El intercambio imposible

Todo parte del intercambio imposible. Lo incierto del mundo es que no tiene equivalente en lugar alguno y que no se puede canjear por nada. La incertidumbre del pensamiento es que no se puede canjear ni por la verdad ni por la realidad. ¿Es el pensamiento el que hace caer al mundo en la incertidumbre o todo lo contrario? También este interrogante forma parte de la incertidumbre.

No existe un equivalente para el mundo. En esto consiste precisamente su definición, o su indefinición. Sin equivalente no hay doble, ni representación, ni espejo. Cualquier espejo seguiría formando parte del mundo. No hay sitio para el mundo y para su doble al mismo tiempo. Por lo tanto, no hay verificación posible del mundo, razón por la cual la «realidad» es una impostura. Sin verificación posible, el mundo es una ilusión fundamental. Aunque se verifique localmente, la incertidumbre del mundo en su globalidad es inapelable. No hay cálculo integral del universo —¿quizá un cálculo diferencial?—. «El universo, formado por innumerables conjuntos, no constituye en sí un conjunto». (Denis Guedj).

Así ocurre con cualquier sistema. La esfera económica, esfera de todos los intercambios, considerada en su globalidad, no se canjea por nada. No existe en ningún sitio una equivalencia metaeconómica de la economía, nada por lo que canjearla como tal, nada para rescatarla en otro mundo. Es, por así decirlo, insolvente, insoluble en todo caso para una inteligencia global. También está, pues, aquejada de una incertidumbre fundamental.

Aunque desee ignorarlo, esta indeterminación induce, en el corazón mismo de la esfera económica, la fluctuación de sus ecuaciones y de sus postulados y, por fin, su desviación especulativa, en la interacción alocada de sus criterios y sus elementos.

Las otras esferas, política, jurídica, estética, están afectadas por la misma inequivalencia, y por ende, por la misma excentricidad. Literalmente no tienen sentido en el exterior de ellas mismas, y no se pueden canjear por nada. La política está cargada de signos y de sentidos, pero carece de ellos vista desde el exterior, no hay nada que la pueda justificar a un nivel universal (todas las tentativas de fundamentar la política en un nivel metafísico o filosófico han fracasado). Absorbe todo lo que se acerca a ella y lo convierte en su propia sustancia, pero ella misma no es capaz de convertirse o de reflejarse en una realidad superior que le pueda dar un sentido.

También en este caso, esta equivalencia imposible se manifiesta en la indecidibilidad creciente de sus categorías, de sus discursos, de sus estrategias y de sus retos. Proliferación de lo político, de su puesta en escena y de su discurso, a la medida misma de su ilusión fundamental.

Hasta en la esfera de lo vivo y de lo biológico la incertidumbre es grande. Los esquemas de investigación, de experimentación genética, se ramifican hasta el infinito, y cuanto más se ramifican, más queda en suspenso la cuestión crucial: ¿quién gobierna la vida, quién gobierna la muerte? Por muy complejo que sea, el fenómeno de la vida no puede canjearse por una finalidad última. No es posible concebir al mismo tiempo la vida y su razón última. Y esta incertidumbre invade lo biológico, haciendo que, al hilo de los descubrimientos, sea también cada vez más especulativo, no por incapacidad provisional de la ciencia, sino porque se aproxima a la incertidumbre definitiva que es su horizonte absoluto.

En el fondo, la transcripción y el balance «objetivo» de un sistema global no tienen más sentido que la evaluación del peso de la tierra en billones de toneladas, cifra desprovista de sentido, salvo que se trate de un cálculo interno al sistema terrestre.

Metafísicamente ocurre lo mismo: los valores, las finalidades y las causas que delimitamos solo valen para un pensamiento humano, demasiado humano. Son irrelevantes respecto a cualquier otra realidad (quizá incluso respecto a la «realidad» sin más).

Ni siquiera la esfera de lo real se puede canjear por la del signo. Con su relación ocurre como con la flotación de las monedas: se vuelve indecidible y su ajuste es cada vez más aleatorio. Una y otra se vuelven especulativas, cada una en su terreno. La realidad se hace cada vez más técnica y efectiva, todo se realiza incondicionalmente, pero sin que pase a significar nada. Y los metalenguajes de la realidad (ciencias humanas y sociales, lenguajes técnicos y operativos) se desarrollan también en orden excéntrico, a imagen de su objeto. En cuanto al signo, pasa a la simulación y la especulación pura del universo virtual, el de la pantalla total, por el que planea la misma incertidumbre sobre la realidad y sobre la «realidad virtual» desde el momento en que se disocian. Lo real deja de tener fuerza de signo y el signo deja de tener fuerza de sentido.

Cualquier sistema se inventa un principio de equilibrio, de intercambio y de valor, de causalidad y de finalidad, que actúa sobre oposiciones establecidas: las del bien y el mal, lo verdadero y lo falso, el signo y su referente, el sujeto y el objeto; es decir: todo el espacio de la diferencia y de la regulación a través de la diferencia que, mientras funciona, garantiza la estabilidad y el movimiento dialéctico del conjunto. Hasta aquí, todo va bien. Cuando deja de funcionar esta relación bipolar, cuando el propio sistema entra en cortocircuito, engendra su propia masa crítica y se abre a una desviación exponencial. Cuando ya no queda sistema de referencia interno, ni equivalencia «natural», ni finalidad por la que canjearse (como ocurre entre la producción y la riqueza social, entre la información y el acontecimiento real), entonces entramos en una fase exponencial y en el desorden especulativo.

La ilusión de lo económico es haber pretendido fundamentar un principio de realidad y de racionalidad en el olvido de esta realidad definitiva del intercambio imposible. Ahora bien, este principio solo es válido en el interior de una esfera artificialmente circunscrita; fuera de este ámbito todo es incertidumbre radical. Y esta misma incertidumbre, exiliada, prescrita, se infiltra en los sistemas y se contenta con la ilusión de lo económico, la ilusión de lo político, etc. Este mismo desconocimiento los empuja a la incoherencia, a la hipertrofia, y de algún modo los lleva a la aniquilación. Porque precisamente desde el interior, por su propio exceso, los sistemas queman sus propios postulados y se desploman sobre sus cimientos.

En otras palabras: ¿Ha habido alguna vez una «economía», una organización del valor que tenga una coherencia estable, un destino universal, un sentido? En términos absolutos, no. Es más, ¿ha habido alguna vez algo «real»? En este abismo de incertidumbre, lo real, el valor, la ley, son excepciones, fenómenos excepcionales. La ilusión es la regla fundamental.

Todo lo que desea canjearse por otra cosa acaba tropezando con el Muro del Intercambio Imposible. Los intentos más concertados y más sutiles de hacer que el mundo represente un valor, de darle un sentido, chocan con esta barrera infranqueable. Y lo que no se canjea por nada prolifera de forma delirante. Los sistemas más estructurados no pueden por menos de desajustarse ante la reversión de esta Nada que los invade. Y no estamos hablando de una catástrofe futura; aquí y ahora, de aquí en más, todo el edificio del valor se canjea por Nada.

Más que en consideraciones filosóficas o morales, aquí tenemos la verdadera fórmula del nihilismo contemporáneo: el nihilismo del valor mismo. Tal es nuestra fatalidad, de la que se derivan las consecuencias más afortunadas y también más nefastas. Este libro podría ser la exploración, en primer lugar, de las consecuencias «fatales», y a continuación, gracias a una transferencia poética de situación, de las consecuencias fastas y afortunadas del intercambio imposible.

Tras el canje del valor, y sirviéndole en cierto modo de contrapartida invisible, tras esta loca especulación cuyo apogeo es la economía virtual, tras el intercambio de Algo encontramos siempre el intercambio de la Nada.

La muerte, la ilusión, la ausencia, lo negativo, el mal, la parte maldita están en todas partes, como la filigrana de todos los intercambios. En esta continuidad de la Nada se fundamenta la posibilidad del Gran Juego del Intercambio. Todas las estrategias actuales se resumen en esto: hacer circular la deuda, el crédito, la cosa irreal e innominable de la que es imposible desembarazarse. Así es como Nietzsche analizaba la estratagema de Dios: al rescatar, él, el Gran Acreedor, la deuda del Hombre mediante el sacrificio de su Hijo, hizo que esta deuda ya no pudiera ser rescatada por su deudor, al haberlo hecho su acreedor, creando así la posibilidad de una circulación sin fin de esta deuda, con la que el Hombre cargará como su falta perpetua. Tal es el ardid de Dios. Pero es también el del capital, que al mismo tiempo que hunde el mundo en una deuda siempre creciente, se afana simultáneamente en rescatarla, haciendo así que nunca más se pueda anular ni canjear por nada. Lo mismo podemos decir de lo Real y lo Virtual: la circulación sin fin de lo Virtual hará que lo Real ya no se pueda canjear nunca más por nada.

Si el olvido y la negación de la Nada acarrean la desregulación catastrófica de los sistemas, de nada sirve conjurar este proceso mediante el aditamento mágico de una enmienda ex machina, regulación que podemos observar en las ciencias físicas, biológicas, económicas, con la invención constante de nuevas hipótesis, nuevas fuerzas, nuevas partículas, para remendar las ecuaciones. Si el problema está en la ausencia de la Nada, la Nada debe pues entrar o volver al terreno de juego, a riesgo de catástrofe interna incesante.

La irrupción, en todos los terrenos, de la incertidumbre radical, el fin del universo apacible de la determinación, no son en absoluto una fatalidad negativa, a poco que esta incertidumbre se convierta a su vez en regla del juego. No se trata de corregirla mediante la inyección de nuevos valores, de nuevas certidumbres, sino de hacerla circular como regla fundamental. Es como con la voluntad: solo se puede resolver mediante una transferencia (poética) al juego de la alteridad, sin tratar nunca de resolver la cuestión de su finalidad y de su objeto. Sobre la continuidad y el intercambio recíproco de la Nada, de la ilusión, de la ausencia, del no valor, se fundamenta la continuidad de Algo.

La incertidumbre en este sentido se convierte en la condición misma del pensamiento compartido. Al igual que la incertidumbre en física procede en el fondo de que el objeto analiza también al sujeto, así la incertidumbre del pensamiento procede de que no solo estoy yo concibiendo el mundo; el mundo también me concibe a mí.

La Nada es el único campo, o contracampo, sobre cuyo fondo podemos percibir la existencia, es su potencial de ausencia y de nulidad, pero también de energía (analogía con el vacío cuántico). En este sentido, si existe algo, debe ser ex nihilo. Si existe algo, es a partir de nada.

La Nada no deja de existir a partir del momento en que hay algo. La Nada sigue (o no sigue) existiendo como filigrana de las cosas. Es «la continuación perpetua de la Nada». (Macedonio Fernández). Todo lo que existe está, pues, al mismo tiempo no existiendo. Esta antinomia es inimaginable para nuestro entendimiento crítico.

Ex nihilo in nihilum: es el ciclo de la Nada. Es también, contra el pensamiento del origen y del fin, de la evolución y de la continuidad, un pensamiento de la discontinuidad. Solo la consideración de una finalidad permite concebir una continuidad, y nuestras ciencias y técnicas nos han acostumbrado a verlo todo desde el ángulo de una evolución continua, que no es más que la nuestra propia, la forma teológica de nuestra superioridad. Ahora bien, la forma esencial es la de la discontinuidad.

En todo el universo solo la discontinuidad es probable. El Big Bang constituye su modelo absoluto. ¿No ocurrirá lo mismo con lo vivo, el acontecimiento, el lenguaje? Por muy infinitesimal que sea el paso de una forma a otra, siempre es un salto, una catástrofe, de la que se derivan inesperadamente las formas más extrañas, las más anómalas, sin consideración del resultado final. Más cerca de nosotros, los idiomas también son un hermoso ejemplo de esta discontinuidad singular (de un significante a otro, de un idioma a otro), de acuerdo con un desarrollo en gran medida aleatorio, sin progreso continuo ni superioridad de uno sobre otro.

Para el pensamiento analítico, la única hipótesis es la de una evolución y un progreso de las formas vivas. Si el mundo tiene una historia, podemos pretender llevarlo hasta su explicación final. Pero, dice Cioran, «si la vida tiene un sentido, entonces todos somos unos fracasados». Es como decir que la hipótesis final es desesperada. Pone de relieve nuestra debilidad y nos sumerge en una incertidumbre aciaga. Por el contrario, si el mundo ha nacido de golpe, no puede tener final ni sentido determinado. Estamos protegidos de su final por este no sentido que adopta la fuerza de una ilusión poética. Claro, que el mundo se vuelve absolutamente enigmático, pero esta incertidumbre, como la de las apariencias, es afortunada. Porque la ilusión es por excelencia el arte de aparecer, de surgir de la nada, nos protege del ser. Porque es el arte de desaparecer, nos protege de la muerte. El mundo está protegido de su final por su indeterminación diabólica.

Según esta otra hipótesis —la biomasa apareció de golpe, existe en su totalidad desde un principio—, la historia ulterior de sus formas complejas no cambia nada en el Big Bang de lo vivo. Exactamente lo mismo que el universo, donde todo está ahí en el instante primigenio. Exactamente lo mismo que el lenguaje en Lévi-Strauss: la logomasa, la masa del significante, surge en su totalidad de golpe. No se puede añadir nada en términos de información potencial. Incluso hay demasiada: un exceso de significante que nunca (o eso esperamos) se podrá reducir. Una vez aparecida, es indestructible. Tan indestructible como la sustancia material del mundo o, más cerca de nosotros, la de las masas sociológicas, cuya aparición, igualmente repentina, es también irreversible (hasta el posible colapso, tan imprevisible a nuestra escala como su aparición).

Astromasa, biomasa, logomasa, sociomasa, semiomasa, todas están sin duda destinadas a tener un final, pero no progresivo: repentino, igual que aparecieron. A semejanza de las culturas, que también se inventan de golpe. Su aparición es inexplicable en términos evolucionistas y desaparecen a veces sin razón visible, como las especies vivas.

En cuanto a nuestro universo mental, funciona sin duda de acuerdo con la misma regla catastrófica: todo está ahí desde un principio, no es algo que se vaya negociando poco a poco. Es como las reglas de un juego: tal y como son, son perfectas, cualquier idea de progreso o de cambio resulta absurda. Es algo que surge ex nihilo, por lo que solo puede desaparecer ex abrupto. Este carácter repentino, esta emergencia a partir del vacío, esta no anterioridad de las cosas a ellas mismas, siguen afectando al acontecer del mundo en el corazón mismo de su desarrollo histórico. Lo que constituye un acontecimiento es lo que rompe con toda causalidad anterior. El acontecimiento del lenguaje es aquello que lo hace resurgir milagrosamente todos los días, como forma acabada, al margen de cualquier significación anterior, al margen incluso de su sentido actual: como si nunca hubiera existido. Hipótesis de Gosse y paradoja de Russel.

Finalmente, preferimos el ex nihilo, aquello cuya magia está en su arbitrariedad, en la ausencia de causas y de historia. Nada nos resulta más placentero que lo que surge y desaparece de golpe, que el encadenamiento de lo vacío tras lo lleno. La ilusión está formada por este aspecto mágico, este aspecto maldito que crea una especie de plusvalía absoluta mediante sustracción de las causas o distorsión de los efectos y de las causas.

La incertidumbre fundamental está en esta maquinación de la Nada, en esta maquinaria paralela de la Nada.

Solo existe la ilusión de haberla «superado» mediante una fantasía del endeudamiento que se perfila tras todos los sistemas de valores y las representaciones de un mundo objetivo, incluso en la pregunta filosófica tradicional: ¿por qué hay Algo en lugar de Nada?, cuando la verdadera pregunta sería ¿porqué hay Nada en lugar de Algo?

Pero entonces, si la Nada es la trama de todas las cosas, su eternidad está garantizada y de «nada» sirve preocuparse por ello, ni por la hegemonía aparente de un mundo objetivo. Pase lo que pase, la Nada reconocerá a los suyos. Pero la Nada no es precisamente un estado de las cosas. Es el resultado de la ilusión dramática de las apariencias. Y es el objetivo predestinado de la empresa de verdad, de verificación y de objetivación del mundo —gigantesca empresa de tratamiento homeopático del mundo mediante el principio único de realidad— que pone fin a esta ilusión dramática, que pone fin mediante una coherencia definitiva a la divina incoherencia del mundo, la que no se puede equiparar con su propio fin, la que no se puede equiparar con Nada.

Sin contar que, si esta «materia negra» no existiera, hace tiempo que nuestro universo se habría volatilizado. Es por otra parte el resultado más probable si conseguimos eliminarla. Allá donde se elimina este vacío, este universo paralelo antagónico, esta ilusión radical, irreductible a los parámetros de lo real y de lo racional, la catástrofe de lo real es inmediata. Porque la materia en sí es una añagaza, y el universo material solo se sostiene por la masa ausente, cuya falta es decisiva. Lo real expurgado de lo antirreal se convierte en hiperreal, más real que lo real, y se desvanece en la simulación. La materia expurgada de la antimateria queda condenada a la entropía. Por eliminación del vacío, está condenada al desmoronamiento gravitatorio. El sujeto desprovisto de toda alteridad se desploma sobre sí mismo y se abisma en el autismo. La eliminación de lo inhumano hace que lo humano se hunda en el mar de lo odioso y lo ridículo (es la pretensión y la vanidad de lo humanitario).

En la historia de Ishi hay una hermosa parábola de esta situación. Ishi, último indio de su tribu que trasladan a San Francisco, queda estupefacto ante el espectáculo de la multitud innumerable. No puede menos de suponer que todos los muertos, todas las generaciones anteriores, están ahí entre los vivos. De hecho, los muertos nos evitan estar continuamente presentes unos ante otros. Si eliminamos a los muertos, entonces los vivos se vuelven extraños unos para otros, a fuerza de promiscuidad. Es lo que ocurre en nuestro estado de superpoblación urbana, de superinformación, de supercomunicación: todo el espacio está asfixiado por esta hiperpresencia. Es el estado de masa, donde ya solo quedan muertos vivientes.

Sin embargo, la pregunta sigue en pie: ¿por qué queremos acosar a cualquier precio el vacío, acosar la ausencia, acosar la muerte? ¿Por qué esa fantasía de expulsión de la materia negra, de hacerlo todo visible, de realizarlo todo y de expresar por la fuerza lo que no quiere ser expresado, de exhumar por la fuerza lo único que puede garantizar la continuidad de la Nada y del secreto? ¿Por qué esta tentación mortal de la transparencia, de la identidad, de la existencia a cualquier precio? Pregunta insoluble. ¿Quizá este movimiento de agotamiento de todo secreto tiene a su vez un destino secreto?

Antes, Dios era naturalmente el instigador del Bien, a través de la Creación y la Naturaleza, al hilo de una transcendencia providencial. Dado que Dios era naturalmente bueno, y el hombre fundamentalmente también, en su versión moderna y rousseauniana, no teníamos que transformar el mundo para hacerlo positivo y el Mal nunca pasaba de ser un accidente.

A partir de la muerte de Dios, el destino del mundo ha empezado a ser cosa nuestra. Ya que no se podrá justificar en otro mundo, hay que justificarlo desde ahora. Hay que realizar técnicamente el equivalente del Reino de Dios, es decir, la inmanencia de un mundo enteramente positivo (y no la trascendencia de un mundo ideal), lo que desde el punto de vista teológico es una herejía total. Desear el Reino del Bien es una tentación diabólica, porque es abrir camino al Mal absoluto. Si el Bien posee el monopolio de este mundo, entonces el otro será el monopolio del Mal. No escaparemos a la inversión de los valores y el mundo se convertirá en el campo de las metástasis de la muerte de Dios.

Otra explicación de nuestra desgracia: el mundo nos ha sido dado. Y lo que nos ha sido dado, debemos poder devolverlo. Antes podíamos dar las gracias, o responder al don con el sacrificio. Ahora ya no tenemos nadie a quien dar gracias. Y si ya no podemos dar nada a cambio del mundo, este resulta inaceptable.

Habrá que liquidar, pues, el mundo dado. Destruirlo sustituyéndolo por un mundo artificial, completamente construido, por el que no tendremos que rendir cuentas a nadie. Así tenemos esta gigantesca empresa técnica de eliminación del mundo natural en todas sus formas. Todo lo que es natural será negado de arriba abajo, en virtud de esta regla simbólica del contradón y del intercambio imposible.

Y por esta creación artificial, de acuerdo con la misma regla simbólica, tendremos que pagar un precio y purgar esta nueva deuda con nosotros mismos. ¿Cómo absolvernos de este mundo técnico y de este poder absoluto artificial? Solo por la destrucción, única descompensación posible para esta situación nueva, única peripecia futura por la que no tendremos que responder de nada.

Así pues, todos nuestros sistemas convergen en un esfuerzo desesperado por escapar a la incertidumbre radical, para conjurar esta fatalidad del intercambio imposible. Intercambio comercial, intercambio significante, intercambio sexual, todo debe poderse intercambiar. Hay que encontrar la equivalencia final de todas las cosas, encontrarles un sentido y una finalidad. Cuando tengamos esta finalidad, esta fórmula, este destino, entonces estaremos en paz con el mundo, todo habrá sido «rescatado», la deuda estará pagada y acabará la incertidumbre radical. Hasta ahora, todos los sistemas han fracasado. Los sistemas mágicos, metafísicos, religiosos, que antes cumplieron su papel, han quedado anticuados. Sin embargo, esta vez, parece ser que tenemos la solución final, el equivalente definitivo, la Realidad Virtual en todas sus formas: lo digital, la información, la computación universal, la clonación. Es decir, el desarrollo de un artefacto perfecto, virtual y tecnológico, tal que el mundo pueda canjearse por su doble artificial. La solución es mucho más radical que las anteriores, porque ya no deberá canjearse por una trascendencia o finalidad externa, sino por sí mismo, sustituido por un doble infinitamente más «verdadero», infinitamente más real que el mundo real (y que por ello mismo ponga fin a la cuestión de la realidad y a toda veleidad de darle un sentido). Una escritura automática del mundo en ausencia del mundo. Equivalencia total, pantalla total, solución final. Consuelo absoluto de la red como nicho, donde es tan fácil desaparecer. Internet me piensa. Lo Virtual me piensa. Mi doble deambula por las redes, donde nunca lo volveré a encontrar. Porque ese universo paralelo no tiene relación alguna con este. Es su transcripción artificial, su reverberación total, pero no lo refleja. Lo Virtual ya no es lo real en potencia, como antes. Y sin referencia, orbital y exorbital, nunca estará destinado a superponerse al mundo real. Al haber absorbido el original, produce el mundo como indecidible.

Ese universo paralelo que vive de la desaparición del otro, ¿no estará también condenado a desaparecer y no caerá también en manos de lo indecidible? Quizá solo sea una excrecencia de este mundo, que juega a desdoblarse. En cuyo caso, este mundo sigue existiendo tal como es y nos limitamos a ofrecernos la farsa de lo Virtual. De la misma forma que, con los trasmundos religiosos, nos ofrecíamos la farsa de la trascendencia, aunque esta vez sería más bien la farsa de la inmanencia, de la potencia operativa, la farsa del pensamiento único y de la escritura automática del mundo. Es decir, otro sistema condenado al fracaso, una fantasmagoría impotente para conjurar la incertidumbre y la desregulación resultantes del intercambio imposible.

En nuestra antropología general, solo existe el sentido de lo Humano. La historia solo adquiere sentido cuando se inscribe en un desarrollo y una finalidad racional. No hay más razón para la Historia, ni más razón para la Razón, fuera de este evolucionismo triunfante.

Medir la vida por su sentido.

Medir el mundo por lo Humano.

Medir el acontecimiento por la Historia.

Medir el pensamiento por lo Real.

Medir el signo por la cosa, etc.

En lugar de medirse con el mundo, medirse con el acontecimiento, medirse con el pensamiento…

Nos encaminamos hacia una eliminación de lo inhumano, hacia un integrismo antropológico que trata de someterlo todo a la jurisdicción de lo Humano. Empresa de hominización generalizada a los animales, a la naturaleza y a todas las demás especies, bajo el signo de los derechos humanos, de una antropología moral y de una ecología universal, como avanzadilla de una anexión de lo Inhumano al pensamiento único de lo Humano. Objetivo planetario de exterminio de lo Inhumano en todas sus formas, objetivo integrista de domesticación de toda realidad venida de fuera, peripecia extrema de un imperialismo mediante el cual, paradoja irónica y vengadora, nos privamos de todo pensamiento de lo Humano, como tal. Porque este pensamiento solo nos puede venir de lo Inhumano. Solo a partir de una alteración radical de nuestro punto de vista podemos tener una visión de nosotros mismos y del mundo, no para caer en un universo sin sentido, sino para recuperar la potencia y la originalidad del mundo antes de que adquiera fuerza de sentido y se convierta al mismo tiempo en sede de todos los poderes.

El propio pensamiento debe participar en este proceso. Debe marcar un salto, una mutación, una progresión. El reto ya no está en que el sistema entre en contradicción consigo mismo (es sabido que se regenera en esta espiral de la contradicción), sino de desestabilizarlo mediante la infiltración de un pensamiento vírico, es decir, inhumano, de un pensamiento que se deje concebir por lo Inhumano.

En el fondo, ¿acaso no es el pensamiento una forma de lo Inhumano, una disfunción lujosa, que vulnera toda la evolución de lo vivo cerrando el círculo sobre sí mismo y atrapándola en su propia imagen? ¿No es el desarrollo neuronal del cerebro un umbral crítico respecto a la evolución de la especie? En ese caso, ¿por qué no acelerar el proceso y precipitar otros encadenamientos, otras formas: las de una fatalidad objetiva que ni siquiera se nos pasa por la cabeza?

Esta exclusión de lo Inhumano hace que ahora sea él el que nos conciba. Solo podemos captar el mundo a partir de un punto omega exterior a lo Humano, a partir de objetos y de hipótesis que desempeñan para nosotros el papel de focos de atracción ajenos. Ya en otras ocasiones el pensamiento tropezó con este tipo de objetos en los confines de lo inhumano, en el choque con las sociedades primitivas, por ejemplo. Pero ahora hay que mirar más allá de este pensamiento crítico, filial del humanismo occidental, hacia objetos mucho más extraños, portadores de una incertidumbre radical, y a los que ya no podemos imponer en absoluto nuestras perspectivas.

La convergencia del pensamiento ya no es la de la verdad, sino la de una complicidad con el objeto, y unas reglas del juego en las que ya no domina el sujeto.

Estas mismas hipótesis que planteamos aquí, ¿tienen un equivalente, un valor de uso, un valor de cambio? En absoluto, son imposibles de canjear. Apenas rozan las carencias del mundo y el pensamiento no puede menos de aniquilarse en el objeto que lo concibe, al mismo tiempo que aniquila el objeto que concibe. Así es como escapa a la verdad. Y hay que escapar a la verdad, es lo mínimo. Y para escapar a la verdad, sobre todo no hay que confiar en el sujeto, hay que ponerse en manos del objeto y su extraña atracción, del mundo y su incertidumbre definitiva.

Todo el problema está en abandonar un pensamiento crítico que es la esencia misma de nuestra cultura teórica, pero que pertenece a una historia y una vida anteriores.

El universo convencional del sujeto y del objeto, del fin y de los medios, de lo verdadero y de lo falso, del bien y del mal, ya no corresponde al estado de nuestro mundo. Las dimensiones «normales», las del tiempo, el espacio, la determinación, la representación, y por lo tanto también el pensamiento crítico y reflexivo, son engañosas. El universo discursivo de lo psicológico, de lo sociológico, de lo ideológico, que nos envuelve es una trampa. Sigue funcionando en una dimensión euclidiana. Sin embargo, ya casi no tenemos ninguna intuición teórica de este universo que ha pasado a ser cuántico sin saberlo, de la misma forma que nunca tuvimos más que una débil conciencia teórica del orden de la simulación, hacia el que nuestro universo moderno se ha inclinado desde hace tiempo sin saberlo, sin dejar de ser ciegamente fiel a la idea de una realidad objetiva. Diría incluso que precisamente en esta superstición, en esta histeresia de lo «real» y del principio de realidad, reside la verdadera impostura de nuestro tiempo.

Hemos hecho un análisis determinista de una sociedad determinista. Ahora debemos hacer un análisis indeterminista de una sociedad indeterminista: de una sociedad fractal, aleatoria, exponencial, la de la masa crítica y los fenómenos extremos, de una sociedad dominada en su totalidad por la relación de incertidumbre.

En esta sociedad todo cae en la esfera de la relación de incertidumbre. Por lo tanto, ya no podemos abordarla en términos de determinación social, aunque sea de forma crítica. La crisis siempre ha traído aparejadas unas tensiones, contradicciones, es el movimiento natural de nuestra historia. Pero ya no estamos en crisis, estamos en un proceso catastrófico, no tanto en el sentido de un apocalipsis material, sino en el de un desajuste de todas las reglas del juego. La catástrofe es la irrupción de algo que ya no funciona de acuerdo con las reglas, o bien que funciona de acuerdo con reglas que no conocemos, y que quizá nunca conoceremos. Ya nada es simplemente contradictorio o irracional, todo es paradójico. Ir más allá del fin, en el exceso de realidad, el exceso de positividad, el exceso de acontecimientos, el exceso de información, es entrar en un estado paradójico que ya no se puede contentar con una rehabilitación de los valores tradicionales, y que exige un pensamiento a su vez paradójico, que ya no obedece a un principio de verdad, y que acepta la imposibilidad misma de verificarse.

Hemos superado un punto de no retorno, más allá del cual las cosas se desarrollan de acuerdo con una curvatura diferente. Ya no se trata de desarrollo lineal. Todo se precipita en una turbulencia que hace imposible su control, incluido el control del tiempo, pues la simultaneidad de la información mundial, esta transparencia de todos los lugares recogidos en un solo instante, no deja de tener analogía con un crimen perfecto perpetrado contra el tiempo.

El principio de incertidumbre según el cual es imposible calcular simultáneamente la velocidad y la posición de una partícula no es privativa de la física. Lo mismo ocurre con la imposibilidad de evaluar a un tiempo la realidad y el significado del acontecimiento en la información, de diferenciar las causas de los efectos en un proceso complejo: el terrorista del rehén (en el síndrome de Estocolmo), o el virus de la célula (en la patología viral); es tan imposible como desenmarañar el sujeto y el objeto en la experimentación microfísica. Cada una de nuestras acciones está en la misma fase errática que la partícula microscópica: no es posible evaluar al mismo tiempo el fin y los medios. Ya no se puede calcular al mismo tiempo el precio de una vida humana y su valor estadístico. La incertidumbre se ha filtrado en todos los aspectos de la vida. Y lo ha hecho en función, no de la complejidad de los parámetros (esta última siempre se puede superar), sino de una incertidumbre definitiva ligada al carácter irreconciliable de los datos presentes. Ya no podemos captar a un tiempo la génesis y la singularidad del acontecimiento, la apariencia de las cosas y su sentido; una de dos, o controlamos el sentido, y las apariencias se nos escapan, o el sentido se nos escapa y las apariencias quedan intactas. Mediante el juego mismo de las apariencias, las cosas se alejan cada vez más de su sentido y se resisten a la violencia de la interpretación.

En cualquier caso, vivimos en lo real y en el orden de la determinación racional como en un estado de excepción. En un double bind: doble pleitesía, doble obligación. Vivimos básicamente en un universo newtoniano, pero fundamentalmente regido por ecuaciones no deterministas. ¿Se trata de una disparidad insoluble? En física social, como en física de la naturaleza, los fenómenos macroscópicos siguen respondiendo a un análisis determinista, pero ya no es así con los fenómenos microscópicos. A la escala de los procesos físicos, no se dan contradicciones desgarradoras; vivimos muy bien en un universo newtoniano. Sin embargo, en el universo social, histórico, de relaciones, la distorsión del comportamiento y del análisis se hace flagrante. Toda una parte del funcionamiento social corresponde todavía a un análisis determinista, a una sociología «realista» (ya sea marxista, empirista, behaviorista o estadística) y evolucionamos en gran medida por este registro de lo «real». Simultáneamente predomina otro tipo de funcionamiento, probabilista, relativista, aleatorio, en el que el otro está secretamente sumergido. En este espacio social despolarizado (¿sigue siendo social, sigue siendo histórico?) ya no tiene ascendiente el análisis tradicional, y las soluciones elaboradas a este nivel tropiezan con una incertidumbre global, al igual que los cálculos clásicos fallan en la física cuántica.

Ya no hay determinismo social: la aceleración hace improbables todas las posiciones. En un campo de exclusión no se puede calcular a un tiempo la posición actual de un individuo y su velocidad de exclusión. Para este tipo de trabajo, de condición (o de acción en Bolsa), no es posible calcular a un tiempo el valor real y la velocidad de devaluación. Hay categorías enteras en las que no se puede calcular a un tiempo la promoción y la descalificación virtual (la promoción de las mujeres se acompaña casualmente con una descalificación subrepticia de la profesión, que anula el beneficio real de la operación). En los signos no se puede calcular a un tiempo el sentido y la obsolescencia, y en todas las cosas en general no se puede calcular simultáneamente el tiempo real y la duración. Así es la indeterminación de lo social.

Hasta ahora se ha dado claramente prioridad al análisis de las formas históricas determinadas, de acuerdo con oposiciones claras: el capital y el trabajo. Sin embargo, en la actualidad la esfera del trabajo se ha vuelto flotante y el propio concepto ha perdido su definición. Como dice Canetti de la historia, hemos cruzado el «punto ciego» de lo social y hemos pasado insensiblemente más allá del capital y del trabajo, y de su dinámica antagonista. La máquina social recorre ahora un ciclo global, o más bien una banda de Moebius, y los actores están siempre al mismo tiempo a uno y otro lado del contrato.

El mismo término de «fractura social» presupone un intento de rehabilitación de las antiguas condiciones objetivas del capital y del trabajo. Como los utopistas del siglo XIX trataban, en pleno desarrollo industrial, de resucitar los valores ligados a la tierra y a la artesanía, así tratamos nosotros, en pleno universo informático y virtual, de resucitar las relaciones y los conflictos sociales ligados a la era industrial. Misma utopía, misma ilusión óptica. Está muy lejos la edad de oro de las relaciones de fuerza y de las contradicciones dialécticas. El propio análisis de Marx ya incluía una simplificación determinista de los conflictos y de la historia, pero estaba vinculado a un movimiento ascendente y a la posibilidad de una negación determinada: lo social, como el proletariado, seguían siendo conceptos destinados a superarse y a negarse a ellos mismos. Nada que ver con la mistificación positivista de lo social y del trabajo en nuestro contexto actual. Lo que se ha perdido en nuestro instinto social «interactivista» es precisamente el trabajo de lo negativo, y la posibilidad de una negación determinada de las condiciones objetivas. Ya no hay «condiciones objetivas». Es más: la virtualidad de la información ya no ofrece la posibilidad de una negación determinada de la realidad. Ya no hay realidad «objetiva». Más vale tomar nota de ello y no soñar con una situación muerta. Ya no estamos en lo negativo y en la historia, estamos es una especie de desvitalización de las relaciones de fuerza y de las relaciones sociales en beneficio de una interfaz virtual y de unos resultados colectivos difusos, en la encrucijada de todos los flujos especulativos, flujo del empleo, flujo de los capitales, flujo de la información. Y hay que considerar esta situación como inédita y, si la historia se ha convertido en una farsa, en expresión de Marx, bien podría ser que esta farsa, al reproducirse a sí misma, se convirtiera en nuestra historia.

Revisión lacerante del principio de realidad, revisión lacerante del principio de conocimiento. Este último supone efectivamente una dialéctica del sujeto y del objeto, que domina el sujeto, ya que es él quien inventa.

Y basta que las reglas del juego cambien, o se vuelvan inestables, que ya no seamos dueños de los principios y que el objeto ya no se deje descodificar en los términos en los que lo habíamos inscrito, para que el conocimiento se vuelva metafísicamente imposible. Imposibilidad no solo metafísica: desde ese momento, las ciencias son incapaces de dar a su objeto una condición definida.

El objeto ya no es lo que era. Se escabulle en todos los terrenos. Ya solo aparece en forma de huellas efímeras en las pantallas de virtualización. Al término de su experimentación, las ciencias más avanzadas solo pueden dar fe de su desaparición. ¿No se trata de una revancha irónica del objeto, de una estrategia de disuasión que se burla de los protocolos de experimentación, haciendo perder al propio sujeto su posición de sujeto?

En el fondo, la ciencia no ha dejado de fabricar una escena reconfortante que presupone que el mundo se descifra gracias a los progresos de la razón. Desde esta hipótesis hemos «descubierto» el mundo, los átomos, las moléculas, las partículas, los virus, etc. Pero jamás se planteó la hipótesis de que las cosas nos descubren al mismo tiempo que nosotros las descubrimos, y que en el descubrimiento se da una relación dual. Es que no concebimos el objeto en su originalidad. Nosotros lo vemos pasivo, esperando a que lo descubran, algo así como América para los españoles, pero no es así. Cuando el sujeto descubre al objeto —ya sea los virus o las sociedades primitivas— tiene lugar el descubrimiento inverso, y jamás inocente, del sujeto por el objeto. Se dice ahora que la ciencia ya no «descubre» su objeto, sino que lo «inventa». Habría que decir entonces que el objeto también hace algo más que «descubrirnos» y que nos «inventa» pura y simplemente: que nos piensa. Creemos haber arrancado victoriosamente el objeto de su quietud, su indiferencia, del secreto en el que estaba sepultado. Y ahora, ante nuestros ojos, el enigma del mundo se despierta, decidido a luchar para conservar su secreto. El conocimiento es un duelo, y este duelo entre el sujeto y el objeto supone la pérdida de la soberanía del sujeto, convirtiendo ese objeto mismo en el horizonte de su desaparición.

Al parecer, de todas formas la realidad, indiferente a toda verdad, se burla despiadadamente del conocimiento que se puede extraer de su observación y de su análisis. Dócil, hiperdócil, se pliega a todas las hipótesis, y las confirma todas indiferente. Todo esto solo es para ella una «dis-posición» (Gestell en el sentido heideggeriano) superficial y provisional. La realidad misma se ha vuelto simuladora y nos remite a su ininteligibilidad fundamental, que no tiene nada de místico y sería más bien de orden irónico. Una vez alcanzado el estadio paroxístico (justo antes del final, como su propio nombre indica), cae ella misma en el estadio paródico: la ironía, la parodia son el último destello que nos envía la realidad antes de desaparecer, el último signo que nos envía el objeto desde el fondo de su secreto.

El pensamiento crítico pretende ser el espejo del universo, pero el universo no conoce la fase del espejo. El pensamiento debe, pues, superar esta fase crítica hacia la fase ulterior del objeto que nos piensa, del mundo que nos piensa. Este pensamiento/objeto ya no es reflexivo, sino reversible. Solo es un caso particular en el encadenamiento del mundo, y ha perdido el privilegio de lo universal. Ha perdido en realidad todos los privilegios respecto al acontecer incomparable del mundo (pero sin duda tiene el encanto de la singularidad). En todo caso, es irreductible a la conciencia del sujeto. En el desorden del mundo, el pensamiento, como atributo y destino excepcional de la especie, es demasiado precioso para verse reducido a la conciencia del sujeto. Nos encontramos, pues, un juego del pensamiento y del mundo que no tiene nada que ver con el intercambio de la verdad, que supone incluso imposible este intercambio.

El pensamiento/objeto, que se ha hecho inhumano, se resigna al intercambio imposible: ya no trata de interpretar el mundo ni de canjearlo por ideas, ha optado por la incertidumbre, que ha convertido en su regla del juego. Se convierte en el pensamiento del mundo que nos piensa. Al hacerlo, cambia su curso. Porque si entre el mundo y el pensamiento la equivalencia es imposible, sin embargo, más allá de todo punto de vista crítico existe una alteración recíproca de la materia y del pensamiento. Inversión del juego: si el sujeto ha podido ser un acontecimiento en el mundo del objeto, actualmente el objeto es un acontecimiento en el universo del sujeto. Si la irrupción de la conciencia ha sido un acontecimiento en el curso del mundo, ahora el mundo es un acontecimiento en el curso de la conciencia, en la medida en que ya forma parte de su destino material, del destino de la materia y por lo tanto de su incertidumbre radical.

Alteración física del mundo a través de la conciencia, alteración metafísica de la conciencia a través del mundo: ¿no habría que preguntarse dónde está el punto de partida, o «quién piensa a quién»? El reto es simultáneo, y cada cual desvía al otro de su fin. ¿Acaso el hombre, con su conciencia infusa, su ambigüedad, su orden simbólico, su fuerza de ilusión no ha acabado alterando el universo, afectándolo o infectándolo con esta misma incertidumbre que le es propia? ¿Acaso no ha acabado contaminando el mundo (del que sin embargo forma parte íntegramente) con su no ser, con su forma de «no ser en el mundo»?

De esta pregunta se derivan muchas más, relativas a la pertinencia de los conocimientos, no solamente clásicos, sino cuánticos y probabilistas, porque más allá de la experimentación que altera su objeto —caso actualmente trivial— el hombre tiene que enfrentarse en todos los registros con un universo alterado y desestabilizado por el pensamiento. Se ha llegado a avanzar la hipótesis (Diran) de que si existieran leyes objetivas del universo, a causa del hombre no podrían formularse, ni se podría operar con ellas de hecho. En lugar de llevar la razón a un universo caótico, el hombre lleva el desorden, por su acto de conocimiento, de pensamiento, que constituye una proeza inaudita: establecer un punto (incluso simulado) fuera del universo, de visión y reflexión del universo. Si este último carece de doble, pues nada existe fuera de él, entonces la mera tentativa de hacer existir este punto fuera de él equivale a la voluntad de ponerle fin.