacen crecer el amor más profundo. Temí, ese día, estar lo más cerca de la cima que jamás podría estar, si no encontraba otro camino, otra forma, de algún modo; un niño al que se le permite ver el caramelo en el escaparate.
—O’Malley.
Mírate en el espejo y vuélvete loco, dicen los ambientes, y yo sabía de lo que hablaban. Mientras él se hundía, yo me hundía, y sabía que no podría hundirme más. Esa mañana sentí que mi mente cambiaba y de repente me dispuse a buscar otra cosa…, pero no la había, ni parecía posible que nunca la hubiera. Coge lo que te den o piérdelo todo; ésa era la forma. Allí me quedé, sin orejas, sin amor, sin alma; parte propietario, parte ambiente, cada una más y más separadas.
—¡O’Malley!
Pensé cuál de los accesorios de mi traje sería el más apro: el batog, los chugs, la cadena o la porra. Calculé que el batog (dos afiladas estacas unidas con un cable pesado) serviría. Nunca masacres a una mosca. Una vez más, me detuve; mi límite se acercaba. El señor Dryden habló.
—No veas, muchacho —dijo, temblando como si le empujaran—. Haz.
Hice.