Sociedad disociada, sociedad paralela

No obstante, la suerte no está echada, porque a medida que nuestro universo se mundializa y nos identificamos, de grado o por fuerza, con este universo integral, la dualidad reaparece en todas las modalidades de desorganización que habitan nuestros sistemas, y hasta en la negación que enfrentamos a nuestro propio cuerpo y a nuestra organización mental en la locura, el vértigo, la ausencia, la desaparición.

Ni siquiera es una cuestión de vuelta de lo reprimido (vestigio de una interpretación mecanicista del equilibrio de fuerzas), se trata simplemente de que toda energía liberada libera una energía antagonista, que toda diferencia segrega una indiferencia igual, que toda verdad segrega una incertidumbre más grande todavía, que no hay excepciones para lo que no es en absoluto un principio económico, sino una regla simbólica, y que la economía de todos los sistemas se rompe contra el desconocimiento de esta dualidad fundamental, que se impone entonces a través de todas las formas de clandestinidad, de disociación, de una inversión generalizada y catastrófica de la situación.

Toda sociedad en vías de integración y de homogeneización tiende, a partir de un determinado umbral crítico (que nuestras sociedades ya han superado ampliamente), hacia la disociación. Se puede homogeneizar, integrar sin tasa, pero la separación tendrá lugar de todas formas. La exclusión y la discriminación serán directamente proporcionales al «progreso» de la integración. No es posible superar el antagonismo de ambos principios, cuya incidencia en nuestras sociedades modernas es el resurgir de una sociedad paralela, de un mercado paralelo, de un circuito financiero paralelo, de una medicina, de una moral, incluso de una realidad y una verdad paralelas.

Cualquier régimen de control y de interdicción crea una situación irregular, clandestina, anómala: un mercado negro. La prohibición y sus consecuencias, siguiendo el modelo de la del alcohol de los años treinta, se ha convertido en un mecanismo automático, por así decirlo, en una segunda naturaleza de nuestro sistema. El mercado negro del trabajo, que corresponde a una desregulación del mercado oficial (tenemos ahora incluso un mercado negro del paro, que se superpone al paro real), el mercado negro de la especulación financiera, el mercado negro de la miseria, el que circula al margen de los circuitos oficiales, el del sexo (la prostitución), el de la información (las múltiples redes y los servicios secretos), el de las armas (mercado negro estatal, pero también secreto) y, por supuesto, el mercado del arte, verdadero mercado negro que corresponde a una especie de estado de excepción y de pánico en el campo estético. Last but not least: el mercado negro del pensamiento. El ambiente liberal-democrático, que absorbe virtualmente todas las divergencias ideológicas, o que aparenta dejar libre curso a todas las diferencias, equivale a un estado de prohibición avanzada del pensamiento, que no tiene más opción que pasarse a la clandestinidad, una suerte para él, por otra parte (de momento, no forma parte de los derechos humanos, pero no falta mucho). En cuanto a la alteridad, ha dejado de existir en el mercado oficial, la ha matado la confraternidad. Aparece entonces automáticamente un mercado negro de la alteridad, que, como de costumbre, está en gran medida en manos de los traficantes: se trata nada menos que del racismo y todas las formas de exclusión. Alteridad de contrabando, cuyas variantes (incluidos el nacionalismo, las sectas, etc.) adquirirán cada vez más virulencia en una sociedad desesperadamente integrista, unificadora, homogeneizante. Toda socialización está condenada a desarrollar, con toda la criptolegalidad del mundo, todas las formas de mercado negro. Las estructuras monopolísticas (y cualquier Estado lo es, ya que aspira al monopolio de lo político y de lo social), siempre acaban segregando una sociedad parapolítica, una mafia cualquiera que controlará esta forma secreta de corrupción generalizada. Combatir a esta mafia es, por parte del poder, pura hipocresía, ya que emana de él y, en el caso inimaginable en el que consiguiera reducirla, sería porque toda la sociedad se habría convertido en una contrasociedad y el Estado en una función inútil.

Todo, o lo esencial, tiene lugar fuera de los circuitos oficiales. Se trata de un hecho regocijante en cierta forma. Hay un toque de agudeza en este doble juego, en esta perversión que se resiste a toda normalización, en estas estructuras ocultas que burlan a los poderes, en este mercado negro de lo social. De todas formas, ¿qué se puede esperar de una sociedad purificada de toda clandestinidad? Finalmente, tiene la última palabra Mandeville, para quien el cuerpo social solo funciona a través de su inmoralidad y sus vicios, aunque esta inmoralidad no se puede reconocer: también forma parte del mercado negro de la verdad.

Es nuestra versión moderna y corrompida de la «parte maldita», parte excedente, residual, peligrosa, que las sociedades arcaicas sabían administrar tan bien a través de la institución de un doble circuito, de un registro dual del intercambio: útil y suntuario. Solo está «maldita» para nosotros. Por haber universalizado los intercambios en una modalidad única y haber obviado esta distinción simbólica, una parte de nuestros intercambios y de nuestras relaciones sociales ha caído en la oscuridad, en una clandestinidad en la que sigue desarrollando una existencia ilegal, como los dioses paganos siguen llevando una existencia furtiva y supersticiosa bajo la égida de la cristiandad. Así es como nuestras estructuras esenciales de decisión y de poder, nuestras redes, nuestros capitales se instalan en la órbita del secreto, de la especulación, de una ilegalidad tan generalizada que ha dejado de serlo. Se trata, por así decirlo, de una continuidad del Mal, la continuidad de una ilusión vital, de una corrupción vital que podríamos creer inscrita en la naturaleza. Sin embargo, está inscrita en el pensamiento, y porque está inscrita en el pensamiento, es irreductible en los hechos.

Esta profunda disociación de todas las formas de la sociedad corresponde a una verdadera insurrección silenciosa. Eco de estos pueblos exiliados por el Emperador victorioso tras los espejos y destinados a no ser más que el reflejo de su vencedor. Pero un día, dice Borges, estos pueblos sometidos empezarán a parecerse cada vez menos a sus amos, acabarán por romper los espejos y hacer irrupción en el imperio para devastarlo. Así vemos rebelarse contra el principio de la representación, aunque sea en silencio, a poblaciones enteras para las que el ejercicio de esta libertad se ha transformado en representación forzosa y en ridícula farsa.

Se trata de una rebelión muy profunda, que afecta al corazón del sistema político. ¿Qué importa al individuo moderno, el de las redes y lo virtual, el que se multiplica en lo operativo, qué le importa estar representado? Se ocupa de sus cosas, eso es todo. ¿Qué le importa la trascendencia? Vive muy bien en la inmanencia y en la interacción. ¿De qué le sirve una voluntad política, una voluntad colectiva, esta chispa de soberanía que delegaba en la organización social? Ya no hay delegación de voluntad ni de deseo. La pantalla de la comunicación ha roto el espejo de la representación. Solo circulan sombras estadísticas por la pantalla de las encuestas. Ya no hay contrato social: solo funciona el retorno de imagen en la pantalla de los medios de comunicación. El único capital simbólico del ciudadano es el de su desinterés y su miseria política, la misma que gestionan nuestros representantes oficiales (y ese es el secreto de su corrupción).

Insurrección política de los hombres que ya no desean ser representados, insurrección silenciosa de las cosas que ya no desean significar nada. El contrato de significado, este contrato social entre las cosas y su signo, parece también quebrado, al igual que el contrato político, de modo que cada vez nos cuesta más representamos el mundo y descifrar su sentido. Las propias cosas se rebelan contra el desciframiento. ¿O quizá sea que ya no tenemos ganas de descifrarlas? La propia imaginación del sentido está enferma.

No obstante, seguimos entregándonos a la comedia de la representación. Una buena ilustración de esta farsa moderna la tenemos en el Dokumenta de Cassel de 1997, con la instalación de la «Pocilga». De puntillas ante una cerca, los espectadores hunden sus miradas en una porqueriza y un gran espejo les hace frente al otro lado, en el que pueden mirarse observando a los cerdos. Luego rodean la instalación y se instalan tras el espejo, que resulta no tener azogue, a través del cual pueden ver los cerdos, pero también los espectadores de enfrente, que miran a los cerdos. Y que a su vez ignoran, o parecen ignorar, que son observados. Es la versión contemporánea de Las Meninas de Velázquez y del análisis de Michel Foucault sobre la edad clásica de la representación.

No solo las personas ya no quieren estar representadas; ni siquiera desean ser «liberadas». ¿Liberadas de qué y en función de qué? ¿Contra qué trocar esta libertad? ¿Qué es lo que se intercambia en el sistema de la representación? Esta imposibilidad de encontrar equivalente en hechos a esta libertad y a este derecho a la representación constituye el actual fracaso de lo político. ¿Por qué tomarse el trabajo de significar y de tomar un sentido cuando todo circula tan deprisa que nada tiene tiempo de transformarse en valor? Para desear lo que los hombres desean actualmente, no necesitan ser libres. Para decir lo que tienen que decir, no necesitan estar representados. Para ser lo que son ni siquiera necesitan reconocerse como tales.

Así encontramos esa abstención creciente, epidémica (no solo electoral, esta última no es más que un símbolo), la indiferencia larvada, la indiferencia viral, a su vez en vías de infectar el sistema y de borrarle el disco duro. Estas cosas ya estaban presentes hace veinte o treinta años, en el análisis del silencio de las masas como rechazo de la representación, como desautorización de la libertad política. En este mundo desenfrenado, la agonía del sistema político es de una lentitud mortal. Así es como vivimos en un mundo que ya no es el nuestro, pero del que somos cómplices con total ambigüedad. Sujetos presa del fantasma de su existencia y de su libertad, sujetos ahora insolventes, abocados a una deuda insoluble (porque ya no queda nadie para rescatar esta deuda, ni causa a la que sacrificar la vida).

No obstante, tras esta transparencia, tras este vértigo de una presencia virtual, tras esta indiferencia, ¿no existe para todos una exigencia de otro orden: la de ser lo que son, ya no por defecto, por requerimiento de no ser más que lo que son, sino por exceso, transfigurando esta pérdida de la representación en un vértigo de la presencia pura? ¡Por fin la oportunidad de ser lo que somos sin pasar por la representación! ¡Por fin la oportunidad de desear lo que deseamos sin pasar por la libertad! Para ello, efectivamente, no necesitamos a nadie. Cioran: «¡Qué lástima que para encontrar a Dios haya que pasar por la fe!».