Cuando el mundo, o la realidad, encuentran en lo virtual su equivalente artificial, se vuelven inútiles. Cuando la clonación se basta para la reproducción de la especie, el sexo se convierte en una función inútil. Cuando todo se puede cifrar en códigos digitales, el lenguaje se convierte en una función inútil. Cuando todo se puede resumir en el cerebro y la red neuronal, el cuerpo se convierte en una función inútil. Cuando la informática y el automatismo maquinístico se bastan para la producción, el trabajo se convierte en una función inútil. Cuando, en la «memoria del agua», la transferencia de la onda electromagnética produce los mismos efectos que la propia molécula, esta última se vuelve inútil. Cuando el tiempo, con todas sus dimensiones, es absorbido por el tiempo real, se convierte en una función inútil. Cuando reinan las memorias artificiales, nuestras memorias orgánicas pasan a ser superfluas (incluso desaparecen progresivamente). Cuando todo tiene lugar entre terminales interactivos en la pantalla de la comunicación, el Otro se ha convertido en una función inútil.
¿Y qué pasa con el Otro cuando ha desaparecido? ¿Qué pasa con la Realidad, qué pasa con el cuerpo, cuando los ha sustituido su fórmula operativa? ¿Qué pasa con el sexo, el trabajo, el tiempo y todas las imágenes de la alteridad, cuando sucumben a manos de la síntesis tecnológica? ¿Qué pasa con el acontecimiento y la historia cuando están programados, emitidos y diluidos hasta el infinito en los medios de comunicación? Alta definición del medio, alta dilución de la sustancia.
Lo mismo ocurre con el ser vivo cuando está reducido a su abstract (su ADN y su código genético); ¿qué hacer con este ser humano residual? ¿Qué hacer con el trabajador una vez operada la síntesis del trabajo informatizado? No es un problema nuevo: ya Marx se preguntaba qué hacer con el hombre una vez que se hubiera extraído su fuerza de trabajo. Simplemente se ha radicalizado, hasta el punto de englobar la realidad en su totalidad, que cae en la esfera de los residuos de los que no hay forma de librarse.
Todas estas cosas indegradables siguen existiendo no obstante como las extremidades fantasma de un miembro amputado. Siguen corriendo por inercia, como la «décuplette» siberiana de Jarry, con sus cadáveres que siguen pedaleando cada vez más deprisa. Como los cosmonautas de Ballard, muertos desde hace tiempo, pero satelizados a perpetuidad. Como las instituciones políticas y culturales que continúan su trayectoria en el vacío, como patos sin cabeza, o como el equilibrista que sigue avanzando por un cable que no existe. Como la luz de las estrellas muertas. Como el juicio de Dios, que siempre está presente, aunque Dios también esté muerto desde hace tiempo.
El cuestionamiento de la realidad ya no viene del pensamiento filosófico, sino de la Realidad Virtual y de sus técnicas. Mientras el pensamiento acababa con la realidad en pensamiento, las nuevas tecnologías acaban con ella en realidad. Mientras el pensamiento obraba por el inacabamiento de la realidad, lo Virtual obra por el acabamiento de lo real y por su solución final. La negación de la realidad, que era en la dimensión filosófica una operación mental, con las tecnologías de lo Virtual se convierte en una operación quirúrgica.
Del gato de Cheshire solo queda la Sonrisa.
Del sueño solo queda una huella en la memoria.
De la molécula solo queda la huella electromagnética.
De lo real solo queda la realidad virtual.
Del otro solo queda una forma espectral.
La saga de la «memoria del agua» (Benveniste) es ejemplar: eficacia de las moléculas ausentes, ondas electromagnéticas disociadas de su sustancia, no más mensaje molecular: solo el mediador es eficiente. Es la fase última de la transfiguración del mundo en información pura, es decir, del movimiento general de nuestro universo: elevada dilución de la realidad, desaparición de toda fuente real, ya inútil.
Desde la óptica de lo virtual, la realidad no es más que un vestigio. No es más que un cadáver de referencia. A1 igual que el sexo, el trabajo, el cuerpo: ya solo sirven de referencia para elaborar el luto, o para una melancolía difusa. Algo así como la saudade, en el sentido de añorar, no lo que está muerto, sino lo que ha desaparecido. Y lo Real no ha muerto de muerte natural, simplemente ha desaparecido y ya solo nos quedan sus vestigios. Y, además, solo sabemos contarnos su historia. Como en aquella fábula en la que en otros tiempos los antepasados, en caso de algaradas o de peligro, sabían adónde dirigirse en el bosque, cómo hacer fuego, cómo cumplir con el rito, pero con el paso del tiempo el rito se ha perdido, y también el fuego, e incluso los lugares a donde dirigirse y los descendientes ya solo saben relatar la historia. Así es como relatamos la historia de la Realidad, como nos hemos relatado la de los mitos y el crimen originario.
Ya no es posible el intercambio para lo Real, pues su doble lo ha sustituido, pero es indegradable como ideología, por lo que se convierte en objeto de una demanda sin fin, de una concesión ideológica a perpetuidad. El trabajo descalificado como función productiva se convierte en objeto de una exigencia sin fin, bajo el signo de un «derecho al trabajo», de un derecho inalienable a la alienación misma (mientras que como destino negativo del esclavo industrial estaba condenado a desaparecer).
Así el arte, el trabajo, la religión, el cuerpo, aunque muertos, se han olvidado de morir. El gen responsable de su desaparición ha quedado oculto por alguna causa, por lo que entra en una fase extralimitada, una fase interminable. Allá donde el proceso de apoptosis ha sido atajado, nos movemos en un universo de cosas virtualmente desaparecidas, pero que no han encontrado el agente de su desaparición.
El tiempo mismo: ¿qué hacer con el que nos queda, que ya solo se nos presenta en forma de aburrimiento, residuo indegradable? ¿Qué hacer con la verdad y con toda esta clase de valores? ¿El universo «objetivo» ya no necesita para nada la verdad? ¿Qué hacer con la libertad, cuyo corazón sigue latiendo débilmente en un rincón, como el reloj digital del Beaubourg? ¿A quién le importa, desde que se dispersó en la «felicidad» y la liberación incondicional de todas las cosas? Ya solo queda su Idea. El Hombre y su libertad: esencias fantasmas, hologramas en el parque de atracciones de lo real.
El destino de todas las cosas es su supervivencia artificial, su resurrección como fetiches de reserva, como esas especies animales en vías de «rehabilitación», como los guetos convertidos en museo, y todo lo que sobrevive gracias a la reanimación o a la alimentación parenteral. Siempre habrá caballos, aborígenes, niños, sexo, realidad, pero como justificación, como fetiche, como reserva simbólica, como decorado, como privilegio, como reliquia, como objeto raro, incluso como objeto de perversión (los niños). Especies protegidas con fines depredatorios bien calculados, que unos gozarán in vivo y otros consumirán in vitro.
No obstante, los muertos, incluso los virtuales, se vengan. El tiempo abolido en el tiempo real se venga en forma de milenarismo delirante o de búsqueda desesperada de los orígenes. La Naturaleza, reducida a una fuente de energía, se venga en forma de catástrofe natural. El cuerpo exorcizado en lo virtual se venga en forma de viralidad y de, patología autoinmune. La alteridad proscrita resurge en el odio, el racismo y la experimentación mortífera. Lo Real anulado por su doble es un fantasma potencialmente peligroso.
Cuando vamos de Punta Arenas a Río Grande, en el sur de Patagonia, recorremos a lo largo de cien kilómetros la Bahía Inútil, donde el cielo está bajo y es violeta, inmenso, donde las ovejas llevan una máscara de pájaro nocturno. Todo es tan amplio y tan vacío, tan definitivamente vacío, que ni siquiera merece un nombre. Como si Dios hubiera arrojado allí por negligencia ese paisaje superfluo, más extraño porque forma parte de un continente entero, la Patagonia, donde todo es inútil e insensato.
¿Por qué en esa soledad total haber creado precisamente esa bahía, donde además no hay ningún signo que descifrar, ninguna razón para detenerse? Sin embargo, el homenaje más extraordinario que se hubiera podido hacer a un paisaje es darle este nombre, y el que lo hizo presintió realmente lo que era la monotonía del más allá, el fin sobrenatural de todo significado, el mundo de los limbos que la cultura ha renunciado a designar con un nombre propio. Sin embargo, esta Patagonia es rica en nombres dramáticos, en islas de la Desolación, etc. Todo ello resulta bastante trivial frente a este término de «inútil». Nos decimos que la verdad habría merecido claramente este calificativo sublime: la «Verdad Inútil». Quizá esté también ahí, en esas aguas grises sobre las que sopla un viento perpetuo.