La hipótesis de una identificación total del mundo y del pensamiento bajo un principio único solo es la hipótesis más general. La otra hipótesis supone una inversión poética de situación, donde el triunfo mismo del Bien y del Principio Único se abre sobre la singularidad absoluta del mundo y del pensamiento.
Cambio radical de evaluación: todos estos sistemas técnicos de resultados óptimos, de resultados ilimitados del mundo, paradójicamente, al absorber toda la información, al concentrar todas las funciones, dejan vía libre al ejercicio de un pensamiento liberado de toda finalidad, de toda «objetividad», devuelto a su inutilidad radical.
Si hay en nuestro sistema una función a punto de volverse totalmente inútil, es el pensamiento.
Entre las innumerables prótesis maquinísticas gracias a las cuales tratamos de producir una síntesis artificial de todas las actividades posibles del ser humano, la inteligencia artificial (con todas las tecnologías informáticas) es actualmente la más prestigiosa y la más cargada de consecuencias. Es nuestra verdadera quimera. Somos desde hace tiempo quimeras vivas, mixturas extrañas de hombre y de máquina y hemos llegado a vivir, con el paso del tiempo, en un cóctel quimérico de culturas, de signos, de diferencias, de valores, incluida esa empresa quimérica que es la clonación, pues nos hemos acoplado con nuestro doble genético. Y el más bello conjunto quimérico es el acoplamiento del pensamiento con su réplica informática exacta en la inteligencia artificial, jugando con la línea de demarcación de lo humano y lo inhumano en el orden del pensamiento, y a modo de burla de este, al igual que la clonación genética constituye una burla de la especie.
Pronto, hasta esta burla dejará de ser concebible, se desvanecerá en la indiferenciación de la esfera informática. Antes de que sea demasiado tarde, digamos que la inteligencia artificial es incompatible con el pensamiento precisamente porque este último no es una operación, es imposible de canjear por nada, y sobre todo, en ningún caso por la objetividad de un cálculo operativo, de tipo input, output y comput, razón por la cual no puede tomar su relevo ninguna máquina, ni se le puede encontrar equivalente maquinístico. Y desesperado por esta situación, el hombre se ha consagrado a materializarla en un dispositivo técnico. ¿Quizá el pensamiento tiene en el fondo horror de sí mismo en su inacabamiento, en su forma imposible de verificar, siempre cómplice de una incógnita y de una ilusión inapelable, y desea presentarse como función, realizarse como deseo? En este sentido, todo el edificio de la informática sería la realización de este deseo perverso, tratando de desvanecerse ante su equivalente virtual como la especie humana trata de desvanecerse ante su equivalente genético. Y al igual que el advenimiento del clon es la solución final al problema de la sexualidad y de la reproducción, así la inteligencia artificial constituye la solución final al problema del pensamiento.
Felizmente, todo tipo de cosas hacen fracasar esta equivalencia técnica: la sensación, la percepción, el placer, el sufrimiento. Tranquilidad: tratamos de encontrar a todas estas cosas equivalentes de síntesis, pero de momento todavía no hay ninguna máquina que las sustituya.
Lo que sigue diferenciando el funcionamiento del hombre del de las máquinas, incluso las más «inteligentes» es la embriaguez de funcionar, de vivir, el placer. Inventar máquinas que tengan placer va más allá de los poderes del hombre. Todo tipo de prótesis pueden aumentar su placer, pero no puede inventar nada que experimente placer como él o mejor que él, o que lo experimente en su lugar. Máquinas que se desplazan, que trabajan, que calculan mejor que él, sí; pero no hay extensión técnica del placer del hombre, del placer de ser hombre. Para ello, las máquinas tendrían que poder inventar al hombre, o tener idea de hacerlo. Es demasiado tarde. Solo pueden prolongarlo o destruirlo. Las máquinas tendrían que ir más allá de lo que son: máquinas metafóricas, máquinas parabólicas, máquinas excesivas. Incluso las más inteligentes, solo son exactamente lo que son, salvo quizá en el accidente y en la debilidad que les podemos siempre atribuir como un deseo oscuro. No tienen este exceso irónico de funcionamiento, este sufrimiento, no caen en la tentación narcisista, y ni siquiera están seducidas por su propio saber. Lo que podría explicar su melancolía profunda, la tristeza de los computers. Todas las máquinas están solteras…
Un día, sin duda, algunas aprenderán a dar señales de placer, y de muchas más cosas, pues la simulación es algo a su alcance. Sin embargo, solo imitarán nuestros mecanismos psicológicos y sociales, que ya se ocupan por todas partes de multiplicar los signos del deseo, del sexo y del placer, de la misma forma que la clonación biológica se limita a plagiar nuestros mecanismos culturales, desde hace tiempo abocados a la reproducción en cadena.
En la interfaz cibernética ya se están organizando dispositivos dirigidos a reproducir la complejidad de lo sensible. Tocarse virtualmente a distancia. Utilizar la sutileza del aliento, el ritmo de las pulsaciones cardiacas para navegar hacia nuevos entornos virtuales. Teleperformance, Very Nervous System, Telematic Dreaming. La propia interfaz es una quimera, en el injerto o el acoplamiento surrealista del hombre y de su pantalla, y más tarde en esos bioaparatos, máquinas y organismos a partes iguales, que «reconfigurarán próximamente toda nuestra sensibilidad».
En el fondo, ¿de qué estamos hablando? ¿De transferir todo lo humano a lo inhumano o de lo contrario? ¿Se trata de transferir las funciones y los reflejos humanos al artefacto maquinístico o, por el contrario, de someter las tecnologías a unos reflejos humanos demasiado humanos? Ambas posibilidades son igualmente monstruosas, ya que lo humano y lo inhumano pierden simultáneamente su definición en esta interferencia. ¿De qué sirve esta vana reduplicación técnica de nuestras sensaciones, de nuestros gustos, de nuestro tacto, de nuestras operaciones mentales, si no es para librarnos de nuestra inteligencia natural?
Si los hombres crean o fantasean máquinas «inteligentes» es porque reniegan secretamente de su inteligencia, o porque sucumben bajo el peso de una inteligencia monstruosa e inútil: las máquinas son un exorcismo al poder manipularlas y burlarse de ellas. Depositar la inteligencia en manos de una máquina es, en el fondo, liberarse de la responsabilidad del saber, de la misma forma que depositar el gobierno en manos de nuestros políticos nos libera de la responsabilidad del poder.
Si los hombres sueñan con máquinas originales y geniales, es porque dudan de su originalidad, o prefieren librarse de ella y disfrutarla por máquinas interpuestas. Porque lo que ofrecen las máquinas es ante todo el espectáculo del pensamiento y los hombres, al manipularlas, se entregan al espectáculo del pensamiento más que al pensamiento mismo.
No en vano se les da el nombre de «virtuales»: mantienen el pensamiento en una suspensión indefinida, ligada a la decadencia de un saber exhaustivo. El hecho de pensar queda indefinidamente diferido. La cuestión del pensamiento ni siquiera se plantea, como tampoco la de la libertad para las generaciones futuras. Así, los hombres de la Inteligencia Artificial atravesarán su espacio mental inmóviles, atados a su computer. El Hombre Virtual será un minusválido motor y cerebral. Será el precio de la operatividad.
La confrontación de Kasparov y de Deep Blue (y después Deeper Blue), de un humano y un artefacto «inteligente», es un estupendo ejemplo de los balbuceos de lo humano enfrentado con sus máquinas inmateriales, enfrentado con el control de su propia inteligencia, soñando con ser el jugador que supere al juego mismo.
El hombre sueña con todas sus fuerzas con inventar una máquina más poderosa que él, y al mismo tiempo no puede concebir que no sea el dueño de sus criaturas. Como Dios. ¿Podría crear Dios un ser que lo supere? Sin embargo, es lo que hacemos con nuestras criaturas cibernéticas, a las que ofrecemos la oportunidad de batirnos. Es más, soñamos con que nos superen. El hombre queda así atrapado en la utopía de un artefacto superior a sí mismo, que debe vencer para salvar la cara.
Si Kasparov venció a Deep Blue en un primer momento, es porque disponía todavía de un arma secreta: la intuición, el afecto, la estratagema, el juego y el doble juego, mientras que Deep Blue solo contaba con su potencia de cálculo. En realidad, solo Kasparov es un jugador, el otro no es más que un operador. El autómata nunca juega (salvo que lleve un hombre escondido en su interior, como el jugador de ajedrez de Van Klemperen). Además, Kasparov tiene en su haber la pasión humana del desafío, tiene a otro frente a él, una parte contraria. Deep Blue no tiene adversario propiamente dicho, evoluciona en el interior de su propia programación. El hombre tiene una ventaja decisiva, la de la alteridad, que es la premisa sutil del juego, con sus posibilidades de engaño, de farol, de sacrificio, de debilidad, mientras que el ordenador está condenado a jugar al máximo de sus posibilidades. Es decir, en el hombre, el cálculo lleva aparejado un poder irónico, el del pensamiento mismo, que supera a la «inteligencia». Mediante el pensamiento, el hombre puede desprogramarse sutilmente y pasar a ser «tecnológicamente incorrecto» para seguir dominando el juego. Sin embargo, esta situación es inestable: el día en que prevalezca el idioma del ordenador y la potencia de cálculo, el día en que el hombre pretenda medirse con la máquina en su propio terreno, siendo «tecnológicamente correcto», entonces será irremediablemente vencido. Hemos visto a Kasparov, tras el primer encuentro, inclinarse en esa dirección: rivalizar mediante el cálculo, y perder en cierta forma la esencia del juego.
A la inversa, sus adversarios (los técnicos programadores de Deeper Blue) se han olido el secreto y han perfeccionado la interfaz, inculcando al ordenador el pensamiento real del juego, haciendo que juegue contra su propia naturaleza calculadora, integrando en la máquina los reflejos humanos, atrapando a Kasparov en su propia trampa. «Se produjo algo increíble. Deeper Blue, antes del final, rechazó una jugada que todos los ordenadores habrían utilizado para inclinarse por otra más profunda que no le aportaba demasiada ventaja. Fue una elección sutil. Y más adelante, en una posición ganadora, cometió un gran error que permitió el jaque mate. ¿Cómo es posible, a algunas jugadas de distancia, jugar como un campeón y cometer ese grueso error? Es extraño…».
Los técnicos de IBM supieron inculcar a Deep Blue una fotocopia mental de lo humano para batir mejor al hombre en su propio terreno. A la inversa, los jugadores profesionales sueñan con batir a la máquina como tal, siendo más máquina que la máquina. En este reto, el hombre corre el riesgo de desestructurarse antes.
Que el ordenador consiga operar la síntesis artificial de algunas cualidades humanas, no quiere decir que se haya puesto a pensar. Se limita a suscribir el proyecto tecnocrático de reinscripción de todos los elementos en una realidad virtual de tres dimensiones. No es nada nuevo: ya se había logrado con Taylor rehumanizar el trabajo industrial sin cambiar nada en la naturaleza de la explotación. Lo inhumano puede imitar a lo humano a la perfección, sin dejar por ello de serlo.
Todo descansa aquí en la diferencia entre inteligencia y pensamiento. El postulado de Turing desde un principio es que la inteligencia se puede aislar de todo sustrato físico, de todo referente sensible. La inteligencia no es la del hombre integral, es una versión funcional y cerebral de la ideación, y podremos liberar a través de ella una idealidad del hombre circunscrita a su cerebro. Realizar un corte radical entre el cálculo y el cuerpo, e inventarse sobre esta base un cuerpo espectral y definitivo, un cuerpo exotérico, libre de toda incertidumbre carnal y sexual, un cuerpo sin profundidad, reinventado a partir de la pantalla como piel, como película táctil, lejos de toda sensibilidad orgánica. Tal es la perspectiva de las máquinas inmateriales.
De hecho, esta idealidad es engañosa. El usuario ocupa la máquina como si fuera otra especie de cuerpo esotérico (su exploración infatigable de la Net equivale a una introspección de su propio cuerpo). No solo las facultades intelectuales, también toda la libido reprimida y la negación del cuerpo encuentran su extensión en la máquina informática, que se ha convertido en objeto del deseo sin deseo (de ahí quizá sus afectos, sus debilidades, sus accidentes, sus virus), mientras que el hombre se convierte en una excrecencia inhumana de las facultades maquinísticas. Ambos en la interfaz intercambian sus características negativas. De modo que la máquina es tan víctima del hombre como el hombre de la máquina. Nunca nos planteamos —preocupados por el punto de vista del sujeto— la alienación respectiva del objeto técnico, su alteración, su desajuste por la proyección sobre él de fantasías demasiado humanas. El reto definitivo de la inteligencia artificial es que la máquina deje de parecer una máquina y que se ponga a «pensar»: la máquina debe ocultar su prodigiosa funcionalidad para hacer las cosas tan bien (o tan mal) como los seres humanos. Se trata de un error de apreciación: preservar el carácter específico del hombre presupone preservar el de la máquina.
En cualquier caso, el uso del ordenador no solo introduce un aumento de la potencia de cálculo, también modifica el tipo de fenómenos susceptibles de recibir un tratamiento informático. Pasa a ser capaz de hacer surgir nuevos fenómenos implicados por tal o cual tipo de cálculo. La simulación informática resulta así una forma de interpretación dirigida por los modelos matemáticos y técnicos, como un nuevo aparejo mental que no se limita a reflejar como un espejo el cerebro que lo diseñó, ya que analiza en retorno el modelo a su imagen.
Si apostamos por este tipo de inteligencia, entendida como función superior a todas las demás, coordinadora de todas las demás, pero función a su vez de un aparejo técnico y de modelos operativos, si nos limitamos a esta definición basada en los resultados, hemos sido vencidos de antemano por la máquina. Lo mismo ocurre con el pensamiento: si se centra en la verdad objetiva y racional, entonces queda vencido de antemano por los expertos, los lógicos o los sofistas.
Todo está en la elección del terreno. Al medirse con un ideal reductor de la inteligencia, el hombre es batido por su propio artefacto, por la sombra de sí mismo. Se trata desgraciadamente de un modelo bastante generalizado: optamos la mayor parte de las veces, incluso desde el punto de vista social y político, por luchar en terrenos perdidos de antemano.
Esto nos obliga a una redefinición estratégica de los retos respectivos de la inteligencia y del pensamiento. Y la derrota de Kasparov ante Deeper Blue nos ayuda a hacerlo. Si no vamos a luchar en un terreno (el de la inteligencia técnica) en el que la victoria nunca está garantizada, optemos por batirnos en el terreno del pensamiento, en el que precisamente no se trata de ganar.
Ahí está todo: dejar al pensamiento su inutilidad radical, su predestinación negativa respecto a cualquier uso o finalidad. En este sentido, la amenaza que hace pesar sobre el desarrollo de la inteligencia artificial es una suerte. El pensamiento se encuentra liberado de la hipoteca del saber y de la información, de toda esta sobrecarga informativa y comunicativa que lo abruma: el ordenador, puesto que lo sabe hacer mucho mejor, nos libera de ella. Liberado de lo real por lo virtual mismo, el pensamiento puede situarse allá donde piensa, allá donde somos pensados. Pues el sujeto que pretende pensar sin ser pensado a cambio solo es un secuaz orgánico que prefigura la intelección inorgánica de la máquina. Es derrotado en su propio terreno y finalmente acaba siendo pensado por lo virtual. Sin embargo, el que piensa «en retorno», el que piensa porque es pensado, queda liberado del «servicio» unilateral del pensamiento mediante la operación de la máquina misma.
El inmenso beneficio de la inteligencia artificial habrá sido acorralar el pensamiento: ¿existe, más allá del control de todos los mecanismos, una finalidad singular en el pensamiento? ¿Hay algo en lo que supere su mera posibilidad de funcionar? ¿Sigue habiendo para él algún objeto, una vez que ha encontrado en la inteligencia artificial su verdadero objeto de deseo perverso?
Debemos así revisar nuestra apreciación sobre esta técnica «alienante» que toda nuestra filosofía crítica se afana en denunciar. Por el contrario, debemos exaltar la paradoja según la cual todo poder, al arrogarse el monopolio de los fines y de los medios, libera todo lo que no obedezca a este principio funcional. Al atribuirse el monopolio del significado y del saber, libera todo lo que no significa nada y no desea significar nada. Al dotar de nuevo de utilidad lo que es del orden de la función útil, condena al mismo tiempo a la inutilidad radical lo que es del orden de la inutilidad radical, condena al vacío lo que es del orden del vacío.
Todo está mucho más claro.
Liberado de toda funcionalidad, reservada ahora a las máquinas intelectuales, de nuevo en la clandestinidad, el pensamiento vuelve a ser libre para no llegar a ninguna parte, para ser la efectuación triunfal de la Nada, para resucitar el principio del Mal. Y así cambian todas las perspectivas. Porque nos decíamos (sobre el modelo de Cioran: «¡Qué lástima que para encontrar a Dios haya que pasar por la fe!»): ¡Qué lástima que para llegar al mundo haya que pasar por la representación! ¡Qué lástima que para decir las cosas haya que pasar por el sentido! ¡Qué lástima que para conocer haya que pasar por el conocimiento «objetivo»! ¡Qué lástima que para que algo acontezca haya que pasar por la información! ¡Qué lástima que para que haya intercambio haya que pasar por el valor!
¡Pues se ha acabado! Ahora somos libres con una libertad diferente. Liberados de la representación por sus propios representantes, los hombres son libres por fin de ser lo que son sin pasar por nadie más, ni siquiera por la libertad o el derecho a ser libres. Liberadas del valor, las cosas son libres de circular sin pasar por el intercambio y la abstracción del intercambio. Las palabras, el lenguaje, son libres de corresponder sin pasar por el sentido. De la misma forma, liberada de la reproducción, la sexualidad queda libre de desplegarse en el erotismo, sin preocupación alguna por el fin y los medios.
Así tiene lugar la transferencia poética de situación.
Allá donde podíamos deplorar la desaparición de lo real en lo virtual, la desaparición del acontecimiento en la información, la desaparición del pensamiento en la inteligencia artificial, la desaparición de los valores y las ideologías en la mundialización de los intercambios, al contrario, debemos felicitamos por esta totalización del mundo que, al purgar a todas las cosas de sus funciones, de sus finalidades técnicas, deja campo libre a la singularidad del pensamiento, a la singularidad del acontecimiento, a la singularidad del lenguaje, a la singularidad del objeto y de la imagen. Finalmente, la existencia misma del pensamiento único, del sistema totalitario de la economía, de la información, de la inteligencia artificial, su automatización y su desarrollo, dejan paso a un mundo literalmente verdadero. La perfección de la realidad deja paso a la ilusión radical. Y en esta verdad literal, en este funcionamiento literal del mundo, se encuentra la libertad definitiva.