CAPÍTULO QUINCE

Cuando Elspeth hizo girar por primera vez su espada, el impacto del acero al abrirse paso por entre la carne y el hueso reverberó subiendo por su brazo de piel morena e hizo temblar su carne. Una persona, un hombre con las orejas peladas por el sol y una cabeza que estaba quedándose calva…, un hombre estaba muriendo por obra suya; ¿cómo era posible? ¿Cómo era posible que cualquiera de las cosas que había visto ese día estuvieran ocurriendo? Todo parecía increíble e irreal, como un sueño carente de lógica, tan extraño y confuso como cierta noche en que un carrusel… Sólo había una cosa real: Shirley. Y Hoadley estaba intentando destruir aquella gran verdad dorada, la turba la golpeaba y tiraba de ella para hacerla caer al suelo y Elspeth dio mandobles con su espada, una y otra vez, abriéndose un camino que la llevara junto a esa corpulenta mujer rubia, allí donde ella, Matamoras y su montura podrían acabar con la gente que estaba atacando…

A su amada.

Elspeth volvió a levantar su espada aunque ya no era necesario. La multitud que rodeaba a Shirley quería un caballo, una forma de escapar, no enfrentarse a una espada; estaban lo bastante desesperados como para correr el riesgo que suponía la muerte lenta del SIDA, pero no querían una muerte rápida allí mismo. Empezaron a retroceder apenas vieron aquel largo acero cubierto de sangre. Pero en ese instante Elspeth ya no era una mariposa que flotaba en una pesadilla. Su espada se hizo tangible en su mano y sintió la dureza del hueso y la fuerza del músculo llegándole hasta su alma impertérrita, y les odió, odió a todos aquellos que le habían hecho algún daño a Shirley o que habían despreciado a Peter Wertz. Se había convertido en algo más que Elspeth y había un nombre más adecuado que ése para ella: era la Guerra, y mataría, les mataría a todos… «Guerrera» captó su estado de ánimo, lanzó un bufido y se encabritó, con las crines y la cola flotando al viento. La montura y la mujer de la espada se lanzaron hacia delante y las personas que unos instantes antes formaban una turba se pegaron las unas a las otras, chillando y tratando de escapar a la espada de la Guerra.

—¡Eh! —gritó Shirley, contemplándola boquiabierta—. ¡Elspeth! —Aquella mujer tranquila y jovial de músculos robustecidos por las labores de la granja casi había estado dispuesta a dejarse maltratar por la turba y, en todo caso, los malos tratos no la habían irritado lo suficiente como para responder a ellos matando. Había estado manteniendo a raya a sus atacantes de una forma casi distraída y cuando la Guerra cayó sobre la multitud sus ojos estaban viendo cómo «Diablo» se llevaba a Cally—. ¡Elspeth!

Su generala estaba llamándole y debía ser obedecida. La Guerra lanzó un suspiro y le dio la espalda a la escena de la carnicería cuando sólo había podido acabar con tres enemigos. Trotó elegantemente hacia la mujer que la esperaba montada en su gran animal gris, manteniendo la goteante espada con la punta hacia el suelo.

—Vamos —dijo Shirley—, salgamos de aquí. ¿Dónde está «Gigí»?

La generala no era su generala, después de todo, sino su capitana y su camarada de armas y «Gigí» era la traidora que la había llamado tortillera. La Guerra no sabía dónde estaba y su paradero no le importaba en lo más mínimo.

—«Gigí» puede irse al infierno —dijo.

—Probablemente lo hará —admitió Shirley—. Vamos. Por aquí. —Hizo avanzar a su montura y la Guerra se puso junto a ella, haciendo algún gesto amenazador cada vez que los habitantes del pueblo no se apartaban de su camino con la celeridad suficiente. Shirley la vigilaba por el rabillo del ojo—. No —protestó en un momento dado al ver alzarse la espada de la Guerra y sintió un cierto alivio al ver que la palabra surtía efecto.

Rodearon el pabellón, aún intacto, y se abrieron paso por entre la apretada multitud de inadaptados que había a su alrededor. La Guerra les lanzó una rápida mirada y consideró que no ofrecían ninguna amenaza. Estaba claro que eran refugiados. Pero al otro lado del abismo volvía a haber enemigos que gritaban y huían de algo…, pero no de su espada, para decepción de la Guerra. ¡Esos idiotas venían hacia ella! Alzó su arma lanzando un gruñido de irritación y aguardó el ataque de la multitud. ¡El ataque…! ¿A qué esperaba su capitana? ¿Por qué no le daba la orden? Pero cuando habló, la voz de Shirley había perdido la confianza en sí misma y el volumen acostumbrados.

—Oh, Dios mío.

La Guerra siguió la dirección de su mirada, miró y vio: la bestia estaba asomando por el borde del precipicio.

Era de color negro, pero no con la lustrosa negrura de un caballo negro o el ala de un cuervo, sino con el negro polvoriento del carbón, un negro asfixiante y sucio propio de la enfermedad pulmonar, y era inmensa: Shirley pensó que parecía una especie de tumor enfermizo como aquel que en una ocasión amputó del pecho de su yegua gris; un melanoma, sí, pero uno tan grande como el siempre creciente montón de abono que había detrás de su establo; un monstruoso cáncer palpitante que venía hacia ella moviéndose sobre patas que parecían hilachas de sangre ennegrecida, y el número de patas era realmente excesivo, y la rapidez con que se movían no parecía propia de una criatura tan horrible y de tan tosco aspecto… La Guerra vio algo que se parecía a un inmenso hongo semiputrefacto y cubierto de arrugas, algo vivo y lamentablemente real que venía hacia ella y parecía crecer ante sus mismos ojos.

Ni tan siquiera la Guerra quería atacar a semejante criatura. La Guerra se estremeció y volvió a convertirse en Elspeth, y la espada colgó flácidamente de su mano temblorosa. La bestia…, su negrura era la de la acuarela seca que se ha vuelto rancia, un color pervertido, un color preparado por una mano incompetente que había salido mal, el horror de una artista. Verla bastaba para helarle el corazón.

—Es hora de correr—dijo Shirley—. ¡Vamos! —«Dama sombría» se lanzó al galope incluso antes de que hubiera terminado de hablar. Las dos yeguas estaban agotadas pero la primera vaharada de la fetidez emitida por la bestia que llegó a sus ollares bastó para que enloquecieran de miedo. Galoparon al máximo de su velocidad subiendo por la colina del cementerio y dejando atrás Hoadley: «Guerrera» logró mantenerse muy cerca de la yegua pura sangre, más corpulenta y resistente que ella. Shirley intentó guiar a su montura para que esquivara a la gente con que se encontraban, pero no había forma de controlar a los animales. La yegua gris derribó a una mujer y un niño; «Guerrera», que la seguía casi rozándole los flancos, saltó sobre el niño pero pisoteó a la mujer con los cascos y Elspeth gimió y dejó caer al suelo la espada manchada de sangre.

—Elspeth, ¿te encuentras bien?

Shirley miró hacia atrás y vio cómo el rostro de Elspeth se volvía color ceniza bajo el bronceado color té de la piel. La pendiente había dejado tan agotada a la yegua de Shirley que ahora ya podía intentar controlarla de nuevo. Tiró de las riendas con una mano, se inclinó a un lado y agarró el bocado de «Guerrera» por la tira lateral con la otra mano, queriendo detener a las dos yeguas. Las yeguas giraron con ella, moviendo la cabeza y tratando de separarse la una de la otra, y en ese instante de terror Shirley se dio cuenta de que ya no era tan fuerte como el día anterior. Lanzó una maldición; fue dejando un reguero de imprecaciones tras la ruta seguida por aquellos dos animales ignorantes, gordos, maleducados como mulas y con cerebros tan pequeños como guisantes, y creyó morir más de una vez antes de que las dos yeguas acabaran deteniéndose sobre la hierba de la pradera que dominaba el viejo cementerio de Hoadley.

Las cigarras escondidas en los arbolillos que había bajo ella gemían y entonaban su lúgubre canción, y en ella ahora ya no había tanto abandono como la feroz satisfacción de quienes van a ver cumplidos sus deseos: «El fin…, el fin…». Tres bebés insecto negro y naranja volaron hasta el hombro de Shirley con un zumbido de alas. Shirley bajó los ojos hacia ellos, se estremeció y dejó que se quedaran allí donde se habían posado. Que bajaran por su camisa y que se acurrucaran entre sus pechos manchados por la enfermedad, si tal era su deseo y si es que eso podía servirles de consuelo. No pensaba negarle nada a nadie. Las tumbas abiertas y vacías bostezaban en un mudo rictus ante los cascos de su montura, como si pudieran contar una historia que Shirley no estaba dispuesta a oír. La muerte… ¿Cómo sería? Deseó que las yeguas se hubieran detenido en cualquier sitio menos aquí y un instante después luchó por olvidar esa idea y el horror que invadía su mente. Elspeth parecía estar enferma.

La mujer que había sido la Guerra se aferraba a las crines de «Guerrera» y apenas la yegua se quedó quieta Elspeth se inclinó por encima de su hombro y vomitó. Su estómago no estaba lo bastante lleno para permitirle el copioso vómito que necesitaba. Elspeth jadeó y tensó el cuerpo, intentando librarse de lo que la atormentaba.

—¡Eh! —Shirley se inclinó sobre la grupa de «Dama sombría» y dio unas preocupadas palmaditas en la espalda de su amiga—. ¿Te encuentras bien?

Elspeth se fue tranquilizando, jadeando y escupiendo con el cuerpo apoyado en el cuello de su yegua para recuperarse, y Shirley dejó que se tomara todo el tiempo necesario. Desde donde estaba podía ver el abismo que parecía una gran mina a cielo abierto, y a la bestia que seguía rondando junto a él como si buscara algo que comer. Mirarla hizo que Shirley recordara el terror y sintiera cómo un escalofrío le trepaba por la columna vertebral y acababa alojándose en su pecho, pero desde esa distancia la bestia parecía un insecto oscuro y desprovisto de todo rasgo distintivo entregado a una ciega búsqueda de alimento. La habían dejado muy atrás.

Elspeth se irguió poco a poco y con bastantes dificultades, frotándose la boca con la mano. No miró a Shirley, sino hacia Hoadley o lo poco que aún quedaba de él.

—Quería matarles a todos —dijo en voz baja y tensa—. Quería hacerles pedazos.

—¿En serio? —le preguntó Shirley con ternura.

—No hagas bromas con eso.

—¿Quién está bromeando? Si no quieres hablar de eso no tienes por qué hacerlo.

—¡Tengo que hacerlo! He matado a varias personas. Les odio. —Elspeth se volvió hacia Shirley con los ojos entrecerrados y los párpados tensos—. Sigo odiándoles. Les odio a todos. Ellos…, la gente de Hoadley dice que todo el pueblo es una gran familia y que todos son amigos, pero Cally tenía razón, sólo te aprecian mientras hagas lo que quieren, digas lo que quieren y pienses lo que quieren. Quieren ser dueños de tu alma. —Las palabras brotaban de ella, de Elspeth la despectiva, la que siempre sabía controlarse, y cuando decía «tu alma» se refería a la de Shirley; era Shirley quien había sufrido por culpa de Hoadley, no ella. Shirley era la que había vuelto para vivir como una forastera en su propio pueblo natal, y en cuanto a cómo era posible que alguien con un corazón tan grande hubiera podido nacer en un sitio de mentes tan mezquinas…, bueno, eso estaba más allá de toda comprensión. Y era Shirley quien estaba sentada sobre su yegua con el rostro muy pálido, con los sarcomas cubriendo su cuerpo a cada momento que pasaba, sonriéndole débilmente con un triste afecto.

—Sí, son así —admitió Shirley.

Las pupilas de Elspeth se dilataron convirtiéndose en dos lagos sombríos clavados en ella.

—Pero tú, Shirl… —Una pausa para tragar saliva—. Tú… Tú siempre me has querido sin importar lo que hiciera o cómo fuese.

—¡Claro! —Shirley parpadeó; de lo contrario, ¿cómo podría amar a Elspeth? ¿Cómo podría amar a nadie? Era la única forma de amar que existía. Dios, pensar que Elspeth tenía que decir algo tan absurdo, como si todo aquello fuese nuevo para ella… La manaza de Shirley fue hacia ella de forma casi involuntaria, porque la pequeña belleza morena parecía una cierva asustada.

Sus manos se unieron salvando la distancia que había entre sus monturas y sus vidas. Cada mano apretó a la otra, la delgada mano morena de la artista casi perdida en la de Shirley, mucho más grande y demasiado pálida…

—Claro —repitió Shirley—. ¿Qué tiene de raro eso?

—He estado pensando que lo mínimo que puedo hacer es devolverte el favor.

—Diablos, Elspeth… —Shirley no estaba acostumbrada a hablar de esas cosas y no podía encontrar las palabras para decirle que el amor no exigía la devolución de aquellos favores. El amor no pedía ni exigía nada. Aunque Elspeth ya debía saberlo, ¿no?

Quizá no. Pero la pequeña boba que se paseaba con una espada sí sabía otra cosa.

—¡Déjame decirlo! —Elspeth alzó su exquisita cabeza—. Que tú nacieras hombre… Eso no debería tener ninguna importancia. Y el que no me lo contaras todo tampoco debería tenerla. Tú eres tú, la persona que eres… La persona que me dio un hogar. —Alzó sus manos en un saludo, el gesto de una guerrera reconociendo la hermandad—. Eso es lo único que importa. No pienso dejar que ninguna otra cosa tenga importancia.

Shirley era una mujer de emociones profundas y no necesitaba expresarlas de una forma teatral. Sus dedos apretaron la mano de Elspeth y asintió con la cabeza, pero respondió al juramento con una advertencia fruto del sentido común.

—Pero tengo el SIDA y eso sí importa.

Elspeth la miró a los ojos.

—No. No importa.

—¡Y un cuerno que no!

—Shirl, todas moriremos muy pronto.

Era algo que debía ser aceptado como el amor o como el odio…, o como Hoadley. Shirley volvió a asentir con la cabeza. Las dos mujeres bajaron los ojos hacia el pueblo, cogidas de la mano, y Shirley dejó escapar un jadeo ahogado.

—¡Hija de puta! ¡Fíjate en esa bestia!

La criatura hecha de sombras y polvo de carbón se había desplazado hasta el otro lado del abismo, acercándose a ellas lo suficiente para que pudieran ver el movimiento de lo que parecían ser sus zarcillos, antenas o tentáculos… Estaba buscando algo, sí, pero no buscaba comida: se movía como si intentara encontrar el rastro de un olor. La observaron, con los ojos casi saliéndoseles de las órbitas, y vieron cómo erguía la parte anterior de su cuerpo informe en lo que podría haber sido exultación y emitía un alarido terrible que recordaba el ladrido de un sabueso. Después bajó sus…, sus sensores, o como se les pudiera llamar, se acercó un poco más a ellas y empezó a subir rápidamente por la colina, acercándose más y más.

—¡Cristo, está siguiendo nuestro rastro! —exclamó Elspeth.

—¡No quiero morir tan pronto! —Shirley desenredó su mano de entre los dedos de Elspeth con un apresuramiento nada romántico y cogió las riendas—. ¡Vamos! —Espolearon a sus monturas para que se lanzaran al galope colina arriba.

Aún no habían perdido de vista el cementerio cuando la mente de Shirley dejó de estar nublada por el pánico y comprendió lo que ocurría. La bestia no las estaba siguiendo a ellas. Estaba siguiendo a Cally. Sí, tenía que ser eso. Y había que advertir a Cally. Pero no le dijo nada a Elspeth. Shirley siempre había sido muy pragmática; conocía las limitaciones de la naturaleza humana. No quería que Elspeth se viera sometida a pruebas que quizá pudieran ser excesivas para ella.

Se dedicó a buscar las huellas dejadas por los cascos de «Diablo», claramente visibles en la gravilla y todavía más visibles allí donde había saltado el árbol caído que obstruía el trayecto seguido por las vías del tranvía. Cally había seguido ese camino.

Y entonces Shirley vio las llamas alzándose en la distancia.

—¡Elspeth! ¡Espera!

Ya empezaba a haber menos árboles y se encontraban en lo que no era un auténtico claro y estaba convirtiéndose en un joven bosque: allí había estado el parque del tranvía, con pequeños edificios medio en ruinas a su alrededor y un edificio más grande que estaba siendo consumido por el fuego a no mucha distancia. Las yeguas se encabritaron, asustadas no sólo por la visión y el olor de las llamas, sino por las serpientes, un gran número de ellas que huían de aquel infierno situado en lo alto de la colina, moviéndose tan velozmente como los rayos negros emitidos por un sol que agoniza. Y también había gente saliendo del edificio, tres personas que se arrastraron bajo los escombros de una pared como si fueran serpientes y acabaron poniéndose en pie para avanzar con paso tambaleante. Shirley reconoció a Cally…

Sus músculos, cada vez más débiles, dejaron de esforzarse por seguir montados en aquella yegua aterrorizada. De todas formas, ¿qué importaba? Nada de todo aquello importaba. Dejó que la yegua la arrojara al suelo. Elspeth gritó y Shirley oyó el grito a través del torrente de aire que pasó zumbando alrededor de sus oídos, y un instante después la joven ya estaba inclinándose sobre ella. Elspeth había desmontado de un salto dejando que la yegua color sangre se marchara al galope.

—¡Shirl! ¿Estás bien?

Shirley yacía sobre su espalda, contemplando las copas de los árboles y el preocupado rostro de Elspeth.

—Claro. Me he tumbado a descansar un rato, nada más. ¿Por qué no iba a estar bien? —Dejando aparte un pequeño detalle sin importancia llamado SIDA… Pero eso no lo dijo.

La sangre se agolpó en las mejillas de Elspeth y le lanzó una feroz mirada de enfado.

—¡Arriba! —dijo secamente—. Idiota…, ¡levántate antes de que te muerda una serpiente! —Tiró del brazo de Shirley con una considerable brusquedad y la mujer rubia se puso en pie sintiendo cómo la pálida piel de su rostro se curvaba en una sonrisa; al menos Elspeth había vuelto a la normalidad…

Cally tosió y parpadeó con los ojos irritados por el humo, intentando ver… ¿Y Barry? ¿Había logrado salir de allí, había logrado sacar a Joan? No es que importara, claro. Pero importaba.

Allí estaban, cerca de ella, y Joan Musser tosía de forma tan ruidosa como ella y las lágrimas brotaban de sus ojos saltones bajando por su deformado rostro de fenómeno circense, ese rostro grotescamente familiar… Y Barry estaba diciendo «Joanie, Joanie», la rodeaba con sus brazos y besaba sus torcidas mejillas y sus ojos llorosos, haciéndole apoyar la cabeza en su hombro. «Joanie, no puedo creerlo… Me alegro tanto de que hayas vuelto. Joanie, te quiero», y Joanie Musser se agarraba a él como si en todo el mundo no quedara ningún otro objeto sólido.

Cally vio llegar a las mujeres por entre la calina teñida por el color de las llamas: vio dos siluetas, una oscura y otra dorada, Elspeth y Shirley, y vio cómo Shirley salía volando por los aires durante un instante, igual que un ángel, y cómo acababa cayendo al suelo. La yegua gris y la yegua color sangre se alejaron al galope sólo Dios sabía hacia dónde y «Diablo» alzó despectivamente su negra cabeza de la hierba que estaba mordisqueando para verlas pasar: las serpientes naranja y negro que se arrastraban por entre sus cascos no le hicieron mover ni un músculo.

Joan Musser también volvió sus ojos desbordantes de lágrimas hacia el ruido de pezuñas y cuando Elspeth la hizo ponerse en pie Shirley la miró.

—¡Vaya! —exclamó—. Es ella, Cara-no-sé-qué… La Musser, ¿verdad?

Joan ocultó la cara en cuestión pegándola al hombro de Barry y él la meció en sus brazos, hablándole en susurros y besando los revueltos mechones color paja sucia de su cabellera.

Cally fue tambaleándose hacia Shirley y empezó a hablar a toda velocidad, como si le debiera una explicación.

—Estaba segura de que conocía la respuesta —dijo—. Estaba tan segura… Creía que el carrusel era la clave. Lo hicimos girar hacia atrás para invertir el curso del tiempo pero no funcionó. —Miró por encima de su hombro hacia las ruinas llameantes que había a su espalda y acabó volviéndose hacia la grotesca pareja de jóvenes que se abrazaba bajo su luz—. Bueno, la verdad es que sí funcionó pero no de la forma que yo esperaba. Y entonces pensé: qué idiota soy. Ese carrusel que había alrededor de tu casa, Shirley…, giraba hacia atrás. Los caballitos estaban al revés. Y cuando Ahira hizo girar el pabellón también se movía en sentido opuesto al normal. ¿Comprendes a qué me refiero? Hacer que el carrusel girara hacia atrás sólo sirvió para crear monstruos.

A Shirley no le importaba nada de cuanto estaba diciendo.

—Cally…

—Si pudiera hacerlo girar hacia delante… —La voz de Cally se fue perdiendo en el silencio como una nube deshilachándose en el cielo. Se quedó muy quieta y en su inmovilidad había algo casi trascendente. Sus grandes ojos no veían el rostro de Shirley sino que estaban clavados en algo que se encontraba… más allá—. Todo se paró —susurró Cally—. Como Hoadley. Toda la diversión y las aventuras, todo el proceso de crecer y marcharse de casa y seguir adelante, y ellos lo detuvieron y lo encerraron en la oscuridad. Si pudiéramos…

—¡Cállate, por el amor de Dios! —dijo secamente Elspeth—. Hoadley se ha convertido en ruinas, igual que tu carrusel. El problema actual es…

Cally… —la interrumpió Shirley—. Mark viene hacia aquí.

La cabeza de Elspeth giró en un gesto parecido al de una gata acechando su presa y la miró fijamente. Ésa no era la forma en que iba a expresar la dificultad a la que se enfrentaban. Para ella el problema se reducía a escapar de allí. Los caballos se habían largado, maldita sea, y la bestia…

—Ha estado buscándote —añadió Shirley.

—Ya veo —dijo Cally, y la expresión de su flaco y absorto rostro y su forma de volverse hacia el bosque por el que aparecería su esposo les hizo comprender que realmente lo veía todo, aun teniendo los ojos medio cegados por el humo.

—Cally, ¿vas a usar tu caballo? —le preguntó Elspeth—. Porque si no vas a usarlo…

—No. —Con voz muy tranquila—. No voy a usarlo.

—Vamos, Shirl. —Elspeth cogió a Shirley de la mano y tiró de ella hacia el caballo negro, ese medio de transporte con cuatro patas lo bastante grande y fuerte para llevarlas a las dos.

Un rugido hueco y el sonido de la madera haciéndose pedazos, allí donde el tronco caído obstruía el camino, no demasiado lejos de ellas. Al oír ese sonido «Diablo» alzó la cabeza, lanzó un bufido de terror y partió al galope colina arriba. Su único medio de transporte había desaparecido.

Shirley y Elspeth se quedaron inmóviles donde estaban en cuanto el destructor negro apareció ante sus ojos: la bestia entró en el parque del tranvía. Pero Cally fue hacia ella para recibirla.

La bestia…, era dos veces tan alta como Cally y su inmenso cuerpo estaba cubierto por un vello tan negro como la fibra del carbón, y en el vello, aferrándose a él, había centenares de cigarras con rostro humano que no paraban de gemir, quizá seiscientas sesenta y seis cigarras…, mas para los ojos de Cally las cigarras eran horrores viejos y ya conocidos que no significaban nada comparados con aquellas otras cosas vivientes, las protuberancias, las…, no sabía qué nombre darles. Había cuernos y miembros terminados en garras, había cabezas de serpiente, ranas, lagartos o pájaros con apariencia de reptiles que no paraban de moverse, había antenas o quizá fueran aguijones que recordaban los bigotes de un bagre… Sí, era la misma abundancia de tantas cosas mezcladas e inclasificables lo que convertía a la bestia en una auténtica monstruosidad. Y, pese a ello, la bestia era muy parecida al piojo que había visto bajo el microscopio de la escuela elemental. Una cosa muy grande con un número excesivo de patas y antenas… Un piojo, pensó. Supongo que le llamé piojo, o lo pensé en más de una ocasión.

—Mark —dijo.

Mark fue hacia ella. No tenía ojos humanos que pudiera contemplar ni rostro humano que pudiera estudiar; no podía saber cuáles eran sus intenciones hacia ella. Pero, aun así, conocía muy bien una parte de sus emociones y sentimientos.

—Tienes hambre —le dijo.

Mark alzó la parte anterior de su cuerpo —lo que, evidentemente, era su cabeza—, y dejó escapar una especie de mugido: el vello color tizne y hollín se abrió para revelar su boca, unas fauces rojizas tan grandes como una tumba. Cally contempló esa abertura y asintió.

—Yo sé lo que es el hambre —le dijo—. Siempre estoy hambrienta. Antes solía comer, pero por mucho que comiera en mi interior siempre había algo que gritaba pidiendo más y más, como un bebé que llora pidiendo la luna… Algo insaciable. Hasta que sentí deseos de matar ese algo. Por eso dejé de comer.

El mugido se convirtió en un rugido. La bestia saltó hacia delante. Shirley emitió un grito carente de palabras, Elspeth chilló y Cally soltó una especie de graznido, más como una pura reacción al gesto que por culpa del miedo: antes de que tuviera tiempo para el terror la bestia ya estaba sobre ella y el impacto la dejó sin aliento, haciendo que su garganta soltara un jadeo parecido al chirrido de un oboe. La bestia la hizo retroceder, tambaleándose, y una pequeña fracción de su mente se dio cuenta de que no olía mal, no, no olía nada mal…, de hecho, olía igual que un fumador de pipa vestido con un traje de mezclilla. Y un instante después se dio cuenta de que la bestia no le había hecho daño. O, mejor dicho, de que no estaba haciéndole daño… Sus patas delanteras la empujaron hacia el carrusel en llamas y acabaron haciéndola caer al suelo, pero no había sacado las garras para herir y destrozar. Cally se quedó inmóvil entre aquellas grandes patas terminadas en garras, sin aliento, incapaz de hacer ni un solo gesto: estaba demasiado cerca del fuego y de aquel suave vello color hollín que cubría ese inmenso vientre, pero la bestia no usó su gran peso para aplastarla contra el suelo. Se había quedado inmóvil sobre ella, vacilando, como la torre del agua balanceándose sobre sus patas de araña al borde del infierno…

—Mark… —Intentó hablarle—. Mark. Tenía hambre, sí, pero no sólo de comida. Mi hambre…, te deseaba. Tenía hambre… de amor.

—Estúpida sentimentaloide —dijo una voz amarga que salió de las llamas—. ¡No le hables así!

El sonido de esas palabras hizo que Cally se moviera. Se arrastró bajo el vientre de la bestia y logró ponerse en pie. Conocía esa voz, o creía conocerla… Se quedó quieta, inmóvil entre la bestia y el carrusel en llamas, tan cerca de las dos cosas que el calor del fuego la hizo retroceder hasta quedar casi pegada al seno de la bestia, como si buscara consuelo en él. Pero sus ojos asustados no se apartaban del fuego y la criatura que acababa de hablar salió de entre las llamas que no podían hacerle ningún daño: el gran devorador, la langosta, la cigarra con cola de escorpión y la cabeza del Príncipe de la Oscuridad…, y el rostro de la Muerte, el rostro de «Gigí». La cosa avanzó sobre sus horribles patas negras, duras como el hueso, y se colocó junto a Cally como si fuera una vieja amiga y camarada de armas, y Cally no pudo retroceder para esquivar aquella desagradable intimidad, pues tenía la bestia a su espalda.

—Basta de gilipolleces —se quejó «Gigí»…, si es que aquello era «Gigí»—. Dile lo que realmente piensas de él.

Cally meneó la cabeza.

—No son gilipolleces —dijo—. No es más que la verdad. Le quiero. Quiero recuperarle. He olvidado por qué nos peleamos.

—¡Pues procura recordarlo! ¿Has olvidado cómo son los hombres? Son unos tiranos: todo lo que quieren y lo que intentan es dominarnos. ¡Date la vuelta, mira! Ahí hay uno, justo detrás nuestro. Ya puedes ver lo que es.

Cally no se movió. Sus ojos permanecieron clavados en la criatura con el rostro de «Gigí» que le hablaba.

—Puedo ver lo que tú eres —le dijo.

La criatura del carrusel lanzó un silbido; sus ojos color naranja se encendieron con un resplandor tan intenso como las llamas de las que había surgido.

—Yo tengo casi toda la culpa de que Mark se haya vuelto así —dijo Cally—. Tú, en cambio…, te has creado a ti misma.

—¡Apocalipsis! —La voz de la Muerte se volvió todavía más terrible—. ¡Obedece a tu destino! —Y al escuchar esas palabras la bestia abrió su inmensa boca y ladró o mugió con un sonido temible y melancólico. Cally se estremeció, sintiendo el viento cálido de aquel aullido en su espalda.

—¿Destino? —replicó—. Te refieres a que he de hacer lo que tú quieras. Quieres que te obedezca, eso es todo. Los destinos no existen. —Sus ojos se iluminaron con el brillo de quien contempla una visión—. Sólo hay decisiones y sueños.

—¡Estúpida! —La cigarra avanzó haciendo crujir sus patas acorazadas.

—¡Sí, soy una estúpida! —La ira hizo que las palabras de Cally parecieran chisporrotear y en ellas había el calor del fuego anaranjado y la dureza del hueso negro. El rey-insecto que la amenazaba se quedó tan sorprendido que dio un paso hacia atrás y Cally siguió hablando—. Soy una idiota: me he pasado demasiado tiempo escuchándote. Tu camino es el camino del odio, la desesperación y la muerte y yo lo he seguido. ¡Mírame! —Bajó los ojos por primera vez; se observó a sí misma, extendiendo sus manos parecidas a garras en un gesto lleno de repugnancia—. Soy un esqueleto. Me he dejado convertir en algo casi tan horrible como tú.

—¿Cómo osas hablarme de esta forma?

Siguió gritándole pero Cally no la escuchó. Le dio la espalda a la Muerte.

Oyó el siseo de rabia y el repiqueteo de la cola de escorpión alzándose para atacar, pero no miró a su enemiga. Clavó los ojos en la bestia, tan cercana e inmensa que se vio obligada a echar la cabeza hacia atrás para verla, o para ver todo lo que podía abarcar de ella. Y también vio otras cosas: más allá de la bestia había una pareja de jóvenes unida en un tenso y asustado abrazo…, Barry y Joan. Y al otro lado, una segunda pareja de amantes cogidas de la mano, igual de asustada, mirándola fijamente…, Elspeth y Shirley. Vio muchas cosas: los bebés famélicos que había en el vello de la bestia, la sombra de un pájaro, el lento girar del cielo. Pero no tenía ni idea de qué sentía la bestia.

—He escogido el camino de la vida —le dijo en voz baja y suave—. He renunciado a mi hambre. Comeré. Quiero darme un banquete con la vida.

—¡Apocalipsis! —La voz llena de amargura era como el escupitajo del fuego.

Cally la ignoró, hablándole sólo a la bestia.

—Ahora lo sé. Lo he visto. Sólo hay una forma de encontrar consuelo y amor, y es sembrarlo. Tienes que dar para recibir.

—¡Apocalipsis! —El aliento de la Muerte le quemó el hombro y sintió el jadear de su pasión en el cuello—. Yo también puedo dar. Te doy una última oportunidad…

—Vete al infierno —le ordenó Cally.

Algo o alguien aulló. La bestia lanzó un trompeteo y se alzó ante ella.

—Te quiero, Mark —le dijo Cally con ternura a la bestia un instante antes de que ésta saltara hacia delante.

«Gigí» seguía luchando con la turba cuando vio cómo Elspeth y Shirley se alejaban y reaccionó lanzando un chillido de irritación; ¡la espada de la Guerra no había derramado sangre para defenderla! No les importaba lo que pudiera ocurrirle. A nadie le importaba. Hasta la Guerra, el Hambre y la Peste odiaban a la Muerte.

Las cuatro mujeres se habían dispersado; estaba sola. (La idea le hizo sentir más rabia que dolor). O, mejor dicho, la habían dejado atrás, abandonada, luchando contra cincuenta personas para conservar su montura…, y estaba a punto de perderla. Sintió cómo alguien tiraba de ella, desequilibrándola, y cayó; gritó…, algunos de los que oyeron ese grito creyeron captar el miedo, pero era un grito de furia. Aterrizó en el suelo, indignada, y cien manos cayeron sobre «Aceite de serpiente». Pero no estaban acostumbrados a manejar caballos. No sabían cómo dominar a un caballo asustado. Aquellas manos que se debatían importunándole hicieron que el castrado enloqueciera. Cuando «Gigí» logró ponerse en pie, maldiciendo, diez personas yacían inmóviles en el suelo y «Aceite de serpiente» era una mancha clara que se esfumaba al galope entre el humo, perseguida por un grupito de hombres que se movían con lo que, por contraste, parecía una penosa lentitud.

—¡Capullos! —gritó «Gigí» con vehemencia—. ¡Le habéis asustado! —Sus gritos no tuvieron ningún efecto, tal y como se había imaginado, pero los hombres no tardarían en cansarse y abandonarían la persecución. Y quizá «Aceite de serpiente» también acabara cansándose y se detuviera a pastar pasado un rato; habían tenido un día agotador. «Gigí» partió en busca de su caballo sin lanzarle ni una sola mirada a los cuerpos pisoteados que yacían en el suelo.

Una hora después la Muerte estaba llorando.

Siguió el rastro dejado por «Aceite de serpiente» hasta la vieja fábrica textil: el caballo parecía haberse esfumado en el bosque que había detrás. Podía morirse de hambre antes de que le encontrara, quizá se le enganchara la rienda en una rama y acabara estrangulándose a sí mismo… Aquel día el apocalipsis se cernía en el aire de una forma tan palpable como el humo y «Gigí» tragó saliva, lloró y se preocupó como si fuera la madre de un niño perdido. En ese mismo instante Shirley y Elspeth estaban en el parque del tranvía viendo cómo sus monturas huían al galope, más preocupadas por Cally, Joan Musser y Mark que por las yeguas. Y cuando Cally vio que «Diablo» lanzaba un bufido y partía hacia el crepúsculo unos instantes después aceptó su deserción y ni tan siquiera se permitió un encogimiento de hombros. «Diablo» no le debía afecto, lealtad o amor; el amor era algo reservado a las personas. Pero «Gigí» había perdido a «Aceite de serpiente» y para ella eso era como si aquel hijo de perra pomposo llamado Dios hubiera alargado la mano desde su caballo del cielo para llevarse lo único que le importaba.

Además, cuando te habías acostumbrado a montar ir a pie resultaba muy humillante. Esa turba de patanes de Hoadley había logrado humillarla, y lo sabían; probablemente ahora estarían riéndose de ella… Y sus nuevas botas de montar que tan elegantes resultaban sobre la grupa de un caballo eran una tortura a cada paso que daba. Tenía ampollas en los talones y el rígido cuero negro le había dejado las corvas en carne viva.

Aun así, dobló la esquina de la fábrica abandonada —ese edificio de ladrillos amarillos, tan amarillos como el cielo de Hoadley—, llorando y cojeando, y lo que vio hizo que dejara de llorar. Las cosas se habían puesto tan mal que llorar ya no servía de nada.

El appaloosa yacía entre los matojos y la pared de ladrillos, con la silla y las bridas puestas, tumbado de lado con el cuello estirado y una mancha de sangre en los ollares. Muerto.

Y Homer estaba junto a él, con un rifle en las manos.

—Siempre quise matar a ese caballo —le dijo.

«Gigí» le lanzó una mirada asesina. Sus fosas nasales —casi tan grises como su cabello color acero, ya fuera por lo que veía o por su larga enfermedad—, se contraían y se dilataban siguiendo el lento y dificultoso ritmo de su respiración. El cañón del rifle apuntaba hacia su pecho como el ojo de un diablo, tan cerca que casi habría podido tocarlo con la mano, tan cerca que no tenía más remedio que mirarlo. Tan negro… Aquel agujero poseía una negrura tan intensa que parecía a punto de estallar hacia dentro. Como un carbón muerto. Como su alma.

—No estaba en casa —se burló Homer—. Qué gran decepción, ¿verdad?

«Gigí» sabía que el caballo no era lo único que deseaba matar desde hacía mucho tiempo: también quería matarla a ella. El pecho le dolía como si alguien le hubiera arrancado el corazón con un cuchillo… Pero la idea de suplicarle ni tan siquiera se le pasó por la cabeza. Irguió el cuerpo, sin prestarle atención al dolor.

—Bestia —le dijo—. Tirano. Monstruo.

Homer sonrió.

—Ajá —dijo, y apretó el gatillo.

La bestia saltó.

La bestia surgida del abismo lanzó un rugido que hizo temblar la cima de la colina y las últimas llamas agonizantes del carrusel y atacó, surcando el vacío para terminar con quien la había irritado. Cally cayó casi encima de las llamas. Un grito flotó por el aire alzándose junto con el humo…, pero no era el grito de Cally. Al menos, no al principio.

Cally empezó a gritar unos segundos después.