La solución final
o
La revancha de los inmortales

Esta solución final es efectivamente nuestra fantasía más profunda, y la fantasía de nuestra ciencia. Fantasía de inmortalidad por criogenización o congelación profunda, o por reduplicación y clonación en todas sus formas.

El ejemplo más ilustre es evidentemente Walt Disney en su féretro de nitrógeno líquido. A él, por lo menos le espera la resurrección en su integridad, pues ha sido íntegramente criogenizado. Actualmente aparecen otras variantes que son como quimeras experimentales. Por ejemplo, en Phoenix, Arizona, lugar predestinado para renacer (de sus cenizas), ya solo se criogenizan las cabezas sin cuerpo, pues a partir del cerebro, considerado como el núcleo del ser individual, se espera resucitar el ser en su integridad. Por otra parte, y en el extremo opuesto de estos seres cefaloides, en algunos laboratorios del otro lado del Atlántico se clonan ratones y ranas acéfalos, a la espera de clonar hombres acéfalos que sirvan de almacén de órganos de repuesto. Como la cabeza se considera la sede de la conciencia, más vale manufacturar criaturas acéfalas, para poder utilizar libremente sus órganos, sin demasiados problemas morales y psicológicos.

Estas son algunas de las formas de clonación experimental, pero la clonación, y, por lo tanto, la inmortalidad automática, está también en la naturaleza. Está en el corazón de nuestras células.

Normalmente, nuestras células están destinadas a dividirse un número determinado de veces para después morir. Si en estas divisiones aparece una perturbación (alteración del gen antitumoral o de la apoptosis), la célula se vuelve cancerígena: se olvida de morir, olvida cómo morir. Procede a clonarse a sí misma en miles de millones de copias idénticas, formando un tumor. Habitualmente, el resultado es la muerte del sujeto y las células cancerosas mueren con él. Sin embargo, en el caso de Henrietta Lacks, unas células tumorales que se le extrajeron en vida fueron cultivadas en laboratorio y siguieron proliferando sin fin. Porque ofrecían un espécimen especialmente virulento y llamativo, fueron enviadas a todas las partes del mundo, incluso al espacio en el Discoverer 17. Así es como el cuerpo diseminado de Henrietta Lacks, clonado a nivel molecular, continúa su ronda inmortal, muchos años después de su muerte.

En nosotros hay algo secreto: la muerte. Y otra cosa nos acecha en cada una de nuestras células: el olvido de morir. La inmortalidad está ahí acechando. Siempre nos hablan de la lucha de los vivos contra la muerte, no del peligro inverso. Y también debemos luchar contra la imposibilidad de morir. Apenas se abandonan los seres vivos en su lucha por la muerte, en su lucha por la división, el sexo, la alteridad, se vuelven indivisibles, idénticos a ellos mismos, y por lo tanto inmortales.

Contra toda evidencia, la naturaleza creó en un principio seres inmortales, y solo por haber vencido a la muerte en singular combate nos hemos convertido en los seres vivos que somos. Ciegamente soñamos con superar la muerte hacia la inmortalidad, cuando esta es nuestro destino más funesto, inscrito en la vida anterior de nuestras células, al que volvemos ahora en la clonación. (La pulsión de muerte, según Freud, no es más que esta nostalgia del estado no sexuado y no individualizado en el que, estábamos antes de ser mortales y discontinuos, pues la muerte verdadera no es tanto la desaparición física del ser individual como la regresión hacia un estado mínimo de lo vivo indiferenciado).

La evolución de la biosfera lleva desde los seres inmortales a los seres mortales. Desde la continuidad absoluta a la subdivisión de lo mismo —los seres unicelulares— nos acercamos poco a poco al nacimiento y a la muerte. Luego el huevo es fecundado por un germen y las células germinales se especializan: el ser que surja de ellas ya no será ni uno ni otro de los que lo engendran, sino una combinación singular. Pasamos de la reproducción pura y simple a la procreación. Los dos primeros, por primera vez, encuentran la muerte y el tercero nace por primera vez: estamos en el estadio de los seres mortales, sexuados, diferenciados. El orden anterior de los virus, de los seres inmortales, se perpetúa, pero ahora este mundo de seres eternos queda englobado en el de los seres mortales. La victoria en la evolución corresponde a los seres mortales y discontinuos: nosotros. Sin embargo, la suerte no está echada y siempre es posible la reversión. No solamente en la rebelión viral de las células, sino en nuestra gigantesca empresa actual, la de los propios seres vivos, la de reconstruir un universo homogéneo y continuo, un continuum artificial esta vez, en el que a través de nuestros medios técnicos y maquinísticos, a través de nuestro inmenso sistema de comunicación y de información, estamos construyendo un clon perfecto, un doble idéntico de nuestro mundo, una réplica virtual del mundo que se abre a una reduplicación sin fin.

Esta inmortalidad patológica, que es la de la célula en el cáncer, la estamos reproduciendo y copiando a escala de los individuos y de la especie.

Se trata de la revancha de los seres inmortales e indiferenciados sobre los seres mortales y sexuados. Es lo que se podría llamar la solución final.

Tras esta gran revolución en la evolución que fue la aparición del sexo y de la muerte, ahora llega la gran involución, la que, a través de la clonación y de múltiples técnicas más, trata de liberarnos del sexo y de la muerte. Mientras que el ser vivo se ha empecinado, al hilo de millones de años, en arrancar la mismidad a ella misma, en salir de esta especie de incesto y de entropía primitiva, estamos recreando, a través de los progresos de la ciencia misma, sus condiciones y trabajando por la desinformación de la especie mediante la anulación de las diferencias.

Aquí se plantea la cuestión del destino de la ciencia. ¿No se inscribirán sus progresos en una curvatura (¿perversa?) de la evolución que podría llevar a una involución total? ¿No será esta solución final en la que trabajamos inconscientemente el destino secreto de la naturaleza, así como de todos nuestros esfuerzos? Una luz inesperada ilumina todo lo que en la actualidad seguimos considerando como una evolución positiva.

La revolución sexual, la verdadera, la única, es la del advenimiento de la sexualidad en la evolución de los seres vivos. La de una dualidad que ponga fin a la indivisión perpetua, a la perpetuidad de la Mismidad y de su subdivisión hasta el infinito. Es también, por lo tanto, la revolución de la muerte. El movimiento inverso, el nuestro, es el movimiento involutivo de la especie hasta una fase anterior a la revolución de la sexualidad y de la muerte. Colosal movimiento revisionista en la evolución de lo vivo.

La «liberación sexual» desde esta perspectiva es absolutamente ambivalente. Si parece inscribirse en la misma dirección que la revolución sexual, cuya consagración parece ser, se revela en sus opuestos como completamente opuesta a la revolución sexual en sí. La primera fase es la de la disociación de la actividad sexual y la procreación: anticoncepción, píldora, etc. La segunda fase, con mayor carga de consecuencias, es la disociación de la reproducción y del sexo. El sexo se había liberado de la reproducción, pero ahora la reproducción también se libera del sexo. Reproducción biotécnica asexuada, que va de la inseminación artificial a la clonación integral. También es una forma de liberación, pero antinómica de la anterior. Estábamos sexualmente liberados, pero ahora nos hemos liberado del sexo, es decir, nos hemos librado virtualmente de la función sexual. En los clones, y pronto en los humanos, la sexualidad, al cabo del camino de su liberación total, se convierte en una función inútil. La liberación sexual, que corona aparentemente la evolución de los seres sexuados, marca en sus últimas consecuencias el fin de la revolución sexual. Es la misma ambigüedad que encontramos en la ciencia. Los beneficios que esperamos están estrechamente unidos a sus efectos nefastos o a sus contraefectos perversos.

¿Y la muerte? Ya que va unida al sexo, deberá sufrir de alguna forma la misma suerte. Efectivamente, existe una liberación de la muerte contemporánea de la liberación sexual. De la misma forma, tratamos de disociar la vida de la muerte, para conservar únicamente la vida, por supuesto, y convertir la muerte en una función inútil, de la que deberíamos poder prescindir, como del sexo en la reproducción. Desprogramar la muerte como hecho inevitable, como hecho simbólico, e incluirla únicamente a modo de realidad virtual, opción, alternativa en la programación del ser vivo. Al igual que ocurre con la realidad virtual del sexo, del cibersexo que nos espera en el futuro, a modo de atracción. Porque una vez que todas estas funciones se han vuelto inútiles, el sexo, el pensamiento, la muerte, no desaparecerán pura y simplemente, sino que se reciclarán como actividades recreativas. El ser humano, ya inútil, se podrá preservar como atracción ontológica. Nueva variante de lo que Hegel ya denominó «la vida, movediza en sí, de lo que está muerto». La muerte, de la función vital que era, pasaría a ser un lujo, una diversión. En una civilización venidera, que haya eliminado la muerte, los futuros clones podrían darse el lujo de morir y simular que vuelven a ser mortales (ciberdeath).

Una forma de anticipación de la clonación es lo que nos propone la propia naturaleza a través de los gemelos y la gemelidad: situación alucinante de replicación de lo mismo, de simetría primitiva a la que solo escapamos mediante una cesura, una ruptura de la simetría. Quizá nunca hayamos escapado totalmente a ella, y con la clonación reaparece esta alucinación del gemelo del que nunca hemos logrado separarnos del todo, al mismo tiempo que la fascinación por una forma de incesto arcaico con este doble originario (sobre las consecuencias dramáticas de esta situación, ver la película Dead Ringers [Inseparables] de Cronenberg).

En la mayor parte de los casos, esta gemelidad no pasa de ser simbólica, pero cuando se materializa ilustra el misterio de esta separación indivisa que está en el corazón de cada uno de nosotros (incluso algunos han pretendido encontrar sus huellas biológicas). Ahí reside sin duda el carácter sagrado, maldito, de la gemelidad en todas las culturas y, en la otra cara de esta maldición, el remordimiento eterno de la individuación. Esta cesura «ontológica» con el gemelo inaugura el ser individual y, por lo tanto, la posibilidad de una alteridad y de una relación dual. Somos seres individuados, y orgullosos de serlo, pero en algún lugar, en un inconsciente más profundo todavía que el inconsciente psicológico, nunca nos hemos repuesto de ello.

Es como si existiera una obsesión, una nostalgia de este doble y, más profundamente todavía, de toda esta multiplicidad de semejantes de los que nos hemos ido apartando al hilo de la evolución. ¿No existirá en el interior de este fenómeno un remordimiento eterno por la individuación?

En realidad, es un doble arrepentimiento: no solo el de la emancipación individual con respecto a la especie, sino el más profundo de los seres vivos sexuados con respecto al reino inorgánico. Así es. Cualquier liberación se vive como anomia y como traición, es decir, como fuente de neurosis interminable, cada vez más grave a medida que nos alejamos de este origen. La libertad es difícil de soportar, o quizá sea difícil soportar la vida misma como ruptura con la cadena inorgánica de la materia. Es la revancha de la materia, de la especie, de los seres inmortales a los que creíamos haber superado.

¿No deberíamos ver en esta fantasía colectiva de la vuelta a una existencia indivisa, al destino del ser vivo indiferenciado, en esta desviación hacia una inmortalidad indiferente, la forma misma del arrepentimiento de lo vivo respecto a lo no vivo, arrepentimiento que llega del fondo de los tiempos por un estado superado, pero transformado, por obra y gracia de nuestras técnicas, en una forma de compulsión silenciosa?

¿Se trata de una voluntad de poner fin al azar genético de las diferencias, de poner fin a las peripecias de lo vivo? ¿No estaremos cansados del sexo y de la diferencia, de la emancipación y de la cultura? El mundo social e individual ofrece numerosos ejemplos de este desfallecimiento, de esta resistencia o esta fidelidad nostálgica a algún estado anterior. Nos enfrentamos con una forma de revisionismo, de revisión desgarradora de toda la evolución de lo vivo, y de la especie humana en particular, incapaz de afrontar su diversidad, su complejidad, su diferencia radical, su alteridad.

También puede tratarse de una aventura: ir lo más lejos posible en la artificialización de lo vivo, para ver lo que sobrevive a esta prueba en condiciones reales. Si resulta que no todo puede ser clonado, programado, genética y neurológicamente controlado, entonces lo que sobreviva podrá ser realmente considerado «humano», forma indestructible e inalienable de lo humano. Por supuesto, en esta aberración experimental existe el riesgo de que no quede nada, el riesgo de una desaparición pura y simple de lo humano.

Tal era la experiencia de Biosfera II, síntesis artificial de todos los rasgos del planeta, duplicación ideal de la especie humana y de su entorno. En miniatura, Biosfera II revelaba el hecho de que la especie y el planeta en su totalidad (Biosfera I) se habían convertido en su propia realidad virtual, que ya estaban, bajo la gigantesca cúpula geodésica de la información, en manos de un destino experimental sin retorno. ¿Podemos seguir hablando de especie humana? ¿Una especie que trata de inmortalizarse artificialmente y de transformarse en información pura sigue siendo humana?

El hombre no tiene prejuicios: se usa a sí mismo como cobaya, al igual que el resto del mundo, viviente o inanimado. Juega alegremente con el destino de su propia especie como con el de todas las demás. En su voluntad ciega de saber más, programa su propia destrucción con la misma desenvoltura y la misma ferocidad que la de los demás. No es posible acusarlo de egoísmo superior. Se sacrifica a un destino experimental desconocido en el resto de las especies, que hasta ahora estaban en manos de un destino natural. Y mientras que este destino natural parecía ligado a algo así como un instinto de conservación, este reciente destino experimental barre cualquier noción de este tipo. Es el signo de que, tras la obsesión ecológica de protección y de conservación, que es imputable más bien a la nostalgia y el remordimiento, está primando una tendencia diferente: la del sacrificio de la especie en aras de una experimentación sin límites.

Doble movimiento contradictorio: el hombre es la única de todas las especies que trata de construir su doble inmortal, completando así la selección natural con una selección artificial, que le confiere un privilegio absoluto. De esta forma acaba con la selección natural, que implicaba la muerte de cada especie de acuerdo con las leyes de la evolución, incluida la suya propia. Así incumple la regla simbólica, y en su orgullo de poner punto final a la evolución, inaugura la involución de su propia especie, que está en vías de perder sus rasgos específicos, su inmunidad natural. No olvidemos que la mortalidad de las especies artificiales es más rápida que la de las especies naturales, de modo que, por los caminos de lo artificial, la especie puede estar acelerando el viaje hacia su fin.

Partimos de un enunciado muy extraño: pareciera que a la especie humana le cuesta reconciliarse con ella misma. Paralelamente a las violencias que ejerce sobre los demás, ejerce sobre ella misma una violencia propia, mediante la que se trata, desde el instante presente, como un superviviente de alguna catástrofe venidera. Como si, sin dejar de estar convencido de su superioridad, se arrepintiese de una evolución que le ha conducido a esta situación de privilegio, por así decirlo, más allá de su fin como especie. Es la misma coyuntura que encontramos en la superación de la historia según Canetti, salvo que en este caso se trata de la superación de la especie —es decir, de algo más fundamental todavía—, superación de un punto más allá del cual nada es humano ni inhumano (en Canetti, el punto a partir del cual ya nada es verdadero ni falso) y el reto ya no solo está en el salto de la historia a la «posthistoria», sino en el salto de la especie al vacío.

¿Habrá tropezado la especie, por senderos inesperados, con la ley de las especies animales que hace que, al llegar al umbral crítico de saturación, se orienten automáticamente hacia una forma de suicidio colectivo?

La inhumanidad de esta empresa es apreciable en la abolición de todo lo que hay en nosotros de humano demasiado humano: nuestros deseos, nuestras carencias, nuestras neurosis, nuestros sueños, nuestras deficiencias, nuestros virus, nuestros delirios, nuestro inconsciente e incluso nuestra sexualidad: prescriben todos los rasgos que nos convierten en seres vivos específicos. Lo que está implícito en toda manipulación genética es un mundo ideal, por eliminación de todos los rasgos negativos. Por ejemplo, en Biosfera II, prototipo experimental, no hay virus, no hay gérmenes, no hay escorpiones, no hay reproducción sexuada. Todo está expurgado, inmunizado, inmortalizado por transparencia, desencarnación, desinfección, profilaxis.

La transformación de lo vivo en superviviente se opera por reducción progresiva al mínimo común denominador, al genoma y al patrimonio genético, donde se impone el movimiento perpetuo del código y donde los signos distintivos de lo humano se borran ante la eternidad metonímica de las células. Lo peor es que los seres vivos generados según su propia fórmula sin duda no sobrevivirán. Lo que vive por la fórmula perecerá por la fórmula.

Los límites de lo humano y de lo inhumano están, pues, desapareciendo, no para acercarse a lo sobrehumano y la transmutación de valores, sino a lo infrahumano, lo que está por debajo de lo humano, hacia una desaparición de las características simbólicas mismas de la especie. Es como dar la razón a Nietzsche cuando dice que la especie humana, abandonada a ella misma, solo sería capaz de duplicarse o de destruirse.

El humanismo original, el de la Ilustración, se fundamenta en las cualidades del hombre, en sus virtudes y sus dones naturales, en su esencia; que lleva aparejado el derecho a la libertad y al ejercicio de esta libertad. El humanismo actual, en su extensión, se ocupa cada vez más de la conservación del ser orgánico y de la especie. Los derechos humanos ya no se justifican tanto en función del ser moral y soberano como por las prerrogativas de una especie amenazada. Y así se vuelven problemáticos, pues plantean la cuestión de los derechos de las otras especies, de las otras razas, de la naturaleza, respecto a los cuales deben definirse. ¿Y hay alguna definición de lo Humano en términos genéticos? Y si existiera, ¿podría haber un derecho de la especie sobre su propio genoma, y sobre su posible transformación genética? Compartimos el 98% de nuestros genes con los monos y el 90% con los ratones. ¿Qué derecho corresponde a los monos y a los ratones en función de este patrimonio común? Además, al parecer el 90% de los genes de nuestro genoma no sirve para nada. ¿Qué derecho tienen estos genes a existir? Es una cuestión crucial, porque si se decreta que son inútiles, nos otorgamos derecho a erradicarlos. El mismo problema se plantea para una parte cualquiera de la humanidad misma: a medida que lo humano ya no se define en función de la libertad y la trascendencia, sino en función del equilibrio biológico, los rasgos específicos del Hombre desaparecen y, por lo tanto, también los del humanismo. Ya el humanismo occidental se había visto amenazado desde el siglo XVI por la irrupción de las otras culturas. Ahora, el cerrojo que está saltando no es solo el de una cultura, sino el de la especie: desregulación antropológica y desregulación simultánea de todas las reglas morales, jurídicas, simbólicas que eran las del humanismo. ¿Podemos seguir hablando de alma y de conciencia? ¿Podemos hablar de inconsciente desde la perspectiva de los autómatas, de los clones y de las quimeras que tomarán el relevo de la especie humana? No solo el capital individual; también el capital filogenético está amenazado por esta evaporación de los límites de lo humano (ni siquiera hacia lo inhumano, sino hacia algo que está por debajo de lo humano y de lo inhumano, en la simulación genética de lo vivo).

El juego respectivo de lo humano y lo inhumano, su equilibrio, está roto. La desaparición de lo humano es grave, pero la de lo inhumano lo es en la misma medida. El carácter específico de todo lo que no es humano, y de lo que en el hombre mismo es inhumano, está amenazado en beneficio de una hegemonía de lo humano en su definición más moderna, más racional. Vemos por todas partes la voluntad de establecer una jurisdicción universal sobre la naturaleza, los animales, las otras razas y las otras culturas; todo ha sido conminado para que ocupe su lugar en una antropología evolucionista y hegemónica, verdadero triunfo de un pensamiento único de lo humano, en su definición occidental, evidentemente, bajo el signo de la universalidad, del bien y de la democracia. Los derechos humanos son actualmente el motor de este pensamiento antrópico, antropocrático, tras el que proliferan lo humano y lo inhumano en plena contradicción formal. Lo que da como resultado, y en un mismo movimiento, una recrudescencia de los derechos humanos y de la violación de los derechos humanos.

Las otras culturas no conocen esta discriminación entre lo humano y lo inhumano. La hemos inventado nosotros, y nosotros la estamos haciendo desaparecer, no gracias a una síntesis superior, sino nivelando hacia abajo en una abstracción técnica indiferenciada, siguiendo la misma perspectiva vertiginosa de una solución final.

Nos dicen que, independientemente del destino genético del clon, nunca será exactamente el mismo que el original (por supuesto, ya que habrá habido un original antes de él). Parecería que no hay nada que temer de la clonación biológica, pues de todas formas la cultura nos diferencia. La salvación está en el acervo y en la cultura, únicos que pueden salvarnos del infierno de lo Mismo. En realidad, la situación es exactamente inversa. La cultura nos clona y la clonación mental precede de lejos a la clonación biológica. El acervo es lo que actualmente nos clona culturalmente bajo el signo del pensamiento único. Las ideas, la forma de vida, el medio y el contexto cultural son el instrumento más seguro para anular las diferencias innatas. A través del sistema de la escuela, los medios de comunicación, la cultura y la información de masas los seres se convierten en copias idénticas unos de otros. Esta clonación de hecho, la clonación social, la clonación industrial de los hombres y de las cosas, genera el pensamiento biológico del genoma y de la clonación genética, que se limita a sancionar la clonación mental y del comportamiento.

Cambian así todas las consideraciones sobre los límites prescriptivos y los derechos del individuo frente a la experimentación científica y técnica. Todo lo que es pasto de la crónica de los comités de ética y conciencia colectiva, toda esta especulación no tiene ningún sentido (salvo el seudomoral o seudofilosófico) dado que nuestra cultura de la diferencia es precisamente la que actúa con mayor eficacia en el sentido de la indiferenciación, del Human Xerox y del pensamiento único.

Por el contrario, toda esta historia de clones puede tener una vertiente inesperada. El clon puede aparecer de esta forma como la parodia del original, su versión irónica y grotesca. Podemos imaginar a partir de aquí todo tipo de situaciones que trastornarían nuestra psicología «edípica». Como el futuro clon que suprime a su padre, no para acostarse con su madre —cosa ya imposible, pues solo hay una célula madre y el padre puede ser perfectamente una mujer—, sino para recuperar su condición de original. O por el contrario, el original descalificado por su doble que se toma la revancha sobre el clon. Todo tipo de conflictos que vano serán los del hijo y los padres, sino el del original y su doble. Podemos pensar incluso en una función inédita del clon (inversa a todas las que le asignan actualmente): una función de satisfacción del instinto de muerte y de autodestrucción. Será posible suprimir al propio clon y destruirse a sí mismo sin riesgo realmente mortal: suicidarse por persona interpuesta. Y nuestros biólogos y moralistas no caen en ello. No consideran la pulsión de muerte como algo tan fundamental como la de inmortalidad, aunque ambas están en juego simultáneamente en la clonación, lo que tampoco simplifica las cosas.

Una de las ventajas de esta empresa está en revelarnos lo que toda filosofía un tanto radical ya sabía; que no hay moral que se pueda oponer a este deseo inmoral, a este deseo técnico de inmortalidad. No hay leyes de la naturaleza, ni ley moral que sea su emanación. Es una visión idealista que se ha perpetuado por otra parte en la propia ciencia. No hay, pues, derechos naturales ni prohibiciones que se puedan basar en un equilibrio entre el Bien y el Mal. Y es que el problema no es moral, sino simbólico. Existen unas reglas del juego de lo vivo cuya forma es secreta y cuya finalidad no ha sido explicada. La vida no «vale» nada, ni siquiera la vida humana, y si es preciosa no es como valor, sino como forma, una formal excesiva e inmoral. Es imposible de canjear por otra vida o valor cualquiera. La especie humana tampoco se puede canjear por otra especie artificial, aunque esta última sea superior a ella en valor y en resultados.

A la supuesta inmoralidad de la clonación no podemos oponer una «ética de la diferencia» y una moral humanista del valor, sino más bien una inmoralidad superior de las formas; no una concepción abstracta del derecho, sino una exigencia vital que es también la del pensamiento, porque el pensamiento es también una forma que no se puede canjear por ninguna finalidad objetiva, o por su doble artificial. Precisamente en esto nos puede proteger.

Así pues, tenemos primero el reino de los seres inmortales, luego el de los seres mortales y sexuados, que se imponen a los inmortales (pero aquellos se toman ahora la revancha silenciosa a través de todas las técnicas de clonación, de inmortalidad artificial, de marginalización del sexo y de la muerte).

No obstante, la suerte no está echada y podemos contar con una resistencia obstinada de los seres mortales que somos, resistencia que llega del fondo de la especie en el rechazo de una solución final en todas sus formas.