Ningún idioma puede totalizarse a expensas de los demás. No es posible imaginar que haya habido un solo idioma en un principio y la perspectiva de un solo idioma para el futuro sería una verdadera catástrofe antropológica, como la de una especie única, un pensamiento único, una cultura única. Sería la muerte del propio lenguaje, en lo que nos diferencia de la expresión animal (la misma para cada especie).
Existe una relación necesaria entre el hecho de que los idiomas sean múltiples y singulares y el hecho de que el lenguaje nunca diga (solamente) lo que quiere decir. Si no hubiera más que un idioma, las palabras también serían unívocas, ajustándose a un piloto automático del sentido. Ya no se engranarían entre ellas de la misma forma (en los idiomas artificiales, sencillamente no se engranan en absoluto). El lenguaje sería el apéndice de una realidad unificada, destino negativo de una especie humana a su vez unificada. Siempre llegaría a posteriori, mientras que para nosotros, en su múltiple singularidad, parece que siempre haya estado ahí: es más, que nos precede de lejos y de vez en cuando se inclina sobre nosotros para pensarnos. Hay algo más en la singularidad de un idioma, y es que incluso aunque tenga un origen y una historia, parece reproducirse tal cual en cada instante y reinventarse por sus propios medios. Por esta razón vivimos el lenguaje como una especie de predestinación, y de feliz predestinación.
Tal es también la predestinación del pensamiento. Entre el mundo y el pensamiento, ¿cuál es el que piensa al otro? ¿Qué ocurre con la relación entre el pensamiento y un mundo que ya no refleja y al que ya no pretende representar?
Y, sin embargo, el pensamiento le está destinado, están destinados el uno al otro. En realidad, es su materia gris, la sombra que lo duplica y, al seguirlo, le da un destino secreto.
No trata de adivinar ningún secreto del mundo, ni de descubrir su cara oculta: es esa cara oculta. No descubre que el mundo lleva una doble vida: es esa doble vida, esa vida paralela. Solo obedeciendo a sus menores movimientos, le despoja de su sentido y le predestina a otros fines. Solo siguiendo su huella, muestra que tras sus supuestos fines, no va a ninguna parte.
El acto de pensar es un acto de seducción, que trata de desviar el mundo de su ser y de su sentido, corriendo el riesgo de ser a su vez seducido y desviado.
Así hace la teoría con los sistemas que analiza. No trata de criticarlos o de fijarles unos límites en la realidad. Los maximaliza, los exacerba siguiendo su huella, los seduce empujándolos al límite. El objeto de la teoría es dejar constancia del sistema que sigue su lógica interna hasta el final, sin añadir nada, y al mismo tiempo la invierte totalmente, revelando su sinsentido oculto, la Nada que lo invade, la ausencia en el corazón del sistema, la sombra que lo duplica. Constancia que es a un tiempo descripción pura del sistema, en términos de realidad, y prescripción radical de este mismo sistema, demostrando que excluye la realidad y finalmente no significa nada. Duplicar el mundo es responder a un mundo que no significa nada con una teoría que tampoco se parece a nada. Ni refutación empírica de estos sistemas (que participaría en este caso de la misma realidad que ellos), ni pura ficción sin relación con ellos, sino más bien las dos cosas a la vez. Es al mismo tiempo el espejo de un mundo que está ya llegando al límite y lo que empuja el mundo hacia este límite; la identificación de una tendencia implícita y de la fuerza que lo precipita hacia su fin. Reconoce al mismo tiempo que no queda nada que decir del mundo, que este mundo no puede canjearse por nada, mostrando a un tiempo que este mundo solo puede ser como es sin este intercambio con la teoría. Por esta razón, la escritura puede ir hasta el límite de su lógica, sabiendo que en un punto determinado, el mundo no puede menos de asemejarse a ella. Pero ella misma solo es capaz de ir hasta este extremo porque sigue el orden inmanente del mundo. Duplica el mundo y el mundo no existe sin esta duplicación. El mundo no carece de nada antes de ser pensado, pero después solo se puede explicar sobre esta base. Es algo así como esta «nada» que la teoría revela al tiempo que ocupa su lugar, una ausencia que hace visible y que oculta. Podemos decir también que el mundo carece efectivamente de «nada», y que el pensamiento es la sombra proyectada de esta Nada sobre la superficie del mundo real (path of nihility). El pensamiento radical se encuentra en la intersección violenta del sentido y del no sentido, de la verdad y de la no verdad, de la continuidad del mundo y de la continuidad de la nada. Aspira a la posición y al poder de la ilusión, restituyendo la no veracidad de los hechos, el no significado del mundo, rastreando esta nada que corre bajo la aparente continuidad de las cosas.
El pensamiento como ilusión, como seducción, es sin duda una impostura. Pero la impostura (y el lenguaje mismo lo es) no es lo que se opone a la verdad: es una verdad más sutil que envuelve la primera con el signo de su parodia y de su desvanecimiento. Literalmente, juega al «juego de la verdad», como la seducción juega al juego del deseo.
Finalmente, ¿para qué sirve el pensamiento, para qué sirve la teoría? Entre él y el mundo está «el Otro por sí mismo»: suspense y reversibilidad, duelo asimétrico del mundo y del pensamiento. Teniendo constantemente presentes las tres teorías fundamentales:
—El mundo nos ha sido dado como enigmático e ininteligible, y la tarea del pensamiento es hacerlo, si es posible, más enigmático e ininteligible.
—Ya que el mundo evoluciona hacia un estado de cosas delirante, hay que adoptar sobre él un punto de vista delirante.
—El jugador nunca debe ser más grande que el juego mismo, ni el teórico más grande que la teoría, ni la teoría más grande que el mundo mismo.