Identidades plurales, doble vida, azar objetivo o hados de geometría variable: todo muy parecido a la invención de destinos artificiales, de destinos de recambio. El sexo, los genes, las redes, los deseos y los socios, todo cae bajo la jurisdicción del cambio y del intercambio. El destino, el sufrimiento, todo se vuelve optativo, la misma muerte es optativa. Incluso el signo astrológico del nacimiento, el horóscopo, será algún día optativo en un futuro instituto de Cirugía Zodiacal, donde se podrá, en determinadas condiciones, cambiar de signo como quien cambia ahora de cara.
Todas estas opciones solo son en el fondo variantes del intercambio imposible de la propia vida. De la imagen por excelencia del destino, que es el Eterno Retorno, cuya eventualidad maravillosa supone que las cosas se asuman en una sucesión necesaria y fatal, que las supera. No encontrarnos nada así en estos tiempos en que las cosas se asumen en una contigüidad hasta el infinito. El Eterno Retorno es ahora el de lo infinitamente pequeño, lo fractal, la repetición de una escala microscópica e inhumana. Ya no se trata de la exaltación de una voluntad, ni de la afirmación soberana de un devenir y su consagración mediante un signo inmutable, sino de la recurrencia viral de los microprocesos, también inevitable, pero que ningún signo pone al alcance de la imaginación. Pesan sobre nosotros como una hipoteca exorbitante, pero vacía de sentido: un suspense, y no un destino. Es lo fatal frente a lo fractal. El cambio frente al devenir.
«El antagonismo mutuo de las pasiones, la dualidad, la trinidad, la pluralidad de las “almas en un solo corazón”: asaz malsano, ruina interior, disolvente, pues traiciona y acrecienta una escisión interna (a menos que una pasión acabe siendo soberana). […] Los seres más interesantes de esta categoría, los camaleones, no entran en contradicción consigo mismos, pero no tienen ningún desarrollo: sus estados se yuxtaponen, aunque a veces se puedan separar hasta siete veces. Estos seres cambian, no devienen». (Nietzsche).
En la pluralidad, la multiplicidad, el ser se limita a canjearse por sí mismo, o con sus múltiples avatares. Es una metástasis, no una metamorfosis. «La intensidad de una pasión que consume metamorfosea una unidad; los camaleones no presentan ninguna tensión contradictoria, solo despliegan su simulacro». El destino, el devenir, la alteridad, se difractan en el canje perpetuo de sí, en el «espectro de las identidades». (Marc Guillaume). Multiplicidad física de los colores del espectro, espectro virtual de todas las posibilidades técnicas de individuación, versatilidad del camaleón: una sola y misma imagen: la del intercambio espectral. Interactividad, movilidad, virtualidad: gigantesca empresa de simulación y de parodia del devenir.
Las ideas también cambian y se multiplican: su sucesión forma parte de una historia de las ideas y de su finalidad hipotética. En una dimensión diferente, la del destino y el devenir (precisamente allí donde el pensamiento «deviene»), solo hay una idea: la hipótesis soberana equivalente de la pasión soberana de la que habla Nietzsche. Para él, la del Eterno Retorno, la de una singularidad ligada al devenir integral y al Eterno Retorno. La pasión soberana, como la hipótesis soberana, nos libera de todas las demás, nos libera de esta pluralidad, de este intercambio desaforado de los modos de pensamiento y de los modos de existencia, que no es más que la caricatura y el simulacro del devenir.
En cuestión de ideas, todo es posible. Lo que hace falta es una hipótesis soberana.
En cuestión de deseo, todo es posible. Lo que hace falta es una pasión soberana.
En cuestión de fin y de finalidad, todo es posible. Lo que hace falta es una predestinación y un destino.
En cuestión de cambio, todo es posible. Lo que hace falta es una metamorfosis y un devenir.
En cuestión de alteridad, todo es posible (sociabilidad, comunicación instantánea, redes). Lo que hace falta es una forma dual, antagonista e irreductible.
Contra esta asunción hacia el intercambio, generalizado, este movimiento de convergencia hacia lo Único y lo Universal: la forma dual, la divergencia inapelable. Contra todo lo que se afana en reconciliar los términos antagonistas: mantener el intercambio imposible, apostar por la imposibilidad misma de este intercambio, apostar por esta tensión y esta forma dual, a la que nada puede escapar, pero a la que todo se opone.
Esta dualidad nos rige de todas formas. Cada vida individual se desarrolla en dos planos, en dos dimensiones —la historia y el destino—, que solo se superponen excepcionalmente. Cada una tiene su historia, la de sus peripecias y sus acontecimientos sucesivos, pero en una dimensión diferente solo hay una forma, la del devenir absoluto de la misma situación, que se hace realidad para todos de acuerdo con un eterno retorno. La del destino, que Nietzsche llama también el «carácter» para contraponerla a todas las psicologías del yo y de sus cambios sucesivos.