CAPÍTULO OCHO

—Lo que quiero decir es que no le conocía demasiado bien —le estaba explicando una mujer de mediana edad a otra—, pero era mi vecino, ya sabe, y cuando vi que su periódico del domingo llevaba tres días en el porche llamé a la policía. No fui yo misma porque tenía esa escopeta, ¿comprende?, y una vez la usó para echar a unos chicos de su patio. Se había olvidado de que ya no era sheriff de Baja Salamandra, así que les apuntó y apretó el gatillo.

—Dios santo —dijo obedientemente la mujer que la estaba escuchando—, espero que no le hiciera daño a ninguno. —Usaba un lápiz de labios de color muy chillón y le habían hecho la permanente hacía poco, pero sus rasgos eran tan poco agraciados que estaba tan fea como su amiga, la cual llevaba el triángulo de un pañuelo atado sobre un cabello irremisiblemente lacio.

—Por lo que he oído contar apenas podía ver lo suficiente para hacerle daño a nadie que estuviera tan lejos, pero quizá se les acercara un poco, no lo sé… Lo que quiero decir es que por eso no fui a su casa para ver cómo se encontraba. Llamé a la policía y cuando vinieron les acompañé y eché una mirada, y allí estaba, caído en el suelo. Debía llevar unos tres días muerto, imagínese, con este calor tan fuerte que hemos estado teniendo, y el olor habría bastado para poner enferma a una cabra.

—Ya me lo imagino —dijo la mujer de la permanente, aprovechando que su interlocutora acababa de hacer una pausa para aumentar el efecto dramático de sus palabras.

—Pero eso no era lo peor —siguió diciendo la mujer del pañuelo de campesina—. Ya sabe que tenía montones de gatos, ¿verdad? Bueno, pues los gatos se quedaron tres o cuatro días encerrados en la casa con el muerto, y empezaron a pasar hambre… —La mujer bajó la voz hasta convertirla en un susurro digno de una película de terror—. Los gatos se lo habían estado comiendo. Vi su cara. Se la habían comido.

—¡Oh! —La otra mujer se llevó las manos a la boca con la expresión de susto que se esperaba de ella—. Nunca había oído nada semejante.

—Nadie habla de ello —dijo la mujer del pelo lacio con la misma voz susurrante de antes—, pero yo lo sé porque lo he visto. Por lo que he oído, estamos teniendo un año bastante raro… ¿Ha oído hablar de ese bebé de los apartamentos que hay en la calle Once, el que fue mordido por las ratas? La madre del pobrecito salió de casa y lo dejó en la cuna. He oído contar que le han quitado la custodia del bebé por haber sido tan descuidada, pero parece ser que el pobrecito quedará desfigurado para siempre. Ha perdido los labios.

Cally, que las había estado escuchando, puso una lata de peras en almíbar dentro de su carrito (para los niños) y se alejó antes de que la conversación hubiera terminado. Normalmente le gustaba vagar por los pasillos del local: parecía un espectro del supermercado, tan flaco y alejado de la vida normal de Hoadley que casi se había vuelto invisible. Las mujeres de Hoadley la asombraban; cuando estaban en el supermercado se saludaban las unas a las otras con gritos de alegría y vigorosos apretones dados con sus gruesos brazos, bloqueando los pasillos durante unos cuantos segundos mientras los demás clientes esperaban pacientemente…, siempre se abrazaban, aunque se hubieran visto sólo una semana antes. Casi nadie se acercaba nunca a ella para saludarla de esa forma pero aun así a Cally le gustaba ir de compras; le encantaba llenar los carros con sustanciosas provisiones para su familia y mientras lo hacía se dedicaba a soñar con los alimentos, comiendo por delegación, y también le gustaba sentir que se movía en los límites de la comunidad oyendo hablar a las mujeres de Hoadley. El torrente de sus palabras y el casi imperceptible hilillo de sus intelectos siempre lograban dejarla impresionada y perpleja.

Pero durante esta excursión de compras, los parloteos de las mujeres que Cally encontró en el pasillo del supermercado le recordaron la conversación de los extraños insectos que había en los bosques situados alrededor del pueblo. Extraño…, sí, estaban teniendo un año realmente extraño, hasta el punto de que Cally acabó sintiéndose incapaz de seguir escuchando a esas mujeres rechonchas y su despreocupada charla sobre los horrores que formaban la rutina de Hoadley. Puede que aquellas personas no fueran malvadas, pero se encontraban tan familiarizadas con el mal que hablaban de él casi encogiéndose de hombros. Las había oído discutir los detalles de una violación-con-mutilaciones y el precio de la margarina en un tono de voz prácticamente idéntico. Como si el diablo no fuera más que otro vecino al que observan… Cally sabía que la historia del hombre con el rostro comido por los gatos era cierta. Había dejado a Mark en el cuarto de trabajo del sótano del Reposo Perfecto, muy ocupado con su cera y las fotografías intentando reconstruir los rasgos del hombre para su entierro. Mark pensaba que aquel cadáver particularmente decrépito, roído y medio descompuesto era el mayor desafío de toda su carrera y Cally, aunque apenas si le hablaba, había dejado a los niños con su madre para que no le molestaran…, los había dejado con mamá Wilmore, quien en una ocasión le narró una de esas historias de crueldades increíbles típicas de Hoadley, usando el habitual tono de por-cierto-¿sabías-que…? Mamá Wilmore le explicó que cuando era joven y estaba embarazada de su primer hijo —ella y Elmo aún vivían con los abuelos Wilmore en la granja—, sintió los primeros dolores del parto y quiso irse a la cama, pero su suegra no se lo permitió; era un tórrido día de agosto y había que preparar una docena de pasteles para los hombres que estaban trabajando en el campo. La joven parturienta no recibió permiso para acostarse hasta que hubieron horneado todos los pasteles, servido la cena y lavado los platos, y sólo entonces se avisó al doctor.

El bebé nació muerto.

Ocultos entre la espesura que rodeaba a Hoadley, bebés con cuerpos de cigarra gemían y gemían…

Cally fue llenando su carrito de la compra con plátanos, pasteles de canela y bollos. La escuela ya había terminado y los niños iban a pasar el verano en casa, lo cual le daba montones de oportunidades para ofrecerles golosinas y verles comer. Llenó el carrito de provisiones hasta que éstas casi rebasaron el nivel del cuadrado de rejilla y fue hacia la caja luchando con el vehículo: parecía una huerfanita del peso pluma llevando una carga tan pesada como el mundo, o un muchacho de la mina debatiéndose con la vagoneta del carbón.

El viejo Luther Wasserman, el que limpiaba la iglesia, sufría una dolorosa cojera cada vez que hacía frío o humedad, dos cosas de las que Hoadley tenía grandes cantidades. Una vez le contó que su padre le había hecho empezar a trabajar en la mina cuando tenía doce años, y el primer año una vagoneta llena de carbón le pasó por encima aplastándole las piernas contra los raíles. Su padre se negó a permitir que el médico se ocupara de sus piernas porque les cobraría mucho dinero. El chico se quedó en cama hasta que las piernas se curaron por sí solas.

—Como si fuera un gato del granero —le dijo el viejo Luther—. Y sigo sin tenerlas del todo bien. Siempre me duelen, y papá tiene la culpa de eso. Pero él enfermó del pulmón negro y murió echando las entrañas a toses, así que en el fondo quizá me hizo un favor. Al menos después ya no pude volver a trabajar en la mina.

Cally pagó sus compras y rechazó las ofertas de ayuda que le hacía el chico de los recados, preguntándose a qué venía tanta solicitud por parte de aquel chaval con la cara llena de granos; no era vieja, no estaba embarazada, enferma o demasiado débil…, ¿verdad? El tablón de anuncios del supermercado contenía unos cuantos avisos de ofertas y unos talonarios de vales agotados, y también había un cartel con el nombre de un servicio de asistencia a domicilio para ancianos y enfermos. Junto a las puertas, al lado de las máquinas de vídeo, había un parpadeante artefacto rojo que proclamaba: «¡Compruébelo! ¿Qué tal anda su salud? El analizador de pulso y presión mide el índice basal cardiovascular y la respuesta electrodermal. Introduzca una moneda de veinticinco y coja las asas con las manos». Cally pasó ante ella con sus abultadas bolsas marrones y dejó atrás a un hombre delgado que pedía donativos para la asociación contra el cáncer.

Se marchó a casa con sus provisiones y si el hogar olía a muerte no se dio cuenta de ello. Todo Hoadley olía más o menos igual.

Los ruidos nocturnos de las sirenas y la gente que había salido a la calle despertaron a Sojourner Hieronymus y la hicieron erguirse. Sacó sus marchitos y viejos pies del angosto lecho en el que dormía y se quedó en esa posición durante unos instantes, dejando que la sangre acudiera a su cabeza para evitar que el mareo la hiciera caer en cuanto se levantara. La gente del hospital había venido a verla: querían que llevara uno de sus nuevos inventos, una especie de brazalete electrónico que registraría su pulso a cada momento y les mandaría una señal si tenía algún problema. Además, le inyectaría una dosis de algo que la mantendría viva hasta que llegaran allí. Medidor del siglo, lo llamaban, y tenían un eslogan: en el próximo milenio todo el mundo podrá vivir un siglo. Sojourner les dijo que no lo quería. Cuando le llegara el momento de morir moriría y mientras tanto viviría tal y como lo había hecho siempre, ateniéndose a las reglas.

Las reglas… Qué idiota era la gente. Si se limitaran a seguir las reglas estarían a salvo y podrían llevar existencias tan largas y tranquilas como la suya. Pero no eran capaces de seguir ni las reglas más simples. Las chicas jugaban al balón igual que los chicos, recibían golpes en esos pechos recién crecidos y, ¿qué pasaba? Treinta o cuarenta años después tenían cáncer de pecho, tan seguro como que sale el sol, y a veces también tenían cáncer de ovarios. Y todo era culpa suya.

Sojourner dijo una rápida oración. Después de haber dejado transcurrir un intervalo que le pareció suficiente metió los pies en las zapatillas que los aguardaban, se puso en pie y se enfundó en su albornoz, abrochándose los botones hasta el cuello con las dos trenzas en que recogía su larga cabellera canosa para dormir metidas dentro; no quería que la gente la viera con el cabello suelto por la espalda, ni aunque fuera a medianoche y todos hubieran tenido que salir de sus camas por culpa del fuego. Tenía que ser un incendio. Podía ver el resplandor anaranjado proyectándose sobre el negro cristal de su ventana.

Sojourner se agarró cautelosamente primero a la barandilla y luego al quicio de la puerta, bajó por los empinados y angostos peldaños de su escalera (no tenía detector de humos; no estaba dispuesta a introducir en su casa un artefacto tan propio de cobardes) y salió a su porche delantero. Desde allí pudo ver lo que todo el mundo estaba contemplando boquiabierto. De hecho, era visible desde todo el pueblo.

Bajo la torre del agua había un objeto fláccido envuelto en llamas suspendido de uno de los soportes horizontales…, y, sin poderlo evitar, Sojourner se llevó una mano a los labios. Parecía un ser humano colgado por el cuello y consumiéndose en llamas.

—¿Quién es, mamá?

—No lo sé.

—Mamá, ¿es una persona?

—No lo sé. Tendremos que esperar a ver qué dice la policía.

Sojourner apartó sus opacos y viejos ojos del horror que ardía en lo alto de la colina y se volvió hacia las voces de la calle, alegrándose de que hubiera vecinos a los que mostrarles su desaprobación. Allí estaba esa tonta de Cally Wilmore con sus dos niños, dejándoles contemplar lo que ocurría. Qué irresponsabilidad… ¿Acaso no sabía que los niños deberían estar en la cama, pasara lo que pasara, a menos que fuese su propia casa la que ardiera en llamas? Cally no era de Hoadley y no había recibido una educación adecuada, pero eso no era excusa. Todos los padres de estos tiempos depravados eran iguales; dejaban que sus hijos crecieran sin ninguna clase de control. Cuando Sojourner era pequeña, el niño que causaba problemas o era desobediente acababa con los dedos metidos en la estufa para que tuviera un anticipo de lo que sería el fuego del infierno, y lloraba durante horas, y luego iba a la escuela sufriendo el dolor y la vergüenza de unas manos cubiertas de ampollas para demostrar que había sido castigado. En aquellos tiempos los niños aprendían a comportarse. Si el señor Hieronymus le hubiera dado algún hijo, Sojourner se habría encargado de educarle adecuadamente. Se casó con él esperando poder ejercer una buena influencia. Pero el señor Hieronymus era débil e irresponsable; se mató tomando raticida pocas semanas después de la boda.

Oona salió al porche contiguo envuelta en una bata de baño mal abrochada, la saludó con un movimiento de su despeinada cabeza, sonrió e hizo las preguntas adecuadas a la ocasión. Oona era una buena vecina pero no sabía cómo llevar una casa: dejaba colocadas las mismas cortinas un año tras otro sin lavarlas y Sojourner opinaba que había malcriado a sus hijos. Desde luego, no cabía duda de que había malcriado a sus nietos. Casi nunca les castigaba y el castigo era una parte esencial del cómo aprender a distinguir lo bueno de lo malo. El aseo y el ir al lavabo, por ejemplo… En su época, un niño que se lo hiciera encima era metido en una bañera de agua hirviendo para limpiarle y darle una buena lección. Normalmente sólo hacían falta unas cuantas lecciones como ésa para que el niño aprendiera, aunque de vez en cuando alguno se moría. En tal caso, era culpa suya.

Y el inconfundible y repugnante olor de la grasa, el pelo y la carne ardiendo que desprendía la cosa de la colina llegó hasta ella. Sojourner no se dejó impresionar por el olor. Irguió el cuerpo, adoptando la postura que su madre le había enseñado: había que resistir el fuego, ya fuera el fuego del infierno o el de la disciplina…

—¡Uf! —chilló el pequeño Owen con el entusiasmo propio de los niños—. Apesta.

—Calla —le dijo Cally sin levantar la voz.

—¡Mami, es que apesta! Huele como…

Cally le redujo al silencio poniéndole una mano sobre la boca y se inclinó para susurrarle algo al oído. Sojourner vio el pálido destello de un poco de piel y echó otro vistazo, inclinando la cabeza como un viejo pájaro de presa mientras sus ojos se iluminaban con un brillo de reptil. La muy desvergonzada había salido a la calle con un camisón que apenas si le tapaba el pecho, y el peinador que se había echado encima no ocultaba nada, pues estaba abierto. Sojourner sonrió, dejándose invadir por una tranquila y satisfactoria sensación de escándalo. Intuía cuál era la razón de que Cally llevara ese vaporoso camisón escotado y sospechaba que no le servía de nada. Mark no había salido a contemplar el espectáculo con ella. Para Hoadley, el pueblo con un sexto sentido para captar los problemas de los demás, no era ningún secreto que Mark y Cally pasaban por una mala época. Sin embargo, eso no justificaba el que Cally le enseñara sus escasos atractivos corporales a toda la población. Lo más probable era que acabase como la chica a la que habían violado. No esa chica con la cara de rana, no… Sojourner había oído rumores de que a ésa fue su padre quien se lo hizo, pero en tal caso se trataba de una auténtica violación; no era más que un incesto. Esta otra chica, una rubita muy guapa que había cometido el error de pasar junto al edificio del municipio sin compañía, tuvo un mal encuentro en la escalera de atrás, la que había junto al aparcamiento: la golpearon y la violaron. Y cuando una mujer conseguía que la violaran…, bueno, a efectos prácticos tanto habría dado que se grabara una gran V negra en la frente. Nadie volvería a mirarla sin recordar lo que le habían hecho. Sojourner sabía con todo detalle lo que le habían hecho a la chica. Sabía cuáles eran los tres orificios corporales usados por el violador y con qué orden y frecuencia los había empleado. Conocía a su familia. Sabía que la chica sufrió un ataque de nervios y tuvo que ser hospitalizada. Pensó que quizá debiera hablar con Cally y explicarle qué remedio podía utilizar para no desear tanto a su esposo. Después de su violación la chica no había vuelto a querer realizar el acto conyugal con su esposo, o eso decían en Hoadley. Más aún, según se decía (con un suspiro romántico), el esposo estaba dispuesto a esperar todo el tiempo que hiciera falta. Sojourner tenía la esperanza de que se viera obligado a esperar hasta la muerte. Cuando una mujer comprendía cómo eran realmente los hombres ya no quería hacer «eso», al menos no mientras tuviera una excusa para evitarlo. Sojourner siempre había sido honesta; nunca había querido «eso» salvo en cuanto era desagradablemente necesario para engendrar hijos (hijos que debían ser educados con la adecuada disciplina para que la familia pudiera enorgullecerse de ellos), y aunque el acontecimiento la dejó sin esos hijos se alegró de que el señor Hieronymus se quitara de en medio, sobre todo teniendo en cuenta que le dejó la casa y los recursos financieros para vivir en ella.

La cosa llameante que colgaba de la torre del agua ya se iba apagando: primero se convirtió en una silueta de contornos borrosos que brillaba como un ascua anaranjada recortándose contra el contaminado cielo nocturno y fue ennegreciéndose hasta ser una especie de gran carbonilla que despedía reflejos de un blanco acuoso a la luz de las linternas blandidas por los bomberos. Sojourner vio que Cally estaba hablando con un hombre que había llegado en un coche —uno de los bomberos que volvían al puesto—, inclinándose indecentemente para hacerlo. Cally acabó irguiéndose, dio un paso hacia atrás, le saludó con la mano y se volvió hacia sus niños.

—No era una persona —les dijo—. Era un oso.

—¡Un oso! —Por la expresión de su rostro el pequeño Tammy consideraba que eso era más terrible e inquietante que si hubiera sido un vecino. Las personas se mataban unas a otras de forma rutinaria en la televisión, pero los osos tenían nombres como Paddington, Pooh y Theodore; los osos eran para abrazarles y hacerles mimos…

—Un oso, sí. Alguien mató un oso negro, le puso un mono de trabajo, lo colgó de la torre, lo roció con gasolina y le prendió fuego, Dios sabrá por qué. —Cally vio la canosa y rígida silueta de Sojourner inmóvil en el porche, la saludó con la mano y se llevó a sus niños de vuelta al hogar y la cama.

Sojourner vio retirarse a sus vecinos, pero su mente seguía pensando en la chica que había sido violada, a la que ya nadie recordaba por otro título que no fuera ése. La chica trabajaba en la fábrica textil. Después de la violación hubo un arresto y después del arresto, mientras la chica yacía en su lecho del hospital, un grupo de mujeres de la fábrica irrumpió en la cárcel exigiendo que les entregaran al violador. Algunas iban armadas con cuchillos de cocina y querían ocuparse de él para que no violara a nadie más, y algunas llevaban cuerdas y querían colgarle de la torre del agua, allí donde todo el mundo pudiera verlo, aunque Sojourner dudaba de que pensaran llegar al extremo de rociarle con gasolina y prenderle fuego. Sí, lo más probable es que no fueran capaces de pensar en un detalle final tan bonito y espectacular… De todas formas, si hubieran conseguido ponerle las manos encima al hombre aquello le habría servido de lección a los violadores. Pero esos imbéciles de la policía no se lo permitieron. El hombre fue declarado enfermo mental y acabó encerrado en una institución psiquiátrica. Se limitaron a encerrarle, y no le cortaron la cosa ni nada parecido… ¿De qué servía limitarse a encerrarle? Y si se escapaba, ¿qué podía hacer?

Sojourner suspiró por lo que podría haber sido y por la estupidez de la humanidad, le echó un último vistazo al pueblo que ya iba recobrando la calma y alzó los ojos hacia el cielo para examinar la luna antes de entrar en su casa. Estaba rodeada por un anillo. Señal de que haría mal tiempo. El tiempo se había vuelto loco: desde que el maldito gobierno y los científicos sabelotodo habían andado haciendo de las suyas con la luna ya no había estaciones.

—Lo que quiero decir —explicó el presidente Wozny—, es que debemos encontrar a la persona culpable de todo esto.

La noche del oso en llamas le había dejado extrañamente nervioso, igual que le había ocurrido a todos los habitantes de Hoadley. En ese incidente había algo que parecía amenazador. No, más que amenazador… Perverso. Enfermizo. Estaba tan nervioso que había convocado una reunión especial del concejo para tratar el problema, si es que existía.

—Eso es asunto de la policía, ¿no? —dijo con voz desafiante Zephyr Zook, secretaria del concejo. Wozny la miró y comprendió la razón de que algunas de esas viejas terribles siguieran llevando aquellas gafas de concha terminadas en ángulos agudos que se habían quedado anticuadas mucho tiempo atrás: las gafas brillaban con el duro y temible resplandor de unas puntas de lanza.

—Es un asunto que concierne a todos los ciudadanos responsables. —El presidente, que planeaba presentarse a la reelección en otoño, miró a su alrededor con cierto nerviosismo, no muy seguro de si saldría de esta reunión con su prestigio aumentado o destrozado—. Unos rumores como los que hemos estado teniendo… Eso es algo que concierne a todos. —El presidente Wozny dejó que su voz bajara de nivel hasta adoptar un tono cargado de oscura seriedad—. Lo que quiero decir es que, si no hacemos nada, el pueblo puede acabar siendo presa del pánico. Todo el mundo ha estado viendo y oyendo cosas extrañas. He oído decir que la gente cree que todo es culpa de una bruja.

La respuesta que obtuvo fue mucho más franca de lo que esperaba.

—Si hay una bruja creo que no cabe duda de quién es —dijo secamente un viejo miembro del concejo de ascendencia alemana—. Es esa mujer llamada Ahira.

El concejo había discutido el tema de Ahira en una reunión anterior—o, mejor dicho, no en una reunión propiamente dicha, sino durante la auténtica reunión de mentes que se celebraba después en el aparcamiento—, y la discusión había sido bastante parecida a la centrada en torno a las molestias que daban los perros, pues no se llegó a ninguna conclusión. La actitud de casi todos los ciudadanos prominentes de Hoadley hacia Ahira era considerarla una molestia e ignorarla con la esperanza de que acabaría marchándose. El concejo había adoptado la misma actitud hasta que Gerald Wozny habló de la brujería. Ni los miembros del concejo ni el presidente recordaban de forma consciente que la primera mención de esa idea corrió a cargo de Shirley. No le habían prestado ni la más mínima atención y, por lo tanto, consideraban que la idea se les había ocurrido sin ayuda de nadie.

A esto siguió una de esas discusiones tortuosas y nada parlamentarias típicas de todas las juntas y organismos gubernativos del pueblo. Cuanto más importante fuera el tema a discutir, menos probabilidades había de que se adoptara una moción formal. Hoadley se regía por el instinto del rebaño. Nadie quería destacar o apartarse de la multitud; por lo tanto, la cortesía exigía que ningún miembro se viera obligado a subir al estrado y adoptar la posición de quien ofrece el cuello para que se lo corten. No sólo eso, sino que la regla tácita era que el concejo como organismo no se tomaría la molestia de consignar por escrito cualquier tema que pudiera volver a presentarse en el futuro para atormentarles. La caza de brujas reunía todas las condiciones necesarias para desempeñar soberbiamente el papel de ese espectro. Zephyr Zook acabó soltando su cuadernillo de alambre espiral y su Bic, ya que el nebuloso girar de la conversación no le ofrecía ningún asidero concreto con el que desempeñar su labor como secretaria, y el concejo empezó a moverse al unísono sin ningún tipo de liderazgo discernible, como si fuera una bandada de estorninos.

—¿Detenerla acusándola de vagancia?

—Lo que quiero decir es que todo esto empezó después de que ella viniera aquí.

—La policía dice que no puede hacer nada.

—Lo que quiero decir es que nadie tiene ganas de meterse en un concurso de meadas con una mofeta, ¿verdad?

—No puedo culparles. Fíjense en lo que le pasó al reverendo Culp.

—El forense dijo que fue un ataque cardíaco.

—No importa. Estoy seguro de que ella lo hizo.

—No fue una gran pérdida.

—Desde luego.

—Tal para cual, diría yo.

—Creo que si se lo pidiéramos, el padre Leopold podría hacer algo al respecto.

—Lo que quiero decir es que un pueblo no puede permitir que una bruja ande por sus calles como si fuera una persona normal.

—¿Y el reverendo Berkey? Podríamos hacer que el reverendo Berkey hablara con ella.

El presidente Gerald Wozny siguió sentado en su sitio asintiendo con la cabeza y tratando de impedir que la boca se le aflojara como si fuese un perro asomado a la ventanilla de un coche. Nunca había visto al concejo moviéndose con tal velocidad. En una sola tarde Ahira había sido reclasificada de molestia a enemiga pública, de insecto insignificante a rata portadora de una enfermedad contagiosa que debía ser expulsada o extirpada. De hecho, el problema principal seguramente sería el de escoger al exterminador adecuado. En el concejo los católicos superaban en número a los protestantes, igual que ocurría en la población de Hoadley, pero una mayoría simple significaría una votación y un voto significaba una moción, algo que debería constar en las actas y que, por lo tanto, era impensable. Había que llegar a un acuerdo.

Wozny había dado comienzo a la sesión pensando interpretar el papel del hombre que no hace caso a los rumores, el líder de ánimo tranquilo que se dirige paternalmente a los ciudadanos para decirles que mantengan la calma y respeten las leyes. Pero el auténtico político sabe tomarse las cosas tal y como vienen. Wozny se sentía igualmente complacido al encontrarse convertido en jefe de una cruzada justiciera. Cada vez más emocionado, comprendió que si lograba mantener buenas relaciones tanto con los católicos como con los protestantes, quizás algún día podría presentarse para el cargo de alcalde aunque fuese protestante.

—¿Qué les parece si hablamos con el padre Leopold y con el reverendo Berkey? —les dijo.

Naturalmente, en cuanto llegaron al final de la reunión oficial ya se había tomado una decisión. Cuanto más importante fuese el asunto menos se hablaba de él. Hubo unos cuantos gruñidos y un silencioso coro de asentimientos con la cabeza y quedó entendido que alguien, contemplado por todos pero no mencionado en voz alta, se encargaría de hablar con los dos prelados y que se tomaría alguna medida para tratar con Ahira.

El sacerdote acudió al parque provisto de todo su esplendoroso atuendo litúrgico: casulla y sobrepelliz bordado con ribetes de encaje, su gruesa cruz pectoral reluciendo sobre su blanco pecho y los símbolos de su estola emitiendo destellos dorados bajo la luz del crepúsculo. Avanzó igual que un navío de guerra impulsado por sus tensas velas y tras él iba un monaguillo con alba y cíngulo que hacía girar un incensario del que brotaba el humo del incienso consagrado para expulsar a los demonios. Junto al sacerdote caminaba el pastor de los Hermanos, un hombre de pecho flaco y rostro lleno de cráteres, vestido con un traje negro como el hollín y una severa corbata, sosteniendo en su mano el negro estuche de la Biblia cerrado por una cremallera. Tras el sacro dúo ecuménico, aunque manteniéndose a una cautelosa distancia de él, venían los miembros del concejo y unos cuantos clérigos, monjas y asiduos de las iglesias, incluyendo a la secretaria del pastor Berkey (decentemente ataviada con una falda y unos zapatos nada ofensivos), Cally Wilmore.

Cuando vieron aproximarse tan extraña congregación, los inadaptados que llenaban el parque se quedaron boquiabiertos pero Ahira se echó a reír, y una bella y tintineante carcajada salió de su orgullosa y bella boca.

El sacerdote trazó el signo de la cruz ante ella.

—En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo —entonaron al unísono él y el pastor protestante.

—¡En el nombre de la tierra, la luna y las estrellas! —gritó Ahira como contestación, sin parar de reírse—. No podéis hacer nada contra mí.

El padre Leopold llevaba consigo un Libro de Servicios Ocasionales que contenía un texto para el exorcismo y empezó a leerlo con voz monótona. La lectura no produjo efecto alguno, salvo el que Ahira dejó de reír y le escuchó con la cabeza ladeada igual que una gata, sonriendo.

—Viejo disfrazado —le interrumpió unos segundos después—, me gusta tu traje. ¿Dónde puedo conseguir uno igual?

El ceñudo pastor de los Hermanos estaba empezando a enfadarse y el canturreo del sacerdote le había hecho perder la paciencia.

—¡Bruja de Satanás! —gritó con voz de trueno—. ¡Abandona este lugar!

—A los mejores les falta convicción —dijo Ahira con voz suave—, mientras que los peores están llenos de una apasionada intensidad.

Al oír estas palabras, Cally Wilmore dio un respingo parecido al de una cierva asustada y su mente completó la estrofa con las siguientes líneas escritas por Yeats: Sí, la revelación debe estar cercana; la Segunda Venida se aproxima.

Pero Ahira pasó bruscamente de la profecía a la burla.

—Viejo cuervo —le dijo al pastor Berkey, mofándose de él—, ¿por qué no llevas un bonito vestido y un collar como el de tu amigo?

El individuo al que se dirigía alzó su Biblia con la cruz de su tapa hacia el enemigo y la blandió ante ella…, o quizá fuera que su mano temblaba de furia, igual que su voz.

—¡Ésta es mi ropa, mi escudo y mi armadura! —gritó—. ¡Ésta es la cruz de Cristo y la palabra de Dios! —Fue un momento cargado de dramatismo y el sacerdote católico también quería participar en él. Abandonó el canturreo de su exorcismo y alzó su cruz pectoral, dando un paso hacia delante. El ministro protestante se apresuró a imitarle.

—Estúpidos santurrones —les dijo Ahira con voz llena de dulzura—, ¿de veras ignoráis la razón de que no podáis hacer nada contra mí? No podéis hacer nada contra mí porque no sois más que un par de fraudes. —Su voz resonó sobre la multitud que la escuchaba—. Fingís venir aquí impulsados por «el amor cristiano», pero os odiáis el uno al otro.

Su pueblo, los inadaptados, se agrupaba a su alrededor, lo bastante numeroso para llenar el parque, y ninguno de ellos la había abandonado aunque muchos se habían encogido en cuanto vieron al pastor, el sacerdote y los demás pilares de Hoadley.

—Sé qué adjetivos os habéis dado el uno al otro en vuestras plegarias —les dijo Ahira a los dos prelados.

Le respondieron a gritos, el uno en inglés y el otro en latín, y la mezcla de sus dos voces hizo que sus palabras resultaran incomprensibles. Después Ahira habló casi en un murmullo, pero aun así sus palabras llegaron a toda la multitud.

—Escuchadme, gorda gente normal que vive en este pueblo presuntuoso y pagado de sí mismo: no hay ni uno solo de vosotros digno de mirarme a la cara. No hay ni uno solo que tenga el corazón puro. Hipócritas… —Ahira incluyó a todos los intrusos en su mirada—. Conozco vuestros secretos. Sé cómo jugáis con vuestros cuerpos en la oscuridad. Sé quiénes han puesto pestillos en el armario del dormitorio y dónde guardáis los látigos y los grilletes. Sé qué mujer chupa el pene de su hijito para hacer que se le ponga tieso. Sé qué hombre se encierra en el cuarto de baño para olisquear la ropa interior de su hija que espera ser lavada. Sé qué hombres van de putas y cuáles van con otros hombres, y sé cuáles aman a sus vecinos y cuáles aman a otras mujeres. Sé a qué hombre le gusta sobar niñitas. Sé a qué hombre le gusta pegarles. Sé qué hombres han cometido violaciones y han logrado salir bien librados y sé qué mujer ha cometido un asesinato sin que nadie se enterase y quién de vosotros ha matado animales y les ha prendido fuego, y sé que le encantaría hacer lo mismo con sus vecinos.

El grupo de gente respetable se había quedado sumido en el más absoluto silencio. Miembros del concejo, asistentes a la iglesia, el pastor…, todos escuchaban atentamente esa voz suave que decía cosas tan sorprendentes, e incluso el sacerdote se había inclinado hacia delante para oírla mejor, y el jinete de bronce suspendido sobre la hierba del parque permanecía silencioso, inmóvil e impotente, y las numerosas luciérnagas parpadeaban muy despacio, como si fuesen la miríada de ojos de Dios…, o del diablo. Uno o el otro estaba dentro de Ahira, pensó Cally Wilmore, aturdida. Esta mujer parecía saber tanto como Dios. O como el diablo, pues ¿qué razón había para que los conocimientos del diablo fuesen inferiores a los de Dios? Aunque, gracias a Dios o al diablo, Ahira no había mencionado lo ocurrido entre las manzanillas de mayo o a un dios del amor blanco como el azúcar, y tampoco se había referido al humillante secreto personal de Cally.

Hoadley debía tener por lo menos una persona pura y valerosa, un Galahad… ¿Mark? No, Mark no era más que un hombre corriente de voz chillona y quejumbrosa. No era ningún salvador, al menos no para ella, aunque medio pueblo le consideraba su caballero blanco…, pero en Hoadley debía haber por lo menos una persona realmente buena. ¿El reverendo Berkey? Cally habría jurado que el reverendo Berkey era un santo, pero incluso esa ascética espalda suya en la que tenía clavados los ojos daba la impresión de haberse encorvado bajo los efectos de la derrota, y la negra tela de su traje parecía vieja y raída. ¿Cuál era su debilidad? ¿Acaso todos tenían un oscuro secreto y una vergüenza escondida?

—Ni uno solo de vosotros es digno de mirarme a la cara —dijo Ahira.

El sacerdote, la nave de la iglesia que había estado escuchándola de mala gana, se irguió y sus velas se hincharon de orgullo herido.

—¡Insolente ralea de Satanás! —tronó—. El poder del Señor Dios Omnipotente…

—No está dentro de ti. Y no es nada, comparado con el poder de aquellos a los que tu Dios ha pisoteado. Mira, sacerdote. —Ahira pasó la mano sobre la barandilla del pabellón y tocó al desecho humano que tenía más cerca. Era la chica calva y todos la oyeron gritar, pero no de miedo o de dolor sino de puro éxtasis y sorpresa, pues el contacto de la mano de Ahira puso cabello sobre su pobre cabeza: una exuberante cabellera marrón claro cuyos rizos le llegaban hasta los hombros, y la cabellera iba acompañada por accesorios tan imprescindibles como las pestañas y las cejas, que aparecieron en sus sitios adecuados. Su rostro no era especialmente hermoso pero ahora estaba enmarcado por la cabellera e iluminado por la alegría, y casi lo parecía. Ahira le hizo darse la vuelta con un gesto lleno de amable dulzura hasta colocarla de cara a los espectadores.

—¿Puedes hacer esto, sacerdote?

La multitud había dado un respingo y todo el mundo hablaba en voz baja, pero el sacerdote no añadió su voz a la confusión ni trató de silenciarla; parecía incapaz de hablar. Había presenciado una curación, un milagro… El diablo podía citar las Escrituras, pero se suponía que sólo los profetas, los santos y los mesías eran capaces de hacer lo que acababa de contemplar.

—Y el Anticristo —añadió Ahira con afabilidad, como si acabara de leer sus pensamientos. Bajó los peldaños del pabellón igual que Jesús descendiendo del monte y le hizo una seña a la chica que ya no era calva, indicándole que viniera hacia ella. Después alzó la plenitud de su cabellera con la misma gracia despreocupada pero llena de ternura que había empleado antes, revelando su sien. Y allí, justo en el arco cigomático, había una mancha de color rojo oscuro.

—Todos aquellos a los que toque deberán llevar mi marca —dijo, clavando los ojos no en los intrusos sino en su pueblo, los inadaptados. Les contempló con unos ojos tan suaves y dulces como el crepúsculo—. Sois mi pueblo y la marca sirve como sello del lazo que nos une. ¿Quién quiere venir a mí para que le cure?

Ya estaban yendo hacia ella.

La mujer de la espalda encorvada se irguió, sonrió, y en uno de los lados de su flaco rostro apareció una marca de color oscuro. El ciego tiró su bastón blanco, se arrancó la bolsa de papel de la cabeza y se convirtió en un hombre apuesto con ojos que podían ver y una romántica cicatriz. La mujer que estaba tan gorda que apenas si podía moverse rió y gritó; el vestido que colgaba de sus nuevos y delgados hombros rozaba el suelo y ahora ni tan siquiera sus zapatos le iban bien. Se apartó el cabello de la señal ardiente y la enseñó con orgullo. El hombre de los muñones volvió a sostenerse sobre dos piernas y gritó igual que un jugador de rugby durante la carrera para anotarse el tanto del triunfo, y saltó por el parque alzando los puños al aire y chillando. Su rostro llevaba la marca de Ahira.

El sacerdote, el pastor y la mayor parte de sus seguidores se dieron la vuelta y se marcharon, demasiado horrorizados para conversar, haciendo cuanto podían para borrar de sus mentes lo que habían visto. Magia, se dijeron, es un truco, como los que se ven en la televisión… Tenía que serlo. En ninguna parte ocurría nada como lo que habían presenciado; el mundo daba vueltas siguiendo su mismo viejo camino de siempre. Por lo tanto, lo que había ocurrido no podía haber ocurrido o, de lo contrario, ¿cómo era posible que Hoadley siguiera con su rutina, su estancamiento y su vida? No permitirían que nada de cuanto habían visto se volviera real hablando de ello.

Se marcharon, pero Cally Wilmore se quedó allí donde la muchedumbre se iba haciendo escasa, recogiendo migas y trocitos de los dulces adornos que coronaban un inmenso y prohibido pastel ceremonial. Vio cómo Ahira tocaba a personas que no parecían tener ningún defecto, poniéndoles su marca…, ¿era sangre, fuego o vino? La luz de las farolas y las luciérnagas no le permitía saberlo. Pero vio las sonrisas, los gritos y a veces las lágrimas de alegría de quienes recibían la marca, y supo que Ahira también les había curado de algo.

La chica verde (un efecto de la ictericia combinado con una sobredosis de medicinas) fue hacia ella y su piel recobró aquella belleza propia de una porcelana de Dresde con la que había nacido, y lloró. Garrett se acercó a Ahira, recibió la marca y un cambio sutil en su cabeza, su rostro y la mente que había detrás del rostro, y sacó de sus bolsillos centenares de fichas de dominó y las arrojó al aire en una confusión de destellos negros y las dejó allí donde habían caído. Barry Beal le acompañó hasta Ahira. Pero Ahira miró a Barry…, observándole, y Cally no pudo comprender por qué le miraba así. En esa mirada había algo que recordaba a una amante pero también había algo parecido al desprecio. Ahira no le tocó.

—Me perteneces tal y como eres ahora —le dijo—. Ya llevas mi marca y la llevabas antes que ninguno de los demás. —La voz de Ahira resonó en la oscuridad y el tumulto impartiéndole esa distinción, y Cally vio cómo Barry Beal erguía el cuerpo y su rostro bicolor volvió a hendirse con su ancha sonrisa, dividiéndose en cuatro secciones como si llevara una máscara de arlequín. Abombó el pecho en una pose de altiva vanidad, enorgulleciéndose de pertenecer a Ahira y, puede que por primera vez en su vida, de aquel rostro deformado con el que había nacido.

Cally contempló el robusto pecho de Barry Beal y pensó en el Eros del bosque y en su ceñudo esposo encerrado en su casa de la muerte, y sintió cómo aquel eterno dolor de sus entrañas se hacía todavía más agudo. Dio unos cuantos pasos hacia delante y se puso en la fila como si ése fuera el sitio que le correspondía.

Cuando estuvo muy cerca de aquella extraña mujer llamada Ahira, Cally no pudo ver más que belleza. Pero aunque contempló aquella carne reluciente que parecía un barniz sin poder encontrarle ni un solo defecto supo reconocerla como lo que era: una máscara viviente. Lo supo porque estaba lo bastante cerca para captar el olor de Ahira, envuelto en los olores a cerveza rancia y jaula de pájaros que brotaban de los inadaptados, y aunque Ahira apenas si olía el rastro de olor que Cally pudo percibir pertenecía a Hoadley.

Ahira alargó hacia ella una mano suave como la gamuza y Cally la detuvo con un gesto nervioso pero desafiante.

—No, gracias —dijo Cally—. Sólo quería mirarte. Quería ver qué clase de mujer es capaz de matar un animal, colgarlo de una torre y prenderle fuego.

Ahira reaccionó con una leve sonrisa.

—Pero si yo no hice eso —dijo—. Fue uno de vosotros quien lo hizo.

Cally sintió cómo el temor se arrastraba igual que un diminuto ratón sobre sus frágiles hombros. Aquella mujer estaba diciéndole la verdad; lo presentía.

—Pero el resto de lo que has dicho… —la desafió—. La señora Zepka y el hombre desnudo y los… —Por fin supo qué nombre darles—. Los bebés hambrientos. Todo eso fue cosa tuya.

La sonrisa de Ahira se hizo un poco más grande convirtiéndose en una mueca de asentimiento.

—Hoadley me ayudó —admitió, y hasta que no hubo oído esas palabras Cally no supo captar la profundidad de la comprensión que había entre ella y esta…, esta mujer antinatural, esta belleza imposible, este espectro aterrador. Ahira había sabido de qué hablaba. ¿Qué más sabía sobre ella? ¿Qué era Ahira? No importaba. Cally sabía lo más importante, y ese conocimiento bastó para helarla hasta la médula de sus huesos casi desprovistos de carne.

—Quieres acabar con nosotros —murmuró—. Con todos nosotros…

La sonrisa de Ahira se desvaneció para convertirse en un fruncimiento de ceño lleno de ternura y preocupación.

—Cally —le dijo, aunque nadie le había revelado su nombre—, deja que te toque, deja que acabe con tu dolor, deja que ponga mi marca sobre ti… Eres de mi pueblo. Debes serlo, o de lo contrario no podrías comprenderlo.

Su exquisita mano volvió a levantarse y Cally la observó en silencio durante un segundo, fascinada, a punto de asentir, antes de acabar retrocediendo horrorizada.

—¡Tú! —la acusó—. Quieres destruir Hoadley.

Ahira volvió a sonreír con esa misma sonrisa suave como el crepúsculo.

—No hace falta —le dijo—. Tú te encargarás de hacerlo.

Cally sintió el cosquilleo del miedo, la ira y un extraño conocimiento, y decidió usar su arma más poderosa. Ahira no era la única que poseía una sabiduría inexplicable y la poesía necesaria para revelarla.

—Oh, rosa—jadeó Cally—, estás enferma. El gusano invisible…

Una explosión de fuego blanco. Ahira se había convertido en un relámpago hecho carne y la furia brotó de ella con la fuerza de un vendaval.

—¡Apártate de mí! —Su voz chisporroteaba haciendo pensar en un trueno surgido de la oscuridad.

Cally cedió a la fuerza de aquella tormenta como si fuera una hoja seca arrastrada por la galerna. Si hubiera llevado botas…, pero no las llevaba. Volvió a su casa odiando la falda y aquellos frágiles zapatos que no le permitían caminar a grandes zancadas o defenderse dando patadas. Si no hubiese llevado el uniforme aprobado por Hoadley, ese uniforme que aprisionaba el corazón, el alma y la mente igual que aprisionaba el cuerpo…, estaba segura de que entonces habría podido ser una oponente digna de enfrentarse a Ahira.

¿Qué había querido decir con esa última y extraña afirmación suya?

—Tú te encargarás de hacerlo.

¿Ella, Cally? ¿Ella haría que Hoadley acabara cayendo en el abismo?

¿Abismo? ¿Qué abismo? Y, naturalmente, Ahira no se refería a ella. No, tenía que haberse referido a la gente en general. Ese «tú te encargarás» que había oído era la broma enfermiza de una mente extenuada por el hambre: la mente de Cally… Sus labios se apartaron de aquellas excrecencias del cráneo llamadas dientes y sonrió.