Dos espectros persiguen al Sujeto: el de la Voluntad y el de la Libertad. Todo le incita a reivindicar el pleno ejercicio de la una y el uso ilimitado de la otra. Es ilegal en estos tiempos no querer ser libre, o renunciar a la voluntad propia.
El hombre «liberado» se hace responsable, de pleno derecho, de las condiciones objetivas de su existencia. Es un destino cuando menos ambiguo: el trabajador «liberado», por ejemplo, cae así en la jurisdicción de las condiciones objetivas del mercado de trabajo.
Al mismo tiempo que en un movimiento de liberación (de la energía, del sexo, de las costumbres, del trabajo), la modernidad se inscribe en la transferencia de todo lo que antes correspondía a lo imaginario, el sueño, el ideal, la utopía, hacia una realidad técnica y operativa. Materialización de todos los deseos, verificación de todas las posibilidades, realización incondicional, ya no existe la trascendencia ni el hombre alienado: un individuo colmado (virtualmente, por supuesto: lo virtual totaliza lo real absorbiendo toda alternativa imaginaria). El individuo pasa a ser por fin idéntico a sí mismo, se ha cumplido la promesa del Yo. La profecía que era la de toda la historia moderna, de Hegel y Marx a Stirner y los situacionistas, la de la apropiación de sí y el fin de la alienación, esta profecía, se ha hecho realidad. No para lo mejor, sino para lo peor. Hemos pasado de lo Otro a lo Mismo, de la alienación a la identificación (como la profecía nietzscheana de la inversión de los valores se hizo realidad para lo peor, en el tránsito, no más allá, sino más acá del Bien y del Mal).
Este individuo indivisible es la utopía hecha realidad del sujeto: el sujeto perfecto, el sujeto sin otro. Sin alteridad interior, está abocado a una identidad sin fin. Identificación del individuo, del sujeto, de la nación, de la raza. Identificación del mundo, que se ha vuelto técnica y absolutamente real, «se ha convertido en lo que es». Ya no hay metáfora, ya no hay metamorfosis. Solo queda la metástasis indefinida de la identidad.
La identidad es un sueño patéticamente absurdo. Soñamos con ser nosotros mismos cuando no tenemos nada mejor que hacer. El sueño de sí y del reconocimiento de sí llega cuando se ha perdido toda singularidad. Ahora ya no luchamos por la soberanía o por la gloria, luchamos por la identidad. La soberanía era un dominio, la identidad solo es una referencia. La soberanía era arriesgada, la identidad está ligada a la seguridad (incluidos los sistemas de control que nos identifican). La identidad es esa obsesión de apropiación del ser liberado, pero liberado en vacío, que ya no sabe que es. Es un marchamo de existencia sin cualidades. Y todas las energías, las de las minorías y los pueblos enteros, las de los individuos, se concentran actualmente en esta afirmación ridícula, esta certeza sin orgullo: ¡Soy! ¡Existo! ¡Vivo, me llamo fulanito, soy europeo! Es un reto además sin esperanza, ya que cuando hay que demostrar lo evidente, es porque ha dejado de serlo.
El proceso de liberación nunca es inocente. Parte de una ideología y de un movimiento idealista de la historia. Siempre tiende a una reducción de la ambivalencia fundamental del Bien y del Mal. Buenos o malos, el hecho de estar «liberados» nos absuelve de un mal original. Simplificación y transparencia, eliminación del continente negro, de la cara oscura, de la parte maldita, asunción del reino del valor: todos estos elementos aparecen en el concepto rousseauniano de un destino feliz, de una vocación natural, de una «liberación».
No ser libre es inmoral, y la liberación es a un tiempo el bautismo y la salvación, el verdadero sacramento democrático.
Pero este modelo es una utopía. No es posible liberar el Bien sin liberar el Mal, y la ambivalencia es definitiva. La promoción histórica de las fuerzas del Mal se realiza sin duda con mucha más rapidez que la de las fuerzas del Bien. Otra consecuencia problemática: en cuanto están liberadas, las cosas se ponen a flotar: el dinero en la especulación, el sexo en la indefinición sexual, la producción en una aceleración inmotivada, el tiempo en el cálculo imposible de resolver de los orígenes. Una vez liberadas, las cosas adquieren un cariz a un tiempo incierto y exponencial. Intensificación incontrolable (liberación de lo nuclear) y al mismo tiempo inicio de la cuenta atrás: en cuanto hay compatibilidad, cálculo del valor y acumulación hay una perspectiva de agotamiento. La liberación siempre lleva a un umbral crítico en el que se invierten sus efectos.
La libertad ha sucumbido a su efecto perverso: la liberación. En su acepción filosófica, la libertad es una idea y, al hacerla realidad, la hemos perdido. Es también lo que ocurre con la del deseo, cuyo ideal se ha difuminado al mismo tiempo. Así que, de acuerdo con su propia lógica, la libertad ha muerto de muerte natural, abolida en nuestra imaginación más profunda. Pero también tiene que morir de muerte violenta, arrastrada en efigie en todos los discursos que ocupan su lugar, en particular los de los derechos humanos, y en general, por todas las formas que han sustituido la existencia por el derecho a la existencia, la diferencia por el derecho a la diferencia, el deseo por el derecho al deseo y, finalmente, la libertad por el derecho a ser lo que se es y de querer lo que se quiere, que es su forma más grotesca. La libertad comparte así la suerte de todos estos valores difuntos, exhumados y resucitados por la elaboración del duelo, valores nostálgicos y melancólicos que el sistema vuelve a poner en circulación como suplemento de alma.
Es comprensible que el individuo no tenga más que un deseo: librarse de ellos. «Es una embriaguez de no ser nada, y la voluntad es un cubo volcado al pasar por el patio, con un gesto indolente del pie». (Pessoa).
Este movimiento paradójico puede llegar hasta el rechazo de esta libertad incondicional. La utopía de la libertad, una vez hecha realidad, deja de serlo y las formas anteriores, las formas superadas, las formas sometidas, se convierten suavemente en una utopía.
Omar Jayvarn: «Más te vale haber sometido, con la dulzura, a un solo hombre libre que haber liberado a mil esclavos».
Entendámonos: no se trata de la utopía de una forma históricamente superada del amo y del esclavo, sino de un encadenamiento de las formas, de un sometimiento al ciclo del devenir, a la regla de las metamorfosis. No se trata de un sometimiento personal del esclavo, sino del de las palabras unas a otras en el lenguaje. Tal es la necesidad de una forma: las palabras no son «libres» y la escritura no tiene ciertamente como cometido «liberarlas»; todo lo contrario, las encadena, pero «con dulzura». La única cosa de la que habría que liberarlas quizá sea su sentido, pero para devolverlas a un encadenamiento más secreto.
El Héroe no «libera» los acontecimientos ni las fuerzas históricas, ni tampoco construye una historia. Encadena las figuras del mito y de la leyenda; por esta razón, ni la Revolución ni la Democracia tienen necesidad de héroes. El Poeta no «libera» las palabras de acuerdo con su sentido. Las encadena de acuerdo con las figuras del idioma; por esta razón la República no tiene necesidad de poetas. El Loco, o el Idiota, tampoco «libera» las pulsiones ni acaba con la represión. Recupera el encadenamiento secreto de las figuras del delirio, más cerca de una metamorfosis arcaica y de la maldición de otro mundo que del deseo y del inconsciente.
Y, en general, no se liberan las formas, solo se liberan las fuerzas. El universo de las fuerzas, de los valores, de las ideas mismas, todo el universo de la liberación es el del progreso y la superación. Las formas no se superan, se pasa de una forma a otra y este juego de las formas es trágico y sacrificial, mientras que las relaciones de fuerzas, los conflictos de valores y de ideologías solo son dramáticos y conflictivos. Todas las imágenes de la modernidad, de la liberación, son utópicas: sueñan con un sobreseimiento ideal y definitivo. Las formas (como las formas del arte) no viven de utopía, no sueñan con superarse hacia otro fin, son el sobreseimiento en sí.
De todas formas, para quedar libre hay que haber sido esclavo. Y para haber sido esclavo es necesario no haber sido sacrificado (solo se convertían en esclavos los prisioneros no sacrificados). Algo de esta exención sacrificial, y algo del servilismo consecutivo, persiste en el hombre «liberado», y muy especialmente en el servilismo actual, no la que precede a la liberación, sino la que la sucede. Un servilismo de tipo diferente: el servilismo sin amo.
En la sociedad antigua, tenemos el amo y el esclavo. Más tarde, el señor y el siervo. Más tarde, el capitalista y el trabajador. A cada una de estas fases corresponde una servidumbre determinada: sabemos quién es el amo, sabemos quién es el esclavo. Ahora todo es diferente: el amo ha desaparecido, solo quedan los siervos y el servilismo. ¿Y qué es un esclavo sin amo? Es el que ha devorado a su amo y lo ha interiorizado, hasta el punto de convertirse en su propio amo. No lo ha matado para convertirse en amo (eso es la Revolución), lo ha absorbido sin dejar de ser esclavo, incluso más esclavo que esclavo, más siervo que siervo: siervo de sí mismo. Es la fase definitiva de su servilismo que, de regresión en regresión, se remonta hasta el sacrificio. Salvo que nadie le honra sacrificándolo y, como último recurso, se ve obligado a sacrificarse a sí mismo y a su voluntad propia. Nuestra sociedad de servicios es una sociedad de siervos, de hombres servilizados para su propio uso, sometidos a sus funciones y a sus rendimientos, absolutamente emancipados, absolutamente siervos.
Si el problema de la libertad ya no se puede plantear, entonces hay que imaginar una forma original de no plantearlo, o de superarlo. ¿Qué hay más allá de la libertad? Es la misma alternativa que se plantea para el final: ¿qué hay más allá del final?
El equivalente en el registro de la libertad de lo que acontece en el rasgo de ingenio o en el lenguaje poético, donde las palabras no tienen libertad para intercambiarse por otras, ni en contra de su sentido, sino tales como en sí mismas han sido cambiadas por la gracia del idioma, es que los hombres, más allá de su voluntad propia, son lo que son, son el acontecer directo de lo que son y de lo que hacen, al menos en sus momentos «poéticos», cuando no representan nada, y en ningún caso a ellos mismos como sujetos. El resto, la retórica de la voluntad, de la responsabilidad, de la libertad, el retorno en imagen de toda nuestra filosofía moral, es bueno para la conciencia desencantada del sujeto alienado, el que es «liberado» porque no se sabe qué hacer con él como esclavo, aunque luego él no sepa qué hacer con esta libertad.
Es una libertad muy relativa, efectivamente, la de llegar a ser, como sujeto, responsable de las condiciones objetivas de su propia vida. Mientras esté sometido a las condiciones objetivas, sigo siendo objeto, no soy plenamente libre, debo ser liberado de esta libertad misma. Y esto solo es posible en el juego, en esta libertad más sutil del juego, cuyas reglas arbitrarias paradójicamente me liberan, mientras que en la realidad sigo encadenado por mi propia voluntad.