El hombre-dado

Podemos concebir así, como en L’Homme-Dé, de Luke Rhineheart, una sumisión a unas reglas del juego arbitrarias. Crear una microsituación fatal de modo que el problema de la voluntad ya no tenga que plantearse. Así el protagonista decide un día jugarse su propia vida a los dados. Ahora solo ellos decidirán si debe seducir a una mujer, por ejemplo, o romper con un amigo, o viajar a las Indias, o no hacer nada y holgar simplemente, o suicidarse.

«El Azar es la divinidad más antigua del mundo… Acabo de liberar a todas las cosas del yugo de la finalidad. El Espíritu está sometido a la Finalidad y a la Voluntad, pero lo liberaré para devolvérselo al divino Accidente, a la divina Travesura».

«¿Y si el Yo solo fuera una especie de apéndice psíquico inútil y anacrónico? ¿O, como las defensas naturales desmesuradas del mastodonte, un fardo pesado, inútil y finalmente autodestructivo? ¿Y si la sensación de ser alguien representara un error de la evolución tan desastroso para el desarrollo ulterior de una criatura más compleja como la concha del caracol o el caparazón de la tortuga? El pensamiento, la conciencia misma, ¿no son un apéndice, una aberración, una excrecencia hipertélica, una disfunción lujosa pero mortífera, que quebranta toda la evolución al tomar de golpe conciencia, deslumbrada por su propia imagen?».

Hay, pues, un desafío fundamental en esta tirada de dados existencial: consiste en dejar de hacerse ilusiones sobre su voluntad propia y pasar más allá, desde la perspectiva de un azar objetivo que sería el del propio mundo. Es decir, una forma de transferencia de voluntad y de delegación de poderes.

Los dados como proyección definitiva de una voluntad impersonal, de una decisión venida de fuera. El signo, en negativo, por así decirlo, de que alguien se ocupa de nosotros, alguien vela por nosotros, de que no estamos abandonados a nosotros mismos, de que en alguna parte hay una alteridad. Como en otros tiempos, en tantas otras formas: los astros, las entrañas del pollo, el vuelo de las aves. Felicidad o desgracia, la suerte nos viene de fuera.

No obstante, una especie de paradoja falsea el juego desde un principio: la decisión de someterse al azar no se ha tomado al azar. En este sentido, ninguna tirada de dados, ni innumerables tiradas podrán abolir la determinación inicial. A menos que esta voluntad de azar sea el efecto de un azar más sutil todavía… Por otra parte, el «jugador de destino» debe fijar las opciones (cada dado presenta seis opciones) previamente. ¿Qué preside la selección de los posibles destinos? ¿Se trata de un azar absoluto? En absoluto. En el instante en que el sujeto programa sus opciones no se trata de un azar objetivo puro, ni de una voluntad determinada, sino una especie de azar subjetivo, orientado por las veleidades inconscientes del sujeto: seducción, violación, asesinato, orgía, o por el contrario amor, seguridad, felicidad, sacrificio. De todas formas, al igual que no puede salir de un ordenador nada que no haya sido programado en él, no puede salir de los dados nada que no se haya programado mentalmente. Y si el objetivo es liberarse de toda voluntad propia, entonces el reto es un engaño. Toda la empresa es un engaño y parece inútil pasar por los dados para volver a la contingencia trivial del deseo.

Sin duda, el azar objetivo no es más que ilusión, utopía. La «De-cisión» (según el juego de palabras [dé = dado] que resume todo el libro) nunca es tan arbitraria como se cree (como tampoco la literatura automática es nunca verdaderamente automática), y el azar nunca está en la opción que se elige. Salvo al dejarse llevar, pura y simplemente, por lo que nos ocurre (aunque incluso en este caso sabemos que nada, a fin de cuentas, nos ocurre accidentalmente).

Todo el libro es la prueba a contrario de que es imposible tomar partido por el azar, es imposible vivir de acuerdo con una desregulación rigurosa de la voluntad, pero es igualmente imposible tomar partido por la voluntad, pues sabemos que se engaña sobre ella misma. En realidad, el azar no existe, la voluntad tampoco. Las reglas del juego están en otro lugar.

Hay una extraña contradicción entre el ejercicio de la voluntad y el de la libertad. Siempre es posible tomar una decisión, siempre es posible suspenderla. Hay que saber jugar con una decisión. Es el reto esencial, pues aquello sobre lo que se decide siempre irá a nuestro pesar en un sentido o en otro. Y toda decisión que se tome es un arma de doble filo. Al asumirla se convierte inmediatamente en un interdicto: ¡prohibido transgredirla! Ya no queda entonces ninguna diferencia entre el hecho de que sea nuestra decisión o la de algún otro. Para decidir «soberanamente», hay que poder determinarse con respecto a la propia decisión, cuestionarla con total libertad, como si fuera en realidad la de algún otro.

Saber desobedecer a las leyes y a las reglas morales, saber desobedecer a los demás es signo de libertad. Saber desobedecerse a uno mismo es la fase definitiva de la libertad. La obediencia a la voluntad propia es un vicio peor aún que la sumisión a las pasiones propias. Peor en todo caso que el sometimiento a la voluntad de los demás. Y, por otra parte, los que se someten terminantemente a su propia decisión forman el grueso de las tropas del personal autoritario, utilizando el sacrificio que hacen con ellos mismos para imponer a los demás uno más grande todavía.

Cada fase de la servidumbre es a un tiempo más sutil y peor que la anterior. La servidumbre involuntaria, la del esclavo, es una violencia abierta. La servidumbre voluntaria es una violencia aceptada: una libertad de querer, pero no la voluntad de ser libre. Finalmente, en la autoservidumbre voluntaria, o el sometimiento a la propia voluntad el individuo dispone de la facultad de querer, pero ya no es libre con respecto a ella, es su ejecutor automático. Ya no es siervo de ningún amo, sino de él mismo.

La fábula de Rhinehart deja en demasiado buen lugar la voluntad, el yo y el deseo, aunque parezca prescindir de ellos. La voluntad aparece como un muro que hay que franquear para abrirse a una liberación total del Yo, de todos los Yoes posibles. Es una imagen bastante ingenua de un orden natural de la voluntad que habría que superar en el orden sobrenatural del azar; imagen de un deseo limitado por la ley, pero cuyas posibilidades podría desanudar el azar. Es como si, para franquear el muro de la voluntad, hubiera que concebir que ya se ha franqueado, concebir que nuestras decisiones más ordinarias ya son en ellas mismas de naturaleza aleatoria y solo dependen superficialmente del sujeto y de su voluntad.

El azar ya está en todas partes, no es necesario producirlo mediante el simulacro de una regla impuesta. La arbitrariedad no está en la elección del azar, sino en lo imprevisible tal y como es, en la relación con los demás tal y como son, en las peripecias del mundo y de sus apariencias. En el fondo, la existencia bruta es de una improbabilidad superior a la de los dados, y por ahí pasa la diagonal del destino, sin que dependa de nuestra voluntad o de una voluntad superior.

El Otro acontece de todas formas. Él crea en todo momento la línea divisoria. En cada instante, sin forzarse, sin quererlo, las cosas se inclinan por uno u otro lado. Las reglas del juego del mundo están ya ahí. La involuntad radical está en el desorden inmanente del mundo real. Lo que está de más es la «Des-vida», la des-viación voluntaria. En este sentido, la construcción de un destino artificial con los dados funciona casi como una forma de conjurar la fatalidad imprevisible del mundo tal y como es.

La voluntad del azar es la fuente del error, y es lo que finalmente acaba haciendo fracasar la empresa en una puesta en escena sistemática. Comprendemos en Rhinehart este sueño de ser el agente de una regla secreta, el protagonista de una orden del Mal, o de un desorden universal, a través de la exaltación o de la puesta en escena del azar. Y ni él, ni el seductor de Las amistades peligrosas, ni el criminal de Sade pueden a fin de cuentas responder del carácter definitivamente impersonal de sus actos. No somos ni criminales ni víctimas propiciatorias, y no podemos optar por la fatalidad.

Imposible programación de una desregulación de la vida; imposible reinado del azar, como de toda estrategia del destino o de toda seducción deseada: es una contradicción in terminis. «La necesidad histórica no es más que una necesidad a fresca (improvisada, proyectada a posteriori sobre el acontecimiento), y es imposible prever un acontecimiento con una seguridad matemática antes de que haya tenido realmente lugar. Ni siquiera Dios lo podría prever, y cuando más Dios fuera más menos posible le resultaría». (Schnitzler). Así aparece la ilusión de los dados, y la mera posibilidad de la sorpresa, de lo imprevisible-sin-saberlo. «Quien sabe realmente vivir, apreciará las modestas sorpresas que le esperan siempre en el acontecimiento más insignificante».

Finalmente, Rhinehart se da cuenta de que todos los demás viven también vidas múltiples que son fruto del azar, aunque lo ignoren y pasen su tiempo protegiéndose de ello. Y también de que a fin de cuentas el desarrollo de un universo puramente aleatorio (si fuera posible) no cambiaría nada en el mundo tal y como es. Ya era la hipótesis que se barajaba en la economía virtual, la de los capitales flotantes y la especulación pura. Esta esfera especulativa orbital, como la de las redes y la información, una vez que se ha hecho virtualmente real y perfecta en sí misma, deja de afectar al mundo «real», que sigue su camino por una trayectoria paralela. Lo mismo podríamos decir de Dios, cuyo azar solo es una hipóstasis. Que Dios exista o no, no cambia nada. Por esta razón, las pruebas de la existencia de Dios, como la verificación del azar en última instancia, son inútiles. Por supuesto, «los dados nunca podrán abolir el azar», ya que este último en el fondo no existe, y una tirada de dados además no hace sino abundar en la incertidumbre del mundo tal y como es. Podemos decir de la misma forma que la prueba de una esencia materialista del mundo no abolirá la existencia de Dios, ya que en el fondo esta es indiferente, imposible de verificar y se confunde con el curso de las cosas.

La idea del Azar es, por lo tanto, superflua (introduce una dimensión abstracta y redundante). En cuanto a su filosofía de base, es redhibitoria (incluye un vicio oculto que constituye un obstáculo radical). Así es como, al hilo de la Idea, se degrada la acción de la novela. Porque esta filosofía de una liberación del Yo, de una libertad sin más trabas que la de las reglas del juego, libera, es cierto, al jugador de toda responsabilidad, y le confiere una inmunidad muy superior a cualquier libertad moral o política. En el universo proteico (antiprometeico) en el que todos cambian de papel en función del azar, desaparecen todas las angustias y las inhibiciones ligadas a la identidad social y psicológica. Por esta razón, los babilonios en la fábula de Borges habían optado por poner su destino en manos de la Lotería, prefiriendo esta incertidumbre a la angustia de la responsabilidad individual y del libre arbitrio.

Sin embargo, el sueño de romper el ego identitario hacia una pluralidad de destinos es una superstición ingenua, la misma en el fondo que la de las redes virtuales y los juegos informáticos, con su ideal de dispersión del «espectro» individual (Marc Guillaume). Si los dados me obligan a seducir a esta mujer ¿ello induce en mí el deseo de esta mujer? (Objeción: si esa es mi opción, ¿quizá es porque ya tenía en mí el deseo? Sí, pero entonces, ¿qué necesidad tengo de pasar por los dados y de obligarme a obedecer a mi propio deseo?). Si el azar de las redes me coloca frente a un interlocutor o una posibilidad inédita, ¿ello libera en mí otros Yoes?

En absoluto. Proyectar su yo a cualquier lugar o entrar en interactividad con cualquiera no es convertirse en otro. Es incluso todo lo contrario. El Otro, la alteridad, solo entra en juego en una relación dual, nunca múltiple o plural. Solo en la dualidad los sexos son fatales el uno para el otro. En la multiplicidad solo son espejo uno del otro, autorrefracción multiplicada. Si el azar quiere decir que las combinaciones son innumerables, entonces es todo lo contrario del Destino.

Y también en esta punto la novela cae en picado. Porque el espectro de la existencia así regida por los dados acaba en un juego de roles trivial y en un psicodrama colectivo cada vez más obsesionado por lo sexual y la orgía. «En el éxtasis», dice Luke, «experimento la transferencia de responsabilidad de mi yo ilusorio hacia los dados, este abandono de la autoridad del yo que se somete a una fuerza exterior a él como una conversión y una salvación»; y, al mismo tiempo: «He quedado liberado de golpe de todas mis trabas para violar niñas pequeñas».

En la pulsión «liberada» por el azar, torna la delantera lo inmotivado del deseo, no lo del juego. La divina incertidumbre del juego vuelve a ser el instrumento del deseo y el Azar, invocado más arriba como el divino accidente y la divina Travesura, vuelve a ser el instrumento vulgar de las voluntades oscuras.

Se añade aquí la otra perversión —en cierta forma la conclusión lógica de esta desregulación en trampantojo—, la de un imperativo moral categórico: erigir los dados y el Azar en principio universal, incluso en «D-Terapia» sistemática con sus Centros de Formación Aleatoria. Entramos así en la peor utopía, delirio de iniciados que cae automáticamente en la secta, con la violencia característica de este tipo de organización, cuya arbitrariedad precisamente no es la del azar, sino la del poder.

Fracaso espléndido de un reto a toda voluntad propia, de un reto anarquista a cualquier poder (incluido el que cada cual ejerce sobre sí mismo a través de esta misma voluntad). Paradójicamente, la empresa de «De-volución» [«dado-volución»], de desapropiación de la voluntad, acaba por acercarse a la aventura de este otro anarquista, Stirner, que en Der Einzige und seín Eigentum (Lo único y su propiedad) busca la apropiación total y la hegemonía incondicional del Yo, de modo que el principio más liberador acaba en la tiranía más vulgar. Destino malhadado de múltiples utopías marcadas por su vicio redhibitorio.

Sin embargo, la idea de una sociedad regida por el azar, como en Borges en La lotería en Babilonia, o en Rhinehart en L’Homme-Dé es en cierta forma la de una democracia absoluta, ya que resuelve la desigualdad de las condiciones objetivas en una igualdad de oportunidades ante la regla. La democracia descansa efectivamente en la idea de una igualdad ante la ley, pero nunca es tan radical como la igualdad ante la regla. Este sueño de una democracia radical obsesiona a todos los jugadores, y convierte todas las formas de juego en una atracción fantástica en todas las épocas, en particular para las clases medias y populares, como refugio de una exigencia desencantada de democracia «social». Es la sede de la fortuna, el único «no lugar» en el que el bien y el mal no se distribuyen de la misma forma, e incluso en sus formas más pobres, la única actividad suntuaria, la de una libertad soberana, ignora las condiciones materiales de su ejercicio. La sede de una libertad sobrenatural, que no tiene nada que ver con la libertad «natural» y que se asimilaría más bien a una complicidad inmediata, un entendimiento con el mundo. Y todo el placer viene de ahí. El juego no nos libera de los condicionamientos (ya que aceptamos el condicionamiento, mucho más riguroso, de la regla), nos libera de la libertad. Perdemos la libertad si ya solo la vivimos como realidad. El milagro del juego es hacérnosla vivir, ya no como realidad, sino como ilusión: ilusión superior, reto aristocrático a la realidad. Porque la realidad es democrática y la ilusión es aristocrática.