Principio dual
Principio único
Principio antagonista

Todo está en el juego de la dualidad.

La del Otro, cuyo universo nos roza sin llegar nunca a tocarnos, como en el Duelo en las tinieblas de la Ópera China, donde los dos cuerpos con sus armas se entrecruzan y evolucionan muy cerca uno de otro, describiendo con sus gestos y su enfrentamiento silencioso el espacio simbólico del conflicto.

La del juego cuyas reglas parecen surgir de otro lugar, sin justificación, al igual que la suerte, eterno principio injustificado.

La del femenino y el masculino —la evidencia de su duelo— siendo ambos aquello en lo que el otro está destinado a perderse.

La del Bien y el Mal.

Lo más difícil es concebir el Mal, plantear una hipótesis del Mal. Solo la han planteado los heréticos —maniqueos y cátaros— en la visión de una coexistencia antagónica de ambos principios cósmicos iguales y eternos, el Bien y el Mal, a un tiempo inseparables e irreconciliables. Desde esta perspectiva, la dualidad es primordial, es la forma original, tan difícil de concebir como la hipótesis del mal.

Porque la fantasía siempre es la del Uno como principio, la del principio único que preside el principio y el fin. El mundo es Uno y debe volver a serlo. Es la utopía misma de la razón filosófica. Es la versión integral del mundo, su ser y su identidad. Podemos concebir que el Uno se divida, pero para recomponer mejor su unidad, porque esta unidad es el dogma de fe y toda visión en términos de dualidad es herética.

La hipótesis dual ha tenido que ser muy poderosa para haber sido objeto de tantas persecuciones a lo largo de la historia. Desde que desapareció, primero de la teología y después de toda la filosofía moderna, todo lo que se considera relativo a un principio del mal ha pasado a ser fundamentalmente irreal y marginal. Toda idea de un destino final diferente del Bien ha desaparecido del campo del análisis. Se ha convertido en el verdadero pensamiento único, y el Mal solo actúa en este mundo como figurante inteligente, exiliado en pensamiento, a la espera de verse erradicado en los hechos. Pareciera no obstante que su principio permanece intacto, que su radicalidad es inexpugnable y que, al menos en nuestro mundo, nos lleva un cuerpo de ventaja.

Los filósofos nunca se preguntan: ¿Por qué el Mal y no el Bien? Y es porque, como tampoco los teólogos, no creen en la realidad del Mal. O más bien no creen en la dualidad del Bien y del Mal. Solo plantean el Mal para absorberlo en una reconciliación final, en una síntesis dialéctica. El Mal siempre es irreal, siempre está a sueldo del Bien: en el fondo es alegórico. Desde la perspectiva maniquea, por el contrario, el Mal tiene su destino propio, solo procede de sí mismo, eternamente enigmático. De él surgen el mundo y la materia y toda cosa creada. El Bien es la figura alegórica en un mundo dominado por la instancia categórica del Mal.

El Mal es intratable, ya que es a un tiempo el principio, el motor y el final. Y el reconocimiento del Mal ya forma parte del Mal. Pero, si el Mal es la regla y el Bien la excepción, si la salvación concreta adopta la forma de una destrucción acelerada y si la suerte está echada, ¿por qué debatir sobre el Bien y el Mal?

Pero la suerte no está echada y lo apasionante son las formas de aparecer y de transparecer del Mal sobre un fondo de hegemonía universal del Bien. ¿Cuál de los dos está al mando de la locomotora suicida?

En realidad, el Bien y el Mal no se oponen, su esencia es asimétrica. No proceden del mismo movimiento y no son de la misma naturaleza. Entre ellos hay un cierto equilibrio antagonista.

Si se limitaran a diferenciarse y oponerse —de tal modo que la elección entre ambos, que está en la base de nuestra moral, fuera posible—, entonces nada impediría que cada uno de ellos se hiciera autónomo y se desarrollara por sí mismo, y que así el mundo se homogeneizara desde el Bien o desde el Mal. Es a lo que parecemos abocados en la actualidad: a la homogeneización del mundo mediante el Bien y a la reclusión del Mal en un museo imaginario. Sin este equilibrio antagonista, estaríamos a la merced de las fuerzas del Bien. En este sentido, el Mal nos protege de lo peor que sería la proliferación automática de la felicidad, homóloga de la proliferación automática de las células cuando deja de funcionar el mecanismo de su muerte programada.

Tradicionalmente, solo somos sensibles a la amenaza que hacen pesar sobre el bien las «potencias del Mal», y sin embargo, la amenaza que hacen pesar las potencias del Bien son las realmente fatales para nuestro mundo venidero.

No obstante, el juego no se detiene aquí, y su complicidad es más extraña. El Mal empuja al Bien (la acumulación de las fuerzas positivas) al exceso y la desregulación, la proliferación del Bien libera lo peor. A través de todas nuestras técnicas de realización incondicional del Bien se perfila el Mal absoluto. El Mal se ha convertido en una realidad determinante, escribe Jung: «En los abismos del Mal que constituyen el pasado humano, pestes, suplicios, guerras, hambrunas, enfermedades, el Mal no era una realidad determinante. No tenía posibilidad de acceder a una idea superior de lo humano, a una realidad opuesta, y algo, atravesando el océano de llamas, quedaba indemne». Jung añade: «Un Bien al que se sucumbe pierde todo su carácter ético» (maravillosa fórmula: ahora ya no sucumbimos al Mal, sino al Bien). «¿Y qué es un Bien sin carácter ético, sino un aspecto de la legislación del Mal? Tenemos, con la radio, el teléfono, excelentes hospitales, baños calientes, tolerancia religiosa, leyes moderadas, ausencia de guerras (para los sectores más poderosos del planeta), una inundación de Bien amoral, producido sin interrupción por la entidad Mal, por las tinieblas asentadas en el poder; es una terrorífica novedad contemporánea». (Ceronetti, Pensieri del té).

Solo el Mal y la destrucción en todas sus formas siguen teniendo el lustre de la trascendencia. Todos los valores trascendentes han sido absorbidos por la tecnología, por lo que el Bien ha conquistado la inmanencia, abandonando así la trascendencia a las fuerzas del Mal. «Las técnicas nuevas son bien pensantes por ellas mismas y representan no solo la racionalidad, sino la caridad. La virtud ya no puede rivalizar con las máquinas y los medios de transporte. Solo le queda hacerse diabólica y recuperar su inspiración en el Mal. Como las máquinas se han puesto a encarnar la idea del Bien, la destrucción y la tecnología de la destrucción han adoptado un carácter metafísico… La aniquilación ya no es más que una metáfora». (Ceronetti).

El Bien, que fue metáfora ideal de lo universal, se ha convertido en una realidad inexorable, la de la totalización del mundo bajo el signo de la técnica. De golpe, el Mal recupera toda la fuerza de la metáfora.

La negación del Mal forma parte del tratamiento homeopático de nuestro mundo: el del Bien con el Bien. Sin embargo, el Bien se destruye a sí mismo: la optimización de los sistemas los acerca a su disolución. Y esta homeopatía del Bien por el Bien se convierte en la del Mal por el Mal. Universalidad del Bien, transparencia del Mal.

«¿Y si el mundo no hubiera empezado hasta ahora a desplegar en toda su amplitud, con unos límites que siempre serán incalculables, su origen a partir de un principio esencialmente opuesto al del Bien, de un principio del Mal? Esta gran Tribulación se manifiesta como una guerra inexplicable, de la que las guerras históricas apenas han sido vagas encarnaciones…». Como las leyes biológicas, el Mal es imposible de modificar. Solo se deja someter por los que resultan útiles para sus fines, que son el Mal y nada más. El Mal penetra, y no es penetrado. Conoce y no es conocido. En cuanto a saber si es engendrado o no, no hay respuesta. Persisten el estupor y la indignación ante sus efectos cuando se hacen de golpe demasiado evidentes. «El mundo se unifica, sí, pero por el Mal y con vistas al Mal». (Ceronetti).

Hipótesis más inmoral todavía: el Bien y el Mal son reversibles. No solo no se oponen, sino que pueden intercambiarse el uno por el otro, y su diferenciación a fin de cuentas no tiene sentido. Por supuesto, no se trata de la inocencia de antes de la distinción entre el Bien y el Mal, se trata, en nuestro universo, de una confusión del Bien y del Mal que es el signo mismo del Mal, como la indiferenciación de lo Verdadero y de lo Falso es el signo mismo de la simulación.

Es la hipótesis del iceberg: el Bien solo es la parte emergente del Mal, el Mal la parte sumergida del Bien (¡una décima parte / nueve décimas partes!). No existe solución de continuidad entre ambos, solo una línea de flotación. Por lo demás, están hechos secretamente de una misma sustancia, una misma masa que vuelca de vez en cuando y el Bien se convierte en el Mal y el Mal aflora a la superficie. Y cuando el calor disuelve el iceberg, todo vuelve a la masa líquida del «ni Bien ni Mal». Tomar en cuenta únicamente la parte visible del fenómeno (el Bien) es correr el riesgo de una colisión mortal con la parte oscura y sumergida de la realidad (el Mal), cuya masa es infinitamente superior. La aventura del Titanic lo ilustra claramente (nunca se supo lo que ocurrió con el iceberg, encarnación «viviente» del Mal).

El Bien y el Mal se infiltran hasta el corazón del alma humana y allí cierran un compromiso secreto. Saul Bellow, Herzog: «Dice que en la naturaleza solo el hombre duda en hacer el mal. Sin embargo, esta repugnancia ante el mal va unida a la necesidad de devorar. Este organismo, para mantenerse frente a la muerte utiliza la existencia de otros seres. Succiona y destruye lo que necesita en su medio. El resultado es una actitud particular de los humanos, que consiste en admitir y negar el mal al mismo tiempo. Tener una vida humana e inhumana al mismo tiempo. Morder, tragar, y al mismo tiempo tener piedad de lo que se come. Tener sentimientos y, al mismo tiempo, comportarse con brutalidad. Se ha dicho (¿y por qué no?) que la repugnancia ante el mal era en realidad una forma extrema, una forma deliciosa de sensualidad, y que aumentamos las delicias del mal añadiéndoles la emoción y la piedad… No obstante, existen las realidades morales con tanta seguridad como existen las moleculares y atómicas. Sin embargo, es indispensable admitir en nuestros días las peores posibilidades. No tenemos elección en este terreno».

No tenemos elección entre el Bien y el Mal, ya que solo son la transfusión o la transfiguración el uno del otro, en el sentido literal en el que cada uno adopta la imagen del otro de acuerdo con una cuna del universo moral que es la misma que la del espacio físico no euclidiano. La irresistible tendencia del Bien a producir efectos contrarios negativos solo tiene igual en la inclinación secreta del Mal a producir finalmente el Bien. Ambos rivalizan en eficacia contradictoria a más o menos largo plazo. Otra razón por la que la elección es imposible, es que el Mal no está en absoluto opuesto al Bien, y que su contraposición especular es una ilusión óptica. Solo el bien se afirma como tal, el Mal no se afirma. Como la Nada, de la que es el analogon, es perfecto, porque no se opone a nada. El Bien y el Mal, como lo masculino y lo femenino, son asimétricos: no son ni el espejo ni el complemento ni el contrario uno de otro. Su relación es más bien irónica. Uno de los términos se burla del otro y de su propia posición. En lo esencial, son incomparables. Es donde reside la debilidad de todos los análisis en términos de «diferencia». Los términos asimétricos no dejan lugar para una «diferencia». El Mal es más que diferente, ya que no se compara con el Bien, y de esta forma no nos deja elección.

Era necesario encontrar una salida a esta imposibilidad de definir el Mal y de plantearlo como tal. Esta salida, la encontramos en la confusión entre el Mal y la desgracia. La desgracia (la miseria, la violencia, el accidente, la muerte) se convierte en la transcripción en la realidad de la instancia espiritual del Mal. Al no poder enfrentarnos con él como «realidad dominante» en toda su ambivalencia, en su fatalidad (afortunada o desafortunada), al no poder abarcar el Mal, nos aferramos a la desgracia como solución de repuesto.

La desgracia es más sencilla, podemos enfrentarnos a ella con la caridad y la virtud, con el conocimiento o con la compasión. Es un objeto sensible, que se puede compartir. En la desgracia, las víctimas son las víctimas, mientras que en la esfera del mal, es mucho más difícil diferenciarlas de los verdugos. Y, sobre todo, permite, al combatirla, dar un sentido concreto al Bien y al ejercicio del Bien (también difícilmente definible). Frente a la desgracia, el Bien puede por fin materializarse y probar lo que vale, cosa que no puede hacer frente al Mal, que siempre avanza enmascarado o de tapadillo.

También al Mal le cuesta mucho probar lo que vale. Cuando quiere manifestarse como tal, a través de la violencia, el crimen, la perversión, la transgresión, cuando quiere enfrentarse con el Bien, cae en la misma trampa y en la misma ilusión moral. Superstición desesperada la de Sade y la de todos los intentos de convertir el Mal en un principio de acción. Es como si existiera una imposibilidad de hacer el mal por el mal. (A falta de hacer el mal, siempre se puede causar la desgracia de otros, pero es una ilusión óptica, como la que consiste en causar la felicidad).

A corto plazo, podemos engañarnos con la posibilidad de elegir entre el Bien y el Mal, con una esperanza razonable, pero es algo que solo vale para un espacio de tiempo milimétrico, en el que es posible desplegar un juicio moral. Las prolongaciones de la acción, allá donde se enmaraña, se anula o reniega de sí misma, se nos escapan. El propio tiempo envuelve cada acción con el signo de su final, haciéndolo recaer en el juego aleatorio del mundo, entrecortado con breves chispazos de racionalidad.

¿Y dónde está entonces nuestra libertad? En una «franja» determinada existe un ejercicio posible de la libertad: el de una realidad moral cuya existencia, como dice Saul Bellow, debemos reconocer al igual que la de una realidad molecular y atómica. De la misma forma que un orden determinado de fenómenos corresponde a la física clásica y que otra realidad (¿sigue acaso siendo una «realidad»?) corresponde a la relatividad y a la física cuántica, existe una realidad moral y un orden del entendimiento que corresponden a la metafísica clásica y a la distinción entre el Bien y el Mal, y otra (micro) física mental que no es en absoluto del mismo orden, un universo de la relatividad y de la indiferenciación entre el Bien y el Mal, en el que la cuestión de la libertad ni siquiera se llega a plantear. ¿Se trata también aquí de una «realidad», o bien en el fondo no hay más «realidad» que la que cae bajo en la esfera del juicio moral, del imperativo que fundamenta este mismo principio de realidad, es decir, una definición absolutamente tautológica?

De todas formas, los dos universos no responden a las mismas leyes. O más bien, solo lo real responde a unas leyes, a unas distinciones convencionales. Lo que lo supera ya no responde a ellas y los conceptos de voluntad, de libertad, de finalidad, dejan de funcionar. Es necesario, pues, inventar en el espacio metafísico (el del Bien y el Mal, lo Verdadero y lo Falso) el mismo salto «inmoral» que fue en física el salto teórico hacia la relatividad y la física cuántica.

La existencia del Mal no es un misterio. Existe una evidencia del Mal (apariencias, ilusión e incertidumbre), como una fórmula de base de nuestra existencia mortal. Lo real, por el contrario, tal y como nos lo representamos, con sus determinaciones causales y sus efectos de verdad, es un fenómeno excepcional, en realidad el único misterio verdadero. Y de este misterio, nunca averiguaremos los secretos, pues en el eterno equilibrio entre el Bien y el Mal nunca sabremos dónde está la prioridad: ¿en el Bien, como nos empuja a creer toda nuestra cultura, o en el Mal y su aventura espiritual?

La maraña entre ambos es tanta como en un monograma de letras entrelazadas. Si nos dirigirnos indefectiblemente hacia el Bien por un camino lineal, llegamos con toda seguridad al Mal siguiendo una curvatura diferente.

No obstante, la hipótesis más probable es la del triunfo de la solución final, la de una integración sistemática mediante un principio único, que supondría un «servicio completo». En esta noche ontológica, todo está disponible en bloque, sin consideraciones de detalle. Nuestra pertenencia a un concepto integral e integrista del mundo y de la sociedad ya está muy avanzada. Vamos camino del crimen perfecto, perpetrado por el Bien y en nombre del Bien, de la perfección implacable de un universo técnico y artificial que verá la realización de todos nuestros deseos, de un mundo unificado por la eliminación de todos los anticuerpos. Es nuestra fantasía negentrópica de una información total. Que toda la materia se convierta en energía, que toda la energía se convierta en información, que todo en el lenguaje pase a ser significante. Que todos los genes sean operativos. Que todo acceda a la conciencia de sí, etc. Abolir la ausencia, el vacío, la insignificancia. Fantasía (hasta el nivel atómico) de una masa sin intersticios, sin distancia interior, de una densidad infinita, tal, que está abocada a un hundimiento gravitatorio. Fantasía a nivel humano de abolición de toda negatividad, para producir una sustancia humana cada vez más densa, en interacción y promiscuidad totales. Recoger el tiempo en un punto, el espacio en un instante. Que todo sea pleno, esté saturado, sea exhaustivo.

Desde esta hipótesis, hacia la que nos orienta una especie de compulsión ciega, debemos concluir con Ceronetti que «la salvación concreta asume la forma de una destrucción acelerada», pero no es el Mal, es el Bien quien «lleva evidentemente los mandos de la locomotora suicida».

La otra hipótesis, la hipótesis dual, plantea la posibilidad radicalmente opuesta de un mundo unificado y un principio, único. Por definición, lo Uno es Uno y solo puede repetirse hasta el infinito. Y entonces, ¿mediante qué combinación extraña se transforma la vida? ¿Por qué va a elegir diferenciarse, metamorfosearse y morir en lugar de perseverar en su ser por totalización irreprimible? ¿Por qué una forma cualquiera no se va a realizar hasta el delirio? ¿Por qué un pensamiento cualquiera no se va a exacerbar hasta la locura? Si planteamos un solo término de partida, no vemos qué podría interrumpir su curso perpetuo. Entonces, es que nada parte de un solo principio y la dualidad es la regla del juego. Retomemos una intuición mitológica: en cada acción del hombre, siempre se enfrentan dos divinidades, y ninguna queda vencida, y el juego no tiene fin.

Si el mundo no fuera la manifestación impenetrable de dos principios adversos, entonces no estaríamos atrapados entre dos certidumbres relativas y una incertidumbre radical. Solo tendríamos certezas absolutas. «Incertitude does not exist (but are you sure?)». Es el mismo dilema con el que se enfrentaba Cioran: «Hay que elegir, decía, o la realidad o la ilusión». O el mundo es totalmente real, o es totalmente ilusión. Cualquier componenda entre ambos extremos es un pensamiento débil.

De la misma forma, hay que elegir: el Cielo o el Infierno; no hay Purgatorio. Es el principio único o la dualidad; no hay término medio. Todo el pensamiento contemporáneo de la alteridad se despliega sin embargo bajo el signo del compromiso «dialéctico», según las innumerables variantes de un pensamiento blando, altruista, humanista, pluralista; en realidad, el espejismo de una invocación del Otro. Solo hay alteridad radical en la dualidad. La alteridad no se basa en una vaga dialéctica del Uno y el Otro, sino en un principio irrevocable. Sin este principio dual y antagonista, nunca encontraremos más que una alteridad fantasma, los juegos especulares de la diferencia y de una cultura de la diferencia en la que se ha perdido el gran pensamiento de la dualidad. Por eso son necesarios el Mal y el Infierno. Si no, estamos en el Purgatorio con la salvación para todos, el «derecho a la salvación». Sí, pero si ya no hay condenados, tampoco hay elegidos, una cosa no va sin la otra. Y si todo el mundo está virtualmente salvado, ya nadie lo está, la salvación deja de tener sentido. Hacia eso vamos, hacia un perfil económico: la equivalencia del mérito y de la gracia, y la redención para todos. Y Dios no se puede prestar a este intercambio anodino, en el que ya no tiene razón de ser, pues se ha convertido en un simple equivalente general. ¿Y por qué se va a tomar el trabajo de mantener una eterna fábrica de castigos? Y si todo el mundo está salvado, ¿dónde estaría el gozo de los elegidos, privados del espectáculo de los condenados y de su suplicio? Es necesaria, por lo tanto, una presencia irrevocable del Mal y del Infierno. Es más, para ello se necesita un decreto inapelable, para que no se pueda cuestionar esta dualidad en beneficio de una supuesta reconciliación final. La teoría de la predestinación no tiene más sentido que hacer imposible el intercambio anodino entre el Bien y el Mal.

Si el mundo es lo que no tiene doble, es porque es dual en sí mismo, en su versión original, y solo pasa a ser unitario en su versión «doblada».

Una ruptura de la simetría inaugura la existencia del mundo visible. La materia, la vida, el pensamiento mismo resultan de una ruptura de la simetría. El sujeto y el objeto, el masculino y el femenino son asimétricos. Y de esta asimetría procede su atracción recíproca. Para que dos cosas puedan equivalerse e intercambiarse, tienen que ser arrancadas a esta atracción recíproca, no deben poder metamorfosearse la una en la otra, porque en ese caso nos encontraríamos en el jardín de Alicia, es decir, en el país de las Maravillas, de las transmutaciones incesantes, de las ideas, de las palabras en el uso brillante del lenguaje, en el pensamiento ingenioso, de lo humano y lo inhumano, de la vida y la muerte, de un sexo en el otro y, finalmente, del Bien y del Mal, a través de todas las convulsiones de la Razón Moral.

Toda vida juega así con la muerte, todo cuerpo con sus anticuerpos, toda partícula con su antipartícula, cada sexo con el otro, de acuerdo con una especie de dualidad interna que hace que nada, ni las formas, ni el sentido, ni la masa viva, proliferen hasta el infinito.

Cuando el principio unitario se despliega con toda su violencia queda roto este equilibrio de la vida y la muerte. Allá donde se recrea una simetría o una relación especular (del mundo y su doble, del sujeto y el objeto), es a cambio de la liquidación de esta dualidad fundamental. Es el precio que hay que pagar para llegar a una solución final, la de una realidad unificada, una síntesis universal a la sombra de un principio único.