Al día siguiente el buzón del Salón de Pompas Fúnebres El Reposo Perfecto contenía una carta dirigida a Cally. Mark tuvo que echarle una mirada al remite para darse cuenta de que era de su madre, tan pocas veces había visto la escurridiza caligrafía de aquella mujer. La madre de Cally jamás le escribía. ¿Por qué le mandaba esa misiva? Tenía que ser por algún asunto serio, quizá algo que deseaba mantenerle oculto a Mark, o de lo contrario habría telefoneado. O quizá no quisiera que los niños se enterasen… La preocupación por su descendencia se impuso a las sospechas de Mark y en cuanto se sintió ennoblecido por una emoción respetable se convirtió en Mark, el Caballero Blanco de la Bondad y el Servicio a la Humanidad: ahora no podía abrir el correo dirigido a otra persona, ni aun hallándose dominado por una mezcla de fastidio y celos, como había estado a punto de hacer cuando era Mark la Bestia.
Mark el Bondadoso llegó a un compromiso con Mark la Bestia y decidió fisgar un poco. Alzó el sobre sosteniéndolo a contraluz. El sobre contenía una breve nota con una sola doblez, lo que le permitió distinguir unas cuantas palabras: «Tammy…, el médico dice…». Y, más adelante, «bastante preocupada». Viniendo de la mujer que apenas si se preocupaba por nada…
Mark se metió la carta en el bolsillo, llamó por teléfono a su madre y le encargó que contestara las llamadas dirigidas al salón de pompas fúnebres. Después le dio instrucciones a su teléfono para que pasara las llamadas a casa de su madre y cogió el avisador para que pudiera encontrarle en caso de necesidad. Todos aquellos preparativos tenían como objeto permitir que el director del salón de pompas fúnebres pudiera abandonar su establecimiento. Dejaría la otra parte del avisador en casa de los Wilmore cuando pasara por allí en busca de Cally.
Cuando la señora Wilmore se marchó de casa yo estaba realmente preocupado por Joanie. Había cambiado mucho desde que le hizo esa mala pasada a su madre. Ahora ya no tenía nada que decirme pero tampoco le importaba el que yo anduviera por allí, lo cual no me servía de mucho. Nada parecía importarle. Casi nunca iba a ningún sitio, salvo a esas reuniones del parque. No salía ni para comprar comida. Subí muchas veces la colina para encontrármela en ese parque de atracciones suyo, a oscuras, sin nada que comer. Yo me encargaba de traerle provisiones. Me recordaba cómo había sido Joanie el último año, salvo que la vieja Joanie me habría gruñido. Ahira no me decía nada. Eso me preocupaba.
Si hubiera pensado un poco me habría dado cuenta de que me necesitaba y le habría dicho que sabía que era Joanie. Pero me había acostumbrado a que fuese Ahira. Ademas, desde que vi lo que le hizo a su madre le tenía un poco de miedo, así que me limitaba a llevarle comida y dejarla en paz.
Creo que en la vida nunca hay un término medio. Cuanto menos salía Ahira de su agujero más salían de los suyos los inadaptados de Hoadley. Naturalmente, muchos de ellos se habían curado y ahora ya no parecían tan raros ni eran tan feos, dejando aparte las marcas que tenían en las caras, pero eso no importaba. Seguíamos siendo inadaptados y lo sabíamos. Ser un inadaptado es algo que no depende del aspecto que tengas. Depende de lo que el mundo le haya hecho a tu interior. La única diferencia es que ahora estábamos orgullosos de nuestras cicatrices, ¿comprenden?, tanto de aquellas que la gente podía ver como de las que no podían ver, porque esas cicatrices nos habían convertido en la familia de Ahira. Ahora ya no nos escondíamos como solíamos hacer antes sino que nos pasábamos todo el día en la calle, y a veces salíamos casi de madrugada: dábamos vueltas por Hoadley y nos limitábamos a contemplar la luz del día como si no estuviéramos acostumbrados a verla y dábamos paseos juntos y nos sonreíamos. Era como si nos hubiésemos convertido en los dueños del pueblo… La gente apenas si salía de sus casas, por nosotros o por esos insectos negros que se pasaban todo el tiempo chillando como bebés. A nosotros no nos molestaban. Hasta los llevábamos de un lado para otro como si fuesen animalitos domésticos y contemplábamos sus negras caras y les decíamos cosas dulces. Esos insectos eran como parientes nuestros, y lo sabíamos. Los insectos también eran unos inadaptados. La chica que antes era calva llevaba todo un enjambre de ellos en su pelo. Les daba nombres y les quería como si fuesen hijos suyos y nunca se separaba de ellos, fuera adónde fuese. Muchos de nosotros hacíamos lo mismo.
Y cuando Ahira iba al parque, hacia la hora del crepúsculo, ya no nos presentábamos disimulando y tratando de escondernos como hacíamos antes. Estábamos allí esperándola y aquello casi parecía una fiesta, aunque no hubiera bebidas ni nada parecido, y cuando la veíamos venir la saludábamos y grupos enteros de nosotros echaban a correr para recibirla y abrazarla, y cuando quería marcharse no la dejábamos. La hacíamos recorrer todo Hoadley con nosotros y cantábamos tonterías y contábamos chistes malos, y muchos caminaban formando una gran fila con los brazos sobre el hombro de los que tenían a los lados, y Ahira también estaba en la fila. Yo nunca hice nada de eso porque pensaba que Ahira podría enfadarse pero me alegraba que los otros lo hicieran y que ella no se enfadara. A veces veía sus ojos y ese rostro suyo y me parecía que quería echarse a llorar. No me importaba. La gente tiene derecho a llorar de vez en cuando, ¿verdad?
Ya he dicho que estaba preocupado por ella pero nunca habría adivinado la locura que iba a cometer.
La mañana siguiente a una de esas noches —Ahira y un grupo de nosotros fuimos hasta la Mina 28 y pintamos con aerosol «666» en el puente del ferrocarril—, subí por la vieja línea del tranvía hasta donde vivía Joanie: todavía era muy temprano, antes de que tuviera que ir a trabajar al salón de pompas fúnebres. Llevaba conmigo un montón de plátanos, unos donuts de crema y un poco de salchichón para ella. Pero apenas entré por el agujero que el espíritu de la tierra había hecho en la pared de su tiovivo dejé todo eso en el suelo porque supe que algo andaba mal.
Lo supe porque había visto trocitos de cristal esparcidos por todo el suelo. Después vi a Joanie. Estaba tumbada en el suelo entre algunos de esos caballitos de madera. No estaba muerta y ni tan siquiera estaba inconsciente, porque pude verle los ojos, tan duros y brillantes como si también fueran trocitos de cristal. Había estado observándome desde que entré pero no me dijo hola ni nada, y sus ojos me miraban desde una mancha negra, y la mancha era sangre.
—Joanie —le dije, y estaba tan nervioso que ni siquiera pensé en lo que le decía—, oh, Joanie, maldición, ¿qué te has hecho? —Miré a mi alrededor, di unos cuantos pasos y cogí su linterna, encendiéndola para poder verla mejor. Y Joanie tenía los ojos clavados en mí, muy abiertos, y su boca se movía como si colgara de unos hilos de sangre.
—Bar —murmuró—. ¿Cómo…, quién? ¿Cómo lo has sabido?
La había llamado por su auténtico nombre, ¿comprenden? Pero ahora nada de eso me preocupaba. Sólo podía preocuparme por ella. Me acuclillé a su lado con la linterna y pude ver que ya no estaba sangrando: debía llevar un rato allí porque las gotas de sangre que había en el suelo ya estaban secas y la sangre de su cara empezaba a ponerse pegajosa. Pero se había aplastado la nariz y se había hecho un montón de cortes. Sus manos seguían enteras; las tenía cruzadas sobre su cuerpo. Se había tumbado en el suelo como si fuera un cadáver listo para el funeral.
—Bar… —me estaba diciendo—. ¿Cómo supiste quién era?
Yo no le presté atención. Me di cuenta de lo que había hecho. Había roto todos esos espejos tan grandes que había en el centro del tiovivo. Había sangre y trozos de cristal por todas partes, y debía haberlos roto con la cabeza. Debía haber estrellado su hermoso rostro en esos espejos…
Fui a buscar el recipiente de plástico de la leche donde guardaba el agua y encontré una servilleta o algo parecido, no recuerdo qué era porque estaba muy nervioso y preocupado, y volví junto a ella y traté de lavarle la sangre de la cara sin hacerle más daño del que ya se había hecho.
—Joanie —le dije—, Joanie, ¿estás bien?
Y entonces ella me apartó las manos de repente y se irguió y cuando empezó a gritarme su voz era como la de la vieja Joanie.
—¡Barry Beal, qué idiota eres! —me gritó—. ¡Pues claro que no estoy bien! Yo… —Entonces la rodeé con mis brazos. Tendría que haberlo hecho antes. Se pegó a mi hombro y empezó a llorar. Traté de que estuviera lo más cómoda posible. Ver lo que había hecho no me gustaba nada pero había una cosa que sí me alegraba: ahora sabía que seguía necesitándome. Joanie necesitaba que la amara.
—Estás condenadamente flaca —le dije. Me hizo pensar en un pajarito que había tenido una vez, todo huesos y siempre temblando—. No has estado comiendo lo suficiente —le dije. Ella no me respondió. Estaba demasiado ocupada llorando.
—¡Maldita sea, me duele! —logró decir entre lloro y lloro.
—¿El qué? —Me aparté un poco de ella porque tenía miedo de haberla apretado demasiado fuerte, pensando que quizá le hubiera acabado de aplastar la nariz o algo así. Hasta su voz se parecía más a la de la vieja Joanie, porque ahora tenía la nariz aplastada.
—No es culpa tuya. Las lágrimas.
—Llorar te irá bien.
—Se me están metiendo en las heridas —chilló, pero siguió llorando un rato hasta que acabó calmándose y se apartó de mí—. Te he dejado la camisa hecha un desastre —me dijo. Parecía tener ganas de llorar un poco más pero estaba demasiado cansada para hacerlo.
—Y tú te has dejado la cara hecha un desastre —le dije yo. Ya se la había lavado casi toda y podía verla mejor. Tenía un montón de cortes no demasiado profundos y se había hecho una buena raja en la mejilla—. Tengo que llevarte al médico.
—No. —Volvió a tumbarse en el suelo.
—Joanie…
—No —dijo ella—. Odio esta cara. Déjala como está.
—No voy a dejarla como está. Empiezas a tenerla toda hinchada. —Lo estaba, sobre todo alrededor de los ojos y los labios. Volví a echarle agua fría para rebajar la hinchazón—. ¿Qué tenía de malo? —le pregunté—. Yo creía que era realmente bonita.
Me sonrió y la sonrisa le salió un poco rígida porque le dolía la boca, y me dijo:
—Barry, nunca cambiarás… ¿Cuánto tiempo llevabas sabiendo quién era?
—Bastante. Desde la primera noche que subí aquí.
—Dios… Ojalá me lo hubieras dicho.
—Pensaba que no te gustaría —le contesté, aunque ahora yo también deseaba habérselo dicho.
—Puede que no —me dijo, hablando muy bajito—. Me he portado como una auténtica imbécil.
Nos quedamos callados. Seguí mojándole la cara con el agua fría.
—Pero quizá lo necesitaba —me dijo.
—Me parecía que ya no me necesitabas para nada.
—Necesitaba algo. Puede que un trasplante de cerebro… —Intentó explicarme cuál era el problema—. Es como si… Bar, es como si fuera dos personas a la vez y cada una desea cosas distintas. Y además están todos esos…, todos esos inadaptados reunidos en un solo sitio, tratándome como si yo fuera realmente especial…
—Bueno, ¿es que no lo eres? —le pregunté.
—Sí, un poco. Hice lo que tenía que hacer. Me convertí en Ahira. Inventé un nombre que utilizar. He puesto en movimiento algo que… Soy más lista que los otros inadaptados. —Tuve la impresión de que estaba riéndose de sí misma—. Eso es lo que estaba pensando.
—Bueno, eso no es malo —le dije.
—Oh, claro que no. Si tú lo dices… —Parecía terriblemente cansada—. Tú crees que todo lo que hago está bien. Y ellos opinan lo mismo que tú. Se parecen mucho a ti, Bar. Son gente dulce y encantadora. La mayor parte de ellos, al menos… Quiero que… Quiero que me amen.
—¡Ya te aman!
—No. Aman a Ahira.
Y la miré fijamente porque no entendía lo que me estaba diciendo, y me di cuenta de que estaba terriblemente preocupada, así, de repente, como si lo hubiera llevado dentro todo ese tiempo y no pudiera seguirlo conteniendo.
—¡No me conocen! Es como si llevara puesta una maldita máscara… Aman a Ahira y eso es todo. La hermosa Ahira… Y dentro de mí hay una…, una niña que llora y llora… —Trató de ponerse en pie y alzó las manos, moviéndolas por el aire como si fueran palomas aleteando.
—¿Qué? —volví a decirle.
—Fue ella. Me obligó a dejarla escapar.
—¿Quién?
—¡Joan Musser! Me hizo romper la máscara para dejarla salir. Yo… ¡Joan Musser estaba escondida en mi interior! —chilló—. Como si estuviera encerrada en un lugar oscuro, un armario, un sótano, debajo de mi maldita cara, allí donde no podían verla, y no paraba de gritar… —Joanie estaba temblando con tanta fuerza que tuve la impresión de que todos esos caballitos de madera que nos rodeaban también estaban temblando—. No paraba de gritar y llorar, como una niña perdida en la oscuridad, gritaba «Por favor, por favor, quiéreme, a-a-a-ámame», y ellos son buena gente, quizá la hubieran amado incluso siendo como era, y Ahira gritaba no, no, estás muerta, apestas, quédate donde estás, eres horrible, horrible…
Intenté rodearla con mis brazos para que se calmara pero se apartó de mí y se escondió debajo de un caballito.
—¡Sigo siendo horrible por dentro! —gritó.
No sabía qué hacer, así que empecé a darle palmaditas en la única parte de ella a la que me dejaba llegar: su pierna. Tenía el rostro vuelto hacia un lado.
—Joanie —le dije a su nuca—, no eres horrible. Pero estás diciendo cosas horribles… Quiero decir… Mírame.
—Cállate —me dijo, llorando.
—Sal de ahí y mírame aunque sólo sea una vez —le dije, y seguí repitiendo esas palabras hasta que me hizo caso. Me lanzó una mirada terrible, como si quisiera matarme, y la verdad es que tenía un aspecto espantoso, con la nariz rota y la cara llena de heridas y los ojos y la boca hinchados y los ojos ya estaban empezando a ponérsele negros…—. De acuerdo, eres horrible —le dije—. Juntémonos y así seremos dos.
Estuvo a punto de reírse pero la risa se le quedó atascada en la garganta.
—No lo entiendes —dijo.
—Es verdad. —No me molestaba. Siempre me había costado bastante entender las cosas—. De todas formas, ¿quieres apoyarte en mí? —Volví a apretarla contra mi hombro y Joanie me dejó hacer—. No soy muy inteligente —le dije—. Si fuera inteligente me habría dado cuenta de que te quería. Nunca habría permitido que te fueses dejándome abandonado.
—¿Qué? —Parecía estar muy cansada.
—Te quiero, Joanie. Siempre te he querido.
Se quedó callada durante un rato bastante largo. No se movió, y no me miró.
—Eso no me ayuda tanto como crees —dijo por fin.
—Es lo mejor que puedo ofrecerte.
Me quedé allí, abrazándola, sentados en el suelo del tiovivo con los caballos de madera coceando el aire a nuestro alrededor, y casi me daban miedo porque aquello estaba muy oscuro. Tenerlos tan cerca hizo que sintiera deseos de marcharme y sacar a Joanie de ese sitio, aunque estaba dejando que la abrazara, y le dije:
—Joanie, vamos, deja que te lleve al médico. Puede que aún tengas algún trozo de cristal en las heridas.
Movió la cabeza un poquito pero no me miró. Sentí su peso sobre mi hombro y el temblor de su cabeza al moverse diciendo que no.
—Joanie…
—No me importa —dijo.
—Oye, a mí sí me importa.
—Cállate, Bar. —Levantó la cabeza y me miró con unos ojos que no eran más que ranuras entre unos párpados hinchados de color azul y negro, como si realmente estuviese viéndome desde detrás de una máscara—. Tú quieres cuidar de mí… —Se quedó callada y cuando volvió a hablar no terminó lo que había querido decirme—. Y mi padre, ¿aún no se ha matado de tanto beber?
—Todavía no —le dije, porque si lo hubiese hecho yo lo sabría: si estuviera muerto le habrían traído al salón de pompas fúnebres y yo le habría preparado un lienzo. Los Musser eran protestantes, más o menos. Pero me extrañó que Joanie me hiciera esa pregunta porque si se hubiera muerto ella ya lo sabría. En Hoadley todo el mundo se enteraba de todo—. ¿Por qué me preguntas eso?
—Quiero que se muera —dijo Joanie.
—Bueno, supongo que no tardará en morirse, ¿verdad? —dije yo. O moriría de tanto beber o moriría cuando ella acabara con todo el pueblo.
—No me basta con que muera —dijo Joanie—. Quiero que grite. Quiero que tiemble y que sepa que va a morir y por qué va a morir. Quiero que se cague en los pantalones, que le duela mucho y que se muera.
Me quedé muy quieto y la miré pero mis ojos no veían esa cara tan hermosa llena de heridas. No vi a Ahira. Lo único que hice fue escuchar su voz, escuchar la voz de Joanie… Me di cuenta de que odiaba a su padre mucho más de lo que yo pensaba.
—No sabía que le odiaras tanto —le dije.
—Soy la rosa enferma, Bar. Y él fue quien me hizo enfermar.
No me acordaba de su poema y aunque me hubiese acordado lo más probable es que tampoco lo hubiera entendido. Pensé que se refería a la gripe o algo parecido.
—No tienes fiebre —le dije.
—No puedes darte cuenta de hasta qué punto estoy enferma. Bar, nunca te lo dije. Nunca se lo dije a nadie. —Hablaba sin mirarme. Tenía los ojos clavados en la nada y se me puso la piel de gallina porque empecé a pensar que iba a contarme algo muy feo, algo realmente horrible—. Todo eso que decía mi madre sobre que yo era una puta y una sucia pecadora, que aprovechaba todos sus descuidos para dedicarme a fornicar, que lo hacía cada vez que estaba fuera de casa…, era cierto, Bar. Pero él me obligaba a hacerlo. Y yo no podía hacer nada por impedirlo.
Era tan horrible que estuve todo un minuto sin entenderlo y mientras yo estaba sentado allí, quieto como un maniquí, ella siguió hablando con los ojos clavados en los tablones del suelo, hablando y hablando como si tuviera dentro una máquina que la hacía hablar…
—Todo empezó cuando tenía diez años. Sé que no era mayor porque a esa edad tuve mi primer período, vi toda esa sangre en mis bragas y nadie me había explicado nada, y lo primero que pensé fue que mi padre me había hecho daño.
—Jesús —dije yo.
—Intenté hablar con ella y contarle lo que ocurría, lo intenté varias veces pero ella me llamaba mentirosa. Me abofeteaba con tanta fuerza que me tiraba al suelo y luego rezaba por mí. Me quedé embarazada tres veces. Iba a ver a una mujer que vive en la calle del ferrocarril para abortar. La primera vez sólo tenía trece años y estuve a punto de morir.
Estaba empezando a comprender lo que me decía. Me puse en pie y apreté los puños.
—¿Por qué no me lo dijiste? —le pregunté—. Le habría matado. Le mataré. Voy a matarle ahora mismo.
—Por eso no te lo dije —me contestó en un tono de voz muy raro, tan bajo que apenas si la oí.
—¿No quieres que le mate? ¡Si quieres que le mate basta con que me lo digas! —Estaba tan enfadado que mi pecho subía y bajaba a toda velocidad—. Le mataré de la forma que tú quieras. Basta con que me digas cómo quieres que le mate.
—Ése es el problema —dijo ella con una voz muy suave y tranquila—. Creía que deseaba verle muerto. Creía que deseaba verles muertos a todos salvo a los inadaptados. Todo el maldito y apestoso pueblo de Hoadley… Quería joderles igual que mi padre me había jodido a mí. Por eso hice lo que hice. También creía que deseaba ver morir a mi madre.
Y entonces empecé a entender cuál era su problema, y me calmé un poco, y volví a sentarme en el suelo junto a ella.
—Lo que le hiciste a tu madre…, bueno, tampoco me gustó demasiado —le dije.
Asintió con los ojos clavados en el trozo de suelo que había entre sus rodillas.
—Ahora ya no estoy muy segura de lo que deseo.
Quería decir que no estaba segura de si deseaba ver morir a su padre.
—Bueno —le dije—, al menos deja que le dé una paliza. Puedo decirle que se la doy en tu nombre.
—Barry… —me dijo. Parecía desesperada. Me calmé del todo, la miré y escuché con toda mi atención para entender bien lo que iba a decirme—. Ya no estoy segura de que quiera ver morir a nadie —me dijo.
—Bueno, es igual —dije yo, sin comprender del todo lo que me decía. Lo único que sabía era que quisiera lo que quisiese por mí estaba bien. Pero ella meneó su pobre cabeza llena de cortes y empezó a gritarme.
—¡No es igual! ¿No comprendes nada de lo que he hecho? He invocado al Diablo. El dios del infierno, el señor del fuego… Satanás en persona.
Y entonces por fin lo comprendí todo. Necesité todo el cerebro de que disponía, pero lo comprendí y supe que estaba metida en un gran lío. Todos lo estábamos.
—Le ofrecí almas —me dijo—. Montones de almas… Todo un mundo de almas. No creo que un pueblo hubiera bastado para convencerle. Es codicioso. Pero le dije que podía poner en marcha el último día aquí mismo, en Hoadley, y él olió el aire y lo saboreó con su lengua, como un sabueso durante la cacería. —Oí el temblor en su voz. Por fin estaba contándome la verdad de lo que ocurrió ese día y hablaba como si todo fuese una pesadilla y necesitara librarse de ella—. Su lengua estaba hecha de fuego, y se sonrió como un perro cuando enseña los dientes y me dijo que este sitio era tan bueno como cualquier otro. «Aquí se han cometido muchas maldades», me dijo. Y entonces hizo que este lugar se convirtiera en el cubo, me quitó la máscara y me hizo contemplarme en el espejo y me dio esta cara. —Por su forma de hablar cualquiera habría pensado que la convirtió en una rana. Pero yo no podía hacer nada al respecto—. Le prometí que podría llevarse a todos y cada uno de los jodidos normales de Hoadley para hacerles arder en el infierno —me dijo.
—No va a conformarse con Hoadley —dije yo, porque ése era el auténtico problema.
—No. Cuando empieza no le gusta parar.
Oh, Dios. Mi madre, mi padre, mis hermanos…, pero eso no era lo que más me preocupaba o, al menos, no por ahora.
—Joanie —le dije—, Joanie… —le toqué la pierna con la mano, tan asustado estaba—. Joanie, ¿se quedó con tu alma?
No me respondió. No quería mirarme. Lo único que hizo fue pegar las rodillas al pecho y pasarse los brazos alrededor de ellas, apretándolas con mucha fuerza. Apoyó la cabeza en las rodillas con el rostro vuelto hacia un lado y empezó a mecerse, hacia atrás y hacia delante, hacia atrás y hacia delante… Y la oí gemir, igual que hacen a veces los bebés, sólo que en ese gemido había palabras. Estaba canturreando en voz baja:
— …el gusano invisible
Ha encontrado mi lecho
De alegría escarlata
Y su oscuro amor secreto
Destruye mi vida
Destruye mi vida
Destruye mi vida…
A Mark no le costó mucho imaginarse dónde podía estar Cally. Sabía cuáles eran las cosas que consideraba realmente importantes; de hecho, solía pensar que para Cally ese maldito caballo era más importante que él. Estaba claro que le importaba más que las prioridades de Mark: sus funerales, sus gruesas alfombras que se obstinaba en manchar de estiércol, esas sesiones de limpieza de las salas que se suponía debía llevar a cabo entre velatorio y velatorio… Mark la mantenía y ella tendría que haberle ayudado un poco con el negocio, prestándole su cooperación. Cally jamás podría mantenerse a sí misma…, no en Hoadley y no con los salarios que le pagaban a las mujeres, y mantener un caballo aún le resultaría más imposible.
Por no hablar de los niños…
Los niños; ¿qué podía pasarles? Mark hizo que su vehículo —la Camioneta Para Ir al Hogar del Reposo Perfecto, aquella en la cual llevaba los cadáveres a la puerta trasera del sótano que conducía hasta la sala de embalsamamiento, la puerta discretamente-disimulada-a-los-ojos-curiosos—, tomara la curva de una sola calzada que había bajo el viaducto del ferrocarril, uno de esos malditos viejos puentes de piedra rojiza de embocadura tan angosta que parecía un túnel, con una pared de piedra rojiza y un canalillo debajo para que fuese todavía más peligroso. Tendría que haber hecho sonar la bocina por si había alguien viniendo en dirección opuesta. Pero no lo había hecho, y tampoco la hizo sonar en cuanto llegó a la siguiente curva. Cuando dejó atrás el brusco giro donde comenzaba la pendiente apretó el acelerador y la camioneta entró como un cohete en la calzada que no le correspondía.
Llegó al establo y encontró el coche de Cally pero no a Cally, y tampoco había nadie más. Mark, irritado, dio unos cuantos puñetazos en la puerta de la granja lanzándole miradas feroces a los caballitos de plástico colocados encima de los postes…, esas mujeres estaban locas por los caballos. En el fondo no eran más que niñas grandes. Mark había oído algunos comentarios escandalizados sobre aquel sitio y no le había prestado demasiada atención a las murmuraciones: en los dos días transcurridos desde que Cally le abandonó apenas si había sido capaz de prestarle atención a nada. Lo único que recordaba era que quien hizo los comentarios parecía tenerle miedo a esas mujeres y sus caballos. Ridículo.
Como no encontró a nadie en la casa fue a llamar a la puerta del silo remodelado: era una auténtica imitación de castillo que bien habría podido servirle como campo de juegos a una criatura. Cally había conseguido enredarse con una buena pandilla de lunáticas… Mark pensaba que toda la culpa de su reciente rebeldía y tozudez recaía en ellas; les atribuía la responsabilidad de que su matrimonio hubiera fracasado y de que el rostro de su mujer se hubiera convertido en una flaca calavera que siempre le contemplaba con expresión de reproche.
Nadie respondió a sus llamadas, aunque había varios vehículos aparcados cerca del silo. Mark fue hacia el establo, entró anunciando su presencia con un grito y no encontró a ningún ser humano. Observó los pastizales; no sabía distinguir un caballo de otro y lo que vio no le era de gran ayuda, pero pensó que quizá Cally y las otras mujeres hubieran ido a montar. ¿Cómo podía ir a montar en un momento semejante? Pero, naturalmente, era muy capaz de hacerlo. Sí, sería una reacción muy propia de ella.
Mark estaba tan saturado con la energía fruto del resentimiento que no podía quedarse sentado a esperar, y ni tan siquiera podía matar el tiempo dando paseos de un lado para otro. Bajó a grandes zancadas por el sendero que pasaba junto a los pastizales e iba hacia las laderas y los valles en que terminaban las estribaciones boscosas.
Una vibración gutural invadió el bosque hasta las copas de los árboles, pareciendo quedarse tan pegada a la miríada de ramitas como las omnipresentes cigarras que puntuaban la tierna corteza a la que se agarraban con sus zarpas anaranjadas. Los tallos temblaron levemente. Un órgano inmenso, un gatazo colosal de voz cascada, un monstruoso basso continuo resonando bajo el agudo coro de los insectos…, la mina rugía en el valle.
Antes de entrar en el bosque Mark ya casi se había olvidado de adónde iba y por qué. De hecho, no tenía ninguna razón que le impulsara a buscar a Cally en ese sendero y no en otro. Cally podía haberse ido a montar por cualquier otra zona. Quizá hubiese ido al otro lado de la carretera… Y aun suponiendo que hubiera tornado por aquel sendero —Mark veía huellas de cascos por todas partes, huellas que quizá fueran recientes y quizá no—, y estuviera a una cierta distancia de él, lo más probable era que no consiguiese alcanzarla. Habría sido mucho más inteligente esperar en el establo.
Pero Mark siguió avanzando y se apartó del sendero, abriéndose paso por entre matorrales de ortigas, rompiendo ramas y dando tumbos por la abrupta ladera del risco que iba descendiendo entre los árboles. El bosque era muy hermoso, oscuro y frondoso… Mientras avanzaba por aquel lugar salvaje y desolado Mark fue capaz de olvidar quién era y lo que le preocupaba, o casi lo olvidó; sintió un inmenso alivio físico. Gozaba con la sensación producida por el paso del aire a través de las rosadas esponjas de sus pulmones, la elasticidad de sus músculos, el cálido latir de su sangre y el ruido que hacían sus pies al posarse sobre el suelo. Su llamador emitió un zumbido; se lo arrancó del cinturón y lo arrojó contra una roca. El plástico negro se hizo añicos y los minúsculos componentes metálicos se esparcieron por el suelo. El zumbido se desvaneció y Mark sintió la misma satisfacción que si hubiera aplastado uno de esos negros insectos reduciendo al silencio su gimoteo de bebé.
Se detuvo al final del risco para recuperar el aliento, sacó la carta de su bolsillo, rasgó el sobre y la leyó.
El ronco trémolo de la mina hacía vibrar sus oídos y su mente; las palabras no significaban nada para él. ¿Que Tammy estaba comportándose de una forma extraña? ¿Una niña que aún no había llegado a la adolescencia abordando a hombres desconocidos como si fuese una mujer de la calle? ¿Hospitalizada para someterla a observación? ¿Que Owen había perdido el tacto en los dedos y que su piel se había cubierto de manchas rojizas carentes de sensibilidad, síntomas clásicos de… la lepra? La lepra… Absurdo. ¿Quiénes eran esas personas? ¿Qué importancia tenían para él? No lograba recordar sus rostros; ni tan siquiera podía acordarse de su propio nombre. ¿Quién era esta histérica que le escribía una carta redactada en semejante tono? Otra sanguijuela que exigía su ayuda, su corazón y su alma. Bueno, Cally y todas las pobres almas desgraciadas de Hoadley le habían dejado sin alma y por lo que a Mark respectaba podían quedársela. Se sentía mucho más a gusto sin ella.
Y, hablando del diablo, allí estaba Cally montada en ese maldito caballo negro suyo, acompañada por esas malditas mujeres con las que le gustaba codearse, y ellas también iban montadas en sus ridículos animales.
Mark se rió —o creyó reírse—, y fue hacia ellas.
Elspeth alzó bruscamente la cabeza al oír los primeros tartamudeos de aquel sonido y sus ojos miraron a su alrededor buscando un oso lanzado a la carga. Sabía reconocer a un oso en cuanto lo oía y sabía que para alguien montado a caballo no había nada más peligroso que un oso; cualquier caballo se volvería loco con sólo olerlo. Las mujeres habían estado cabalgando por el negro sendero que llevaba a la mina y todas tiraron de sus riendas en cuanto oyeron aquella mezcla de tos y rugido, pero Mark emergió del bosque sin darles tiempo a hacer nada más. Le contemplaron boquiabiertas desde la grupa de sus nerviosas monturas que intentaban encabritarse: el hombre que corría hacia ellas parecía haberse vuelto loco. Las ramas y las espinas casi habían acabado con su elegante polo de marca, tenía la piel cubierta de arañazos, el cabello revuelto y los ojos iluminados por una llama salvaje pero…, de todo lo que las hacía mirarle con tanto asombro eso era lo menos importante.
Mark le arrojó la carta a Cally tal y como había lanzado el llamador contra el peñasco, pero la carta no le dio la satisfacción de alcanzar su blanco con un golpe seco; bailoteó por el aire y acabó cayendo lentamente al suelo. Mark se dio la vuelta con un gruñido animal y empezó a bajar por el sendero de la mina. Había sufrido una alteración tan extraña que Cally sólo se dio cuenta de quién era cuando ya le había perdido de vista.
—¡Mark! —Se dispuso a seguirle.
—Espera —dijo Shirley, tan asombrada que su voz había perdido todo el volumen y la resonancia habituales—. ¿Estás segura de que era Mark? —Los acontecimientos de los últimos días la habían afectado de tal forma que ya no estaba segura de nada, pero le parecía haber visto unas garras y unos cuernos brotando por entre la desordenada cabellera de aquel hombre.
Cally no quería esperar, aunque «Diablo» le oponía resistencia a cada paso. Clavó sus duras botas negras en los flancos del caballo para hacerle avanzar. La vieja «Gigí» hizo que «Aceite de serpiente» la siguiera y en sus labios había esa extraña sonrisa de tensión: «Gigí» siempre estaba dispuesta a meterse en líos. Shirley maldijo y fue en pos de ella. Elspeth, que iba la última, bajó de «Guerrera» y cogió el sobre medio roto que yacía en el suelo antes de volver a montar y seguirlas.
Se lanzó al galope para alcanzar a Shirley, que también se había puesto al galope y había alcanzado a «Gigí». Cally aún les llevaba un poco de ventaja. Y lo increíble era que Mark —o lo que habían visto, fuera lo que fuese—, parecía capaz de ir más deprisa que ellas. Cuando llegaron a la mina vieron que la gravilla negra del sendero estaba llena de árboles, esos troncos a medio crecer que había en aquella zona, con las ramas hechas astillas o medio rotas. Era como si aquel lugar hubiera sido devastado por un tornado, pero no había descargado ninguna tormenta y sólo una hora antes esos troncos todavía temblaban apuntando al cielo.
Nadie podía oír el ruido de los cascos, el astillarse de los árboles o el atronar de su propio corazón; el clamor de la mina ahogaba cualquier otro sonido. Las mujeres galoparon a través del bosque destrozado como si algún varón chauvinista las hubiera desafiado a seguir avanzando, saltando troncos cuando podían, dando un rodeo para esquivar obstáculos y abriéndose paso a través de aquella confusión de árboles caídos como si fueran hormigas moviéndose por entre un montón de palillos.
El potente ronroneo de la mina cesó de repente dejando el bosque sumido en un silencio de muerte. Hasta las cigarras se habían quedado calladas para escuchar el grito…, el primer grito de ese día del apocalipsis.
Y el grito llegó.
El instinto de Mark le había guiado a su destino. Una bestia necesita un cubil.