CAPÍTULO DIEZ

Las cigarras llegaron a Hoadley el día en que la chica que había sido violada murió.

Cally estaba sentada con «Gigí» en el patio trasero rodeado por una verja que pertenecía a aquella austera mujer cuando una sombra invadió el cielo amarillo, y la sombra se hizo más oscura sin darle tiempo ni de gritar y se la tragó, y Cally vio aquellos cuerpos rechonchos que parecían frijoles negros y por entre el estruendo y el crujido de un millón de alas oyó aquellos gemidos que ahora ya le resultaban tan familiares.

—Bueno, que me aspen —observó «Gigí», poniéndose en pie a toda prisa.

Las dos mujeres corrieron hacia la casa. Expulsaron cuidadosamente a los pocos insectos con cara de bebé que lograron entrar al mismo tiempo que ellas, abriendo la puerta un par de centímetros y volviéndola a cerrar con un golpe seco. Pese a sus esfuerzos uno de los insectos que no paraban de gimotear fue aplastado por la puerta y lanzó un grito vidrioso al morir. Cally empezó a temblar pero «Gigí», irritada, lanzó un «Al infierno con ellos».

Los bebés hambrientos se agarraron a las paredes marrón caramelo de la casa de «Gigí» y gritaron y gritaron y gritaron. Las dos mujeres se quedaron sentadas en la cocina y descubrieron que no tenían nada que decirse la una a la otra. Cally había venido a pie y no tuvo más remedio que volver a su casa caminando por entre las cigarras. Descubrió que al principio no habían tenido más objetivo que la casa de «Gigí», pero la siguieron y se esparcieron por todo el pueblo. Viajaron en su cabello como si fuesen crías de zarigüeya montadas en la espalda de una madre repleta de leche; se arrastraron por el flaco perfil de su cuello y exploraron los oscuros escondrijos ofrecidos por su blusa y acabaron formando racimos sobre el laurel y las azaleas que había ante el Salón de Pompas Fúnebres El Reposo Perfecto, entonando su extraña canción aflautada.

El enjambre invadió el pueblo como si éste fuese un arbusto de zumaque, sujetándose con sus garras anaranjadas a las ropas tendidas en los patios, a los niños que jugaban en sus cajas de arena, a los tablones y los ladrillos amarillos de las casas y a los negros trajes de los religiosos que acudían a su reunión mensual. Las cigarras cruzaron el aire impulsadas por sus alas terminadas en ribetes anaranjados o suspendieron sus negros y rechonchos cuerpecitos de los aleros, suspirando y llorando. Estaban por todas partes, lo cual hacía imposible ignorar el hecho de que tenían rostros de bebé. Los rumores consiguieron que el pueblo vibrara con un estrépito muy superior al de su cántico. Algunos parecieron reconocer a sus bebés difuntos en los negros rostros de las cigarras y no se atrevieron a matarlas; una mujer se echó a llorar delante del supermercado Handi-Mart porque pisó una sin darse cuenta. Otros consideraron que eran una afrenta personal y agotaron las provisiones de insecticidas. Los pastores luterano, metodista y de los Hermanos se inclinaron a interpretar su llegada como una plaga, un castigo enviado por Dios, pero los fundamentalistas y la mayoría católica empezó a decir que eran demonios. Se convocaron sesiones le oración especiales y el concejo del pueblo se apresuró a celebrar una reunión. Los rumores sobre la brujería alcanzaron un nuevo nivel y las peleas surgían sin ninguna causa aparente incluso entre los hombres, pese a que la presencia de los bebés hambrientos no es resultaba tan agotadora como a las mujeres.

Ninguna mujer del pueblo que hubiese tenido algún bebé podía conciliar el sueño. El sonido de aquellos gritos agónicos, débiles pero continuos, hacía que sus nervios se encontraran en un continuo estado de alerta. Sojourner Hieronymus, que nunca había tenido hijos, fue la única excepción: cogió su escoba y libró batalla contra las cigarras que habían invadido la impecable santidad de su patio y su tramo de acera. Oona Litwack, que había engendrado a muchos hijos y había sostenido a muchos nietos contra su opulento pecho, quitaba delicadamente los insectos negros y anaranjados de sus peonías, sus ardillas de plástico, sus patos de madera con alas movidas por resortes y sus macetas de impatiens colgadas del alero. Mamá Wilmore se agazapó en el corazón de su hogar, la cocina, y se pasaba casi todo el día hablando por teléfono, negándose a abrir las puertas o las ventanas. Todas las conversaciones giraban en torno a la invasión de las cigarras. Ese fenómeno hizo que la muerte de la chica que había sido violada apenas si despertara comentarios y pasase casi desapercibida para mamá Wilmore, Sojourner Hieronymus y las demás mujeres.

La chica que había sido violada —o, mejor dicho, la mujer, aunque en Hoadley las mujeres seguían siendo «chicas» hasta que acababan en sus tumbas—, no fue hospitalizada sino que murió en su casa mientras su solícito esposo dormía junto a ella sin enterarse de nada. El forense descubrió casi enseguida la causa de la muerte y dictaminó que ésta había sido causada por un tumor canceroso casi tan grande como una pelota de baloncesto que ejercía presión sobre sus órganos internos. Desnuda, la mujer daba la impresión de llevar unos tres meses embarazada de un bebé llamado muerte. Su esposo, que no la había visto desnuda desde aquel desgraciado incidente que le proporcionó el epíteto con el que la conocía el pueblo, no tenía ni idea de lo que llevaba dentro. El médico que firmó el certificado de defunción chasqueó la lengua algo disgustado, pues el cáncer era de un tipo que se difundía con mucha lentitud y si lo hubieran detectado unos meses antes habría sido posible operarlo.

Barry Beal, que se encargó de arreglar el lienzo que la cubriría en el Salón de Pompas Fúnebres El Reposo Perfecto, era probablemente la única persona mayor de diez años en todo Hoadley que no pensaba en ella como la chica que había sido violada. Sólo la conocía como la rubita guapa del drugstore, la que se ponía laca negra en las pestañas y se las curvaba de tal manera que se alzaban sobre sus ojos como una verja de hierro forjado. La había visto unas cuantas veces entre los inadaptados de Ahira. Examinó su cara buscando la marca de Ahira, pero no estaba allí. Aquella mujer perteneciente al pueblo de Ahira había escogido no ser curada.

Cally Wilmore sabía que era la chica que había sido violada y le sorprendió ver su joven cuerpo yaciendo dentro de un féretro (un féretro Perma-Sellado hecho con acero de la máxima calidad, lo mejor de lo mejor) en la Sala Azul, cuyo color hacía juego con el de esos ojos que parecían rodeados por empalizadas. Pensó que quizá su muerte hubiera tenido algo que ver con la violación pero no podía preguntárselo a Mark. Mark y ella ocupaban el mismo apartamento y ahora no había niños que les impidieran hablar de sus problemas, pero aun así la distancia que les separaba parecía mayor que nunca.

Cally deseaba una reconciliación. El carrusel de su agenda personal giraba en torno a un centro formado por el deseo que sentía hacia Mark. Otras necesidades —la independencia, tener aventuras, el crecer, desarrollar su propia personalidad—, asomaban la cabeza de vez en cuando y pasaban velozmente envueltas en el confuso resplandor de los espejos, la música celestial y los caramelos color arco iris para acabar desvaneciéndose, pero aquel deseo perduraba. Antes siempre había sido posible y, por lo tanto, Cally pensaba que podía acudir a Mark, agachar la cabeza, poner su mano sobre su camisa y quizá hasta ofrecerle unas cuantas lágrimas, y que eso bastaría para que todo volviera a andar bien en su matrimonio…, o, al menos, tan bien como había andado durante cierto tiempo…, siempre que se portara bien, mantuviera la boca cerrada, cumpliera con sus deberes, limpiara el apartamento y le preparara comidas apetitosas. (En cuanto a cómo iba a mantener esa fachada de mujer típica de Hoadley mientras el mundo llegaba a su fin, era algo que no se preguntaba. Ya se las arreglaría. El deseo de que la amaran tenía prioridad, como siempre lo había tenido). El día anterior Cally acabó presentándose ante Mark con expresión contrita, pero la cosa no funcionó como esperaba. Mark le dio la espalda con una carcajada muy seca que antes nunca le había oído. Mark había cambiado. Estaba cambiando.

Y ahora, de pie en la Sala Azul junto al cadáver de la chica que había sido violada Cally, como siempre, sintió el tirón de dos impulsos opuestos. Sabía que era como el gato de la casa: cuando le dejaban salir quería estar dentro y cuando le dejaban entrar quería salir de la casa. Lo que más deseaba era estar con Mark y Mark debía andar por alguna parte del edificio; había ido hasta allí para estar cerca de Mark. Pero también quería estar lejos de él. La familia era el peso que te impedía remontar el vuelo…, Cally quería estar lejos, muy lejos, entregada a su propia aventura de vivir en libertad. Como un pájaro en el cielo.

Ninguna de las dos cosas parecía posible, así que decidió irse a montar.

—Es como si se hubiera suicidado —le dijo «Gigí» a Cally en el sendero—. El cáncer no tendría por qué haberla matado. Una persona puede vivir con el cáncer. Yo soy quien mejor puede saberlo. Tengo seis clases distintas de cáncer.

Naturalmente, «Gigí» sabía qué había matado a la chica de la Sala Azul. Gladys Gindrich Wildasin había nacido en Hoadley y se había criado allí, y sabía lo que ocurría en el pueblo y en sus alrededores de una forma tan natural como si cada vez que tragaba aliento respirara los rumores junto con el aire contaminado.

—Me faltan más piezas que a un coche de chatarrero —alardeó «Gigí»—. El cáncer se las ha ido llevando. Empecé teniendo cánceres de piel y hubo que extirpármelos. Después me quitaron los dos pechos: todo, hasta el sobaco… Me extirparon un riñon porque tenía un tumor. Todos mis órganos femeninos han desaparecido. Me falta un trozo de hueso del brazo en el que me dieron radiaciones cuando era pequeña. Ahora están hablando de amputarme todo el brazo, así que tendré que montar al estilo del oeste, usando la mano izquierda… Y últimamente me ha salido una sombra en la columna vertebral. Tendría que estar muerta, pero aquí me tienes, vivita y coleando.

—Montando a caballo —dijo Cally. Contempló el cuerpo marrón polvo de «Aceite de serpiente» ya no con envidia sino con una disimulada satisfacción, sabiendo que montar en «Tas Man» había conseguido que superase a «Gigí» en la jerarquía del establo. Ese castrado negro la convertía en una mujer indiscutiblemente más temeraria que «Gigí».

Y, como admitiéndolo, el caballo negro inclinó su gran cabeza y, sin ninguna provocación previa que lo explicara, se encabritó. Cally tiró del enorme bocado —sus flacos brazos no tenían mucha fuerza pero el bocado actuaba como una palanca y ejercía su presión sobre las partes más tiernas de la cabeza y la boca del caballo—, y le clavó las botas en los flancos. «Diablo» saltó hacia delante levantando la cabeza, y Cally le hizo trazar varios círculos a toda velocidad hasta que el caballo se rindió y decidió seguir al paso. A «Diablo» no le gustaba ir caminando por un sendero, a menos que pudiera huir de algo.

«Gigí» lo había observado todo con expresión impasible.

—¿Qué tal anda Mark? —le preguntó en cuanto «Diablo» empezó a portarse bien, y quizá su pregunta y el comportamiento del caballo tuvieran una cierta relación.

—Peor que nunca.

—¿Qué pasa, las cigarras le ponen nervioso?

A su alrededor los insectos negros como el alquitrán alzaban su trágico coro de sopranos, volando por los aires y crujiendo bajo los cascos de los caballos, suspirando continuamente: «El fin…, el fin…». Las mujeres apenas si les prestaban atención. Habían aceptado a las cigarras y sus cánticos. El fin… El fin era algo que resultaba fácil de aceptar en ese verano de Hoadley, quizá porque llevaba años siendo un tema común en las conversaciones del pueblo. Desde siempre…

La noche anterior otro animal había ardido en lo alto de la torre del agua: esta vez se trataba de un perro callejero. Al menos, Hoadley esperaba que fuera un perro sin dueño y no el animalito doméstico de alguien. El cuerpo estaba tan calcinado que resultaba irreconocible. «Gigí» y Cally también aceptaban al perro quemado, y apenas si habían hablado de él.

—No sé por qué sigo aquí —murmuró Cally, respondiendo a la pregunta de «Gigí» y, aun así, sin responder a ella.

—Yo jamás sería capaz de abandonar a Homer —afirmó «Gigí» con voz jovial—. Si creyera que podía matarle sin que me pillaran lo haría, naturalmente, y en cuanto a amargarle la existencia… Bueno, eso ya lo hago. Pero nunca le abandonaría. Paga las facturas.

—Cierto —dijo Cally, reconociendo el familiar cinismo de «Gigí» y preguntándose qué ocurriría si consiguiera un trabajo mejor, algo que le permitiera vivir y mantener a su caballo… ¿Dejaría a Mark? La idea se esfumó en una fracción de segundo: hacer planes no servía de nada. La canción de las cigarras se lo decía muy claramente.

Cally salió del bosque y dejó a su caballo en el establo para volver a Hoadley, a su casa —que, casualmente, era un salón de pompas fúnebres—, a lo que debería haber sido el seno de su familia, y sólo entonces volvió a sentir el anhelo de que la amaran y recordó con perplejidad algunas de las cosas que le había dicho «Gigí». Esa vieja áspera y encallecida cuyo interior estaba tan vacío como el tronco de un árbol podrido, como las negras pezuñas del Diablo…, le habían extirpado todos sus órganos femeninos y Cally se preguntó si el cáncer también la habría dejado sin corazón.

Cally entró en el apartamento y encontró a Mark hojeando catálogos de artículos funerarios, contemplando los champús cuya garantía afirmaba que eran capaces de eliminar las manchas de tabaco en los bigotes, el Nuevo Sellador de Ojos y Labios Mejorado, los cristales No-Moho para utilizar en los seres humanos, el fungicida Mata-Seguro… Mark parecía enfadado y no alzó los ojos al oírla entrar. Un instante después alguien llamó a la puerta y Cally se encargó de responder aunque ya se disponía a cambiarse de ropa, prefiriendo tomarse esa molestia a pedirle que lo hiciera él.

Barry Beal estaba en el umbral de la puerta. Sus oscuros ojos la contemplaron desde el refugio ofrecido por sus espesas cejas y durante una fracción de segundo Cally pensó que iba a preguntarle si había visto a Joanie. Pero últimamente Barry ya no preguntaba por Joanie. Había empezado a pasar su tiempo libre con Ahira y su banda de inadaptados y eso habría hecho que acabara olvidándose de Joanie. Quizá había transferido su devoción infantil a Ahira. ¿Habría puesto su marca sobre él? ¿Quién podía saber si le había marcado o no?, pensó Cally con un retorcido destello de humor sarcástico. Los retales que componían el rostro de Barry «Cara de mermelada» Beal harían que su marca resultara invisible.

La expresión sombría de Barry se hizo todavía un poco más ceñuda.

—Señora Wilmore —dijo con esa falta de preámbulos un tanto brusca típica de las personas que sufren cierto retraso mental—, alguien ha estropeado mi trabajo. —La miró como si creyera que podía ser cosa de ella, aunque Cally se encontraba en el establo, a kilómetros de distancia.

—¿Qué? —exclamó Cally, aunque había entendido perfectamente sus palabras. Se refería a la chica que había sido violada. En esos momentos el Reposo Perfecto no tenía ningún otro difunto en exhibición.

—Alguien ha tocado el lienzo, su traje y todo lo demás. —Los ojos de Barry dejaron de contemplarla con suspicacia y se posaron en Mark—. Señor Wilmore, usted ha estado allí toda la tarde. ¿Sabe quién lo ha hecho?

—No estaba dedicándome a vigilarla, Barry. —Mark fue hacia la puerta y Cally se apartó—. Habrá sido cosa de algún bromista —oyó que le decía a Barry. Y lo más probable era que hubiese sido algún bromista, sobre todo teniendo en cuenta que la difunta era la chica que había sido violada. Cally estaba segura de que su funeral serviría para sacar a la luz los peores rasgos de Hoadley…, aunque después de cada funeral, incluso en aquellos que menos parecían invitar a esa clase de bromas, Mark tenía que repasar el libro de firmas para asegurarse de que no contuviera ninguna anotación de mal gusto antes de entregárselo a la familia—. Podría haber sido cualquiera —estaba diciendo Mark—. Alguna vieja cotilla con ganas de ver qué aspecto tenía debajo de todo eso… Cualquiera. Limítate a dejarla presentable antes del velatorio de esta tarde, ¿de acuerdo?

La mente de Barry seguía tozudamente centrada en la injusticia cometida no con la chica sino con él.

—¿Quiere decir que tengo que volver a arreglar el lienzo y todo lo demás?

—Te pago por hacerlo, ¿no? Y te pago por horas así que, ¿qué más te da? —Mark no alzó la voz. Cally había presenciado muchas conversaciones parecidas y sabía que Mark siempre le trataba con una gran consideración. Mark era amable con los niños y con la gente en general, sabía soportar con paciencia la confusión mental de los ancianos y siempre estaba dispuesto a prestarle su apoyo moral a la desconsolada familia de los fallecidos; la verdad es que era un hombre muy bueno… Le sorprendió recordar que si se había casado con él fue, en parte, precisamente por eso.

—Basta con que te imagines que es otro lienzo distinto —le estaba diciendo Mark—. Otro trabajo… No hace falta que vuelvas a dejarla tal y como estaba. —Mark se marchó con Barry para inspeccionar los daños.

Un buen hombre… Sabía que siempre le había sido fiel; un solo desliz habría bastado para dejarle paralizado por el remordimiento. Recordaba muy bien esa expresión de culpabilidad que le hacía torcer el gesto cada vez que los niños le hacían enfadar hasta el punto de gritarles y hacerles llorar. Y, sin embargo, hacía poco le dio una bofetada y luego no había parecido sentirse culpable… Y sólo unos meses antes semejante escena habría sido impensable.

Las cigarras seguían entonando su cántico funerario fuera de la casa. Cuando la puerta se abrió para dejar entrar a Mark aquellas voces gemebundas le hicieron zumbar los oídos.

—La bestia está hambrienta —anunció Mark, dirigiéndose a la atmósfera del apartamento—. La bestia quiere cenar.

Haciendo una torpe broma a costa de su distanciamiento… Cally sentía tales deseos de oír el sonido de su voz que no le importó.

—¿Qué opinaría la bestia de unos cuantos espaguetis?

Los había preparado el día antes y podía calentarlos en el microondas con la salsa de tomate incluida sin que ningún grosero olor culinario molestara a los afligidos visitantes que pronto llenarían la sala de abajo. Cally intentó hablar con tono jovial: quería complacer a su esposo y antes de terminar la frase ya estaba yendo hacia la cocina. Pero Mark no le respondió.

Calentó los espaguetis y tomó asiento delante de él para verle comer. Unas semanas antes Mark le habría ofrecido unos cuantos espaguetis, habría discutido con ella cuando los rechazara y habría intentado convencerla de que comiera usando la persuasión o el enfado. Pero el Mark de ahora se limitaba a meterse espaguetis en la boca con expresión impasible, sin decir nada.

Cuando hubo terminado se vistió para el velatorio de la tarde y salió al crepúsculo que vibraba con el cántico de las cigarras. Cally, escondida en la cocina, se dedicó a comer el resto de los espaguetis. Había pensado guardarlos en la nevera, pero en cuanto se quedó a solas con ellos descubrió que no podía controlarse; el hambre había acabado triunfando. Se llevó puñados de espaguetis fríos a la boca con las manos, lamiéndose la salsa roja como la sangre que manchaba sus dedos. No era suficiente; ¿habría algo que bastara para saciar su hambre? Tenía unos cuantos bollos en el recipiente que usaba para guardar los pasteles. Los niños ya no estaban en casa y se desperdiciaba tanta comida… Se los comió todos y luego atacó el contenido de la nevera. El puré de patatas frío con la grasa congelada encima estaba tan bueno como el pollo frío; la sopa fría y las judías heladas le parecieron tan apetitosas como las salchichas crudas. Engulló todo aquello a lo que podía echarle mano hasta que se sintió repleta y su estómago se hinchó como si estuviera embarazada de su propia obsesión, hasta que no pudo seguir de pie… Se dejó caer en el suelo de la cocina entre las manchas de salsa, puré y grasa, rodeada por un paisaje devastado de recipientes Tupperware vacíos, con el rostro y las manos manchados por los restos de comida, y sintió un gran odio hacia sí misma.

Unos instantes después se puso en pie, fue hasta el lavabo caminando tan encorvada como si fuera una mujer muy, muy anciana, se plantó ante la pileta y se obligó a vomitar. Vomitó y vomitó hasta no dejar nada dentro, hasta que volvió a sentirse tan ligera como un pájaro, como si hasta sus huesos se hubieran vuelto huecos. Después se enjuagó la boca, se arregló un poco y volvió a la cocina para limpiarla y eliminar todas las huellas de lo que había hecho. Se lavó en el fregadero de la cocina, volvió a lavarse mientras limpiaba los platos y cuando hubo terminado volvió a lavarse en la bañera, y siguió sintiéndose sucia.

Cuando Mark volvió del velatorio su mujer estaba sentada en la cama esperándole.

—La bestia está en casa —le anunció Mark con voz hosca al apartamento en cuanto cruzó el umbral. Después entró en el dormitorio con la chaqueta y la corbata en la mano, y la vio.

La fragancia de su perfume ocultaba los vestigios del olor a vómito. Llevaba un camisón de encaje negro absurdamente minúsculo cuyo escote sostenido por tiras parecidas a espaguetis revelaba lo que Cally parecía considerar eran pechos, y la tela negra terminaba al final de sus muslos: Mark vio unas costillas parecidas a los tablones de una valla, vio cómo los huesos de su cadera asomaban grotescamente en ángulos que recordaban a los de la víctima de un campo de concentración vista en alguna foto de la revista Life. Sus piernas coquetamente dobladas le hicieron pensar en mangos de escoba. Pensó en unos mangos de escoba amarillos, pues su piel se había vuelto del mismo color que su cabello. La piel casi transparente revelaba el temblor de los músculos situados alrededor de su nerviosa boca. Su nariz se había adelgazado hasta convertirse en un pico y la unión entre el hueso y el cartílago era claramente visible. Su maltratado y frenético cuerpo intentaba calentarse erizando el vello que cubría esas piernas que parecían mangos de escoba y los brazos tan delgados como varillas; y pese a todo lo que veía aquella loca intentaba conseguir una pose digna del Playboy y creía ser atractiva pese a que estaba matándose de hambre. Su mujer era carne de psiquiátrico. Mark ya estaba harto de gritarle y de preocuparse por ella. Colgó la chaqueta de una percha y sus labios se curvaron en una mueca.

—Qué maravilloso sentido de la oportunidad —dijo.

Cally intentó sonreírle. Aquella tímida sonrisa resultaba dulce y conmovedora incluso sobre su rostro de huecas mejillas desprovistas de carne. Pese a la sonrisa, o quizás a causa de ella, Mark se dio cuenta de que sus hombros huesudos y sus brazos parecidos a palillos se agitaban dominados por un leve temblor casi invisible, y su frágil cuerpo hacía pensar en un violín sometido a un rápido vibrato. Sabía que últimamente Cally siempre tenía frío y siempre estaba temblando. Sabía que aquel temblor de ahora quizá no se debiera sólo a lo escaso de su atuendo y al frío. Ninguna de las dos cosas le conmovió. Verla ya no le resultaba atractivo.

—Sé lo que quieres —le dijo. Su presencia en la cama no era un acto motivado por el deseo sensual. Era un acto nacido del miedo, la desesperación y la pura y simple necesidad. No quería sexo; le quería a él. Quería enroscarse a su alrededor como si fuera un parásito, deseaba envolverle y poseerle, sacar fuerzas de él. Si se lo permitía, Cally actuaría igual que un súcubo, como todos aquellos que le aprisionaban con sus tentáculos y sus desesperaciones, chupándole la vida igual que sanguijuelas. Le dejaría seco, le arrebataría su esencia y su alma.

Cally interpretó sus palabras como un intento de bromear y Mark vio cómo la esperanza hacía erguirse su cabeza huesuda envuelta en esa meticulosa gorra de cabello moldeado por la permanente que tenía el color y la textura de la hierba muerta. Mark había visto muñecas de plástico barato con un cabello más suave y no tardaría en decírselo. Sí, cuando volviera a verla peinándoselo y poniendo cada rizo en su sitio… Pero de momento se conformaría diciéndole lo que pensaba de sus ideas para hacerle pasar una noche agradable. Las palabras que pronunció a continuación acabaron con las esperanzas de Cally de una forma tan irremisible como si Mark hubiera aplastado su frágil cuerpo contra el suelo.

—Estúpida cabeza hueca —le dijo, en voz baja pero con esa alegre dureza que era nueva para él, la que le protegería de aquello que quisiera hacerle daño, fuera lo que fuese, la que quizás aún acabaría consiguiendo liberarle de las incesantes demandas de Hoadley; ¿dónde había conseguido esta maravillosa dureza?—. Idiota integral. ¡Mírate! ¿Quién puede querer hacer el amor contigo? ¡Pareces algo salido de un espectáculo circense! ¡El esqueleto ambulante, vengan a ver al esqueleto ambulante! ¿Quién puede tener ganas de tirarse a un esqueleto? Si quiero joder con un cono muerto sé dónde puedo encontrarlo.

Vio cómo se encogía, intentando protegerse con aquel minúsculo camisón suyo…, pero entonces, como si la derribara con una mano y la sostuviera con la otra, Mark volvió a alzar la cabeza y le sonrió. Oh, sí, eso era algo que se le daba muy bien: sabía cómo sonreír. Podía enseñar los dientes tan bien como cualquiera.

—Espera, espera —le dijo—. Acabo de tener una idea, ya sé cómo podemos hacerlo… Por fin he descubierto qué es lo que realmente me excita. —Su sonrisa se hizo más ancha y acabó convirtiéndose en una mueca de muchacho, pero su voz se volvió tan dura como un cuchillo cuidadosamente afilado para herir mejor—. Ve al cuarto de baño y llena la bañera de agua fría. Métete dentro y quédate allí durante quince o veinte minutos. Después vuelve aquí, túmbate en la cama y no muevas ni un músculo.

Observó el impacto de sus palabras y vio cómo esa mente suya siempre tan intelectual lo comprendía todo. Vio cómo el horror se apoderaba de su rostro y la hacía abrir la boca impidiéndole hablar, haciendo que ni tan siquiera pudiese tragar aire…, y retorció el cuchillo en la herida.

—¿Aún conservas alguna de esas mantitas para bebés? Te taparemos con una. Sí, la colocaré sobre ti y le haré unos pliegues bien bonitos. No sé hacerlo tan bien como Barry Beal pero tampoco hace falta que quede perfecta, ¿verdad? Total, cuando te la quite todos los pliegues se desharán…

Cally se apartó de él moviéndose sobre la cama igual que una araña y el chorro de adrenalina que invadió su cuerpo le devolvió la voz y la capacidad de respirar, aunque la voz tembló a causa de los espasmos que agarrotaban su garganta.

—Oh. Oh. Tú… Tú… ¡Bestia!

—Exacto —dijo Mark, y empezó a quitarse los pantalones.

Cally saltó de la cama y sus flacas rodillas chocaron con el suelo. Logró ponerse en pie y empezó a corretear del armario al tocador, cogiendo ropas y apretándolas contra la demacrada semidesnudez de sus senos. Mark se interpuso en su camino para colgar los pantalones de la percha y se rió al ver que Cally se detenía, no atreviéndose a acercarse lo suficiente para pasar junto a él.

—Tenías razón, ¿sabes? —le dijo—. Este pueblo se está yendo al infierno. Osos ardiendo en la torre del agua, una loca que está como un tren predicando en el parque, bebés muertos que regresan convertidos en insectos y ahora, además, una bestia… Todo eso demuestra que estabas en lo cierto. Admito que tenías razón. Ahora ya no tenemos por qué seguir discutiendo.

—Sal de mi camino —le ordenó Cally con la misma voz estrangulada de antes, como si su propia furia fuese un lazo colocado alrededor de su garganta, una opresión que le enrojecía el rostro y amenazaba con matarla. Mark torció el gesto y le hizo un mohín de burla.

—¿Cómo, es que no estás de acuerdo en eso de la bestia?

—Vete al infierno. —La provocación le dio el valor suficiente para pasar junto a él y coger sus tejanos de un manotazo. El movimiento la hizo rozar el cuerpo de Mark, acercándola a los agradables olores de ese cuello y esos hombros que emergían de la camiseta. Si intentaba cogerla… Pero Mark no alzó las manos. Se quedó inmóvil con el pecho temblando a causa de la risa y Cally se dio la vuelta y huyó corriendo hacia el cuarto de baño para vestirse allí donde no pudiera verla. Ni tan siquiera el ruido de su pétrea alegría bastó para impedirle oír el sonido frío y metálico del pestillo al correrse.

La siguió hasta la puerta y se quedó junto a ella, y siguió riendo para asegurarse de que Cally podía oírle. Ahora ya no estaba tan aterrorizada como antes; obraba impulsada por una ira incontrolable. Mark sabía muy bien qué la habría excitado y aterrorizado: si hubiera demostrado que, pese a todo, aún la deseaba… Pero prefería su ira. Se quedó de pie junto a la puerta, con sus calzoncillos de jockey como único atuendo, prefiriendo enseñarle aquello que Cally podía ver con toda claridad: que incluso un cadáver le había excitado más que ella.

El pestillo volvió a deslizarse y la puerta se abrió para revelar a Cally en el umbral. Iba vestida, y esos tejanos que antes la apretaban colgaban de su cuerpo formando bolsas y arrugándose en una serie de pliegues a partir de los protuberantes huesos de sus caderas. Bien, al parecer nada de cuanto hiciese podría impedir que acabara convirtiéndose en una vieja, una vaca de caderas puntiagudas… Y Cally estaba demasiado absorta en sí misma para comprenderlo.

—Me marcho de aquí—le dijo, como si esperara que le importase.

—¿Adónde? ¿Vas a casa de mamá?

—Eso no es asunto tuyo. —Cally empezó a moverse en círculos por el dormitorio, metiendo cosas en una maleta y tratando de esquivar la imponente presencia medio desnuda de su marido. La maleta era bastante grande pero no lo suficiente para contener todo el equipaje que debería llevarse consigo, y Cally tenía mucha prisa: todo aquello sobre lo que ponía las manos —medias, sueños, camisetas, tejanos y dolor, maquillaje, la ruptura, el bolso y el dinero y los recuerdos—, acababa cayendo dentro de la maleta en un confuso montón. Mark, satisfecho, sabía que después tendría que ordenar todo ese revoltijo. Cally cerró la maleta cuando aún quedaba un poco de espacio en ella.

—Espera —le dijo Mark con exagerada solicitud—, deja que te ayude a llevar eso. Estás tan delgada… Tienes los bracitos como fideos y no creo que puedas…

Cally le lanzó tal mirada que le hizo callar. Casi le dio miedo. Aquellos dientes apretados entre unos labios muy, muy delgados hacían que pareciese una calavera espectral. Pero Cally tenía demasiada prisa para darse cuenta de que la sorpresa le había hecho parpadear; cogió la maleta y la llevó hasta la puerta, jadeando y tropezando, y consiguió meterla en el coche: parecía una hormiga que se lleva los restos del almuerzo campestre. De hecho, la maleta casi resultaba demasiado pesada para ella.

—¡Hasta la vista! —Mark salió al porche delantero sin llevar nada más que los calzoncillos y la saludó con la mano mientras se alejaba.

—Lo que quiero decir es que debemos hacer algo —dijo el presidente Wozny.

El incidente del animal quemado la noche anterior le había hecho convocar otra reunión de emergencia del concejo. Aunque algo nebulosa, la opinión del concejo había acabado solidificándose hasta alcanzar un consenso general: ahora ya no se trataba de discutir sobre la posible existencia de una bruja. No, el problema era cómo acabar con aquella mujer que, obviamente, era una bruja.

Ninguna de las personas sentadas en aquella habitación necesitaba que Wozny expusiera su cuello y se expresara con más claridad para saber a qué se refería con ese «hacer algo». Ahira había estado haciendo proselitismo y realizando curas milagrosas en el parque tres o cuatro veces por semana y los miembros del concejo tenían sus informadores; su banda de inadaptados no había parado de crecer y ahora incluía hasta a las «marmotas» de las montañas que rodeaban al pueblo, esa gente que vivía en agujeros y le tenía miedo a las sombras. Gente como Bud Zankowski, el ermitaño loco de la mina de carbón o el tipo sin nombre conocido como el Hombre de la Bicicleta, que iba en el vehículo que le había dado nombre de una casa a otra afilando cuchillos y tijeras y que dormía nadie sabía dónde, en algún lugar del bosque tan recóndito que ni los cazadores de ciervos habían logrado encontrarlo, y de quien se rumoreaba era un violador, un secuestrador y un peligro para los niños. Ésa era la clase de personas a las que Ahira atraía. La mayoría de Hoadley, que gustaba de tomar su dosis de religión acompañada con café y donuts, observaba con un nervioso sentimiento de indecencia lo que Ahira estaba haciendo: era como si su pueblo se hubiera tumbado de espaldas igual que uno de esos repugnantes sabuesos usados para cazar mapaches, mostrando un vientre lleno de piojos y abriéndose de patas para que le rascaran. La banda de quienes seguían a Ahira ya superaba a las quinientas personas y se acercaba al ominoso seis-seis-seis. Ahira tenía que marcharse del pueblo.

Y las cigarras seguían gimiendo.

—El reverendo Berkey y el padre Leopold no quieren tener ningún otro tipo de relación con este asunto —admitió el presidente Wozny. El «asunto» era hacer callar a Ahira. Habría querido decir algo más, algo valeroso e inspirado sobre cómo los líderes seculares de la comunidad debían plantarle cara a las amenazas con que se enfrentaba dicha comunidad, pero la secretaria del concejo le estaba contemplando desde el otro lado de sus gafas con forma de alas lanzándole unas miradas que no le gustaban nada. Aquella mujer sólo vivía para contradecirle—. ¿Desea decir algo, Zephyr? —preguntó, dando unas exageradas muestras de resignación.

La secretaria dejó su cuaderno de notas sobre la mesa y cruzó las manos encima de él; llevaba las uñas pintadas con un esmalte color rojo sangre que les daba un aspecto tan duro como el hueso y las tenía tan afiladas que parecían puntas de lanza, como sus gafas.

—He estado haciendo algunas averiguaciones —explicó la secretaria—, y debo decir que Ahira no es su bruja. —Zephyr hizo una pausa, esperando que algún otro miembro del concejo abriera la boca. Seguir hablando sin que nadie la apremiara a hacerlo habría sido una muestra de inmodestia. Wozny, de bastante mala gana, se encargó de proporcionarle el permiso para que continuara.

—¿Qué quiere decir?

—No es de aquí. Ninguno de nosotros la había visto antes. La enciclopedia afirma que las brujas siempre son de los alrededores. —Zephyr sacó de su bolso un papel doblado y vuelto a doblar y lo exhibió como prueba de sus investigaciones, aunque no lo abrió—. La enciclopedia dice que un pueblo como el nuestro es un lugar ideal para que haya brujas. Cualquier sitio alejado y sin contacto con el mundo exterior sirve: lugares donde la gente se limita a seguir viviendo y tiene que aguantar la presencia de los demás…, bueno, siempre acaban teniendo una bruja. Eso es lo que dice la enciclopedia… —Zephyr dejó bien claro que estaba citando una opinión de mayor autoridad que la suya y que apelaba a la fuerza de Lo Escrito En Negro Sobre Blanco—. La bruja siempre es alguien a quien conocemos y en quien no nos habíamos fijado. Alguien que tiene un secreto, alguien que… —Zephyr fingió una delicada vacilación, pero sus ojos se iluminaron con un brillo salaz detrás de sus gafas de concha—. Alguien distinto que ha estado ocultando esa diferencia. En definitiva, alguien que procura no hacer mucho ruido cuando camina…

La otra miembro femenina del concejo deseaba una clarificación de esos términos.

—¿Quiere decir, por ejemplo…, un marica?

Zephyr golpeó suavemente sus pruebas con la punta de los dedos y decidió ir directamente al grano.

—La enciclopedia dice que la brujería está relacionada con todos los aspectos anormales del… sexo. —Al pronunciar esa palabra tan significativa su voz bajó de tono hasta convertirse en un zumbido nasal. Observó la reacción que había provocado y se permitió el sentirse satisfecha. Hasta Gerald Wozny estaba escuchándola con el máximo interés. Una exposición muy bien hecha, se dijo, sí, una exposición realmente soberbia…

El concejo se concedió un instante para emitir murmullos escandalizados hasta que su viejo e irascible miembro de ascendencia alemana le hizo volver a la realidad del problema que les preocupaba.

—No lo entiendo —se quejó dicho miembro—. Las langostas y todo lo demás… Todo empezó justo después de que Ahira llegara al pueblo, ¿no?

—Eso es lo que he dicho —declaró Wozny, pero se apresuró a quitarle hierro a sus palabras añadiendo—: Puede que esta Ahira sea algo rara y no lo sepamos. —Y nada más oírle el concejo, como es propio de cualquier animal de rebaño bien alimentado, se lanzó a perseguir el atractivo olor de las prácticas sexuales perversas.

—¿Y ésa a la que los polis encontraron la otra noche?

—¡Oh, Norma Koontz! La Musser… Increíble, ¿verdad? Pero Norma es inofensiva.

—¿Y ese tipo que va montado en bicicleta y hace sonar el timbre cada vez que ve a un niño? Yo siempre he dicho que…

—Tengo un candidato mejor que ése —dijo Zephyr. Habló en un tono de voz intrigantemente bajo que consiguió atraerle toda la atención del concejo.

Zephyr no había limitado sus investigaciones a la enciclopedia. Empezó en la periferia del problema, como solían hacer todos los narradores de Hoadley, y fue trazando espirales hasta acercarse al centro.

—¿Se acuerdan del viejo Whiterow? El que vivía en la hondonada de la vieja presa…

Algunos de los presentes se acordaban de él.

—Tenía una hija llamada Blanche, que se escapó de casa con un tipo de Hoople. ¿Se acuerdan? Después volvió, tuvo un bebé y acabó casándose con un Wertz. —Los Wertz eran una sólida e irreprochable familia de Hoadley que había pasado del catolicismo a la religión luterana debido a un matrimonio mixto—. Todd Wertz… Y él adoptó al bebé.

Asentimientos de cabeza.

—El bebé era un varón —ofreció la otra miembro femenina del concejo: las mujeres eran las encargadas de recordar ese tipo de cosas. Los hombres tomaban parte en el cotilleo pero las mujeres eran las guardianas, protectoras y promulgadoras de los valores de Hoadley—. Fue el primero que tuvieron… Peter Wertz. —Sus ojos cobraron una expresión distante a medida que hurgaba en su memoria—. Me parece recordar que no le fue demasiado bien.

—Recuerdo a ese chico —dijo uno de los hombres—. ¿No fue el que…, quería dedicarse a los deportes pero no…?

—No encajaba —dijo Zephyr en voz baja y suave—, y acabó marchándose.

—¡A California! —La otra mujer se lanzó al centro de aquella danza circular, ofreciendo la brizna de información entre los dientes como si fuese una pepita de oro o un ratón atrapado en la boca de un gato—. Se convirtió en hippie o algo parecido.

—Claro —dijo Gerald Wozny—. Conocí a su padre en el trabajo. Me dijo que no sabían qué fue de él. No volvieron a tener noticias suyas. —Aquella revelación causó una considerable conmoción y una satisfecha compasión hacia los padres; qué terrible, un hijo tan ingrato…

—Bueno, yo conozco a una mujer que conoce a su madre —dijo Zephyr—, y hoy mismo he descubierto algo.

El concejo le dedicó su más profunda atención. Zephyr volvió a prolongar el suspense empezando con un rodeo y moviéndose en espirales.

—Ya sabrán que esos malditos bichos están acabando con la paciencia de todos, ¿verdad? —les preguntó, más bien retóricamente—. Bueno, pues a la señora Wertz la han afectado de una forma espantosa. Al parecer está convencida de que le reprochan cosas. Acabó echándose a llorar, fue a ver a su vecina y le contó algo que nunca le había contado a nadie.

Zephyr hizo una pausa hasta que la apremiaron a seguir.

—No es cierto que no hayan tenido noticias de Peter —dijo por fin—. Se enteraron de que se había sometido a una de esas operaciones para cambiar de sexo.

La frase fue seguida por un tumulto de voces de lo más gratificante. Zephyr, que poseía el agudo sentido del cronometraje propio de una veterana narradora, esperó (con una leve sonrisa) el momento adecuado para terminar con su historia y ponerle la guinda al pastel. Y de todos los presentes fue Wozny quien se encargó de proporcionarle la ocasión.

—¿Y qué tiene que ver todo esto con lo que ocurre? —preguntó, irritado ante la conmoción que había creado y cobrando conciencia de que esta reunión del concejo se le estaba escapando de las manos. Y Zephyr se inclinó hacia delante, deslizando sus dedos terminados en puntas de lanza por la superficie de la mesa y dándole golpecitos con las uñas, abrió la boca y habló.

—Bueno, tiene que ver el que Peter Wertz no está en California. —Una pausa, suficiente para conseguir el efecto dramático que pretendía pero no lo bastante prolongada para permitir ningún tipo de interrupción—. Está aquí, en los alrededores del pueblo… pero ahora es una mujer. Y vive con otra mujer.

Un rugir de voces dominado por la andanada cargada de sentido común procedente del granjero de ascendencia alemana.

—¿Y entonces para qué diablos se hizo esa operación?

Aquella pregunta tan directa no obtuvo respuesta debido a que Wozny y media docena de miembros del concejo exigían el nombre del culpable.

—Bueno, se ha cambiado el nombre —dijo Zephyr con una torturante lentitud.

—¡Ya nos lo suponíamos! —dijo secamente la otra miembro femenina del concejo.

—Ahora utiliza el apellido de su verdadero padre —dijo Zephyr, accediendo por fin a divulgar el dato—. Danyo… Shirley Danyo, así es como se hace llamar ahora.

¿Ir a casa de mamá? Nada de eso. De hecho, la compañía de su indiferente y eternamente preocupada madre era lo último que Cally deseaba en esos momentos, aun suponiendo que Owen y Tammy no hubieran estado allí para hacerle preguntas…, y sí estaban allí. Iría…, iría adonde estaba su corazón; con su caballo. Y donde estaba su amiga, esa amiga generosa de potente vozarrón, la única persona que parecía apreciarla tal y como era, por sí misma, y que no quería nada de ella y no deseaba enredarla en los complicados jaleos del sexo, el amor, el deber y el papel a desempeñar. El sitio adonde iba sería un secreto que le mantendría oculto a Mark durante el máximo de tiempo posible. Cuando lo descubriera, Mark ya sabría arreglárselas para imaginarse algo sucio. Y Hoadley también se las arreglaría para imaginarse algo sucio, desde luego. Cally lo presentía.

Por suerte ya era muy tarde y había muy poco tráfico, pues al parecer Cally no podía evitar el conducir como una loca… Se echó a llorar y siguió conduciendo todavía más imprudentemente que antes.

Abajo, abajo, tomando la curva con un seco chirrido y pasando como un cohete bajo el viaducto de piedra del ferrocarril, el oscuro túnel que goteaba humedad y sólo tenía una calzada… Otra curva muy pronunciada y a subir por la empinada colina que había más allá. La noche y la carretera eran un túnel de mina inundado de lágrimas que se habían quedado estancadas. El pavimento alquitranado se confundía con el oscuro bosque invisible que se recortaba contra un cielo color carbón. Los faros sólo servían para iluminar la negrura. Cally, sentada detrás de ellos, se inclinaba sobre el volante y se iba abriendo paso por la colina, llegando a la cima y volviendo a bajar, abajo, abajo, abajo, moviéndose a una velocidad totalmente irracional hacia esas profundidades cargadas de presagios.

Mientras lloraba y se observaba a sí misma desde una pequeña distancia, Cally empezó a comprender que estaba realmente enferma, que quizá sí debería haber visitado al médico…

Shirley la oyó llegar: el salvaje zumbido del motor al que Cally había exigido demasiado la despertó, pues a esas horas de la noche no tenía demasiados visitantes y todavía menos que condujeran tan deprisa. Oyó el chirrido del coche al detenerse, se levantó de la cama (mientras oía el chasquido de la puerta que se abría), se puso un albornoz (el algo retrasado golpe de la puerta al cerrarse) y miró por la ventana para ver a Cally arrastrando su maleta a través de la puerta que había en la valla de los caballitos. Shirley abrió la puerta principal antes de que Cally llamase a ella y le cogió la maleta, disimulando su sorpresa y su consternación al pensar en cómo reaccionaría Elspeth ante la presencia de esta huésped. Bueno, Elspeth tendría que aguantarse. No hacía falta mucha perspicacia para darse cuenta de que Cally se encontraba muy mal.

—Tenía que salir de allí —le explicó Cally, o intentó explicarle sin revelar una parte demasiado grande de lo ocurrido—, Mark… —El nombre pareció quedársele atravesado en la garganta y tuvo que hacer un esfuerzo para seguir hablando—. Mark… y… yo…

—Claro, claro —dijo Shirley, haciéndola callar—. No importa. Puedes quedarte todo el tiempo que quieras. ¿Una taza de té? —Su ronca voz se había vuelto increíblemente amable y suave, y en vez de aceptar el té Cally agarró la manga de su albornoz con sus flacas manos y éstas rasparon la tela con un seco sonido de hueso, como si fueran garras. Shirley la abrazó: Cally pesaba tan poco que apenas si había nada que abrazar; era como tocar un copo de avena, una hoja seca a punto de salir volando, el cascarón vacío que un insecto deja tras de sí…, un objeto hecho de huesos huecos, tan frágil y quebradizo que bastaría con apretarlo para que se rompiese. Aun así Shirley la estrechó entre sus brazos —con cautela—, y Cally se apoyó en su cálido seno, derramando un llanto casi inaudible sobre su hombro, y ese hombro robusto hizo que los gemidos de Cally parecieran débiles y fantasmagóricos, como las voces quejumbrosas de los insectos famélicos.