La partición del destino

En algún punto de Colorado existe una línea de demarcación en la que las aguas se separan —Continental Divide—, yendo unas hacia el Atlántico y otras hacia el Pacífico. Una línea casi tan imaginaria como la que separa el pasado del futuro y que llamamos presente: sendas dimensiones del tiempo que se pierden ellas también en las profundidades oceánicas. El instante, esa línea divisoria, es una línea de destino: pasado y futuro se separan en ella para no volverse a juntar. La existencia no es más que esta divergencia cada vez mayor entre el pasado y el futuro, hasta que la muerte los reúna en un presente absoluto.

En el hombre, lo que se divide son los pensamientos: mental divide. A imagen de las aguas continentales, parten de forma imprevisible en direcciones opuestas y a menudo los más cercanos acabarán siendo los más alejados unos de otros.

En esta misma línea imaginaria se separan el hombre y la mujer, el bien y el mal, los signos y las lenguas. Siempre tenemos en un principio esta línea de demarcación que crea más que una diferencia: una divergencia definitiva. Las cosas no solo se separan, sino que, como las constelaciones de signos o las del espacio, se siguen alejando sin fin. Así como, aunque procedentes del mismo cielo, las aguas divergen, así los destinos de los hombres, procedentes del mismo escenario primitivo, toman un curso diferente. A uno y otro lado de una línea imaginaria de la voluntad, cada decisión crea dos vertientes por las que la vida fluye en sentido inverso, de modo que cada fracción se va alejando irremediablemente de la otra.

El mismo signo que preside la separación de las cosas es el que las reúne. Porque lo que se comparte se divide y se intercambia al mismo tiempo. A ambos lados de la separación, las cosas siguen siendo no obstante inseparables, y lo más divergente se acabará uniendo no obstante.

Todos hemos tenido una o más citas con la muerte, aunque no haya sido en Samarkanda. Esta cita no es diferente de cualquier otro encuentro, cuya probabilidad era prácticamente nula. De cada coincidencia extraña, la probabilidad es prácticamente nula. Cada conjunción es una apuesta sobre las relaciones de causa a efecto, un «sondeo en el misterio etiológico de las coyunturas aleatorias», diría Nabokov. «Siempre existen como mínimo dos ocasiones en las que dos personas estuvieron, sin saberlo, a punto de encontrarse. Cada vez, el destino parece haber preparado este encuentro con el mayor cuidado, retocando esta posibilidad, luego aquella, ajustando los menores detalles sin dejar nada librado al azar. Y cada vez, una minúscula posibilidad que había pasado desapercibida viene a fisurar la convergencia, y de nuevo las dos vidas divergen, con una rapidez cada vez mayor… Pero el destino es demasiado perseverante para dejarse desanimar por un fracaso. Logra sus fines, y con maquinaciones tan sutiles que ni siquiera se oye un clic cuando finalmente esas dos personas acaban por ponerse en contacto». No obstante, con el paso del tiempo, el destino se fatiga y ya no se preocupa por maquinar estas coincidencias: así ocurre en la vejez, donde se hacen cada vez menos frecuentes, hasta la muerte, que ya no es más que un vencimiento automático.

Mientras actúa este destino, la probabilidad de cualquier acontecimiento, aunque no haya tenido lugar, jamás se agota. Y de ahí viene el acontecimiento de una vida, de esta gracia actual de las coincidencias, y nunca de un encadenamiento de las causas. Cuando falla esta gracia, entonces la historia se hace vieja y repetitiva, todas las posibilidades se confunden y la vida recae en una indiferenciación vegetal o animal categórica.

Podemos recordar momentos del pasado en los que tuvimos las mismas posibilidades de vivir o de morir, por ejemplo un accidente de automóvil. Naturalmente, el que puede contarlo ha optado por sobrevivir, pero al mismo tiempo el otro ha elegido la muerte. Cada vez que alguien se encuentra ante una encrucijada de este tipo, tiene ante él dos universos. Uno pierde toda realidad porque en él muere, el otro sigue siendo real porque en él sobrevive. Abandona el universo en el que no es más que muerte y se instala en el universo en el que sigue vivo. Tenemos así una vida en la que está vivo y otra en la que está muerto. La bifurcación entre ambas, ligada a un detalle contingente, es a veces tan tenue que no podemos dejar de pensar que el hecho fatal sigue desarrollándose en otro lugar. (Es frecuente que aparezca en sueños, donde lo revivimos hasta su término). Esta alternativa no es, pues, totalmente fantasmagórica, existe mentalmente, lleva una existencia paralela. No es posible hablar de inconsciente, pues no se trata de represión, ni de retorno de lo reprimido. Simplemente, dos bloques se han separado y, aunque cada vez más distantes (mi vida actual es cada vez más diferente de la que ha empezado para el muerto virtual en ese mismo instante), son indivisibles.

Así ocurre en cada momento decisivo, un nacimiento o una muerte. Al igual que el muerto virtual que soy prosigue su curso en la otra vertiente, en su existencia que se superpone a la mía, así el nacimiento es esta línea divisoria en la que de un lado existo como yo, pero del otro lado empiezo en ese mismo momento a existir como otro. Tal es la forma de la alteridad, y no puedo concebirme sin esta alteridad secreta, fruto al mismo tiempo de la separación y de la inseparabilidad.

Lo que se ha separado definitivamente, como el yo del no yo en el nacimiento, sigue corriendo no obstante por otra línea. Estas líneas, o estas vidas paralelas, solo se unen en la muerte. En algunos momentos es posible saltar de una a otra, cruzarse con una de estas vidas. El destino tiene preparada una muerte personal, pero algo queda de esta predestinación múltiple. La alteridad es una huella de estos cruces, que son una de las matrices del devenir: devenir-animal, devenir-planta, devenir-mujer es cruzar la línea de demarcación de los sexos y de las especies. Así hacen las palabras en el idioma, que sigue siendo el modelo del devenir: las palabras no respetan los límites del sentido, se relacionan constantemente con los significados paralelos.

Allá donde esta separación es irreversible, entre lo vivo y lo no vivo, entre lo sexuado y lo no sexuado, emerge la negación igualmente irresistible de esta separación. Lo vivo conservará la nostalgia de lo no vivo, lo sexuado la nostalgia de lo no sexuado, los sexos conservarán la nostalgia uno del otro. El pensamiento conservará la nostalgia de la materia no inteligente, o la de los animales que no hablan ni escriben.

Las dos pulsiones son igualmente violentas: la de la liberación, el arrancamiento de lo vivo, el sexo, el pensamiento, y la del remordimiento, el arrepentimiento por esta ruptura. El destino está a uno y otro lado, pero más precisamente en los puntos en los que se cruzan con mayor violencia.

Cada existencia es así el fruto de una doble declinación. En este sentido podemos decir que es una forma dual y no individual. No tenemos libertad para existir meramente en la vertiente de nuestro yo, de nuestra identidad, ni tampoco solo en la vertiente del mundo llamado real. Todo nos viene de esta adversidad, de esta complicidad gemelar. El destino se comparte, como el pensamiento, que nos viene del otro. Cada cual es el destino del otro. No existe el destino individual.

Pero entonces, si soy inseparable del otro, de todos los otros en los que he estado a punto de convertirme, entonces todos los destinos están encadenados, y nadie puede aspirar a su propia vida ni a su propio pensamiento. El ser es un encadenamiento de formas y la voluntad propia no tiene sentido. La existencia nos está «destinada» y todas las transferencias son posibles, de acuerdo con un reparto simbólico que todas las otras culturas han convertido en su regla fundamental. Ni la existencia ni el mundo nos pertenecen, nos están destinados de acuerdo; con una disposición recíproca que es la regla de oro. En esta forma ideal podemos decir literalmente que el mundo nos piensa, el otro nos piensa, el objeto nos piensa. La inteligencia, el poder, la seducción, todo nos viene de fuera, de este encadenamiento dual y paralelo. Esto, que fue el secreto de culturas desvanecidas, entra en contradicción con nuestra voluntad moderna de pensar el mundo objetivamente, unilateralmente, sin sombra de reciprocidad. Sin duda, nada ha cambiado fundamentalmente, incluso a nosotros, los modernos, siempre es el mundo el que nos piensa. La diferencia es que ahora nosotros pensamos lo contrario.

Todo el mundo está sin duda presente con su voluntad y su deseo, pero las decisiones y los pensamientos le vienen secretamente de fuera. En esta interferencia tan extraña reside su originalidad, su destino, al que tratamos constantemente de escapar.

¿De qué sirve desear, si a ambos lados de la línea imaginaria de la voluntad, cada vertiente de la decisión sigue existiendo paralelamente? De vez en cuando, lo que no hemos deseado interfiere con la solución elegida y vence a nuestra voluntad, pero no sin un asentimiento secreto, ya que somos precisamente nosotros quienes no lo hemos deseado. En general, las cosas se hacen y después se organizan retrospectivamente en una idea de proyecto, en una idea de voluntad que sanciona a posteriori el acontecimiento, de la misma forma que se construye el relato del sueño en el momento del despertar.

Así Canetti dice de la venganza que no sirve para nada desearla, ya que llegará de todas formas, de acuerdo con la regla fundamental de la reversibilidad. Lo que importa, más allá de todas las categorías del desear, del saber, del creer y del poder, es recuperar una partición del destino y una estrategia de la alteridad, ya sea en esta pluralidad de universos cómplices y paralelos o en cualquier otra forma que altere el ser individual, lo desplace, lo metabolice, lo metamorfosee, lo seduzca. Esta desviación puede adoptar la forma paradójica del dejar hacer: dejar que el otro quiera, pueda, sepa, dejar que el otro decida o desee. No es una forma de derrota, sino de desposesión y de astucia del destino, de ocupación irónica del otro. Una estratagema más seductora y más eficaz que la de la voluntad. Una estrategia más poderosa que la del deseo: el juego con el deseo.

Es posible así desasirse de su voluntad, de su deseo, en manos de cualquier otro y ser libre a cambio de tomar sobre sí la vida de algún otro. Así se crea una circulación simbólica de afectos, de destinos, un ciclo de la alteridad, más allá de la alienación y de toda esta psicología individual en la que estamos atrapados. En esta circulación simbólica, en estos destinos compartidos, se encuentra la esencia de una libertad más sutil que la libertad individual de determinarse en conciencia, libertad con la que a fin de cuentas no sabemos qué hacer, que más vale, efectivamente, enajenar inmediatamente para recuperar el encadenamiento impersonal de los signos, los acontecimientos, los afectos, las pasiones.

A todas las categorías de la facticidad es posible responder mediante estrategias especulares, que resuelvan la ambigüedad de todas estas funciones individuales; querer, poder, creer, saber, mediante una simple transferencia al deseo o la voluntad del otro. Algo así como una transferencia poética de situación, o una situación poética de transferencia.

Maravillosa, la historia de aquella mujer japonesa que, lamentándose de no conocer el amor ni el sufrimiento, alquila una geisha a la que su amante acaba de dejar para amar y sufrir en su lugar. Y cuando vuelve el amante, la geisha decide quedarse con esta mujer que la ha elegido y cuya pasión asume: la afinidad electiva es más fuerte que la pasión amorosa. Al contrario de nuestras opciones individuales, la afinidad electiva es la conjunción de dos trayectorias y, en esta conjunción, no elegimos nosotros, somos elegidos. Y este ser seleccionado, en este ser elegido, está el mayor placer, y no en las opciones que podemos elegir en nuestra propia vida.

¿No es nuestro deseo incesante, a falta de Dios, convertir este mundo accidental en algo que nos esté destinado, en una forma electiva, en una convergencia mágica, afortunada o desafortunada, no importa, siempre que esta fatalidad nos transforme en atractores extraños, que es con lo que soñamos todos?

No basta que se desprenda una teja para que alguien se encuentre precisamente debajo. Sería demasiado hermoso. Tampoco basta con amar a alguien para que responda automáticamente a nuestro deseo: esta realización automática de deseo sería infernal. Sin embargo, sentimos que de alguna forma todo el mundo sueña con esta conjunción fatal (salvo, en el caso de la teja, con ser el que se encuentra justamente debajo). Incluso en ese caso, puede ser exaltante sentirse privilegiado por la mala suerte.

Así una sucesión de accidentes o de reveses nos alivia misteriosamente. Un accidente es negativo. Dos es ambiguo. Tres o cuatro seguidos es exaltante. Este encarnizamiento de la suerte nos gusta, es el testimonio de que nos hemos convertido en un absceso de fijación, de que alguien «de arriba» se interesa por nosotros. Nos recuerda los tiempos en que las potencias celestes e infernales se batían por nuestra alma.

El deseo de convergencia de los acontecimientos es superior al temor del propio acontecimiento: el deseo de ver desmantelarse la lógica causal, que nos repugna profundamente, aunque reivindiquemos su discurso de acuerdo con el imperativo moral dominante. Soñamos con ver que las cosas se disponen de acuerdo con una lógica secreta, absolutamente independiente de nuestra voluntad.

La elección radical está entre la voluntad y una determinación esencial venida de fuera, entre la volición y la devolución, entre la obcecación de la voluntad (porque es una obcecación) y la de una alteridad radical, una forma impersonal y arbitraria.

Es como si el mismo Dios, nuestro Dios causal, el Gran Maestro de las Causas y de los Efectos, hubiera optado por dejar hacer y se hubiera retirado, dejando el sitio al azar puro y a la indeterminación, o bien a la seducción pura y a la predestinación de todas las cosas, dejando así eternamente al hombre en suspenso, según la idea de Baltasar Gracián, y dejando el mundo librado a su destino secreto. Se trata para Él nada menos que de transferir su voluntad al mundo (Spinoza), de transferir el pensamiento divino al mundo y así transferir al acontecimiento del mundo la responsabilidad de concebirnos, asignando el pensamiento humano a un espacio regido por el pensamiento impersonal del otro, en el que actúan correlaciones diferentes de las nuestras. No se trata de quedar librado al azar. La fórmula de Mallarmé —«Los dados nunca podrán abolir el azar»— es cierta desde el punto de vista estadístico y matemático (al margen de su valor poético). Es decir: ningún acontecimiento puede poner fin a la serie de los acontecimientos, ni ninguna acción puede encadenar definitivamente lo que vendrá, pero el jugador, por su parte, no cree en el azar. Todo, a la inversa, pretende abolir cada tirada de dados. Contemporizar con la suerte no es especular sobre el azar, es ponerse en fase con el mundo, explorar sus secuencias y sus encadenamientos secretos, hacerse iniciar, por así decirlo. Y cada tirada vencedora es señal del éxito de esta iniciación.

Esta sensación sublime que constituye la embriaguez del juego es la de una complicidad total entre el juego aleatorio del mundo y el nuestro, de una reversibilidad entre el mundo y nosotros, de una consonancia sobrenatural entre nuestra opción y la de un orden contra el que nada podemos, pero que parece atraer nuestra atención y obedecernos sin esfuerzo. En este punto, el mundo asume toda la responsabilidad del juego. El mundo se hace jugador, el jugador se hace mundo.

Ya no queda nada accidental, ya que, dado que el mundo nos concibe, el encadenamiento está garantizado. Tampoco queda nada voluntario, ya que en cierta forma todo ha sido deseado. Y la suerte, esta vez material, solo es la emanación y la sanción de esta complicidad. Hasta el punto de que el jugador puede imaginarse que lleva las riendas del juego, ya que, en este intercambio total, ambos lados llevan las riendas. El jugador vive entonces plenamente, en su intuición, la hipótesis de poder omnímodo del pensamiento, que Freud atisbaba en las fantasías y en los sueños y los primitivos en la puesta en escena de la magia, que no es en absoluto un control ilusorio, sino un control de la ilusión. «Ya no juego, soy el juego».

Así habla Jack, el jugador de póquer de la novela de Paul Auster, La música del azar: «Es la sensación que siempre estoy esperando. Es como si se abriera un interruptor en el fondo de mi ser: todo mi cuerpo se pone a zumbar. Cada vez que experimento esta sensación, sé que he ganado, ya solo tengo que dejarme llevar hasta el final. Cuando estás en vena, ya nada te puede parar. Es como si, de golpe, el mundo se colocara en su sitio. Estás junto a tu cuerpo y, durante toda la noche, te quedas ahí mirándote hacer milagros. En realidad no tiene gran cosa que ver contigo, se escapa a tu control y, mientras no te lo pienses demasiado, no te puedes equivocar». Nada contradice entonces esta hipótesis paradójica: nuestro pensamiento regula el mundo, con la condición de que antes pensemos que el mundo es el que nos piensa.

«El hombre no bebe el té, el té bebe al hombre».

No eres tú quien fuma la pipa, la pipa te fuma a ti.

El libro me lee.

La televisión me mira.

El objeto nos piensa.

El objetivo nos contempla.

El efecto nos causa.

El lenguaje nos habla.

El tiempo nos pierde.

El dinero es el que nos gana.

La muerte nos acecha.