Otra solución para el intercambio imposible de la vida es canjearla por una doble vida.
Por ejemplo, Romans, el protagonista de un proceso penal de los años noventa: al no atreverse a confesar a su familia que había fracasado en su examen de medicina, organiza toda una vida paralela, una pseudocarrera médica, alimentando a su familia con todo tipo de manipulaciones financieras, hasta el día en que los masacra a todos: padres, mujer e hijos, perdonando misteriosamente a su amante en el último momento.
¿Por qué esta masacre? A punto de ser desenmascarado, no soporta que los que creyeron en él dejen de creer: no deben descubrir la realidad. Para ello, solo hay una solución: suprimirlos. Porque un suicidio no habría bastado para borrar la superchería a los ojos de los suyos. Todo es lógico: les ahorra la vergüenza de saber.
Otra hipótesis, no excluyente: todo crimen trata secretamente de ser descubierto. Y esta vez, la simulación ha ido demasiado bien, y lo que les reprocha es que no hayan sabido desenmascararle, que no hayan sido capaces, durante toda una vida, de adivinar la verdad, que la hayan dejado hundirse en su trampa y su superchería, convirtiéndole en una verdadera máquina de simular. Desde esta misma lógica, la amante salva la vida, porque había dejado de ser cómplice ciega. Además, solo la había convertido en su amante hacia el final, para romper este encantamiento, esta servidumbre dramática de su doble papel. Un verdadero crimen le permitía por fin alardear de su responsabilidad. Es la imagen inversa de la del criminal habitual, que elimina lógicamente a los que pueden desenmascararle. Es lo que le reprocha precisamente la justicia, en buena lógica psicológica: «No se destruye a los seres amados. (Dice que siempre les tuvo afecto, en el momento mismo del crimen y en lo sucesivo). En el peor de los casos, está el suicidio». No pueden creer que haya querido, al suprimirlos, evitarles una decepción total. Sin embargo, el dato es riguroso: si no hubieran confiado tanto en él, no los habría matado.
Personaje insustancial, melodramático, sin duplicidad profunda, no tiene en modo alguno la pasta de un criminal. Entra en esta doble vida espontáneamente, sin premeditación, y la lleva como otros llevarían una vida sencilla. En cierta forma, su familia y sus allegados se han convertido en su doble vida y, al suprimirlos, recupera una realidad y una identidad. Por otra parte, están mucho más presentes en su desamparo de criminal (y en el recuerdo candente de su padre, que manifiesta durante el proceso) de lo que lo estaban en vida. Es más, sacrifica deliberadamente su vida real a su vida paralela, siguiendo la regla que dice que no hay sitio para que coexistan la realidad y su doble.
De todas formas, es el equivalente de un drama de celos. Está celoso de su propia imagen ante ellos. Esta imagen debe permanecer intacta ante sus ojos y de esta forma lo seguirá estando hasta la muerte. Es la lógica misma del drama pasional: si el objeto se escapa, entonces que lo haga definitivamente, es decir, que desaparezca.
La singularidad de este caso es que despierta una sospecha radical: ¿y si cada existencia «normal» ocultara una simulación —ni perversa ni novelesca, sino perfectamente anodina—, una existencia paralela que no se superpusiera con la otra (de vez en cuando, no obstante, las paralelas se unen, desencadenando la catástrofe)? La posibilidad es fantástica: estaríamos rodeados de mitómanos sin saberlo, pues nada diferenciaría a un hombre «normal» de un impostor absolutamente común, que circula libremente bajo una apariencia convencional (como los espías que «duermen» en país extranjero y que se «despiertan» un día). Visto desde este ángulo, el más insignificante de nuestros ciudadanos pasa a ser a un tiempo seductor y sospechoso. Todo el mundo resulta virtualmente capaz de masacrar a su familia, para evitar que estalle la verdad. Todo se hace posible, desde el momento en que cada vida puede ocultar otra. Ya no hay necesidad de cambiar la vida; basta con tener dos.
Y pasando de una cosa a otra, bajo el ángulo de la sospecha, solo hay que mirar el mundo político y social para adivinar que está hecho de innumerables carreras trucadas y paralelas, de especulaciones y estafas jamás desmentidas, de delitos de iniciado absolutamente «opacos», de engaños de los que nunca sabremos nada. Estas imposturas y malversaciones se suelen desvanecer en el propio sistema, mientras que para Romans, pequeño figurante de su propio psicodrama, las cosas acaban en un ajuste de cuentas con la realidad.
Lo que la justicia ha condenado en la persona de Romans es esta sospecha fantástica que hace pesar sobre su identidad personal, es decir, sobre el orden social en su conjunto. Es algo que merece claramente una cadena perpetua.
Nunca faltó en realidad a la moral, simplemente a la realidad, lo que resulta mucho más grave. Cuando pretende que no puede explicar el encadenamiento de la simulación, es «sincero». Porque esta simulación cuenta desde el principio con la complicidad silenciosa de los demás. La simulación es como una profecía que, al escucharla, adquiere fuerza de realidad.
No necesita móvil inicial, la movilización se realiza en el proceso mismo, sin relación de causa a efecto. Por esta razón, es absurdo interrogar a Romans sobre sus móviles, o hacerle confesar nada, ya que solo existe responsabilidad respecto a las causas, mientras que él solo puede responder del encadenamiento fatal, del encadenamiento irresistible, de los efectos: no tiene sentido, pero funciona. El crimen perfecto es el crimen sin segundas intenciones, el que solo sigue el hilo del pensamiento.
La solución de Romans es una solución extrema. No baraja varias vidas, como el personaje de Luke Rhinehart, y no se trata de un personaje propiamente dicho, irrumpe en su propia vida como en la de otro, practica una especie de exotismo radical, de disyunción mortal.
Existen otras formas de exotismo más templado, de estrategia mínima de desdoblamiento, como el trabajo del actor, tal y como aparece en Paradoxe sur le comédien, de Diderot, o en el Verfremdungseffekt, de Brecht, lejos de toda compulsión de identificación psicológica, de toda esta convulsión empática que reina actualmente en el escenario.
En el actor, en el mejor de los casos, existe una forma de distancia que persigue la no promiscuidad de los papeles y las imágenes. El actor debe mantener la alteridad de su otro del personaje, para no dilapidar la potencia escénica a fuerza de sobreactuación. Tiene que salvaguardar el diferencial de ilusión, el diferencial de alteridad, con el fin de salvar la energía propia del escenario. Para ello, en el fondo tiene que ser snob, desplegar su papel en lugar de encarnarlo, para decir implícitamente: esto no soy yo, yo no tengo nada que ver. El esnobismo es resistir a la facilidad de identificarse con cualquier cosa, con cualquiera, como nos invita a hacer todo nuestro conformismo psicológico. Para convertirnos en los exotas de nuestra propia vida, lo que somos todos, más vale cultivar un exotismo radical.
De esta distancia, de esta desenvoltura respecto al propio ser, ¿debemos pensar que es una excepción o bien que siempre estuvo ahí? Esta sociedad ha pasado a ser eficaz y operativa en todo, pero sin creer en ello, aunque en la mayor parte de los casos sin conciencia de esta falta de fe. Somos agnósticos sin saberlo, vivimos esta afectación, nacida de una incredulidad profunda, que consiste en hacer siempre de más. Es un esnobismo de la operatividad, una neurosis del resultado, en la que somos actores colectivos, que nos protege de la bestialidad, es decir, de la funcionalidad pura (cfr. Kojève, y su alternativa entre esnobismo japonés y animalidad norteamericana). Y así, este «malestar de la civilización» nunca es tan grave como se pretende, porque apostamos en secreto por la comedia de la tecnología y los resultados, la comedia de la información y la eficacia. Ajustamos la distancia con la «realidad», con la hiperrealidad de nuestro mundo, como la de un objetivo fotográfico, abierto en el zoom máximo y con una estereoscopia de efectos que no nos engañan. Sin embargo, el efecto de ampliación y el vértigo de la simulación nos gustan y, precisamente porque nos lo creemos, somos capaces de llegar mucho más lejos en el escenario operativo que si creyéramos en él.
Este es sin duda el secreto de la tecnología japonesa, de esta afectación heroica, de este heroísmo funcional del Imperio del Sol. Incluso en Occidente se trasluce algo de esta desenvoltura de los valores, que se acompaña con una intensificación de las prácticas. Los negocios aparecen cada vez más como un juego performativo, el juego de una energía máxima en el escenario, ya no ortodoxo, sino paradójico, de la empresa. Es casi una energía suicida que se despliega en el escenario sin ilusión del crecimiento y la especulación a cualquier precio. Es sobre todo una energía cuya liberación resulta de una caída en picado de las apuestas, de un desmoronamiento de las finalidades y de los condicionamientos.
Es casi lo contrario del double bind: ya no hay tensión contradictoria, ni a un lado ni a otro, ni en cuanto a los fines ni en cuanto a los medios: solo cuenta el resultado; hiperactividad desencarnada, desideologizada, a base de incredulidad fundamental en su propia esencia, «desenvuelta» en su sentido literal. El empresario moderno (y lo somos todos) es agnóstico. (El trabajador tampoco creía, ¡pero por otras razones!).
¿No habrá no obstante en los confines de este desapego, de esta transparencia, de esta desenvoltura, no habrá, al cabo de esta afectación general, una forma diferente de psicosis y de melancolía que nos acecha?
De todas formas, esta dialéctica del personaje y del actor está ya superada; es la que encontramos en los rostros, la ropa, los gestos del cine de los años cuarenta y cincuenta, época todavía dominada por la teatralidad del personaje y del papel, hasta en el universo cotidiano. Seguimos estando en la metafísica del camarero según Sartre, que habla como un camarero, que se cree un camarero, etc. Ahora, todo este teatro social y psicológico, todo este psicodrama existencial, ha sido barrido por el comportamiento directivo e interactivo de una sociedad sin actores (y así encontramos una especie de poesía, subrayada en el cine por el blanco y negro).
Mayo 68 será fiel, en su gesto y su discurso, a esta retórica cultural (lo que no quita nada a la violencia simbólica del hecho). Nuestra época ya no es capaz de ofrecer un escenario y unos actores. Ni siquiera seremos ligeramente ridículos a los ojos de los clones que nos vayan a suceder, como el personaje de los años cincuenta lo es a nuestros ojos. Hemos colgado todos esos hábitos existenciales, y en efecto somos todos exclaustrados, exclaustrados de la ideología, exclaustrados de la lucha de clases, exclaustrados de la historia. Somos individuos activos, interactivos, que ya no se cuentan películas, que ya no se creen camareros. Esa Belle Époque era la de la mala conciencia y la mala fe (Sartre es quien mejor captó su tormento histórico) y las sombras movedizas del cine de entonces traducen maravillosamente bien esta agonía posromántica, ya anodina, de la subjetividad, todos los matices del Personaje en desuso y las aporías de la libertad.
¿Quién se preocupa en nuestros días por la libertad, la mala fe y la autenticidad? Ha caído la máscara, dejando paso a la evidencia insignificante de lo Real, a la escritura automática de lo Virtual. Los roles se han eclipsado, y con ellos la histeria específica de esta «Belle Époque», la histeria del decorado y el escenario, la retórica de una época que sigue enfrentándose con la fase del espejo de la modernidad, y aún no ha dado el paso a la fase definitiva de la pantalla, la de una epilepsia fría y una inercia sobreexcitada, donde el antiguo triángulo de oro de lo real, lo simbólico y lo imaginario ya no tiene validez, ni cotiza en la bolsa mental de los valores.