La moneda viva:
Singularidad del fantaseo

Desde esta perspectiva paradójica en la que, por obra y gracia del sistema, se abre un espacio para su antagonista absoluto, se inscribe la propuesta de Klossowski en La Monnaie vivante —la de una transferencia fantaseada, variante de la transferencia poética de situación, en la que lo económico se convierte en el lugar mismo de la encarnación de la singularidad—. Perversión del orden industrial, desviación de la abstracción de la moneda para fines impulsionales, paradoja de una moneda viva así definida: «Y en lo sucesivo, la esclava industrial asumirá a la función del dinero, siendo ella misma dinero, al tiempo que equivalente de riquezas y también la propia riqueza».

Se trata nada menos que de ocupar la esfera de todos los intercambios con aquello mediante lo cual el intercambio es imposible. La fantasía, al ser imposible de canjear, exige una variedad de simulacro para negociarse. La esfera de lo económico se convierte en este simulacro. La esfera del valor se convierte en el equivalente universalmente inteligible de lo que es irreductible al valor. No se trata de una transgresión de la ley ni del orden económico, sino de la perfusión, en el corazón mismo de esta ley y de su abstracción, de un elemento impulsional de una monstruosidad integral. Sin resolución ni negociación: la monstruosidad es integral, simplemente se transfunde a través de la abstracción que la niega. Hay algo que se burla del intercambio en la esfera misma del intercambio.

En una película reciente, Una proposición indecente, un hombre —Robert Redford— ofrece a una joven pareja un millón de dólares por pasar una noche con la mujer —Demi Moore. Lo que quisiera Robert Redford por este precio desmesurado es comprar a la mujer en la medida en que no está en venta. No se trata del precio de la prostitución, que sigue perteneciendo a la esfera de lo mercantil, se trata del valor hiperbólico de aquello cuyo canje es imposible, y cuya posesión como tal no tiene sentido. La apropiación de un ser singular no tiene más sentido que comprar las palabras de un idioma para uso exclusivo. Lo que es imposible de canjear de acuerdo con una equivalencia abstracta puede sin duda circular por afinidad electiva: las palabras, los bienes, las mujeres, pasan sin problemas de uno a otro, en la seducción, sin pasar por el dinero, sin pasar por el sentido. Así, Redford podría seducir a Demi Moore y obtener la riqueza (el disfrute de esta mujer singular) sin pasar por el signo de la riqueza (el millón de dólares). Precisamente, el reto está en forzar la riqueza mediante el signo de la riqueza, prostituir, no la parte venal, sino la parte imposible de canjear de esta mujer, su parte maldita por así decirlo, la que nadie puede alienar por sí mismo, por la sencilla razón de que no nos pertenece, no nos pertenecemos. Lo que somos, no lo tenemos, y lo que no tenemos, no lo podemos vender. Así que ni uno ni otro pueden, aunque quieran, inmolar esta parte maldita, ni siquiera por un precio fabuloso. Y así es más fuerte la tentación de violar la forma inalienable, de forzar en sus últimos baluartes lo que solo puede entregarse desde la complicidad amorosa (Lacan: el amor es dar lo que no se tiene, es decir, lo que se es, de lo que nadie puede disponer). Así, la violación verdadera no es gozar de alguien por la fuerza, sino hacerle gozar por la fuerza.

La propia Demi Moore acaba entrando en el juego y haciéndose cómplice de la profanación, con el pretexto de las dificultades financieras de la pareja, pero en realidad por una fascinación secreta: precisamente la de aniquilar la idea misma de intercambio imposible (que de alguna forma es insoportable), de aniquilar la riqueza, en y por el signo de la riqueza. Más poderosa que cualquier pasión es esta pasión irónica, pasión sádica, pasión del artificio total, que es también la de poner fin a la naturaleza y al orden de Dios.

Es decir, acepta pasar la noche con él por un millón de dólares. Y sobre esta base de equivalencia cínica acaban siendo seducidos el uno por el otro, es decir, desviados ambos de su principio para entrar en una relación dual, para entrar en la riqueza por el signo de la riqueza: realizando así la utopía paradójica de la moneda viva.

En el momento de la ejecución del contrato, Demi Moore no es más que una víctima resignada, pero después revive, resucita como mujer. Una escena decisiva es la del casino, donde él le pide que apueste en su nombre en la mesa de juego, y ella juega y gana. Con este gesto, la seduce. Es como si apostara por ella este millón de dólares, y así se convierte en la apuesta viva de la partida y, dado que gana, es como si ella ocupara el lugar del millón de dólares que se ofrece para pasar la noche con ella. Después de haberse jugado un millón de dólares, se juega ella misma por un millón de dólares. Ya no se vende, se convierte en el soporte, en el vehículo de un intercambio suntuario.

No es que ella «valga» un millón de dólares; como ser singular, no vale nada. Sin embargo, el millón de dólares que está en juego tampoco vale nada. Y en esta equivalencia de «no valor» pueden pasar del uno al otro, del uno en el otro sin perder en el cambio.

En este momento, cuando juega y gana por él, está «perdida», como se diría en Las amistades peligrosas (el mejor medio de seducir sigue siendo hacer que alguien haga algo en nuestro lugar; luego, él o ella no podrá dejar de seguir ocupando ese lugar). Las amistades peligrosas ofrece un ejemplo similar: Madame de Merteuil hace que Valmont desflore a Cécile para vengarse de X, que la quería virgen. Se trata de una condición para recibirlo en su cama. En resumen: si ocupas mi lugar en la venganza, tendrás tu lugar en mi cama. La pequeña Cécile se convierte en moneda viva de la venganza de Madame de Merteuil.

En ambos casos, el resultado es un fracaso. La diferencia está en que en Las amistades peligrosas el final es la muerte (Valmont muere en duelo a manos del prometido de Cécile; la que sirvió de moneda viva se venga también por persona interpuesta), mientras que en la película las cosas acaban de forma más trivial, en un comeback conyugal.

Una vez ha pasado el momento de la transfiguración de la moneda, de reversibilidad del signo de la cosa —ese millón de dólares transformado en una mujer única, en un signo único—, todo se viene abajo y se pierde en un intercambio trivial, de tipo amoroso o sexual. El sueño universal de una negociación de los cuerpos y de los placeres, más allá de su valor, acaba en la especulación, la inflación o la deflación, en todas las vicisitudes que corresponden al orden económico. En realidad, la paradoja de la moneda viva es sencillamente imposible de mantener. Salvo en el instante excepcional de esta sustitución, de esta transfusión del valor. La misma paradoja puede funcionar, no en el sentido de la riqueza, sino en el de la indigencia, la penuria, la mortificación. No solo lo impulsional, la pulsión de la muerte también debe encontrar su moneda viva. Una reciente exposición del fotógrafo español Nebreda ilustraba este reto de una negación de si que llega hasta el extremo. Enclaustrado desde siempre en la misma habitación, aquejado de un mal profundo, fotografía incansable su propio suplicio, su propio cuerpo torturado, variando el decorado, la iluminación, la puesta en escena de un universo sin salida. Al cabo de un movimiento más radical que cualquier forma de afirmación de sí, encuentra el recurso de inscribirse en un signo vivo, equivalente vivo de esta destrucción mental, que es su propio cuerpo. ¿Su propio cuerpo o su cuerpo propio? En todo caso, es el único objeto vivo del que dispone en su reclusión para hacer circular su propia muerte. Así da el «cambiazo», se lo da a los demás: está ausente del intercambio imposible de su propia muerte. Consigue negarse absolutamente y producir esta negación como obra, incluso como obra de arte. Porque sus fotos no son simples testimonios, son obras. Y allí es donde el arte aparece como el simulacro perfecto: no solo el signo, sino la simultaneidad de la cosa y del signo. Si hay que enunciar la crucifixión, el signo que la enuncia debe ser también crucificado. Si hay que enunciar la verdad impulsional y encontrar el equivalente vivo de la fantasía, el signo mismo debe ser impulsional (es decir, en absoluto representativo). El arte está hecho del intercambio imposible entre el significante y el significado, es decir, de la imposibilidad de su representación como tal, que está hecha de signos muertos y de falsa moneda.

Nebreda lo ha logrado, el espacio de un instante. Sin embargo, esta conjunción es efímera y el arte, como encarnación inmediata de una moneda viva, solo es un momento fulgurante. En la mayor parte de los casos se abisma en el comercio de los valores estéticos.

¿Y ahora qué ha sido de todas estas estrategias de la singularidad y de lo imposible de canjear en el espacio de lo virtual, donde ni la moneda ni el signo propiamente dichos tienen existencia? ¿Qué ha sido de la pulsión y de la fantasía, también virtualizadas, es decir, sustituidas por signos que ni siquiera son simulacros, sino equivalentes de síntesis? Porque la realidad virtual no es un simulacro. Lo digital, el lenguaje artificial, la imagen de síntesis no son simulacros. El signo ya no es lo que era, porque ya no existe «realidad» de la que sea signo. La moneda ya no es lo que era, porque ya no existe riqueza de la que sea signo. La era del simulacro era una edad de oro, la era de lo impulsional era una edad de oro, el imperio de los signos era una edad de oro. Ahora estamos en la era de lo digital, donde las tecnologías de lo virtual hacen realidad el prodigio de borrar a un tiempo la cosa y el signo, escapando así a su intercambio imposible, pero también al juego de su intercambio imposible, es decir, a la invención y al devenir de la moneda viva.

Una cosa es el intercambio mercantil, la abstracción de la mercancía, del equivalente general, todo aquello que describe el movimiento del valor, y la forma histórica del capital. Otra cosa es la situación actual, en la que el dinero es objeto de una pasión universal que va mucho más allá del valor y del intercambio comercial. Este fetichismo del dinero, ante el que todas las actividades son equivalentes, traduce el hecho de que ninguna de estas actividades tiene ya finalidad diferenciada. El dinero se convierte así en la retranscripción universal de un mundo vacío de sentido. Este dinero fetiche, alrededor del cual gira la especulación mundial, mucho más allá de la reproducción del capital, no tiene nada que ver con la riqueza o la producción de riqueza: traduce la debilidad del sentido, la imposibilidad de trocar el mundo por su sentido, y al mismo tiempo, la necesidad de transfigurar esta imposibilidad en un signo cualquiera, el más insignificante de todos, el que mejor represente la insignificancia del mundo.

¿Tiene que tener el mundo un sentido? Ese es el verdadero problema. Si pudiéramos aceptar esta insignificancia del mundo, entonces podríamos jugar con las formas, las apariencias, nuestros impulsos, sin preocuparnos por su destino final. Si no existiera esa exigencia de que el mundo tenga un sentido, no habría que encontrarle un equivalente general en el dinero. Como dice Cioran, solo somos fracasados a partir del momento en que creemos que la vida tiene un sentido. Y a partir de este punto lo somos todos, ya que no lo tiene. Además, porque este dinero convertido en fetiche representa una ausencia pura y simple, pasa a ser especulativo, exponencial, abocado a su vez al crack y a la desregulación brutal.

Si deseamos frenar la extrapolación total del mundo en el dinero, primero habría que eliminar la exigencia de sentido. Exigencia que cada vez resulta menos satisfecha, ya que el mundo tiene cada vez menos sentido (nunca lo tuvo, nunca fue canjeable por cosa alguna, pero ahora es cada vez más difícil encontrarle un equivalente de recambio. El único que le podemos encontrar es un equivalente virtual). Así pues, estamos disociados entre el imaginario del sentido, la exigencia de verdad y la hipótesis cada vez más probable de que el mundo carece de verdad final, que es una ilusión definitiva. ¿Debemos elegir inevitablemente entre el sentido y el no sentido? Precisamente, no tenemos ganas de elegir. La ausencia de sentido es sin duda insoportable, pero lo sería también ver el mundo adoptar un sentido definitivo. Y aquí es donde interviene el milagro del dinero. El dinero es lo que nos permite, entre el sentido y el no sentido, no elegir y llegar a una transacción universal. Funciona como finalidad universal de recambio como el fetiche sirve de objeto sexual de recambio.

Este dinero no tiene equivalencia contable, no es el equivalente universal de nada; sería más bien el equivalente de la circulación universal de la Nada. Es un signo, desencarnado, como el objeto fetiche, que no tiene nada que ver con el acto o el placer sexual. Se encuentra en el extremo opuesto de la moneda viva que es el signo puro, el signo transfigurado del intercambio imposible. El dinero solo es el signo por defecto, el signo convertido en fetiche. Convertido en referente absoluto, no tiene que rendir cuentas a nadie, no va a ser rescatado. En esto es similar a una deuda, y de hecho nos arrastra hacia una deuda infinita.

Hay dos formas de infringir la ley: negarla o, por el contrario, apasionarse por ella. El fetichismo propiamente dicho (y la perversión en general) consiste precisamente en poseer al mismo tiempo la ley y el interdicto de la ley. Encontramos la misma paradoja y el mismo reto que en La Monnaie vivante: poseer a un tiempo la riqueza y el signo de la riqueza.

En el análisis de Marx, la abstracción formal de la mercancía es el fundamento de un fetichismo de primer nivel, vinculado al valor de cambio. Cuando la pasión del valor se encarna, más allá del valor, en la pasión doblemente abstracta del dinero, este último se convierte en objeto de un fetichismo superior, ligado, ya no al valor de cambio, sino a la imposibilidad de intercambiar.

Así pues, en una primera fase, el objeto real se convierte en signo: se trata de la fase de la simulación. En una fase posterior, el signo vuelve a ser objeto, pero ya no un objeto real, sino un objeto mucho más alejado de la realidad que el propio signo, un objeto fuera de campo, al margen de la representación: un fetiche. Ya no se trata de un objeto elevado a la potencia signo, sino de un objeto elevado a la potencia objeto —un objeto puro, irrepresentable, imposible de intercambiar— y sin embargo anodino. De una «singularidad anodina» (Agambden) como son los fetiches sexuales, que se convierten a su vez en objetos del deseo propiamente dichos. Podemos hablar de sustitución, de perversión, pero se trata de una organización de tipo diferente: de una transmutación del signo en objeto, es decir, de una doble simulación, cargada pues de doble intensidad. Mediante este salto mortal hacia una doble abstracción, el fetiche se vuelve invulnerable: el sujeto está definitivamente a cubierto de su objeto del deseo.

No importa cuáles sean las diferencias entre el fetichismo mercantil, el fetichismo sexual y la obra de arte, esta última parece participar del mismo carácter extraño, enigmático y jeroglífico que Marx atribuía a la mercancía en su abstracción, y que Baudelaire transfiere, mediante una doble abstracción, a la obra de arte como mercancía absoluta. De todos los objetos, es efectivamente el más alejado del mundo real, el que debe tomarse como objeto puro, en su literalidad, y por ello, objeto de un deseo excepcional, sin equivalencia posible con la interpretación que podamos darle en el orden de las ideas, o incluso en el universo «estético».

Esta excepción puede ir de un extremo a otro. La inversión fetichista puede ir de lo más vil a lo más sublime, de la obra de arte a los objetos más sórdidos. La fantasía, cuando estamos más allá del valor y de la representación, puede encarnarse en todas las direcciones. En el fetichismo radical ya no hay jerarquía de valores, ni historia. El objeto convertido en fetiche se escapa a todas las diferencias y vuelve a ser literal. Existe literalmente. Encarna la literalidad de la fantasía.

Este análisis del fetichismo nos conduce hacia la singularidad como hacia un estado excepcional también de apogeo progresivo. Del mismo orden que el paso de la simulación simple a la segunda potencia, la del fetichismo. En la génesis de la singularidad, tenemos en primer lugar un paso de lo general a lo particular —aunque lo particular sigue siendo relativo a lo general— y luego el paso a la singularidad como hacia una forma de particular en cierta forma «absoluta», ya sin relación con el horizonte de lo general. Mediante este doble salto mortal, la singularidad se convierte en su propio horizonte, en su propio acontecimiento. Ya no tiene definición, ya no tiene equivalente. Solo puede reducirse a sí misma, como los números enteros que solo son divisibles por ellos mismos. La singularidad es un «signo único», como dice Klossowski, y sin contenido. Las singularidades no pueden, por lo tanto, expresarse unas por otras, y solo puede existir entre ellas un juego de metamorfosis la una en la otra sobre la base de su no existencia como ser propio. Despojada de ser propio, la singularidad supera así toda nuestra visión moderna, literaria o teórica, que es la de la alienación, la apropiación y desapropiación de sí; mientras que lo esencial está en la inexistencia inapelable del sujeto como ser propio.

Es como decir que la singularidad es el mal. Aquello cuyo intercambio es imposible, la parte irreductible a cualquier equivalente. Por esta razón es también la sede y la apuesta del devenir integral. Así es como Nietzsche veía el devenir: la posibilidad de una metamorfosis infinita sobre la base de una destitución del ser, y de todas las ficciones que suponen la psicología y la moral: «No hay individuo, no hay especie, no hay identidad».

Si el ser en sí tiene su historia, la singularidad tiene su devenir. Y si la historia está vinculada a un fin último, la singularidad está vinculada al Eterno Retorno. La historia no es más que el diferencial del cambio, el Eterno Retorno es la integral del devenir.

No se trata de «devenir lo que se es»; precisamente, solo se deviene lo que no se es, como solo se es lo que no se tiene. Si la singularidad está vinculada al devenir, es porque no es nada en sí.

«Bis Gottes Fehl hilft», nos dice Hölderlin. («Hasta que la ausencia de Dios venga en nuestra ayuda»). Dios es el equivalente general, en cuyo nombre todo cambia y se cambia. En ausencia de Dios, todo puede devenir y metamorfosearse libremente. En este sentido, toda esta historia de moneda viva, de fetichismo radical y de devenir integral es un arreglo de cuentas con Dios. Porque si la hipótesis misma de Dios ha desaparecido, si ha muerto, como decía Nietzsche, seguiremos enfrentándonos durante mucho tiempo con su fantasma y sus metástasis.