Soy un maldito cobarde. Quizá si no hubiera estado tan asustado habría comprendido lo que estaba ocurriendo, lo habría entendido como lo entendió todo el mundo y quizá podría haber ayudado en algo, y puede que nada de todo aquello hubiera sucedido.
Joanie lo había entendido. Vio saltar a la bestia y gritó. Yo creí que gritaba por la señora Wilmore. Durante un minuto pareció como si la bestia fuera a matarla y a comérsela o algo así, y yo pensé que por eso estaba gritando, y quise correr para ayudar a la señora Wilmore, pero no podía hacerlo porque debía ocuparme de Joanie. Verán, yo había estado abrazando a Joanie todo el rato y a ella no parecía importarle, pero cuando gritó me dio un empujón como si quisiera que la soltase, y yo tuve miedo por ella, pensando que iría corriendo hacia allí y podía acabar herida, y no podía soltarla. No podía, aunque la señora Wilmore muriese… Acababa de recuperar a Joanie —a la vieja Joanie, quiero decir, la que era tan fea como yo—, y por fin había conseguido decirle que la amaba, y me parecía que si se quedaba conmigo durante un tiempo y dejaba que la amase quizás acabara viendo las cosas de otra forma. Me refiero a su vida y a todo lo demás, ¿comprenden? No podía dejar que se enfrentara a esa bestia sabiendo que no serviría de nada.
Y, de todas formas, resultó que la bestia no iba a por la señora Wilmore. Vi cómo la tiraba al suelo pero debió ser porque estaba en medio, sólo por eso. La bestia pasó por encima de ella y saltó sobre ese monstruo salido del carrusel, la cosa que parecía una cigarra con cola de escorpión, y la señora Wilmore rodó sobre sí misma alejándose del fuego y de la pelea. Acabó sentada en el suelo, mirando, y supe que no había muerto y que debía encontrarse bastante bien. Yo también me dediqué a mirar: la bestia había empezado ocupándose de esa cola de escorpión, atrapándola contra el suelo, y todas sus cabezas de serpiente y esas cosas que la cubrían mordían y bufaban como si escupieran fuego, pero aquel insecto parecía estar hecho de metal y no servían de mucho. Y la bestia tampoco podía usar esas grandes mandíbulas suyas para hacerle daño, porque el otro monstruo se las tenía sujetas con las garras negras de sus patas, y esas patas parecían tan resistentes como vigas de hierro. No sé cuál era más horrible, si la bestia o esa especie de insecto, y mi esperanza era que se mataran entre sí, y me alegré tanto al ver que estaban peleándose entre ellas y no atacándonos que me olvidé de que quizá Joanie no pensara lo mismo que yo. Y me olvidé de seguir manteniéndola bien sujeta. Y entonces ocurrió todo.
La señora Wilmore gritó. Joanie se soltó y fue corriendo hacia los monstruos que seguían peleándose, y lo que vi me dejó tan impresionado que tardé un poco en correr tras ella.
La bestia estaba cambiando ante mis ojos. Estaba volviéndose más pequeña y débil. Serpientes, garras, cuernos…, todo se esfumaba. El vello desaparecía alisándose para volverse piel. La bestia se estaba convirtiendo en un hombre, un hombre de lo más normal, hasta era un poco más bajo que yo, y aquel otro monstruo seguía sujetándole con sus garras…
—¡Mark! —oí gritar.
Verán, hasta entonces yo no había comprendido que la bestia era el señor Wilmore y tampoco había comprendido el terrible peligro que corría atacando a la cosa que amenazaba a su mujer, pero Joanie debía haberlo sabido desde el principio. Antes había dicho que sabía cuanto sabía el diablo, ¿no? Supongo que no quería ver más desgracias, y por eso fue corriendo hacia él para ayudarle.
—¡Mark! —gritó su esposa, llorando y tratando de levantarse para ir con él. Pero no podía. Aquella última caída parecía haberla dejado sin fuerzas y aun suponiendo que pudiera levantarse…, bueno, ¿qué podría hacer, estando tan flaca y medio muerta de hambre?
Y yo también eché a correr, más por Joanie que por el señor Wilmore. Le apreciaba mucho y había sido un buen jefe aunque no estoy seguro de si habría sido capaz de luchar contra ese monstruo sólo para protegerle, pero Joanie volaba ante mí con ese vestido rojo suyo que parecía un par de alas y corrí tan deprisa como pude, si bien tuve la impresión de que avanzaba despacio, muy despacio, y nunca podría alcanzarla o llegar allí a tiempo, y aquel aguijón venenoso estaba subiendo, podía verlo, el señor Wilmore le había puesto el pie encima pero no servía de nada, nadie podía ser tan fuerte como para inmovilizar esa cosa sólo con su pie… El aguijón era puro músculo recubierto de un caparazón muy duro, y era casi tan grande como él, y la langosta le rodeaba el cuello con sus manos negras hechas de hueso, y vi una horrible sonrisa en su vieja cara gris, y su cola fue subiendo en una curva como el brazo de un luchador, dentro de medio segundo más acabaría con él…
Y Joanie se lanzó sobre el aguijón.
Se agarró a ese aguijón duro y afilado, metiéndose la punta donde estaba el veneno por entre los pechos y lo abrazó como si fuera…, como si fuera su amante, moviéndose con él como si montara a caballo. Entonces supe que quizá hubiera salvado la vida de alguien pero había conseguido perder la suya, y que hubiera tenido ese final me volvió loco de rabia. Ni tan siquiera intenté detenerme. Me lancé sobre ese maldito rey de la muerte con su aguijón asesino y traté de hacerle pedazos con las manos desnudas. Recuerdo que le destrocé un ala como si fuera uno de esos juguetes que salen en las cajas de cereales para el desayuno. Recuerdo que estrellé mi puño en su viejo y horrible rostro, justo en uno de esos ojos odiosos. Recuerdo que le rompí uno de sus negros brazos y le di una patada en las tripas. Aparte de eso no recuerdo mucho más de lo que ocurrió hasta que me fui calmando un poco. Me quedé quieto, jadeando, y vi que las otras mujeres estaban junto a mí. Tenían en las manos ramas de árbol y habían estado usándolas como si fueran garrotes, ayudándome, y la maldita langosta asesina estaba tendida en el suelo, muerta.
Después les di las gracias. Supongo que quizá su ayuda fue lo que me permitió salir con vida de todo aquello, pero nadie podía hacer nada para ayudar a Joanie.
Estaba cubierta de sangre y trocitos de caparazón y me pareció que no podía moverse, pero aún no había muerto, porque me miró y fui hacia ella.
—Joanie —le dije—. Maldita sea, ¿por qué tuviste que hacer eso? —Nada más soltarlo supe que no debería habérselo dicho. No le quedaba mucho tiempo y no podía perderlo gritando o enfadándome con ella—. ¿Te duele? —le pregunté—. Joanie, dime que no te duele.
Sus ojos me dijeron que no le dolía. No podía hablar, y ni tan siquiera podía mover los labios. Me arrodillé junto a ella: sabía que no le dolería y quería abrazarla. Pero sus ojos me lanzaron una mirada de advertencia y un instante después comprendí por qué me miraba así. El aguijón seguía allí, junto a ella. Tenía miedo de que me envenenara.
—No lo tocaré —le dije, y Joanie dejó que la abrazara. Le sostuve la cabeza en mi regazo y le besé la cara—. Eres muy hermosa —le dije. Supongo que nadie más la habría encontrado hermosa, sobre todo ahora que estaba cubierta de sangre, aunque a mí me lo parecía, pero cuando le dije que era hermosa no me refería sólo a su físico. Me habría gustado que no muriera pero si tenía que morir…, bueno, habría muerto de una forma muy hermosa. Habría muerto salvando a otra persona, una persona de lo más normal… ¿Acaso había alguien más normal que el señor Wilmore, que hasta era director de un salón de pompas fúnebres? Supongo que Joanie ya no odiaba a las personas normales.
La señora Wilmore estaba un poquito más lejos y abrazaba al señor Wilmore igual que yo abrazaba a Joanie. Le sostenía la cabeza en el regazo. Pensé que quizá estuviera muriéndose, y más valía que no fuera así. Si se moría, el que Joanie muriera no serviría de nada.
Joanie seguía respirando, pero muy despacio: estaba teniendo problemas para respirar, como si su pecho se negara a funcionar. El veneno estaba matándola poco a poco, ¿comprenden? Primero sus brazos y sus piernas, luego su pecho y luego acabaría con su corazón…, y después yo tendría que encargarme de cerrarle los ojos. Ella también debía saber lo que le estaba ocurriendo, porque la vi parpadear muy deprisa y movió los labios. Me di cuenta de que no podía hacer más que eso, y comprendí que deseaba decirme algo, así que pegué mi oreja a sus labios. Su voz era una especie de suspiro, tan débil que apenas si podía oírla. Aún no estoy seguro de si realmente me dijo lo que creí oír.
—Bar…, te…, quiero…
Quizá oí lo que deseaba oír y de todas formas no la creí. No estoy seguro de si realmente me dijo eso, pero aun suponiendo que lo dijera no eran más que palabras. Teniendo en cuenta tal y como estaban las cosas para ella…, bueno, quizá hubiera hecho lo mejor. Sabía que llevaba dentro demasiado dolor para amar a nadie. Me eché a llorar: no sé cuándo empecé pero vi que las lágrimas caían sobre ella, y eran lágrimas rosadas porque ese maldito insecto me había hecho un poco de daño y estaba sangrando. Miré a Joanie y ella me miró, y sus ojos siguieron mirándome incluso cuando dejó de respirar y de repente dejó de verme, aunque seguía teniendo los ojos abiertos, pero yo seguí abrazándola un rato más antes de soltarla. Después la puse bien y me encargué de cerrarle los ojos.
Hice un esfuerzo y dejé de llorar. Sus últimas palabras…, quería que dejase de llorar. Eso ya era algo: yo le importaba un poco, todo lo que alguien podía importarle. Estaba seguro de eso. Siempre pude saber lo que pensaba gracias a su voz.
Dios, ahora nunca volveré a oírla.
Claro que todo tiene su lado bueno, ¿verdad? Tal y como andaban las cosas, quizá ya no me quedara mucho más que aguantar.
—Tengo que admitir una cosa —le dijo Mark Wilmore a su esposa—. Tenías toda la razón del mundo.
Cally siguió sosteniéndole la cabeza en el regazo y le acarició la mejilla sin responder. Su mano estaba tan flaca que hacía pensar en una pajita para sorber refrescos, tan tenue que casi parecía insustancial. Miró a lo lejos, hacia el cielo suspendido sobre las copas de los árboles, ese cielo amarillo que estaba volviéndose negro con el humo de Hoadley. Todo esto: muerte y peste, hambre y guerra, fuego y tumultos y un abismo negro, la destrucción de Hoadley y el fin del mundo… Su mente y su forma de pensar habían cambiado tanto que necesitó un momento para comprender que Mark le estaba recordando cómo había empezado aquella larga discusión, y que deseaba arreglar las cosas entre ellos. Quería reconciliarse antes del final.
—No estoy tan segura —dijo por fin—. Tengo la impresión de que he sido la causante de casi todo. Esos bebés que oía eran imaginaciones mías, pero después los árboles se llenaron de bebés con cara de insecto. Decidí que los hombres eran unos monstruos y… Mark, respecto a la chica que fue violada… Tú… Ya sabes…
No lo sabía. Le lanzó una mirada de incomprensión.
—¿No lo recuerdas?
—¿La rubia que trabajaba en el drugstore? No recuerdo nada de ella. ¿Qué hice?
—Nada.
—Cal, necesito saber qué hice.
—No, no lo necesitas. Confía en mí. —Aquel hombre amable y educado que era su esposo no tendría que cargar con el peso de unos recuerdos tan horribles, y ni sus más locas esperanzas la habían preparado para un desenlace tan perfecto. Bajó la vista hacia él y le dedicó una sonrisa tan radiante como la luz del amanecer—. Y no recuerdas… —Vaciló, temiendo pronunciar la palabra «bestia» y logró encontrar un eufemismo—. ¿No recuerdas haber estado debajo del pueblo?
Mark meneó la cabeza. Tampoco recordaba haber salido del abismo; recordaba muy poco de lo ocurrido cuando era Mark la Bestia.
—Sólo recuerdo… haber vuelto. Sabiendo que te amaba.
Su amor por ella le había hecho recobrar la forma humana, o quizá fuera el amor de Cally…, tanto daba. Unió su mejilla a la de Mark y le abrazó. Se había hecho una distensión en la rodilla pero Mark se encontraba bien. Si seguía acostado sobre su regazo era tan sólo porque sentía una especie de letargía agridulce, como ella. Pasarían juntos esas últimas horas de sus vidas y de su mundo.
—Hiciste bien mandando a los niños fuera del pueblo —dijo Mark después de que ella se hubiera erguido y encontrado su mano con las suyas. El temblor de su voz le dijo mucho más de lo que decían las palabras: Mark deseaba poder estar con los niños una última vez. Pero creía que seguirían viviendo después de que ellos hubieran muerto. Los dedos de Cally se tensaron sobre su mano pero no dijo nada. Hacerle compartir el sufrimiento de lo que estaba pensando no serviría de nada: sacarles de Hoadley había sido inútil. El fin del mundo daría con ellos poco después de que hubiera logrado encontrar a Mark y a Cally. No podía salvarles durante mucho tiempo.
El carrusel ya casi no ardía. Barry Beal seguía inmóvil sobre el cadáver de Joan Musser, encorvado como un oso. Nadie había intentado hablar con él. Alguien se movió por entre los árboles, ladera abajo: Shirley y Elspeth subían por el sendero del tranvía abrazadas la una a la otra. Habían ido a echarle un vistazo a Hoadley y, quizá, a estar un rato solas.
—El abismo sigue haciéndose más grande —le informó Shirley a Cally, tratando de hablar en voz baja como si tuviera importancia el que alguien más pudiera oírles. Quizá lo hacía para no molestar a Barry—. El pueblo casi ha desaparecido, y hemos visto una bestia que andaba dando vueltas por allí.
Mark parpadeó y se irguió con un leve fruncimiento de ceño, como si la nueva bestia representara una especie de competencia desleal.
—¿Otra bestia?
—Tiene sentido —dijo Cally. Hoadley había sido un pueblo donde las mujeres estaban amargadas y los hombres lucían su ego en la manga del traje; con tales habitantes el suministro de bestias estaba más que asegurado. La nueva bestia se encargaría de llevar al otro lado de las montañas aquello que había empezado en Hoadley, el cubo del universo. Quizá fuera «Gigí». Quizá matara a Owen y Tammy, tal y como había matado a otros muchos niños…
El cielo estaba oscureciéndose y las sombras se volvían todavía más oscuras de lo que habían sido antes a causa del humo. Otros quizá hubieran pensado que aquello era el crepúsculo de un día muy, muy largo, pero Cally sabía que no era otro crepúsculo como los demás. Era el comienzo de la noche definitiva.
La única luz procedía del carrusel y sus llamas habían ido disminuyendo de tamaño hasta convertirse en ascuas. Cally se volvió hacia allí para ver cuánto tardaría en oscurecer del todo…
Su mano cayó sobre el hombro de Mark.
—¡Los caballos!
Mark la miró, viendo la leve separación de sus labios, viendo lo vulnerable y fuerte que era…
—Ese caballo negro tuyo se ha ido —dijo—. Podrías haber huido de mí montada en él. Eso sí que lo recuerdo.
Cally estaba mirando algo situado más allá de Mark.
—¡No estoy hablando de esos caballos! —No lamentaba que los cuatro caballos de la Muerte, la Guerra, el Hambre y la Peste se hubieran escapado: lo único que sentía era una mezcla de impaciencia e irritación—. ¡Mira! —Señaló con la mano—. ¡Mark, allí!
Mark se dio la vuelta y vio lo que señalaba: el resplandor blanco del caballo del héroe ardiendo en la penumbra, con las crines y la cola de oro. Y había más: palominos y pintos con sillas de montar amarillas, y caballos grises con manchitas color perla y las pezuñas de plata… El asombro le dejó boquiabierto. Todo estaba sumido en la oscuridad…, todo salvo los caballos que parecían brillar y al principio no comprendió lo que significaba.
—¡El carrusel! —jadeó Cally—. ¡Mark, sigue intacto!
El edificio que lo había protegido y escondido o ensombrecido su resplandor había desaparecido entre las llamas, convirtiéndose en un montón de ascuas ennegrecidas. Hasta la estructura circular del carrusel se había esfumado; el techo y las vigas que giraban sobre él habían sido sustituidos por nubes de humo. Pero los caballos seguían brillando en el crepúsculo, intactos y libres después de haber sufrido una misteriosa transformación. Los caballos flotaban entre la negrura del humo, el anochecer y el apocalipsis, brillando como el rocío de la aurora, como criaturas aladas que acabaran de nacer surgiendo de entre las cenizas…
—Mark, si pudiéramos conseguir que se pusiera en marcha… —dijo Cally con un hilo de voz.
Las estrellas seguían iluminando el cielo en algún lugar perdido más allá del humo y las nubes.
—Cal… —se quejó Mark, boquiabierto, intentando comprender el significado de lo que estaba viendo.
—Hacia adelante, ¿no lo entiendes? Tiene que girar hacia adelante.
Se dio la vuelta disponiéndose a protestar, pero verla se lo impidió. La tenue luz del carrusel poseía la misma cualidad purificadera que la claridad lunar y hacía que su rostro carente de carne pareciese etéreo, como si perteneciera a un espíritu: ya no era el rostro de un esqueleto, sino el de un ángel.
Cally se levantó usando el hombro de Mark para que su pierna dislocada no tuviera que soportar ningún peso. El contacto de su mano temblorosa hizo que Mark sintiera la apremiante excitación que la invadía y se apresuró a sostenerla para impedir que cayera; Cally ya había echado a caminar con paso cojeante.
—¡Shirley! ¡Elspeth! —gritó.
Estaban acurrucadas no muy lejos de allí, abrazadas la una a la otra, sin ser conscientes de nada que no fuera su presencia pero el grito de Cally las hizo volver a la realidad. La voz de Cally poseía la misma potencia que un clarín llamando al combate.
—¡Vamos! Tenemos que poner en marcha a Hoadley.
—¿Hoadley? —Shirley la miró y parpadeó un par de veces—. Hoadley ha desaparecido.
—Todavía no. Escucha.
—¿Qué he de escuchar?
—¡En el aire! Escucha.
La queja, esos suspiros familiares ya desgastados por el tiempo que seguían y seguían con la misma cantinela de siempre… Los árboles que había a su alrededor estaban llenos de cigarras con los rostros de los bebés abortados, las almas muertas y los malos recuerdos.
—Dos cuchillos cruzados quieren decir que habrá una disputa —lloriqueaba una.
—Sal por la misma puerta por la que entraste —dijo la voz temblorosa de otra cigarra—, o alguien morirá.
—Niña que silba y gallina ruidosa…
—¡Siempre acaban de una forma espantosa!
—Si miras el cielo acabarás volviéndote loca…, loca…, loca…
—El final —gimoteaban—, el final…
—Sí, no cabe duda de que es Hoadley —dijo Shirley con una melancólica ternura en la voz.
Cally ya estaba yendo hacia el carrusel.
—¡Vamos!
—Dios —dijo Elspeth, recobrando un poco de su tono despectivo habitual—. Si eso es Hoadley, ¿por qué queréis salvarlo?
—Porque si desaparece el resto del mundo no tardará en seguirle.
Todos la creyeron. Las cigarras seguían canturreando en la oscuridad.
El caballito de madera destinado a ser la montura del héroe ya no lucía un ominoso disco metálico ni tenía brida que pudiera sostenerlo, pero sus revueltas crines doradas parecían una corona. Su grupa no estaba cubierta por ninguna silla de montar, pero un manto blanco y oro digno de un rey protegía sus hombros y sus flancos, y un broche de plata lo sujetaba bajo su cuello. Cally fue cojeando hacia él. Apartó el brazo del hombro de Mark y puso la mano sobre un corvejón blanco, como pidiéndole al carrusel que se moviera, pero la retiró enseguida.
—¡Está caliente! —exclamó.
—Claro —gruñó Mark, reuniendo todo su sentido común y apretándolo con su mente como hace un niño con su manta de franela. Las ascuas brillaban alrededor de su esposa como si fueran estrellas aprisionadas en la tierra: sus pies habían removido las cenizas que las cubrían. El carrusel se había incendiado; el caballo tenía que estar muy caliente.
Aunque también debería haberse convertido en una ruina calcinada…
—No es eso —dijo Cally, y puso la mano sobre la cabeza del caballo, contemplando los ojos azules que ardían en la orgullosa blancura de su rostro—. ¿Qué pasa? —le preguntó—. Es cierto, quería salvar a mis niños. Quería volver a verles, quería tener otra oportunidad de llevar una vida distinta. Con Mark. Y necesitamos un mundo en el que vivir, y me gustaría que fuese como lo que aún queda de éste… ¿Qué tiene eso de malo?
Los límpidos y distantes ojos de cristal color zafiro no le respondieron. Un rizo de oro —oro auténtico, no un mero brochazo de pintura—, formaba una especie de división entre ellos, y los ojos parecían capaces de ver más allá de la realidad, trascendiéndola como si fueran los ojos de un dios nacido en el cielo; ¿a quién se le ocurriría ponerle ojos azules a un caballito de carrusel? El caballo blanco no tenía la boca abierta, como la mayoría de caballos de carrusel, y aquello hacía que su cabeza alargada poseyera una expresión de triste y tranquila dignidad. Cally hincó una rodilla entre las cenizas, como si se enfrentara a su Señor en el Día del Juicio Final.
—Hoadley —dijo en voz baja—. Tengo que querer salvar a Hoadley, ¿verdad? Pero ¿cómo puedo querer eso? Lo odio. Engendró a mi familia, sí, pero es una familia en la que sólo ha habido culpas y malos tratos…
Mark había estado escuchando el llanto de las cigarras perdidas en la noche y ver cómo su esposa hablaba con un caballo de madera había conseguido ponerle un poco nervioso.
—Cal, por el amor de Dios… —gruñó y Cally volvió su flaca cabeza para mirarle. Las lágrimas brillaban en sus pómulos.
—Ya te lo dije. —Era una voz que no esperaba oír y que hablaba en un tono levemente burlón—. No tienes ni idea de lo que es pasarlo realmente mal. Y aunque lo supieras… —Elspeth vaciló, perdiendo su desdén cuidadosamente calibrado, y cuando dio la respuesta (ella, de entre todas las personas posibles), las palabras brotaron de sus labios con la suavidad de un pájaro que remonta el vuelo en la noche—. Aunque lo supieras lo más horrible de todo es que allí sigue habiendo amor mezclado con el dolor y el daño…
Cally la oyó, aunque no miró a quien había hablado.
—Es cierto —murmuró—, quiero que me amen…
En la noche, en las laderas de la montaña, en los árboles achaparrados…, todo Hoadley dejó de llorar y se quedó callado, escuchando, esperando. Mark sintió cómo el mundo dejaba de respirar, cómo su mente se quedaba en blanco y el corazón andaba con los pies descalzos en la desolación de su pecho. Los ojos de vidrio que brillaban sobre la cabeza de Cally se encendieron con la firme llama azul de una vela que arde allí donde ningún viento puede hacerla temblar. Más allá de las nubes, en alguna parte, ¿se habría detenido el solitario girar de las estrellas?
—Tengo que amarles —dijo Cally—. Quiero amarles…, les amaré. Soy Apocalipsis y les perdono y gozaré con sus vidas, me daré un banquete con ellas. Viviré, tendré hambre y comeré, y no volveré a pensar nunca más en si me aman o no.
Y el caballo blanco se encabritó en un gesto triunfal, haciendo que el manto se alzara sobre sus hombros como un gran par de alas.
Cally cogió la mano de Mark y se puso en pie, y en algún lugar las estrellas empezaron a tejer un dosel de luces para el carrusel. Cally dio un paso hacia atrás.
—No os preocupéis —le dijo a Shirley y Elspeth cuando vio que se disponían a ayudarla—. No hace falta que lo toquemos. Girará.
Mark puso los ojos en blanco y Elspeth parecía perpleja, pero Shirley asintió como si lo hubiera entendido todo.
—Claro —declaró—. En cuanto has conseguido sentir eso todo encaja en su sitio.
Y unas vocecitas suaves como la niebla que venían de todos los puntos de la noche empezaron a cantar:
—Mira a los caballitos, mira qué bonitos, vuelta y vuelta, arriba y abajo, hola y adiós, hola y adiós…
La rueda de caballos resplandecientes empezó a moverse lentamente en la noche mecida por la canción de cuna. Los arbustos vibraron con las notas del gran vals circular del tiempo y los bebés insecto se prepararon para conciliar el sueño, y Barry Beal, que seguía inclinado sobre el cuerpo de Joan Musser, dejó escapar un suspiro que brotó de lo más hondo de su alma y alzó los ojos hacia el cielo.
Las nubes se movían como si las impulsara un viento muy fuerte, aunque no hacía viento. Las estrellas empezaban a brillar en los claros del cielo.
El carrusel estaba girando cada vez más deprisa. Barry Beal lo miró como si lo viera por primera vez y sus ojos se iluminaron con la ingenua alegría de un niño al contemplar los palominos color rayo de sol, los caballos grises con manchas de luna y el caballo blanco como la luz de una estrella que dirigía su danza, con la corona de sus crines doradas flotando al viento… Barry se puso en pie y fue hacia Mark con una muda curiosidad en el rostro. Mark se encargó de hablar por los dos.
—¿Qué lo hace girar? —preguntó.
—La esperanza —dijo Cally.
Creía que no volvería a ver otro amanecer pero llegó y lo vi, y nunca he visto un cielo semejante, como si estuviera hecho con vidrieras y tuviese todos los colores de las mariposas. No había dormido. Volví junto a Joanie y los demás se marcharon durante un rato pero volvieron y se quedaron a mi lado, así que todos lo vinos, y aquel extraño tiovivo seguía girando y girando a mi espalda.
Ese amanecer ocurrieron un par de cosas bastante raras. La señora rubia y fuerte, la que tenía la piel toda pálida y llena de manchas, estaba cerca de mí y cuando la luz del amanecer cayó sobre su piel todas las manchas desaparecieron en un minuto, dejándola tan lisa y suave como la piel de un bebé. La señora rubia se echó a llorar y la señora Wilmore vino a ver qué le pasaba, y me di cuenta de que cuando esa luz la tocó la señora Wilmore engordó un poquito aunque aún no había comido nada.
Entonces miré a Joanie, conteniendo el aliento, con la esperanza de que… Pero no ocurrió nada. Joanie estaba bien muerta y habría tenido un aspecto bastante feo aun suponiendo que su piel no estuviera del mismo color que la pintura vieja de un porche, y ése era el color que tenía. Cuando la luz del amanecer cayó sobre ella Joanie tendría que haber parecido hecha de oro y rosas pero no fue así. Parecía un gran morado. Deseé tener algo para cubrirla.
Y no quería cubrirla con cualquier cosa. Era Joanie, y si viviera habríamos sido…, habríamos hecho…
El señor Wilmore y las otras mujeres vinieron hacia mí y empezaron a decirme cosas amables intentando consolarme pero yo no les escuché. No quería ir a ningún sitio, no quería comer, ni hacer nada ni ver a nadie. No había nada ni nadie que me importara un cuerno, salvo Joanie. Apoyé la cabeza en las rodillas y traté de pensar en qué haría ahora que Joanie estaba muerta. Y entonces tuve una idea. Supe dónde había algo lo bastante bueno para cubrir a Joanie.
Me puse en pie, miré hacia allí y vi que iría perfectamente: era todo blanco y oro mezclados como si alguien los hubiera batido, igual que la crema, con un reborde de flores blancas y un gran ribete dorado, y por la forma en que le hacía pliegues sobre los hombros y la espalda comprendí que era suave y cálido, como el manto hecho para un rey.
—Eh, caballo blanco —le dije—. Eh, ¿puedes bajar aquí un momento?
—¡Barry, no! —me gritó la señora Wilmore. Luego me dijo que tenía miedo de que volviera a detener Hoadley y el señor Wilmore quiso saber qué pretendía con eso, pero yo no les hice ningún caso. Lo único que quería era un lienzo para cubrir el cadáver de Joanie, y el caballo blanco saltó del carrusel y vino hacia mí trotando como si bailara.
—Quiero esta manta tuya para Joanie —le dije.
Y el caballo arqueó su cuello como la luna recién nacida, y le vi inclinar la cabeza para decir que sí. Él sabía lo que quería, ¿comprenden? Abrí el broche, le quité la manta y volvió al carrusel. Soltó un relincho muy fuerte, como si le alegrara haberse librado le la manta y el relincho hizo que ese amanecer pareciera el repicar le una gran campana amarilla.
La manta era tal y como yo pensaba, suave y tan agradable al tacto como si fuera de seda, y supe que iba a quedar estupendamente. En cuanto la puse sobre Joanie me sentí un poco mejor empecé a dejarla bien bonita y no me importó que los demás siguieran de pie a mi alrededor contemplándome.
—Barry —me dijo el señor Wilmore—, ¿no crees que antes deberíamos llevar la difunta al salón?
A Hoadley, quería decir. A lo que quedaba del pueblo… Eso hizo que alzara los ojos hacia él.
—No —dije—. Creo que le habría gustado más estar aquí arriba. —No sé si Joanie tenía algún hogar pero me imaginaba que, de tenerlo, debía ser este carrusel, y no quería que nadie del pueblo la mirara.
—¿Pertenecía a alguna iglesia?
—No. —Sabía en qué estaba pensando—. No, no la pondrá en ningún cementerio. A ella tampoco le habría gustado eso.
—¿Dónde, entonces?
Seguí haciéndole pliegues a la manta: me estaban saliendo muy bonitos. Me gustaba la forma en que las flores blancas parecían estar hechas de la misma tela. Le daban peso y consistencia.
—¿Tenía familia? —me preguntó el señor Wilmore unos instantes después.
—Su madre. Se marchó del pueblo. Su padre. —Si seguía vivo—. Probablemente estará tan borracho que no le importará mucho el que haya muerto. —Bastó con que pensara en el señor Musser y lo que le había hecho a Joanie para que lo viera todo rojo y me sintiera arder por dentro, y pensé: ya sé qué he de hacer cuando acabe con esto. Tengo que matar a ese cabrón. No me importaba lo que pudiera ocurrirme. Estaría sentado en ese porche suyo que parecía estar a punto de caerse, con su botella, y yo iría hacia él y se la metería por la nariz y le daría de patadas hasta reventarlo como si fuera una calabaza de Halloween… Tenía tantas ganas de matarle que me dolía todo. Apreté los puños, sentí cómo jadeaba y todo el mundo empezó a preguntarme «Barry, Barry, ¿qué pasa? ¿Qué te ocurre?».
Y entonces pensé que lo que yo quisiera hacer no tenía importancia. Sólo había una cosa importante, y era lo que Joanie habría querido que hiciese. Quizá Joanie ya no quisiera verle muerto…
Verán, yo sabía un par de cosas sobre Joanie. Sabía que la vida le había hecho mucho daño, y sabía que antes de morir cambió de opinión sobre un montón de cosas.
No respondí a nada de lo que me estaban preguntando, sino que grité:
—Joanie, ayúdame a pensar. —Joanie estaba tendida ante mí, muerta, pero yo seguía teniendo la esperanza de que podría ayudarme—. Sólo por esta vez, deja que lo entienda bien y haga lo que debo.
—¿Que entiendas bien el qué? —quiso saber el señor Wilmore.
—Mark, cállate —le dijo la señora Wilmore.
Acabaron quedándose callados y me dejaron pensar, y necesité un poco de tiempo pero me esforcé mucho y acabé dando con la solución. Pude sentirlo, igual que podía sentir cómo la manta iba quedando cada vez mejor bajo mis dedos. Alcé los ojos y lo primero que vi fue a la señora Wilmore, así que decidí explicárselo.
—Joanie les perdona a todos —le dije—. A todos. Si pudiera les habría salvado. Si viviera habría montado en ese caballo blanco.
—Tienes toda la razón —dijo la señora Wilmore y me pareció que hablaba muy en serio. Ella lo sabía, igual que el caballo blanco, y me bastó con mirarla para saber que ahora tenía una amiga. Ella comprendía a Joanie y todo lo que le había ocurrido.
El sol había subido un poco más en el cielo y sus rayos atravesaban las copas de los árboles haciendo que las hojas verdes parecieran todavía más hermosas, y el cielo era de un azul muy límpido, como el azul de los ojos del caballo blanco que seguía girando y girando en el tiovivo, y todo era…, bueno, como si todo volviera a ser nuevo. Era algo muy especial.
—Así debió ser todo en el primer lugar que giraba —dijo la señora Wilmore en voz baja, y al principio no lo comprendí pero luego recordé las palabras que Joanie había escrito y puesto en aquel espejo que había dentro del tiovivo.
—Barry —dijo el señor Wilmore, hablando igual de bajo que ella—. Quieres que sea enterrada… aquí.
Yo no quería enterrarla. Pero había que hacerlo, ya que estaba muerta, y sabía que éste era el sitio adecuado. Asentí con la cabeza. Después me quedé a solas con Joanie mientras él y las mujeres bajaban a Hoadley.
—Apuesto a que éste será el funeral más extraño de toda tu vida, Mark —dijo Cally cuando volvieron a subir la colina con las palas, sintiéndose mucho más fuerte que antes, como si hubiera recuperado parte de su antigua personalidad y ya estuviera volviendo a desempeñar su papel de siempre.
—Éste será mi último funeral —dijo Mark.
Cally aceptó aquel hecho como otro pétalo que añadir a la cada vez más exuberante flor de su felicidad, casi como algo natural y que ya daba por descontado. Hoadley estaba sumido en la confusión o había desaparecido en el abismo, por lo que tuvieron que ir hasta el establo de Shirley para encontrar unas palas (al pasar junto a ella vieron que la verja había vuelto a la normalidad pero el castillo se había derrumbado; Elspeth ya no podría encerrarse en aquella torre improvisada), y cuando entraron en la casa Cally, asombrada, descubrió que el teléfono de Shirley seguía funcionando y llamó a su madre. Los niños se encontraban bien. Todos los síntomas parecían haber desaparecido de la noche a la mañana. Tan pronto como pudieran hacer los arreglos precisos, Mark y Cally irían a recogerlos.
—Vaya —le dijo a su esposo, sonriendo—. Así que abandonas las pompas fúnebres, ¿eh?
—No pienso seguir siendo una muleta para los que se tambalean, no seguiré siendo un pilar de Hoadley y no voy a ser el hijo obediente o el esposo que-se-ocupa-de-todo. —Le sonrió con la misma sonrisa que Cally recordaba de los lejanos días estudiantiles, cuando tenía la costumbre de meterle una serpiente de tela movida por resortes en el bolso.
—Diablos… —observó Cally con gran entusiasmo—. ¿Y qué serás entonces?
—Seré una persona y estaré vivo —dijo Mark, y se volvió hacia ella, la cogió por los hombros y la besó. Aquel beso no fue ninguna formalidad sino la expresión de un impulso incontenible.
—Cuidado, pareja—dijo Shirley, sonriendo. Les había llevado la mayor parte del trayecto de vuelta en su camioneta para ayudarles a cavar la tumba—. Guardadlo para después.
—Tengo hambre —dijo Cally.
—Como siempre —se quejó la joven morena de ojos apasionados que caminaba junto a ella.
—No, Elspeth, lo que quiero decir es que realmente tengo hambre.
Mark, el prosaico, y Shirley, la pragmática, habían traído consigo una bolsa de papel en la que habían metido provisiones sacadas del refrigerador de Shirley. Mark metió la mano en la bolsa sin decir nada y le entregó a su esposa una manzana, una golden delicias muy grande de piel amarilla. Fueron hasta donde Barry Beal seguía arrodillado sin prestarles atención a ellos o a sus preocupaciones, colocando una capa digna de un rey en pliegues, dobleces, ondas y cuidadosas arrugas sobre el cuerpo de Joan Musser. Mientras caminaban, Cally se comió su manzana sin dejar nada, ni el corazón.