Acontecimiento real, acontecimiento fatal:
Singularidad del acontecimiento

La información es al acontecimiento lo que la economía política es a lo impulsional y a la fantasía según Klossowski. De la misma forma que la economía política es una gigantesca maquinaria de fabricar valor, de fabricar los signos de la riqueza, pero no la riqueza en sí, todo el sistema de la información y de los medios de comunicación es una máquina gigantesca de producir el acontecimiento como signo, como valor intercambiable en el mercado universal de la ideología, del star-system, de la catástrofe, etc., es decir, de producir el no acontecimiento. La abstracción de la información es la misma que la de la economía: suministra una materia codificada, descifrada de antemano, negociable en función de modelos, de la misma forma que la economía solo nos sirve productos negociables en función de precio y de valor. Y como todas las mercancías, gracias a esta abstracción del valor, son intercambiables entre sí, así todos los acontecimientos (o no acontecimientos) se vuelven intercambiables, es decir, sustituibles unos por otros en el mercado cultural de la información. La singularidad del acontecimiento, lo que es irreductible a su transcripción codificada y a su puesta en escena, lo que hace simplemente que sea un acontecimiento, se pierde. Entramos así en lo transhistórico, o lo transpolítico, allá donde los acontecimientos no tienen realmente lugar, en función incluso de su producción y su difusión «en tiempo real», allá donde se pierden en el vacío de la información (de la misma forma que la economía se pierde en el vacío de la especulación). La esfera de la información es como un espacio en el que, tras haber vaciado los acontecimientos de su sustancia, se recrea una gravedad artificial y se los vuelve a poner en órbita en tiempo real, en el que, después de haberlos desvitalizado históricamente, se los proyecta de nuevo sobre el escenario transpolítico de la información. Si consideramos la historia como una película (en lo que se ha convertido a pesar nuestro), entonces la «verdad» de la información consiste en la postsincronización, el doblaje y el subtitulado de la película de la historia.

Debemos pasar, pues, a través del no acontecimiento de la información para detectar lo que se le resiste o la desvía en su proceso mismo. Encontrar por así decirlo la «moneda viva» del acontecimiento, utilizar su precio de salida en la información como el precio de salida de la fantasía en lo económico. Someter el acontecimiento, como los sueños, a un análisis literal, frente a todos los dispositivos de comentario y de puesta en escena que no sirven más que para neutralizarlo. Solo los acontecimientos liberados de la información (y nosotros con ellos) crean una aspiración fantástica. Solo estos son «reales», a un tiempo imprevisibles y predestinados, porque si nada viene a explicarlos, todo en la imaginación está dispuesto a acogerlos.

En nosotros existe un inmenso deseo de acontecimiento. Y una inmensa decepción, pues los contenidos de la información son desesperadamente inferiores a la potencia de los medios de difusión. Esta desproporción crea una exigencia virtual dispuesta a caer sobre cualquier incidente, a cristalizar sobre cualquier catástrofe, siempre que esté hecha a la medida de esta potencia virtual con la que no sabemos qué hacer (esta desilusión no existía en un universo limitado, si podemos decirlo así, a sus fronteras naturales).

Y el contagio patético, inmediato y universal que se apodera de las masas de vez en cuando (Diana, el Papa, el Mundial) no tiene otra causa. No se trata de una cuestión de voyeurismo o de desahogo. Por supuesto, la gente no sabe qué hacer con su tristeza o su entusiasmo, por supuesto, no sabe qué hacer con lo que es, pero se trata sobre todo de una reacción explosiva espontánea ante una situación inmoral: el exceso de información crea una situación inmoral porque no tiene ningún equivalente, ni en el acontecimiento real, ni en nuestra historia personal. Es el mismo resentimiento que se vive ante la inmoralidad de nuestras sociedades, en las que nada tiene ya importancia. Ni los hechos, ni los discursos, ni los crímenes, ni los acontecimientos políticos tienen consecuencias reales, lo que se traduce en un florecimiento de procesos inútiles (en cuanto al Tribunal de la Historia, hace tiempo que ha desaparecido). Inmunidad, impunidad, corrupción, especulación y blanqueo: en cualquier caso, nos dirigimos hacia un estado límite de responsabilidad cero (hasta el concepto de «guerra con cero bajas» tiene algo de absurdo e incomprensible). Automáticamente deseamos un acontecimiento de máxima consecuencia, un acontecimiento «fatal» que repare esta inequivalencia escandalosa mediante una responsabilidad repentina y excepcional, que puede llegar incluso (Diana) hasta una muerte perfectamente inmerecida y sacrificial. Esta exigencia no tiene nada de una pulsión de muerte o de un ritual sádico, ni de una perversión de la naturaleza humana. Ni lo racional ni lo irracional tienen nada que ver en ello. La balanza del destino se está equilibrando simbólicamente.

Soñamos con acontecimientos insensatos que nos liberen de esta tiranía del sentido y de la exigencia de buscar siempre la equivalencia entre los efectos y las causas. Nos embarga al mismo tiempo el terror del exceso de significado y el de la insignificancia total. Así se imponen acontecimientos excesivos, que son al contexto anodino de la vida social y personal lo que el exceso de significante es al lenguaje, según Lévi-Strauss: lo que lo fundamenta como función simbólica, más allá de las equivalencias de sentido.

Ir más allá del acontecimiento «real». Releerlo a partir del final y darle una lectura predestinada. Invertir el orden del análisis, sin partir en busca de causas reales, que se puedan acumular hasta el infinito, sin dar cuenta jamás de su efecto prodigioso. La explicación siempre es una justificación. La búsqueda de causas siempre es una negación del acontecimiento como tal. Es la búsqueda de las condiciones en las cuales hubiera podido no suceder. Y el acontecimiento que hubiera podido no suceder (el acontecimiento «real») es bastante menos interesante que el que no hubiera podido no suceder (el acontecimiento «fatal»).

Por la misma razón, el acontecimiento previsible, que se limita a confirmar los modelos y que llega a su hora, predigerido por la información, es menos interesante que el que se precipita hacia su fin, que hace entrar en cortocircuito sus propias causas, que las remite a una ilusión retrospectiva. Tenemos así una precesión del acontecimiento, que siempre se adelanta ampliamente a su interpretación, que a su vez trata desesperadamente de alcanzarlo, como el sonido corre tras los objetos que han traspasado la barrera del sonido. Apenas lo vemos agrandarse en el retrovisor, y ya nos ha adelantado. Y cuando lo tenemos delante, siempre es demasiado tarde. «Events in this mirror may be closer than they appear…». («Los acontecimientos en este espejo pueden estar más cerca de lo que parece…»).

Tenemos así acontecimientos que no pueden no tener lugar y otros que parecen tener lugar, o que tienen lugar, pero el lugar de otra cosa. Cualquier acontecimiento puede ocultar otro, y la violencia que le acompaña no cambia nada en el doble juego del acontecimiento.

Descifrar, elucidar un acontecimiento, es analizar la relación con su doble, es decir: ¿contra qué se puede canjear (y este será su sentido manifiesto)? ¿Contra qué no se puede canjear (y este será su sentido verdadero)? «La inclinación por examinar profundamente un acontecimiento social como si se tratara de un sueño o de una obra de arte». (Philip Roth).

Al sueño de un universo integral de la información se opone el de un universo íntegramente formado por afinidades electivas y coincidencias, no accidental, sino por el contrario predestinado, ya que la coincidencia es lo contrario del accidente. Efectivamente, lo que no puede ocurrir (si la probabilidad es nula) debe ocurrir, por así decirlo. Es una u otra cosa: o poder, o deber. Si no hay razones serias para que no ocurra, todo acontecimiento debe plegarse a la necesidad imperiosa de acontecer. Todo lo que podemos hacer es tratar de desviarlo, pero su acontecer es fatal. Y sabemos que todos los esfuerzos para conjurar un hecho solo pueden precipitar su advenimiento. Menospreciamos la fuerza inherente a los acontecimientos, que es desear ocurrir. La excepción es que no sucedan. Todos sucederán virtualmente: están ahí en potencia. Esta potencia, la de las cosas que desean aparecer, se nos escapa. Y de ahí viene el sentimiento de certidumbre a priori de que algo debe acontecer.

Si pensamos en todas las causas, los encadenamientos, las coincidencias que hubieran debido acumularse para que este accidente (el del Puente del Alma) haya tenido lugar, evidentemente nunca hubiera tenido lugar (es, pues, vano remontar esta cadena para explicar un hecho cualquiera).

Por el contrario, si evaluamos todo lo que se hubiera debido sustraer para que el acontecimiento no tuviera lugar, entonces es evidente que no podía no tener lugar. No hubiera tenido que existir el Puente del Alma, ni por lo tanto la batalla del Alma. Ni el Mercedes, ni una empresa alemana cuyo fundador tuvo una hija llamada Mercedes. Ni Dodi, ni Ritz, ni toda la fortuna de los príncipes árabes, ni la rivalidad histórica con los británicos. Hubiera habido que borrar el propio Imperio Británico, etc. Así pues, a contrario e in absentia, todo concurre a la necesidad imperiosa de esta muerte.

Este acontecimiento es en sí mismo irreal, pues está hecho de todo lo que no hubiera debido tener lugar para que no lo fuera. Y así, produce, gracias a todas estas probabilidades negativas, un efecto incalculable. Estos son los acontecimientos de un Análisis Fatal, de un análisis irrealista de los acontecimientos irreales. Y la muerte de Diana es un acontecimiento irreal.

Acontecimiento irreal, acontecimiento inmoral. En el caso presente, los comentarios interminables sobre la «fatalidad accidental» o la del complot solo dejan traslucir el remordimiento colectivo por ser los asesinos virtuales de Diana, remordimiento vinculado a la exaltación secreta, no tanto de la muerte como del hecho imprevisible, del hecho venido de lejos, que tanto despierta nuestro interés. En este sentido, el patetismo del acontecimiento solo es la expresión de una voluntad colectiva, ni buena ni mala, simplemente inmoral, y todas las motivaciones sentimentales invocadas a posteriori solo son la moralización de un hecho inmoral. Solo sirven para enmascarar el oscuro objeto de nuestro deseo, el del hecho precisamente, de cambiar el orden de las cosas, sea el que fuere, de sacrificio de las figuras más gloriosas (las estrellas, los políticos…), deseo absolutamente sacrílego de irrupción del Mal, de recuperación de unas reglas del juego secretas que, de forma totalmente injustificada (al igual que las catástrofes naturales) restablecen un equilibrio entre las fuerzas del Bien y del Mal. Todas las lágrimas y el trabajo de elaboración del luto son acordes con la fascinación que ejerce sobre nosotros la reversibilidad automática del Mal.

Y de esta peripecia fatal no somos espectadores pasivos, sino verdaderos actores, de acuerdo con una interactividad mortífera en la que los medios de comunicación son la interfaz. Se dice que Diana ha sido víctima «de la sociedad del espectáculo» (con ella en el papel de víctima, las masas en el de espectadores de la muerte). Y se trata de un guión colectivo al que la propia Diana no es ajena, pero en el que las masas desempeñan un papel inmediato, a través de los medios de comunicación y los paparazzi, en un verdadero reality show de su vida pública y privada, cuyo curso desvían y consuman el rodaje en tiempo real, en la prensa, en las ondas, en la pantalla. Los propios paparazzi solo son vectores de esta interactividad mortífera (como los hooligans del Heysel fueron antes, al pasar del papel de espectadores al de actores, los operadores interactivos de la violencia del estadio). Y tras los paparazzi están los medios de comunicación y tras los medios estamos nosotros, todos nosotros, y nuestros deseos dan forma a los medios de comunicación, nosotros que somos el médium, la red y la electricidad conductora. Ya no hay actores, ni espectadores, todos están sumergidos en la misma realidad, en la misma responsabilidad giratoria, en un mismo destino impersonal que no es más que la realización de un deseo colectivo.