Nuestra vida individual se encuentra bajo el signo moral de una apreciación de sí, es decir, de una negación de toda alteridad radical, que no obstante resurge en forma de destino individual contrariado: nuestras múltiples neurosis y desequilibrios psíquicos. En un momento en el que todos los efectos de voluntad, de libertad, de responsabilidad tropiezan con una problemática insoluble, en el que la liberación de las energías, de las costumbres, de los sexos, de los deseos suscita notables contraefectos, mientras que toda nuestra cultura emprende, en los confines del año 2000, una dolorosa revisión ante la posibilidad de una solución final procedente de la ciencia o de la historia, en ese momento de contradicción violenta del proceso moderno de liberación, hay que remontarse sin duda a las fuentes para ver si esta pulsión no se opone a algo más fuerte todavía, más salvaje, más primitivo.
En nosotros luchan al parecer la aspiración de toda una cultura hacia la liberación individual y una repugnancia venida del fondo de la especie ante la individualidad y la libertad, movimiento contradictorio que se manifiesta en un remordimiento irresistible, en un resentimiento profundo hacia el mundo tal y como es, y en un odio de sí cada vez más vivo. La exigencia de la conciencia es la de una autonomía, una libertad cada vez mayores. Así nos alejamos del conformismo de las sociedades tradicionales, y más todavía del encadenamiento arcaico de la especie. Así rompemos el pacto simbólico y el ciclo de las metamorfosis. Resultan de ello dos tipos de violencia: una violencia de liberación y una violencia inversa, reactiva, ante el exceso de libertad, de seguridad, de protección, de integración, es decir, ante la pérdida de toda dimensión de fatalidad y de destino. Violencia dirigida contra la emergencia del Yo, del Sí, del Sujeto, del Individuo, que se paga en forma de odio a uno mismo y de arrepentimiento.
«Este odio a uno mismo no se ha entendido bien. Quizá la primera reivindicación de la conciencia que emerge en nuestra civilización de masas sea la expresiva. El espíritu, liberado del mutismo servil, escupe deyecciones y brama con una angustia almacenada desde hace siglos. […] En el hombre, la conciencia de uno mismo está acompañada, en la fase que nos ocupa, por un sentimiento de pérdida de poderes naturales de un orden más general, de un precio pagado por instinto, sacrificando la libertad, el impulso. El drama del desarrollo humano que vivimos parece ser el drama de la enfermedad, de la venganza contra uno mismo. Estamos asistiendo no solo a la nivelación que predijo Tocqueville, sino a la fase plebeya de una conciencia de sí en evolución. Quizá la venganza ejercida por una mayoría, por la especie, sobre nuestros impulsos de narcisismo (pero también sobre nuestra aspiración a la libertad) sea inevitable. En este reino nuevo de la multitud, la conciencia de sí tiende a revelarnos ante nosotros mismos como monstruos». (Saul Bellow, Herzog).
El individuo moderno ha cruzado un umbral crítico más allá del cual se produce un retorno de llama originario de la especie, de modo que la negación de sí se convierte en la fase definitiva de la conciencia individual, como el resentimiento es la fase definitiva de la genealogía de la moral, según Nietzsche. Ahí es donde se anudan la paradoja y los efectos perversos de toda liberación, de lo que llamamos el progreso de la razón y de la civilización. No es necesario para ello ninguna pulsión de muerte, ninguna nostalgia biológica de un estado anterior a la individuación del sexo: nuestra condición moderna y paradójica es la que produce esta negación de sí, esta repulsión mortífera. Por otra parte, haya o no pulsión de muerte, el equivalente de esta inmortalidad de los protozoos podría estar ahora en la dimensión del clon como grado Xerox del individuo y grado Cero de la evolución.
La cuestión que se plantea es pues la del destino, el destino imposible, nuestra complicidad en el destino paradójico de una especie invadida por la imaginación de su propio fin. Y el problema ya no es el de la libertad —¿cómo conquistarla?—, sino más bien: ¿cómo escapar a ella? ¿Cómo escapar a la individuación sin límites y al odio de sí? Ni tampoco es cómo escapar a su destino, sino más bien cómo no escapar a él. Porque hemos perdido el original. El destino del alma individual se ha deteriorado considerablemente. Antes el hombre no estaba abocado a no ser más que lo que es. Dios y Satán se batían por encima de su cabeza. Antes éramos lo bastante importantes como para que alguien luchara por nuestra alma. Ahora nuestra salvación nos incumbe a nosotros. Nuestras vidas ya no están marcadas por el pecado original, sino por el riesgo de perder la última oportunidad, y así acumulamos planes, ideales, programas, nos rehabilitamos y nos superamos en la rentabilidad universal. Y caemos en la condición de aquellos que, como dice Kierkegaard, ya no son capaces de afrontar personalmente el Juicio Final.
Ya que nadie lucha por nuestra alma, ahora nos toca apostar por nosotros, vivir nuestra propia existencia, experimentar y pelear sin fin, en un cuestionamiento de sí infernal y perpetuo; pero sin Juicio Final y sin verdaderas reglas del juego.
En la fase definitiva de su «liberación», de su emancipación al hilo de las redes, las pantallas y las nuevas tecnologías, el individuo moderno se convierte en un sujeto fractal, a un tiempo subdivisible hasta el infinito e indivisible, cerrado sobre sí y abocado a una identidad sin fin. Se trata por así decirlo del sujeto perfecto, el sujeto sin otro, cuya individuación ya no es en absoluto contradictoria con la condición de masa. Todo lo contrario: es la multiplicación del efecto de masa en cada parcela individual, cada una de las cuales resume en sí misma la serialidad, la estructura estrellada y metonímica de la masa, cuya característica es que se puede sustituir a sí misma punto por punto. O también: el individuo es masa él mismo y encontramos la estructura de masa, de forma hologramática, en cada fragmento individual. La masa y el individuo solo son, en el universo virtual y comunicativo, una extensión electrónica recíproca. Nos convertimos así en mónadas virtuales, electrones libres, individuos abandonados a ellos mismos y en búsqueda desesperada del otro. Pero la partícula no tiene otro. La otra partícula siempre es la misma. Todo lo que puede existir es una antipartícula cuyo choque haría desvanecerse a la primera. Quizá no haya más posibilidad última que esta: destino de desvanecimiento de la materia en la antimateria, del sexo en el otro sexo, del individuo en la masa. Reducidos a la identidad nuclear, ya no tenemos más destino alternativo que la colisión con nuestro doble antagonista. Es como la maldición de la especie, que se disloca primero en individuos y luego estos, a su vez, en partículas dispersas, de acuerdo con un proceso de fragmentación inexorable. A la imagen de la materia, que se ve disecada en átomos, luego en partículas cada vez más inasibles, de modo que presentimos que nunca habrá fase definitiva, verdaderamente elemental, de la materia, como tampoco puede haber fase referencial definitiva del ser humano.
Al dejar de estar inscrito en un orden que lo supere, presa de su propia voluntad, forzado a ser lo que quiere y a querer lo que es, el individuo moderno acaba culpándose a sí mismo y abismándose en el agotamiento de sus posibilidades, como nueva forma de servidumbre voluntaria. Es comprensible que solo piense en perder esta voluntad y esta libertad, para abandonarse a cualquier cosa diferente de la decisión de vivir y de morir. Cualquier forma que altere el ser individual será buena para escapar a esta posibilidad. En la mayor parte de los casos, no obstante, las formas elegidas de alteración de la voluntad y de perversión del deseo solo son una parodia de destino, una estrategia fatal, pero irrisoria. A falta de potencias transcendentes que se ocupen de nosotros, y con el designio perpetuo de presentar pruebas de nuestra existencia, nos hemos forzado a convertirnos en fatales para nosotros mismos. «Privado de destino, el individuo moderno lo sustituye por una experimentación fatal sobre sí mismo». (Sloterdijik).
Así es con todos los que se someten deliberadamente a las condiciones extremas: navegantes, escaladores solitarios, espeleólogos, wargames en la selva. Todas las situaciones de riesgo que antes eran lo natural en el hombre se recrean ahora artificialmente, por una forma de nostalgia de los extremos, de la supervivencia y de la muerte. Simulación técnica del sufrimiento y del sacrificio, incluida la compulsión humanitaria de echarse a las espaldas la miseria de los demás, para encontrar un destino de recambio. En todas partes, la misma mortificación simbólica. Stephen Hawking, cerebro genial en un cuerpo desposeído: modelo ideal de la superciencia. La cirugía plástica de Orlan y de tantos otros que experimentan con su cuerpo y lo alteran hasta la mutilación y la tortura. Minusvalías, mutilaciones, prótesis, fascinación sexual por el accidente y las tecnologías mortíferas (Crash, de Cronenberg). Hasta el boosting, método de dopaje específico de los minusválidos en los juegos Olímpicos de Atlanta, que se infligen voluntariamente sevicias para mejorar sus resultados. Sin contar las drogas y otras formas de alteración de la conciencia: todo vale para experimentar esta desestructuración violenta del cuerpo y del pensamiento. Sin embargo, la experimentación no es solo la de los casos extremos. Detrás de cada pantalla de televisión y de ordenador, en cada operación técnica con la que se enfrente diariamente, el individuo es analizado a su vez, función a función, probado, experimentado, fragmentado, acosado, obligado a responder, sujeto fractal ahora abocado a la diseminación en las redes, a cambio de la mortificación de la mirada, del cuerpo, del mundo real.
Con los medios de comunicación, los sondeos y todos los protocolos de verificación y de control, vivimos en un ensayo perpetuo (MacLuhan), dotado de respuestas más o menos automáticas. Se habla de acoso sexual, pero todos los hostigamientos sociales, psicológicos, políticos, mentales son formas subrepticias de acoso, de persecución, de servidumbre del comportamiento, mediante los cuales se reinventa, al hilo de una alucinación técnica, una forma de destino abismal, de peligro artificial mediante los cuales cada uno se reta a existir. A la imagen de los ascetas y anacoretas de antaño que se infligían todo tipo de pruebas con la esperanza de que Dios respondiera al suplicio de su cuerpo.
Así es como, liberados de todo decreto fatal, desposeídos de toda adversidad material, los modernos pasan su vida hostigando sus cuerpos y sus mentes en un ajuste de cuentas perpetuo, infligiéndose ellos mismos, día tras día, la prueba del Juicio Pinal.
Más allá de la identidad irrisoria y compulsiva, que nunca es más que expiación, en el altar de la técnica y de las ciencias, del rechazo o de la pérdida de toda adscripción simbólica, ¿no habrá una forma distinta de destino al que no escapar? ¿La vía de una extraneidad radical, que rompa el círculo vicioso de la identidad? ¿La de una ilusión radical que rompa el círculo vicioso de la realidad? Pues el destino no es en el fondo lo que se opone a la voluntad propia, sino una voluntad impersonal que envuelve a la primera con su mandato más sutil.