«Gigí» acudió ese día al establo con ganas de montar a caballo y la fuerza de su presencia solía tener un considerable impacto sobre quienes la rodeaban. Los gruesos callos blancos como la piel de un cadáver que cubrían su maltrecho cuerpo parecían definirla, permitiéndole caminar con orgullo, hablar como si de su boca cayeran piedras y salirse con la suya. Encontró a Cally, Shirley y Elspeth en la granja, aún algo aturdidas por lo ocurrido la noche anterior, y el tirón de sus secas palabras y sus fríos dedos las hizo salir de su refugio para montar a caballo con ella.
En cuanto «Gigí» hubo conseguido ponerlas en movimiento la siguieron de buena gana. Las tres mujeres estaban librando un terrible combate con sus propios demonios internos y acogieron la perspectiva de montar como si fuera un talismán de control y dominio; en cuanto llevaran un rato a caballo experimentarían la sensación de que todo iba bien, por muy ilusoria que fuese, y volverían a ser capaces de hablar entre ellas, aunque su objetivo no era comunicarse y actuar como una falange formada por cuatro guerreras. Partieron hacia una aventura personal, y buscaban una respuesta igualmente personal.
Cally ensilló a «Diablo» en su aprisco (ya que el caballo se negaba a dejarse ensillar en el pasillo del establo) y eso le permitió observar a las demás sin que se enteraran de su escrutinio. «Gigí», tan maravillosamente segura de sí misma que el estado anímico de las otras mujeres no tenía ningún efecto sobre ella, le decía dulces palabras sin sentido a «Aceite de serpiente»; si aún le quedaba algo de ternura dentro, estaba reservada para su montura. Elspeth, ceñuda y con cara de preocupación, ensilló a «Guerrera» en silencio. Elspeth y Shirley no habían comido nada en todo el día, igual que Cally. Cally había preparado un poco de tocino y judías que acompañó con una tortilla de moras, instándolas a que comieran aquel pesado almuerzo para permitirle participar un poco del acto de alimentarse, pero ninguna de las dos lo había probado. Shirley también guardaba silencio y ni la luz color miel del atardecer bastaba para ocultar su palidez: Shirley, la de los huesos grandes y la voz jovial, la que siempre reía con fuerza y cuyo rostro encendido siempre se había parecido a los redondos pétalos color melocotón de una rosa alemana abonada con el mejor estiércol…
—Shirley —dijo Cally, y el nombre salió de sus labios como arrancado por la sorpresa que le había producido lo que vio en esa piel pálida bañada por el sol.
Shirley fue hacia el aprisco sin decir palabra y la contempló por encima del polvoriento mamparo de tablones, y Cally le habló en voz baja, aun sabiendo que todas podían oírla y podían ver lo que ella había visto.
—Te han salido manchas.
Shirley bajó los ojos hacia los duros bultos color azul morado que había en su brazo y asintió.
—No son mordeduras de insecto.
Era una afirmación más que una pregunta; Shirley ni tan siquiera se tomó la molestia de negar con la cabeza. Sabía tan bien como Cally que aquellas pequeñas hinchazones de la piel no eran picaduras, mordiscos o granos irritados.
—Te oí toser por la noche. Tu forma de toser me recordó la tos de un fumador. Pero tú no fumas.
—Nunca he fumado —dijo Shirley.
Se miraron la una a la otra. Cally sintió cómo los pequeños músculos que había alrededor de sus ojos se movían espasmódicamente, haciéndola parpadear.
—Anda, suéltalo —dijo Shirley—. Ha empezado.
—¿Qué ha empezado? —canturreó «Gigí» con una jovial falta de sensibilidad desde el final del establo, donde estaba esperándolas junto a «Aceite de serpiente». Elspeth y Cally clavaron los ojos en sus botas cubiertas de barro pero fue Shirley quien respondió.
—El SIDA. —Dos palabras dichas con voz seca. Los oscuros ojos de Elspeth se alzaron de repente ardiendo con una llama donde se mezclaban el enfado y la súplica.
—¡No vuelvas a decir eso!
—Ahora ya tanto da, ¿no? —replicó Shirley.
Salieron del establo. Montaron en sus animales: el negro, la yegua gris, la baya color sangre y el castrado color pergamino de «Gigí». Cuatro mujeres que ya eran demasiado viejas para ese tipo de pasatiempos juveniles se pusieron en movimiento: «Gigí», medio devorada por la inminencia de su muerte; Cally, consumida por el hambre que casi la había convertido en un esqueleto; Shirley, con el buitre del SIDA agazapándose sobre su hombro, clavándole sus afiladas garras en la carne y Elspeth con un arma que aún no había probado la sangre. Bajaron el risco y avanzaron por el valle entre las sombras temblorosas y el estrépito de la mina. Hablaron de los hombres y las turbas, contándole a «Gigí» parte de lo ocurrido durante la noche y sin mencionar el tema de lo que Shirley había sido. Sus sentimientos hacia una mujer que había sido un hombre…, qué extraños eran. Hasta el increíble tiovivo en que se había convertido la verja parecía un tema más fácil de abordar que el de Shirley, pues ahora sabían lo que fue en el pasado. No estaban muy seguras de cómo tratarla y ya no estaban dispuestas a confiarle sus pensamientos y sus confidencias, aunque era la misma que había sido siempre… Y sólo el Dios de los Inadaptados sabía qué sería de su relación con Elspeth, esa relación que, a todos los efectos prácticos, bien podía llamarse matrimonio.
Y cuando volvieron de su paseo se encontraron con un hombre que quizá estuviera loco o quizá no fuera más que una muestra representativa de su especie, un hombre dominado por una rabia primigenia que se hacía visible en su cuerpo adoptando la forma de garras, pelaje erizado y cuernos.
Y unos instantes después oyeron gritar al señor Zankowski.
Le oyeron desde una cierta distancia y su voz resonó por el bosque con la fuerza de un estampido.
—¡El armagedón! —trompeteaba, y en la palabra había ecos tanto de miedo como de triunfo—. ¡El arr-magedón! ¡El arr…! —La proclama de victoria se convirtió en un alarido que se cortó de repente.
Cally fue la primera en llegar hasta él y pasó volando por encima del hombro de «Diablo» —el caballo se asustó al ver aquella cosa fláccida como un montón de harapos que yacía sobre la gravilla, aquella cosa que olía a muerte y sangre expulsada en una última tos—, y aterrizó sobre su flaca espalda bajo los ojos enloquecidos de «Diablo». La cabeza del animal bajó hacia ella como una grotesca serpiente enseñándole sus ollares dilatados y sus cascos delanteros se cernieron sobre su cuerpo, pero Cally logró no soltar las riendas. Pasar volando por encima del hombro de su caballo ya casi era algo rutinario para ella. Las otras mujeres aparecieron cuando Cally ya se había arrodillado junto al cuerpo del señor Zankowski (tan aplastado y hecho pedazos como si hubiera caído desde lo alto de un rascacielos), sosteniendo las riendas de «Diablo» en una mano y buscando la carótida del señor Zankowski con la otra: no logró encontrarle el pulso o cualquier otra señal de vida. El muerto rostro del señor Zankowski contemplaba el sucio cielo de Hoadley con una expresión de paz extasiada, como si hubiera visto la gloria que envolvía la llegada de su Dios.
Shirley y Elspeth se mantuvieron un poco alejadas: consideraban que Cally era su profesional de la muerte, aunque sólo fuera a través del matrimonio, y no querían compartir ni una fracción de su experiencia; pero «Gigí» fue hacia ella y bajó la vista hacia el cadáver.
—Está ferrecht —dijo con voz seca, como si hablara impartiendo un conocimiento indudable y casi despreocupado. Roto, hecho añicos, irreparablemente destrozado…, ése era el significado de la vieja palabra alemana. Muerto. Hubo un tiempo, varias generaciones antes, en que usar esa palabra había sido una especie de eufemismo o broma para decir que una persona muerta ya estaba más allá de cualquier arreglo posible, como si la persona fuese un reloj averiado, un cable eléctrico quemado, un teléfono que se había caído al suelo o una máquina expendedora de bebidas que jamás volvería a funcionar. Ferrecht—. No le muevas, déjale donde está.
Cally se puso en pie sintiendo el dolor de la caída; tenía que admitir que esa caída le dolía mucho más de lo que le habría dolido unos meses antes, cuando aún tenía algo de carne en las costillas y la columna vertebral. Los huesos sobre los que se sentaba apenas si tenían carne que los recubriera y hasta la silla de montar le resultaba dolorosa. Se quedó inmóvil, tambaleándose a causa del dolor y el hambre, y a su alrededor las hojas de madera amarillenta se alzaban como cuchillos brotando de los tocones, afiladas como krises malayos; parecían llamas agazapadas en su forma casi primigenia, como si sólo un paso las separara de volver a reunirse con el sol… Llamas. La gente decía que el mundo terminaría en un gran incendio.
La boca de la mina asomaba por entre los árboles destrozados como nunca había asomado antes, formando un bostezante y sombrío rictus de piedra.
—¿Cómo murió? —preguntó Elspeth sin bajar de su montura pero tensando la cabeza y los hombros hacia el cadáver como si fuera un buitre de exquisita belleza, como si el olor de la sangre la atrajera…
—¿Y cómo voy a saberlo? —El tono seco con que pronunció esas palabras hizo que Cally se diera cuenta de lo asustada que estaba. ¿De qué? ¿De Mark? ¿O de lo que le había ocurrido, fuera lo que fuese?
Mark… ¿Seguía importándole algo?
—Dejaremos que el forense se preocupe de eso —añadió con voz algo más tranquila, intentando parecer tranquila y competente. No, cuerda. Al menos, según los patrones de Hoadley.
—El forense jamás vendrá hasta aquí —afirmó «Gigí», y en su voz había una seca y alegre certidumbre, un tono de absoluta y definitiva locura—. El forense va a tener muchas cosas de que preocuparse.
—Marchémonos de este sitio —les suplicó Shirley.
Alargó la mano pese al pánico que se ocultaba tras la bravuconada de su potente voz y mantuvo inmóvil a «Diablo» mientras Cally montaba. De lo contrario Cally quizá no hubiera conseguido subirse al gran animal; los últimos restos de aquella energía antinatural suya nacida de quemar la carne parecían haberla abandonado de repente y pese al calor propio de finales de junio estaba temblando de frío.
Algo de color negro se movió sobre la negrura de la gravilla y los caballos se encabritaron violentamente. La serpiente negra fue hacia el cadáver del ermitaño-minero como una emanación surgida del carbón de Hoadley: cuando llegó junto a él probó el terreno ofrecido por la camisa de popelín con su lengua bifurcada y acabó colocándose sobre la huesuda concavidad de su pecho formando una espiral.
—¡Salgamos de aquí!
«Salir de aquí» significaba volver a casa, al establo y la seguridad; tanto caballos como jinetes estaban plenamente de acuerdo sobre ese concepto. Volvieron a abrirse paso por entre los troncos caídos en el suelo y, una vez más, avanzaron a una velocidad bastante temeraria. Hasta Shirley parecía haber perdido toda su prudente cautela de costumbre. Siguieron el camino más corto y abrupto de todo el risco y las mujeres se aferraron a las crines de sus monturas como si fuesen salvavidas, y las cigarras con rostros humanos agarradas a las ramas y tallos que había sobre sus cabezas reanudaron su canturreo, un coro gimoteante que repetía «El fin…, el fin…».
—Dios mío —dijo Shirley con voz átona.
Había hecho detenerse su corpulenta pura sangre de color gris allí donde empezaban los pastos; las demás se detuvieron detrás de ella para mirar.
—Dios mío —dijo Shirley, y en su voz había ahora un poco más de irritación, como si aquello fuera una afrenta personal—. Calaveras. Justo lo que más amo…
La verja que rodeaba la granja había vuelto a ponerse en movimiento girando como un carrusel y los caballitos de plástico subían y bajaban con todos los colores del espectro solar…, pero sus cabezas se habían convertido en calaveras. Las calaveras tenían cuernos y eran grotescamente grandes para la pequeñez de sus cuerpos; el hueso era de un negro deslustrado y los cuernos de un amarillo mostaza, un naranja calabaza o de color rosa. Cally se protegió los ojos del zumbido que parecía emitir aquel rosa neón.
—Dios —dijo poniendo cara de asombro, como si estuviera viendo girar un mundo multicolor que brillaba ante sus ojos con todo el atractivo del salvavidas arrojado a un nadador que se ahoga—. Jesús bendito, ¿eso es para impedirnos entrar, para que no salgamos, para salvarnos o para matamos?
—No quiero descubrirlo. —La gran yegua de Shirley estaba sudando y temblando, igual que su jinete. Las cuatro mujeres se pusieron de acuerdo sin decir ni una sola palabra: hicieron volver grupas a sus monturas y se alejaron de la granja. Dos coches, el de Cally y el de «Gigí», las esperaban fuera del perímetro giratorio delimitado por la verja, pero ninguna quería acercarse tanto a aquel extraño fenómeno. Sus caballos ya no eran juguetes, sino vehículos. ¿Adónde ir? Sólo había un sitio al que ir. El centro del universo: Hoadley.
«Diablo» había puesto su tozuda cabeza negra en primera fila, como siempre, por lo que Cally guió a las demás mujeres a través de los yacimientos abandonados que había entre el establo y el pueblo. Avanzaron por el sendero de grava y los cascos golpearon secamente la negra superficie apisonada…
El mundo que había bajo ella se volvió hueco.
Oyó cómo los cascos de «Diablo» creaban un sonido increíblemente grave, como si hicieran vibrar un inmenso gong de barro. Tiró bruscamente de las riendas para detenerle y, por una vez, «Diablo» la obedeció sin oponer resistencia; él también había sentido aquel vacío repentino, la trampa para elefantes oculta bajo una delgada y traicionera capa de tierra, y se quedó quieto, moviendo las orejas con incertidumbre.
Las otras tres mujeres se habían detenido a cierta distancia de Cally.
—Debemos estar encima de un túnel —gritó «Gigí»—. No hay que preocuparse.
—Antes no estaba aquí —dijo Cally. Sus palabras cayeron como piedras por un abismo, haciendo callar a «Gigí».
Oyeron una especie de rugido procedente del valle donde estaba Hoadley, a un kilómetro y medio de distancia. Una nube de polvo se alzó por encima de los árboles.
—Qué diablos —dijo Elspeth de repente. Su piel color té estaba empezando a volverse de un tono grisáceo—. Regresemos.
—¿Adónde? —El rostro y los brazos de Shirley estaban cubiertos por una proliferación de nódulos color violeta que parecían moretones y que resultaban terriblemente visibles sobre la palidez de su piel—. Tenemos que seguir adelante.
«Gigí» había recobrado la voz.
—Si vamos de una en una no creo que corramos ningún peligro —dijo—. «Diablo» todavía no se ha caído. Cally, haz que ese caballo tuyo mueva el trasero.
Cally tensó las piernas apretando suavemente los flancos de «Diablo» pero, en vez de avanzar, el caballo negro meneó la cabeza y arañó el suelo con una de sus pezuñas delanteras, como si hubiera decidido volver al infierno del que venían él o su nombre. El golpe hizo que el suelo vibrase como una enorme vasija de barro cocido.
—¡Eh! —gritó Cally, aterrorizada, y le clavó las botas. «Diablo» pasó bruscamente de estar parado a su desenfrenado galope de costumbre.
«Diablo» se lanzó sobre Hoadley como un ángel negro y las demás monturas parecían decididas a imitarle. Sus jinetes se mostraron tan temerarios como la famélica Cally, que parecía tener muchas ganas de suicidarse (y que ahora se agarraba a su montura con el dolorido y flaco trasero al aire, sosteniéndose gracias a su sentido del equilibrio, los estribos y sus rodillas, igual que un jockey), cabalgando de una forma tan osada como la vieja «Gigí», la eterna moribunda. Cruzaron la zona de peligro de un solo salto y siguieron moviéndose con la cegadora velocidad de un fuego en la pradera. Durante los escasos momentos de esa cabalgada Cally se dio cuenta de una cosa: aquel lugar vacío, esa cueva oculta —tanto daba el nombre: túnel de mina, agujero de gusano, cubil de la bestia—, se extendía en línea recta entre la mina de Zankowski y Hoadley.
Las cuatro jinetes avanzaron a una velocidad salvaje por entre las chozas de papel alquitranado que se alzaban en las afueras y entraron en el pueblo propiamente dicho, allí donde las hileras de casas color marrón rata cubrían las faldas de la colina como viejas harapientas sentadas en unos peldaños.
—¡Yee-hah! —gritó «Gigí», que estaba pasándoselo muy bien. Las matronas de Hoadley, sacadas de sus cocinas y atraídas a los porches por los gritos y aquel estruendo que hacía pensar en un incendio, se congregaron en las aceras parloteando las unas con las otras como si fueran langostas; «Gigí» levantó la mano y se llevó un dedo a la nariz, burlándose de ellas. Elspeth sentía el mismo deseo de desafiarlas y les dirigió una sonrisa siniestra pero Shirley —que tenía más motivos para el rencor que ninguna de ellas—, no quería o no podía sonreír; Hoadley era el pueblo donde había nacido y cuando pensaba en los habitantes de aquel lugar sentía una especie de nostalgia agridulce: la familia que había perdido, las viejas amistades que habían dejado de serlo… Tensó los músculos de su desfigurado rostro y hundió sus talones en los flancos de «Dama sombría», obligándola a mantener aquel galope desenfrenado. Cally, cuyo caballo no necesitaba ningún tipo de estímulo, montaba como si estuviese en trance.
Las cuatro mujeres recorrieron la calle principal cabalgando la una al lado de la otra: Shirley con las garras de la pestilencia marcando su piel, «Gigí» sonriendo como una calavera, Cally enflaquecida por el hambre y Elspeth llevando una espada.
El polvo que tenían delante se había convertido en una columna de humo que llegaba hasta las nubes amarillas del cielo de Hoadley y un instante después «Diablo» fue frenando su galopar, se encabritó y acabó deteniéndose no porque quisiera sino porque no le quedaba más remedio, y las otras se detuvieron y miraron hacia delante: los cuatro caballos formaron una fila de ollares dilatados, costillas temblorosas y alientos jadeantes. Sus pezuñas delanteras casi rozaban el borde de un precipicio.
Un abismo negro que se iba ensanchando poco a poco se había abierto en pleno centro de Hoadley. Desde donde estaban las cuatro mujeres no podían ver su fondo; quizá no hubiera ningún fondo que ver… El edificio municipal, la estructura de gárgolas y piedra rojiza que albergaba la administración de Hoadley, ya había desaparecido dentro de él junto con el único semáforo del pueblo. Unos gruesos cables que parecían gusanos se retorcían echando chispas sobre el borde de aquella herida abierta en la carne del pueblo y de algún sitio les llegaba el ruido del agua; las cañerías principales se habían roto. Un camión de los bomberos se balanceaba medio dentro y medio fuera del abismo, y los bomberos calzados con gruesas botas ya no se esforzaban por salvarlo, como tampoco intentaban salvar el Salón de Belleza Bronceado Tropical, que ardía y se iba desmoronando: partes del edificio se desprendían para caer a la oscuridad del abismo como si fueran antorchas. Los bomberos retrocedían gritando o hacían pequeñas y fútiles incursiones por la periferia de la catástrofe. Los habitantes de Hoadley formaron grupos para contemplar aquel agujero negro como el carbón —un inmenso pozo de mina sin jaula de ascensor—, corriendo hacia allí para echarle una mirada a las fauces del infierno o gritando y alejándose apresuradamente de él. En el parque seiscientos sesenta y seis inadaptados que llevaban la marca de Ahira se habían congregado junto al pabellón y esperaban la llegada de una líder que aún no se había presentado.
Los espectadores retrocedieron gritando; otra porción de pavimento empezaba a desprenderse, haciendo que todo el pueblo vibrara con ecos dignos del más potente barítono. Una hilera de parquímetros y la esquina del único edificio moderno del pueblo, la Oficina de Correos, comenzaron a oscilar sobre las entrañas huecas que había bajo Hoadley. Los bloques de los cimientos y los ladrillos se desmoronaron y cayeron sin ningún sonido que pudiera indicar que habían chocado con el fondo. Sobres en cuyo matasellos se leía la fecha de ese día, el día del éxtasis, se precipitaron en las profundidades girando tan despacio como si fuesen mariposas.
—Eso me recuerda algo —dijo Elspeth tan fríamente como si hubiera acudido a Hoadley con el único fin de echarle una mirada a su correo; Elspeth, la artista, la observadora, se había distanciado de los extraños acontecimientos que estaban teniendo lugar a su alrededor. Estaba observando y, en cierto sentido, se observaba a sí misma y a su soberbio aplomo estético cuando metió la mano en un bolsillo de su túnica y encontró la carta que había pretendido devolverle a Cally cuando fue al establo y pasó junto a ella. Pero entonces sus ojos leyeron el nombre de la persona a la cual iba dirigida—. ¿Apocalipsis? —preguntó, perdiendo todo su aplomo—. ¿Eso es lo que significa «Cally»? ¿Apocalipsis?
—¡No me llames así! —le ordenó Cally, sintiendo un sano e irracional disgusto al ver que su secreto había sido descubierto, temiendo que ahora debería luchar con ese nombre tan poco atractivo durante el resto de su vida en aquel lugar. Cogió el sobre sin comprender casi nada de lo que ocurría: los acontecimientos de aquel día la habían afectado tanto que ni se preguntaba cómo era posible que Elspeth tuviera una carta dirigida a ella. Sólo sabía que la carta era de su madre. Nadie salvo su madre la llamaba Apocalipsis.
—¡Dios! —exclamó «Gigí» con un horror que no había mostrado ante el cadáver de Bud Zankowski o al ver que el pueblo se precipitaba en el vientre del infierno—. ¿Quién sería capaz de llamar Apocalipsis a una pobre niña?
—Mi madre. —Cally sostuvo el sobre en su mano, dándose cuenta de que estaba abierto pero sin decidirse a extraer el mensaje que contenía—. Cuando me concibió pasaba por lo que podría llamarse una fase pentecostaliana. —Miró a su alrededor como buscando un sitio tranquilo donde sentarse y leer. El pavimento estaba empezando a temblar bajo los cascos de su caballo.
—Salgamos de aquí —dijo Shirley de repente con algo parecido a la pasión en su voz—. No me refiero sólo a este jaleo… Vayámonos muy lejos. Al otro lado de las montañas. —Lejos de Hoadley, el pueblo que nunca olvidaba nada; lejos de aquello que la había creado y la había hecho como era: una inadaptada, un fenómeno.
Nadie respondió a sus palabras, aunque Elspeth hizo retroceder a su yegua rojiza, mirando a Shirley como si esperase que la guiara. Pero Cally se sentó en el suelo para contemplar aquel pozo negro que estaba engullendo el pueblo.
—Mark está ahí abajo —dijo.
—¿Qué? —Shirley decidió olvidarse un rato de sus problemas. Se acercó unos centímetros más al borde, se inclinó y miró hacia abajo. Las sombras, el polvo y aquel humo que irritaba los ojos y hacía llorar no le dejaron ver nada—. ¿Estás segura?
—Estoy segura.
—Pero ¿cómo puedes…?
—¿Y a quién infiernos le importa? —la interrumpió «Gigí» con un repentino estallido de violencia—. Ese maldito desgraciado es un inútil y un mal bicho. Cally, ¿qué puede importarte lo que le ocurra? Si fuera tú le mataría.
—Cierto —replicó Cally con voz átona e hizo volver grupas a su caballo. Las cuatro mujeres se metieron por un angosto callejón que daba a la calle del ferrocarril y que las alejó una manzana de la devastación que estaba devorando los comercios, casas y salones de pompas fúnebres que había a lo largo de la calle principal. En la calle del ferrocarril volvía a haber casas de paredes sucias, tiendas con las puertas tapadas por tablones, tabernas y sociedades étnicas: las Águilas Eslovacas, el Club Polaco, la Orden Fraternal de la Norteamérica Italiana… Hombres vestidos con monos comprados en Sears salían a toda prisa de los bares y clubs. La tierra temblaba bajo sus pies. Las herraduras de acero resbalaban sobre el asfalto agrietado y los caballos movían la cabeza en un pánico contenido por las riendas, queriendo lanzarse al galope.
A Cally le parecía perfectamente natural que la tierra estuviera derrumbándose y abriéndose bajo sus pies, dejándoles sin ni un solo sitio seguro que pisar. Los cimientos de su vida habían estado temblando desde la noche en que abandonó a Mark; el derrumbe de Hoadley era algo que apenas si se cuestionaba, tan inevitable y adecuado le parecía. Pero, aun así, sentía un perezoso deseo que la impulsaba a no estar de acuerdo con «Gigí». Mark no era uno de aquellos a los que iba a pasarles algo, por mucho que se lo mereciese. Al contrario, Mark era el agente que estaba causando ese desastre. Cuando observaba el abismo había reconocido una técnica en todo lo ocurrido. Mark estaba acabando con Hoadley de una forma metódica y alegre, glotona e implacable, tal y como habría tratado a una bolsa de papel grasicnto llena de cacahuetes tostados.
Sojourner Hieronymus estaba sentada con la espalda muy tiesa en una fría silla metálica de su lúgubre porche color gris, negándose a que el pánico la llevara hasta la acera. Desaprobaba el pánico, el desorden y las cosas confusas; desaprobaba casi todo lo que estaba viendo y el que hubiera tantas cosas que desaprobar hizo que no pudiera contener una leve sonrisa. Observar a los idiotas de sus vecinos hacía que se sintiera casi alegre.
Un torbellino de polvo nacido en la conmoción que había calle abajo recorrió la calle girando velozmente sobre sí mismo. A nadie le gustaba cruzar uno de esos torbellinos —te hacía toser, te ensuciaba y, además, se decía que daba mala suerte—, pero hoy la gente gritaba y se apartaba de él sin la más mínima dignidad. Sojourner siguió observando: una chica volvía a casa del hospital e iba a cruzar la calle cuando el torbellino le impidió llegar a la acera y acabó viéndose atrapada por la periferia del viento. Le levantó la falda hasta más arriba de la cintura sin hacer caso de sus esfuerzos desesperados para bajársela con las manos. Todo el mundo pudo verle las bragas, unas cositas minúsculas e indecentes de encaje sedoso. Algunos viejos habrían dicho que su novio estaba pensando en ella, pero Sojourner sabía que no era así. Era el Diablo quien pensaba en esa chica. El Diablo sabía lo que llevaba debajo de ese vestido multicolor que parecía un caramelo. El Diablo había venido a echar un vistazo y a reclamarla para él. Sojourner lo sabía. Estaba segura de que la chica se afeitaba las piernas, y todo el mundo sabía que afeitar cualquier parte del cuerpo femenino sólo servía para que el vello volviera a crecer tan fuerte y tupido como la barba de un hombre…
La chica gritó porque mientras sus manos alisaban la falda después de la última travesura del torbellino habían sentido algo, y cuando miró hacia abajo vio…, vello, un vello oscuro, espeso y rizado que brotaba de sus piernas y se abría paso a través de sus bragas. La capa de vello era tan abundante que ya colgaba de sus muslos como si fuera unos pantalones, agitándose como unos bombachos de piel cuando corrió, sin parar de gritar, hacia el algo dudoso refugio que podía ofrecerle la casa de sus padres.
Sojourner lanzó una carcajada, un graznido-risa donde se mezclaban la sorpresa y el deleite, y sus veloces ojos grises, duros como cuentas y tan implacables como las pupilas de un pájaro, se volvieron hacia otra víctima. Esa Jessie Rzeszut, la gorda que vivía en la esquina, la que se teñía el pelo color rubio paja y se bronceaba hasta parecer una negra…, se pasaba todo el invierno yendo al Salón de Belleza Tropical y pasaba horas bajo esas máquinas que sólo servían para tirar el dinero, cociéndose como si estuviera metida en un microondas.
La mujer chilló, cayó sobre la acera y allí se quedó, tumbada de espaldas, con su opulento seno apuntando hacia el cielo: la carne tenía el apetitoso color marrón y la apariencia crujiente del pavo de Acción de Gracias.
Sojourner había pasado toda su vida sumida en la frustración porque se sentía impotente: no podía comprender o rectificar el mal del mundo, de su comunidad y sus vecinos. La oleada de éxtasis, la alegría largamente esperada del poder que al fin es alcanzado y el placer que sintió en ese momento del Apocalipsis hicieron que su cuerpo temblara con tanta fuerza como el hundimiento de Hoadley hacía temblar el porche donde estaba sentada. Gritó como si el Espíritu Santo hubiera entrado en ella y las palabras surgieron de esa boca que chasqueaba tan secamente como las fauces de una tortuga, creando inadaptados para reemplazar a los que Ahira había curado.
—¡Si juegas con fuego mojarás la cama! —Empezó a dar saltitos en su silla con la cabeza inclinada hacia delante y sus viejos ojos brillaban con la gloria de la llegada del Señor—. ¡Mujeres, si lleváis ropa de hombre os saldrá vello en los pechos! ¡Hombres, si os tocáis las partes os saldrá vello en las palmas!
Todos los hombres a los que podía ver pusieron cara de sorpresa y apretaron los puños. Pero lo que estaba ocurriendo más abajo era tan absorbente que de momento nadie le prestó atención al vello ni la forma en que había aparecido.
Sojourner se puso en pie, invadida por la alegría.
—¡El mundo no ha vuelto a ser el mismo desde que los tipos del gobierno empezaron a trastear con la luna!
Oona Litwack, que estaba en pie ante su mitad de la casa vistiendo sus acostumbrados pantalones de poliéster y que había sentido un peculiar cosquilleo en sus pechos —sus acogedores pechos, suaves como el almohadón relleno de fibra algodonada que había en el sofá de su sala, aquel sobre el que había bordado «La ovejita no está gorda, la ovejita es lanuda», con una oveja de tela en el centro—, Oona Litwack, que llevaba veintiún años siendo vecina de Sojourner Hieronymus, se dio la vuelta y observó atentamente a la flaca anciana de cabellos grises que estaba de pie en su desnudo porche grisáceo y fue hacia su propio porche.
—¡Si pisas una grieta tu madre se romperá la espalda! —le chilló Sojourner.
Oona siguió avanzando por entre sus rosales Belleza Americana, poniendo los pies bien planos en el suelo, como tenía por costumbre, y dejó atrás una hilera de patos de escayola mientras pisaba numerosas grietas.
—Mi madre está muerta, así que no me importa. —Estaba segura de que el ataúd enterrado bajo dos metros de tierra en el viejo cementerio del pueblo acababa de vibrar con el seco chasquido de la columna vertebral de su madre al romperse. Sí, estaba segura… Oona se detuvo en el último escalón de su porche y contempló a Sojourner desde el otro lado de la barandilla divisoria.
—¿Estornudas en domingo, o qué?
La gente ignorante decía que si una persona estornudaba en domingo el Diablo pasaría toda la semana con esa persona. Sojourner no creía en esas supersticiones. De hecho, el domingo pasado había estornudado y se sentía exactamente igual que siempre.
—Esas impatiens tuyas se meten en mi porche y pierden hojas —la acusó.
Oona no hizo caso de sus palabras.
—En vez de ir diciendo cosas sobre la gente de por aquí harías mejor diciendo que el mar se va a convertir en sangre y cosas por el estilo —le aconsejó con amabilidad—. El mar está lejos de aquí.
Sojourner le lanzó una mirada feroz.
—Si sueñas con caballos blancos acabarás llorando —dijo secamente—. Si sueñas con un caballo blanco te morirás.
Cuatro caballos aparecieron al extremo de la calle principal con sus cascos repiqueteando sobre el pavimento, cuatro caballos que emergieron de entre el humo, el polvo, los remolinos y el ruido del trueno como si fueran un presagio. Sobre ellos iban montadas cuatro mujeres conocidas de todo el pueblo…, no, mejor dicho, cuatro personas. Esa chiflada de Cally Wilmore, y «Gigí» Wildasin, y también estaba esa tal Elspeth que no tenía apellido, y Peter Wertz, que se hacía llamar Shirley Danyo. Oona Litwack vio cómo los fríos y brillantes ojos de Sojourner se clavaban en ellas. Esos ojos que tenían el mismo color del recipiente donde le dejaban la leche… Oona vio cómo la anciana tragaba aire para hablar.
«El fin…, el fin…» susurraron las cigarras posadas en los rosales.
Y entonces Oona hizo lo que llevaba veinte años deseando hacer. «Cállate», le dijo y sin el más mínimo esfuerzo y sin haberlo ensayado su mano encontró una maceta, una gruesa maceta de cerámica que tenía la forma de un león barrigudo, y la lanzó al otro lado de la barrera que dividía el porche, violando el espacio aéreo de Sojourner y la integridad física de su cráneo. La anciana cayó al suelo y se quedó quieta. Oona sabía que esas viejas damas flacas que carecían de acolchado eran bastante frágiles y se quedó razonablemente convencida de que no volvería a levantarse.
Entró en su casa y torció el gesto al sentir el cosquilleo del vello que le cubría los pechos. Sólo porque llevaba pantalones… Santo Dios. Si intentaba afeitárselo probablemente sólo conseguiría que volviera a crecerle más espeso y fuerte. Bueno, tanto daba. Su esposo no se daría ni cuenta.
Oona, de mala gana, le dio gracias al destino: al menos Sojourner no había llegado a decir que los hombres aficionados a la masturbación se quedaban ciegos. A Hoadley no parecía quedarle mucho tiempo de existencia, pero no le habría hecho ninguna gracia pasárselo teniendo que guiar a su esposo de la mano…
Cally pasó junto al porche de Sojourner montada en su caballo negro que no paraba de piafar y vio el cuerpo de la anciana caído en el suelo. El espectáculo apenas si tuvo efecto alguno sobre ella, salvo el de hacer que su mente sintiera una leve preocupación que no tardó en desvanecerse. Siempre había respetado a Sojourner porque era la única persona de todo Hoadley que parecía llevar una existencia dura, rígida y sin ninguna clase de compromisos, alguien que no saturaba su césped y su casa con objetos de mal gusto que no eran sino melosas imitaciones de la vida, alguien que no se atracaba de existencia convirtiéndola en un confuso desorden… Contempló el cadáver (caído en el suelo como si fuera el seco cascarón de una mazorca que el viento del invierno no tardaría en llevarse) y pensó que debía ser la única persona de Hoadley que sentía un cierto aprecio hacia Sojourner. Y, aun así, verla muerta no hacía que sintiera nada hacia ella, ni pena ni dolor, y se preguntó si habría hecho bien admirándola o si no la habría admirado por las razones equivocadas. Quizá también hubiera admirado a «Gigí» por razones igualmente equivocadas…
Le había pedido a Shirley que salieran de Hoadley pasando ante el salón de pompas fúnebres y Shirley (que quizá hubiera sido un hombre pero aun así seguía siendo una persona amable y siempre dispuesta a complacer a los demás) accedió a ello. Cuando llegaron al Reposo Perfecto, Cally pasó las riendas de «Diablo» alrededor del extremo de la fuente de tres niveles que había en el césped delantero y entró corriendo en el edificio: las otras tres mujeres se quedaron fuera, esperándola. No estaba muy segura de qué buscaba…, ¿a Mark? No, ya sabía dónde estaba. Aun así corrió de la Sala Azul a la Sala Melocotón y a la Sala Rosa, echando un vistazo en cada una. La Sala Rosa estaba ocupada por el cadáver del señor Mundy, un hombre que había trabajado de minero y que ahora esperaba los cuidados de Barry Beal, quien se encargaría de cubrirle con un lienzo cuya textura y color le habrían producido un ataque si siguiera convida. Cally se dio cuenta de que Barry Beal no estaba en la sala y no había estado allí: la parte de su cerebro que se ocupaba de los asuntos cotidianos se preguntó automáticamente por dónde podría andar. Mientras tanto el mundo se estaba volviendo loco, igual que ella, y el cadáver empezó a erguirse lentamente en la caja…, no, en el féretro, nunca pronuncies la palabra «caja», sí, el muerto se estaba sentando pero seguía inconfundible e inequívocamente muerto, con los ojos en blanco y el rostro tan rosado como el de un cerdito gracias al maquillaje y el fluido de embalsamar. El señor Mundy no se ayudó con las manos y no se quejó de su artritis y de que enseguida se quedaba sin aliento, tal y como habría hecho en vida. Se fue irguiendo como un muñeco de madera, como si la mano de Dios hubiera tirado de un hilo unido a su cabeza. Cally salió corriendo de la habitación.
Subió a toda velocidad los peldaños que llevaban al apartamento: había recuperado esa energía frenética de antes. Mark tampoco estaba allí. Pero nada más entrar en la atmósfera familiar de aquella sala tan repleta de objetos y muebles se olvidó del cadáver que había en el piso de abajo (estaban ocurriendo tantas cosas que un cadáver hiperactivo apenas si tenía importancia; la mirada vagamente burlona de la difunta señora Zepka, evidentemente, no era sino un mero atisbo de lo que sucedería en el futuro). Cally sabía por qué había vuelto a casa. Se dejó caer en el sofá, poniéndose tan cómoda como si alguien le hubiera entregado una taza de té, y empezó a leer la carta.
¿Que Tammy estaba actuando de una forma extraña y había sido hospitalizada para someterla a observación? ¿Que Owen mostraba síntomas de… lepra?
Sus niños. Sacarles de Hoadley no había sido suficiente. Hoadley había logrado atacarles antes de que se marcharan, como si el pueblo fuese una enfermedad contagiosa; Hoadley estaba dentro de ellos, era un veneno que corría por su sangre. Hoadley les mataría.
Sus niños; todos los niños… Los bebés hambrientos gemían entre los arbustos del exterior.
Cally se puso en pie y sus ojos estaban tan vidriosos y carentes de vida como los del cadáver. Bajó las escaleras con un paso que había perdido todo el impulso anterior y salió de la casa para reunirse con Elspeth, Shirley y «Gigí». ¿Qué otra cosa podía hacer, salvo ser la mujer que montaba en el corcel negro?
—Ahora iremos a mi casa —exigió «Gigí», sin molestarse en mirar a Shirley para ver si estaba de acuerdo; Shirley no protestaría—. Quiero ver si Homer sigue vivo o si ya ha conseguido morirse de un ataque cardíaco. Y si no ha sido así, quiero matarle.
Nadie sonrió. No hubo ni un parpadeo. «Gigí» siempre estaba hablando despreocupadamente de que algún día mataría a Homer.
—¿Qué momento puede ser mejor que éste? —añadió—. ¿Qué importancia tiene un cadáver más en todo este lío?
Tuvieron que retroceder un poco. Shirley iba la última, impasible pero muy pálida. El agujero que estaba engullendo el pueblo hacia las entrañas de las viejas minas había crecido; necesitaron dar un rodeo para evitarlo. Descubrieron que sus monturas les permitían moverse por los restos del pueblo con una libertad inalcanzable para todos los demás habitantes de Hoadley; podían abrirse paso por las angostas separaciones entre casa y casa que ningún coche sería capaz de cruzar, podían avanzar por los patios traseros y saltar las vallas que los separaban. Cuando llegaban a una calle podían atravesar las grietas del pavimento por entre los coches abandonados y las multitudes asustadas que huían a pie de la catástrofe les abrían paso, atemorizadas ante esos caballos de ojos enloquecidos y cuerpos cubiertos de sudor espumoso. Esa libertad a la que no estaban acostumbradas les hacía sentir una innegable excitación: ir a caballo por ese pueblo sobre el que había caído la catástrofe les daba un extraño poder. La montura appaloosa de «Gigí» pisoteó unos arriates de flores y su dueña dejó escapar una carcajada estridente. Cally le lanzó una mirada donde se mezclaban la repugnancia y la fascinación y pensó que nunca había visto tan llena de vida a esa vieja maligna sumida en una eterna agonía. Las emociones de aquel día del apocalipsis parecían haberla rejuvenecido. El potente olor a pánico y sudor que flotaba en el aire debía estarle sentando bien.
Cally se dio cuenta de que la vieja casa de los Wilmore se había hundido en el abismo. El lugar donde Mark había nacido, el hogar de su infancia…, ya no existía. Todo había desaparecido, hasta el cactus llamado Fred. Vio a mamá Wilmore con su habitual sombrero de ganchillo (el cactus había partido hacia la destrucción llevándose consigo el suyo) de pie entre la multitud que había junto al abismo, contemplando su avance. Los habitantes de Hoadley que seguían congregados alrededor del gran agujero lo observaban, gritaban y volvían a mirar y a chillar pero su incapacidad para apartarse del precipicio parecía tan fuerte como lo había sido la de marcharse de Hoadley. Era como si todos aquellos veteranos del pueblo estuvieran paralizados por la mirada hipnótica de un Dios con forma de serpiente negra…
Cally observó el abismo desde la ventajosa posición ofrecida por la grupa de «Diablo» y vio algo oscuro que se movía en las entrañas de la tierra: no era más que una sombra, un agitarse negro como el carbón, nada que pudiera verse con claridad.
—Mark… —murmuró con voz desprovista de toda emoción o sentimiento.
—¡Maldita sea! Allá va mi casa. —«Gigí» parecía ofendida e irritada. Cally sabía que «Gigí» no sentía ningún afecto hacia su casa; su enfado debía ser motivado porque había querido hacer desaparecer a Homer junto con la casa.
—Mark —volvió a murmurar Cally con los ojos clavados en el abismo y en ese humeante vacío negro que había bajo Hoadley, un espacio tan vacío como su vientre y como el corazón de «Gigí», y no apartó la vista de él hasta no oír una extraña especie de grito ahogado parecido a una tos seca procedente de la mujer que tenía al lado: Shirley. Entonces alzó los ojos.
La casa de «Gigí», su resistente verja a prueba de perros y el increíble esplendor de las flores de su jardín…, todo empezó a tambalearse al borde del abismo, rompiéndose y haciéndose pedazos. Y de aquel exuberante jardín, emergiendo de entre la densa masa de raíces y burbujeando para caer en el vacío, salieron… bebés, bebés que llevaban mucho tiempo muertos, bebés que se precipitaban hacia la nada sin lanzar ni un solo grito, docenas y centenares de ellos. Cuerpos minúsculos y frágiles, algunos casi esqueléticos, otros enroscados sobre sí mismos hasta formar bolas amarronadas, como otros tantos pájaros muertos y caparazones de insectos… Todos cayeron hacia el calor del fuego infernal, moviéndose por entre las hilachas de humo amarillo como la grasa de gallina que subían del agujero. Bebés, o lo que en tiempos fueron bebés, o lo que podrían haber sido bebés…
Los niños, pensó Cally, todos los niños… Y el viento le trajo el gimoteo agónico de aquellos otros bebés que habían emergido del subsuelo, los niños que tenían rostros negros como el carbón y alas traslúcidas con ribetes anaranjados. Los bebés hambrientos. Y Cally recordó lo que había dicho «Gigí»: «Al infierno con ellos».
—Abortista —dijo Elspeth con una voz átona en la que no había ninguna huella de pasión, observando a «Gigí» con los ojos entrecerrados propios de la artista.
—Asesina —dijo Cally, o intentó decirlo pues sentía como si tuviera una serpiente metida en la garganta y sólo consiguió emitir un leve jadeo estrangulado. «Gigí» se limitó a sonreír, enseñándoles los dientes en una mueca de calavera.
—Soy lo que soy —dijo «Gigí»—, igual que vosotras. Tú eres el Hambre. Y tú, Shirley Peter-sin-rabo Danyo, que-no-puede-tener-un-hijo-y-tampoco-puede-engendrarlo, tú eres la Peste. Y tú eres la Guerra, Elspeth, tanto si te gusta como si no. Pobre Elspeth, que nunca quiere participar en nada… —«Gigí» la contempló hasta que Elspeth bajó la cabeza para clavar los ojos en su espada y se volvió hacia Cally. La sonrisa se había esfumado de sus flacos labios—. No te hagas la estrecha conmigo, Señora Hambre Apocalipsis Wilmore. No eres mejor que yo. Eres casi igual que yo…
—Te odio —murmuró Cally.
—¿De veras? Me parece que…
—«Gigí»…, ¿qué eres? —la interrumpió Shirley, queriendo ponerle fin a la pelea.
—¡Maldita sea! —estalló Elspeth, volviéndose hacia su amante… o hacia su antigua amante—. ¿Es que siempre hay que explicártelo todo? Ahora…
—Ahora es mi turno —dijo «Gigí»—, y soy la Muerte.