Mi familia siempre me tomaba el pelo diciendo que cuando era pequeño mi mamá intentó limpiarme las orejas con uno de esos aspiradores Kirby, los que tenían tantos accesorios, y que el aspirador me chupó el cerebro. Durante mucho tiempo estuve convencido de que era cierto, pero no culpaba a mi mamá por haberlo hecho. Siempre fue buena conmigo. Y cuando estaba en la secundaria comprendí que no me hizo nada con el Kirby. Cuando quiero soy capaz de entender las cosas. Tenía cerebro. Funcionaba muy despacio, eso es todo.
Por eso cuando volví a oír a Ahira, un par de noches después, seguía sin estar muy seguro de lo que debía pensar sobre ella.
Ahí estaba yo con todos los demás inadaptados, Garrett el cabezón y los hombres nerviosos que olían a basura y las viejas con bigotes y ese tipo que una vez estuvo en el hospital porque hizo algo raro y la chica con la piel de color verde y todos los demás. Todos estábamos esperando a Ahira, como si fuéramos personas normales con todo el derecho del mundo a reunirse y hacer cosas.
Ahira vino igual que la otra vez, con un traje blanco muy largo, y empezó a hablarnos igual que había hecho antes, y su voz era cálida y sedosa. Nos dijo que éramos su gente y que nos amaba, y yo casi me lo creía o al menos me lo quería creer, pero una parte de mí observaba y esperaba a que ocurriera algo raro, a que el pabellón empezara a dar vueltas o algo parecido a lo que pasó la última vez, pero lo que pasó es que otro inadaptado distinto apareció a mi espalda, me empujó y se abrió paso hasta la primera fila, y Ahira le vio y dejó de hablar y volví a ver esa extraña sonrisa suya, como si sus labios ya no fueran a moverse nunca más, y eso la hacía parecer más hermosa que nunca. El inadaptado era el reverendo Culp, ese gilipollas barrigudo de la camisa blanca.
Yo comprendía muy bien que Joanie le odiara tanto. Era el tipo de capullo que siempre anda empujando a la gente para que le dejen pasar, tal y como acababa de hacer, y siempre piensa que tiene razón cuando la mayor parte de nosotros apenas estamos seguros de nada.
Y mientras empujaba a los lisiados con malos modos para apartarlos de su camino no paraba de gritar. «¡Anticristo!», le gritó a Ahira. «¡Falsa profeta! ¡Eres la bestia surgida del abismo, la bestia traicionera que ha venido para llevar al pueblo de Dios al cautiverio y arrastrarlo a la perdición!».
Y Ahira seguía quieta en el pabellón y le sonreía sin mover ni un músculo y el reverendo sudaba y se iba poniendo rojo por encima del cuello duro y la corbata que le apretaba el cuello, tan fuerte que le hacía tres papadas, una encima de otra.
—¡Satanás! ¡Mujer del demonio! —le gritó—. ¡Tu apariencia es hermosa, pero tus entrañas son tan sucias y repugnantes como el abismo en el que te revuelcas! ¡Pareces un cordero y hablas como un dragón y blasfemas del nombre de Dios! Has venido a matar con la espada. ¡Has venido para hacer que el mundo se precipite hacia el Armagedón!
Se quedó sin aliento allí mismo, en los peldaños del pabellón. No le quedaba ni el aliento suficiente para subir por ellos y se agarró a la barandilla como si quisiera tirarlo todo abajo, con los ojos clavados en los pies de Ahira, y entonces ella movió los labios y le habló con una voz dulce como la miel, pero yo noté cómo el odio goteaba de ella.
—Tienes razón, naturalmente. Siempre tienes razón… Soy el Anticristo y he venido para que me adoren y para acabar con todos los predicadores como tú.
Y de repente la cara del reverendo dejó de estar roja y se volvió tan blanca como la cisterna de un retrete, pero seguía teniéndola cubierta de sudor y en vez de hacer temblar la barandilla se agarró a ella como para no caerse.
—¿Por qué pones esa cara? —le dijo Ahira, casi como si fueran amigos—. El Armagedón… Es lo que siempre deseaste, ¿no? Los cristianos decís que el reino de Dios llegará después de los últimos días, ¿verdad? ¿Acaso no subirás a los cielos para participar en la gloria de Dios? Tu nombre está escrito en algún libro, ¿no?
Dejé de mirar al reverendo Culp. Me volví hacia Ahira y fue como si algo se juntara en mi cabeza y la vi de una forma distinta y comprendí quién era.
Lo supe, así de fácil, lo supe en lo más hondo de mis huesos. Debió ser por algo que acababa de decir o por la forma en que hablaba y movía las manos, cómo ladeaba la cabeza o algo, no sé. Cuando has vivido un tiempo acabas captando ese tipo de cosas. Quizá fuera su voz. Siempre había tenido una voz muy bonita y elegante y la voz era igual, dejando aparte el que ahora ya no tenía ese tono nasal que le daba la nariz aplastada. No recuerdo nada más de lo que dijo pero sabía que era ella, estaba seguro. No era ningún monstruo, por mucho que dijera el reverendo Culp. Era Joanie Musser. Mi Joanie…
—¡Es ella! —grité, y me abrí paso hacia la primera fila igual que había hecho el reverendo Culp. Estuve a punto de gritar su nombre pero sabía que a Joanie no le gustaría. Se había vuelto tan hermosa… No querría que nadie del pueblo se acordase de cómo era antes.
Me oyó y me vio y supongo que quizá pensó que estaba diciendo que era el Anticristo. Me sonrió con mucha dulzura, miró al reverendo Culp y me señaló.
—Ahí hay uno que ya lleva mi marca —le dijo.
El reverendo seguía estando tan blanco como un plato de porcelana. Se dejó resbalar por la barandilla, se quedó medio caído en el suelo y me bastó con mirarle para saber que estaba muerto. He visto mucha gente muerta y entiendo de estas cosas. Pero Ahira siguió hablándole como si todavía estuviese vivo.
—Has sabido quién era, y no me sorprende —le dijo—. Siempre tuviste una gran habilidad para identificar a los demonios… Es lógico que sepas reconocer al diablo cuando lo tienes delante, ¿verdad?
La gente de la multitud estaba empezando a apartarse del pabellón porque podían ver a Culp caído en el suelo y no querían tener problemas, aunque apuesto que si hubiera querido Ahira habría podido conseguir que se quedaran. Pero no quería. Me miró y me hizo una seña para que fuese hacia ella, y después levantó las manos hacia los demás como si les dijera que de acuerdo, que podían irse a sus casas, y luego bajó los peldaños del pabellón y se marchó y yo la seguí. Normalmente habríamos tenido a unos cuantos inadaptados detrás, al menos durante un trecho, pero esta vez no había nadie más que yo, porque todos los demás estaban muy asustados, pero yo no tenía nada de miedo. Para mí todo lo que Joanie hiciera o quisiese estaba bien.
Pero no me atrevía a decirle «Hola, Joanie». Era tan hermosa… Tenía miedo de que no le gustara.
—Malditos predicadores —dijo, hablando con ella misma o conmigo—. Espero que se den cuenta de que nunca pido dinero como si fuera un maldito predicador.
Se movió como una especie de sueño, envuelta en ese vestido blanco que se levantaba igual que alas, caminando sobre esos hermosos pies descalzos suyos y yo la seguí y la miré. Esperé hasta que hubimos salido del pueblo y ella hubo abandonado la calle. Estábamos caminando sobre las vías del ferrocarril y entonces me acerqué un poco más a ella.
—Soy Barry Beal —le dije, y no había parado de repetirme que le estaba siguiendo el juego para divertirme, porque así podría sorprenderla después, pero en lo más hondo de mis entrañas sabía la verdad. Estaba asustado.
Ahora ella era Ahira y tenía miedo de que ya no me quisiera, no me apreciara o no me necesitase más.
Y la forma en que me miró no me ayudó nada. Me miró igual que si me estuviera tomando las medidas y vi cómo la risa hacía temblar su blanco cuello, igual que si se estuviera riendo de mí. Supongo que al principio la preocupó el que yo realmente la hubiera reconocido, y que por eso me había invitado a ir con ella, pero ahora estaba tomándome el pelo. La verdad es que no me importaba, porque me alegraba mucho volver a verla. Aunque esto no era exactamente volver a verla. Quiero decir que ella estaba tan distinta que… Pero no importaba, porque yo sabía que era ella.
—¿Te gustaría venir a casa conmigo y ver dónde vivo? —me preguntó.
—Claro —le dije yo.
Estábamos allí donde hay todos los montones de escoria, esas montañas negras que los viejos llaman pilas de huesos, y Joanie se apartó de las vías y se metió detrás de una. La seguí y no comprendía cómo era posible que no cojeara o que no se cortase esos nuevos pies suyos tan bonitos, porque estábamos caminando sobre un terreno muy malo. Pero a ella no parecía molestarle. Bueno, el caso es que me hizo ir por detrás de los montones de escoria hasta que llegamos donde empezaba el bosque, y allí estaba su caballo blanco, esperándola, y al lado había otro caballo, como si hubieran sabido que yo iba a venir.
Ahora puedo asegurarles que montar a caballo no me gusta nada. Sabía que la señora Wilmore se pasaba la vida montando a caballo y decía que era realmente divertido, pero no tengo ni idea del porqué le parecía divertido. Los caballos nos subieron por la montaña y atravesamos el bosque en la oscuridad y no sé qué tal le fue a Ahira, pero yo me golpeé las rodillas en los árboles y la cara con las ramas y me llevé tantas sacudidas que pensé que acabaría perdiendo los dientes, y cada salto hacía que me diera con las pelotas en la silla de montar. Ahira no tenía ese problema.
Lo único bueno fue que no duró mucho. No tardamos en llegar y bajé del caballo.
Podía ver un poquito porque el bosque era algo menos frondoso y vi cómo los caballos se metían en una especie de gran edificio. Ahira me hizo una seña para que fuera hacia ella y les seguí. Dentro del edificio estaba muy oscuro y me quedé quieto, pero Ahira vino hacia mí y me cogió de la mano. Eso me sorprendió. No quería tocarla y pensaba que ella no querría tocarme porque era demasiado hermosa, aunque decía que amaba a todos los inadaptados.
Me guió para que no chocara con nada hasta que llegamos adonde tenía una linterna, y entonces la encendió y vi que las cosas alrededor de las que me había hecho andar eran caballos de madera, y supe dónde estaba. El viejo parque del tranvía… Había estado allí un par de veces con una chica mala, pero normalmente nadie va a ese sitio, sólo los críos. Y antes nunca había estado dentro del tiovivo.
—¿Quieres comer algo? —me preguntó Ahira.
Bueno, será mejor que les diga que casi siempre tengo hambre así que le respondí que sí, y entonces ella sacó algo de una caja de cartón y me lo ofreció. Naturalmente, ya debería haberme imaginado lo que tendría para comer…
—¿Te apetece un plátano? —me preguntó, y si lo como estoy casi seguro de que lo habría vomitado porque entonces tuve la certeza de que estaba fingiendo, incluso conmigo, de que no quería que supiera que ella era Joanie y que no me había traído allí para decírmelo. Joanie sabía que no me gustaban los plátanos.
—No, gracias —le dije.
Acabamos sentándonos en el suelo del tiovivo y ella se comió uno de esos malditos plátanos suyos, pero no me ofreció ninguna otra cosa.
—¿Cómo es que vives aquí? —le pregunté, y ella me contó unas cuantas cosas y a lo largo de los días siguientes acabé comprendiendo unas cosas más a partir de lo que ya sabía. Y el resto lo comprendí más tarde. Mucho más tarde… Esto es lo que pasó:
Antes de que se marchara de Hoadley con mi máscara de soldador y mis quinientos dólares, estaba muy enfadada y decidió que sí Culp y el resto de los predicadores y su madre y todo el mundo iba a decir que pertenecía al diablo sólo porque tenía la cara tan fea, y si estaban tan seguros de que no acabarían en el infierno, tal y como a ella le habría gustado que acabaran, pues entonces iría hasta el infierno y se burlaría de ellos y de su Dios. No quería estar en ningún sitio donde estuvieran ellos. Cualquier Dios capaz de hacerla acabar en el infierno era un mal Dios y no pensaba seguir humillándose ante él. Su Dios nunca le había servido de nada y no quería tener nada más que ver con él. Acudiría a los antiguos dioses, aquellos que existían mucho antes que ese Dios del culo gordo, y quizás ellos supieran ser mejores amigos suyos.
Había dos cosas que deseaba más que nada. Una era ser hermosa y la otra era vengarse de toda la gente que la había hecho sufrir.
Entonces no comprendí que pensaba matarles…, quería matar a toda la gente del pueblo y acabar con todo Hoadley. Eso sólo lo comprendí luego. Pensaba que Culp había muerto de un ataque cardíaco por ponerse tan nervioso, y ella no me dijo nada de todo eso. Lo único que me dijo fue que había decidido invocar al espíritu del fuego y las profundidades de la tierra, el negro y el naranja, el viejo dios de Halloween, porque de todos los dioses era el que llevaba más tiempo existiendo.
Lo que hizo fue coger el autobús a Pittsburgh para que todo el mundo pensara que se marchaba de Hoadley, pero se bajó en una de esas gasolineras que también tienen una pequeña tienda donde venden comida y compró montones de cosas con parte del dinero que le di, y después volvió caminando campo a través. Joanie era una chica alta y fuerte pero aun así el peso de todo lo que llevaba acabó haciendo que se cansara mucho y no llegó al parque del tranvía hasta bastante después de que hubiera anochecido, aunque eso no era ningún problema porque para llevar a cabo lo que quena hacer tenía que estar oscuro.
—Sabía que debía ser un sitio que girase —explicó. Me dijo que todos los poetas y los profetas de la Biblia están de acuerdo en eso—. Yeats y los giros, las ruedas de Ezequiel y todo eso… Y sabía que este tiovivo estaba aquí, no muy lejos del pueblo pero aislado, y tenía una cierta idea de lo que debía hacer.
Se había inventado unos cuantos hechizos dándole la vuelta a los hechizos cristianos que había encontrado en un libro. Pon el signo de la cruz cabeza abajo y ese tipo de cosas… Toma los tres nombres más excelsos y dilos al revés. Además, tenía mi máscara de soldador para que le sirviera de protección, y también tenía esa serpiente tan rara de la que no me había contado nada. Entró en el parque del tranvía, fue hasta el tiovivo y le dijo a la serpiente que se arrastrara a su alrededor formando un círculo y la serpiente lo hizo, y luego se puso la máscara y le dijo a su serpiente que se quedara entre ella y el tiovivo, y pronunció su hechizo más potente.
—Entonces oí un ruido muy fuerte —me dijo—, como si la tierra se estuviera abriendo, y una gran bola de fuego salió del tiovivo. Atravesó la pared igual que si fuera algo sólido y vino en línea recta hacia mí y la pobre Serpentina se puso vientre arriba y se murió. —Dejó escapar una especie de risita gutural—. Estaba tan asustada que casi me oriné en las bragas… —Durante unos momentos me pareció estar oyendo a la vieja Joanie de siempre.
El dios de la tierra estaba dentro de la bola de fuego. La máscara le permitió ver un poquito de él a través de las llamas. Tenía cuernos y estaba muy enfadado porque le había interrumpido cuando se tomaba el postre o algo parecido, impidiéndole terminar una buena cena. Pero no podía atravesar la línea trazada por la serpiente para llegar hasta ella y tampoco podía verle la cara porque llevaba puesta la máscara de soldador, así que no se daría cuenta de lo fea que era, y eso hizo que Joanie se sintiera un poco mejor.
Acabaron hablando y cuando Joanie le dijo para qué le había llamado, el dios se fue calmando. Quería que se encargara de quemar gente. Montones de gente… Al dios le pareció bien y la invitó a salir del círculo de la serpiente para montar con él en el tiovivo.
—Si fuiste con él debes de estar loca —dije yo.
—Claro que lo estoy. —Me sonrió—. Hice lo que me pedía y él se puso aquí donde estamos ahora, y aunque llevaba la máscara pude ver cómo todo el lugar se iluminaba con una claridad más potente que la luz del sol. Alzó las manos y dijo: «El cubo del universo y el tiempo gira ahora en Hoadley, tal y como cree cada alma de Hoadley».
—Sí, eso es muy típico de Hoadley —dije yo.
Echó hacia atrás esa hermosa cabeza suya y se rió, y me sentí feliz porque la había hecho reír. Pero no me contó el resto de lo que le había dicho el espíritu de la tierra.
Y no me contó casi nada de lo que ocurrió porque fingía ser Ahira y que siempre había sido hermosa, y nunca llegó a contarme que llevaba mi máscara de soldar porque entonces habría sabido quién era. Esa cara nueva suya era tan hermosa y perfecta que casi parecía una máscara y no me dejaba ver nada de lo que sentía, sobre todo en la oscuridad, con sólo la luz de la linterna para alumbrarnos.
—Me tocó —dijo—. Se inclinó sobre mí y me tocó. Levanté las manos para impedirle que me tocara y me las quemé. Sentí cómo se me incendiaba el cabello. —La voz de Joanie tembló. Su rostro no me decía nada pero su voz estaba allí para dejarme oír todo cuanto necesitaba saber y luego, cuando tuve tiempo para pensar en ello, comprendí que él le había quitado la máscara—. Sentí que me quedaba ciega y quise gritar, pero me pareció que no podría moverme ni gritar. Me hizo dar la vuelta hasta colocarme de cara al cubo. —Se refería al centro del tiovivo—. Y pude ver el espejo; era lo único que podía ver. Y pude verme a mí misma en él. —Bajó la voz y supe que lo peor ya había terminado—. Y era Ahira.
Y supe algo más: supe que sólo había una cosa que realmente quisiera contarme…, a mí, al viejo Bar. Quería explicarme cómo había cambiado y cómo había conseguido el rostro que siempre deseó, quena explicarme qué sintió al mirarse en el espejo y ver que era más hermosa de lo que nadie había sido jamás…
Salvo que entonces tendría que ser Joanie.
Y por eso cuando volvió a hablar usó un tono normal, como si nada de todo aquello tuviera importancia.
—¿Dices que tu nombre es Barry Beal? Barry, levántate.
Lo hice y ella me dijo:
—Mírate en el espejo. Veamos cuál es tu auténtico aspecto.
Me estaba apuntando con la linterna y la luz casi me daba en los ojos, así que no podía ver nada y tenía la misma sensación que si me hubiera quedado medio ciego, pero aun así miré hacia donde me decía y pude ver uno de los espejos que había en el cubo del tiovivo. Y pude ver una imagen en él.
No se parecía en nada a mí. No llevaba ropas y era un tipo realmente apuesto, como una estrella de cine, pero no con ese aspecto de andar con el culo apretado que tienen todas las estrellas de cine, si es que entienden lo que quiero decir… No estaba tan limpio y acicalado. Aquel tipo parecía haber estado en sitios a los que las estrellas de cine no van nunca. Daba la impresión de que tanto podía darte un beso como matarte. Parecía capaz de hacer cualquier cosa.
Pero, aun así, era yo. Sabía que era yo, igual que sabía que Ahira era Joanie Musser. Compartíamos algo idéntico. Con ella era la voz y los ojos. Seguía teniendo los mismos ojos, esos ojos grandes de un verde amarronado, tristes y medio locos… Yo conocía bien esos ojos. Pensaba que eran bonitos incluso antes, cuando todo el mundo decía que eran ojos de rana.
La oí reírse detrás de la linterna que brillaba en la oscuridad.
—¡Lo sabía! —dijo—. Sabía que había acertado… ¡Justo en el blanco!
—¿Qué quieres decir? —le pregunté.
—No importa —dijo ella. Puso la linterna en el suelo y vino hacia mí y pude verla en el espejo, al lado del tipo que parecía una estrella de cine, y ella era Ahira con ese traje vaporoso suyo, pero estaba mirándole como si le desafiara a hacer algo. Y él se dio la vuelta y le sonrió con una especie de mueca desagradable, sólo le sonrió, ni tan siquiera la besó ni nada y le puso la mano encima del pecho como si el traje no estuviera allí, y ella le apartó la mano de un golpe. No vi nada más. Desvié la mirada y Ahira, no la Ahira del espejo sino la real, estaba de pie junto a mí, observándome, dispuesta a reírse.
—Barry Beal —me dijo—, que no se te ocurran ideas raras. —Lo dijo igual que si estuviera bromeando, pero aun así volvió a recordarme a Joanie y lo que me decía cuando estábamos entre los estantes de la biblioteca.
Sólo se me había ocurrido una idea, porque pensé que ahora Joanie ya nunca más querría aguantar al Barry Beal que tenía media cara manchada de mermelada.
—¿Cómo puedo convertirme en ese tipo del espejo?
—¿Qué te hace pensar que puedes conseguirlo? —me preguntó ella.
Y olvidé que debía fingir que no sabía nada de cómo había conseguido su nueva cara, y le dije:
—Tú conseguiste convertirte en Ahira, ¿no?
No tuve tiempo de decir nada más porque toda ella empezó a brillar con una especie de resplandor blanco y ardiente, como si estuviera hecha de fuego blanco. Sabía que era Joanie y eso me había hecho olvidar que también era Ahira, hija del sol, y Estrella, hija de las estrellas, y todo lo demás… Había olvidado todas las cosas que podía hacer. No soy muy listo. Pero soy lo bastante listo para tener miedo, y retrocedí un par de pasos.
—Barry Beal —dijo, y era la voz de la vieja Joanie cuando estaba enfadada, aunque saliera de aquella desconocida envuelta en fuego—, eres un imbécil. No me conoces y no sabes dónde he estado o las cosas por las que he pasado. No sabes nada de mí.
—Bueno, pues hablame de ti —le dije.
Me miró y el fuego del enfado se fue desvaneciendo igual que le ocurría antes, y yo ya estaba acostumbrado a eso, sólo que no estaba acostumbrado a ver cómo ocurría. Pero seguía sin ser capaz de explicarme que era Joanie.
—En algún otro momento —me dijo, como si estuviera cansada—. Barry, será mejor que vuelvas a tu casa.
Y eso hice, pero no estaba dispuesto a montar de nuevo en uno de esos malditos caballos. Bajé caminando por la montaña y volví a Hoadley. Cuando llegué a mi coche ya era tardísimo.
Al menos había tenido mucho tiempo para pensar, pero el pensar no hizo que me sintiera mejor. Ahora sabía dónde estaba Joanie, pero eso seguía sin servirme de nada. Me encontraba igual que si se hubiera marchado de Hoadley y nunca hubiera vuelto a saber de ella. Había conseguido hacerse hermosa y ahora ya nunca volvería a necesitar al viejo Bar, ni tan siquiera para que le prestase el dinero del almuerzo… Y no me quería. Ni tan siquiera quería que me volviera hermoso como ella.
Quizá si fuera como el Barry del espejo, si dejara de ser feo…, quizá entonces no le importaría tanto el que quisiera estar con ella, el que…
El que la amara.
Chico, mira que soy idiota… Pues claro que la amaba. Tendría que haberlo comprendido mucho tiempo antes. Tendría que habérselo dicho cuando aún estábamos saliendo, antes de que se marchara de Hoadley. Si se lo hubiera dicho cuando todavía era fea habría sabido que era cierto. Quizá eso habría hecho que se sintiera mejor. Quizá no se hubiera llegado a marchar. Ahora era Ahira, ahora era hermosa y no sabía si alguna vez sería capaz de llegar a decírselo…
Diablos.
Mierda santa, ¿qué podía decirle? ¿Joanie, te quiero? Todos los inadaptados la amaban. ¿Joanie, quiero ser tu amigo? Ahora tenía todos los amigos que necesitaba. ¿Joanie, haría cualquier cosa por ti?
¿Joanie, sé quién eres y no me importa porque te quiero?
Diablos, eso también tendría que habérselo dicho antes.
En vez de acudir a su cita con el médico Cally fue a ver a «Gigí».
Caminó. Habría ido a pie fueran cuales fuesen las circunstancias porque así hacía ejercicio (hay que quemar esas calorías), pero aquel día no tenía más remedio: Mark se había llevado su coche para que le echaran un vistazo. Cally estaba segura de que ése no era su único propósito. No le había dicho nada pero el mensaje estaba muy claro: ese día no podría ir al establo, pero el centro médico se encontraba lo bastante cerca para ir a pie. Esa meca con aire acondicionado de Hoadley, aquel sitio tan frecuentado donde familias enteras, primos y abuelos incluidos, se reunían en la sala de espera comunal y discutían sobre sus síntomas se hallaba situado en el centro de la población para que todos los habitantes de Hoadley pudieran utilizarlo sin problemas. ¿Por qué no unirse a la multitud? ¿Por qué no acudir a esa tentadora cita que Mark se había encargado de prepararle?
No lo hizo. Bajó por la pendiente que llevaba al arroyo (con el color oscuro de la orina en sus orillas recubiertas de cemento para prevenir las inundaciones), recorrió un par de manzanas hasta llegar a la calle del ferrocarril, dio la vuelta y dejó atrás los bloques de casas de madera construidos por la compañía sin el más mínimo esfuerzo por conseguir algún tipo de distinción arquitectónica y acabó llegando a la casa de «Gigí», un edificio muy parecido que se encontraba al otro extremo del pueblo.
Había llamado por teléfono; «Gigí» estaría allí. «Gigí» no le caía bien a casi ningún habitante de Hoadley y, como ocurría con Sojourner Hieronymus, eso la convertía en una de las mujeres a las que Cally admiraba. Pero Cally visitaba a Sojourner para escuchar, no para hablar. Con «Gigí» podía hablar. Sojourner no parecía aprobar nada. «Gigí» parecía aprobarlo casi todo.
Al acercarse a la casa de «Gigí» —uno de los típicos edificios marrones que tanto abundaban en el pueblo minero—, Cally tuvo una extraña alucinación: le pareció que estaba hecha de «toffee» y la gran verja de alambre (no tan típica) que rodeaba su patio trasero le pareció un delicado encaje de chocolate blanco. Dios, tenía tanta hambre que el mundo entero empezaba a parecerle comestible, hasta Hoadley, y hasta las cagaditas de perro que había en las aceras le recordaban a las barras de caramelo… «Gigí» estaba arrodillada en su jardín. Qué extraño, pensó Cally; nunca habría creído que «Gigí» fuera aficionada a la jardinería. Y, sin embargo, casi todo su patio estaba lleno de flores que crecían profusamente hasta alcanzar alturas más que considerables. Incluso tenía una raíz de caña que medía más de metro ochenta: aquella primitiva belleza tropical de hojas carnosas odiaba el poco fértil suelo de Hoadley, pero pese a ello el ejemplar visible en el jardín de «Gigí» había prosperado hasta alcanzar un bárbaro esplendor. Pronto florecería, y sus flores serían rojas como la sangre.
«Gigí» vio a Cally, la saludó y cruzó la casa para dejarla entrar por la puerta principal.
—Pensé que quizá pudiéramos hablar fuera. —Para ser ella «Gigí» casi parecía algo envarada; era como si estuviera más a gusto en el establo que en su casa—. Hace un día tan bonito…
—Sí, lo hace. Un día excelente para montar, ¿no? —Cally intentó hacer una broma pero la amargura que sentía era tan perceptible en su voz que ninguna de las dos mujeres sonrió aunque, como siempre, «Gigí» quizás experimentara esa áspera diversión privada tan típica suya.
—¿Quieres beber algo? ¿Una Coca-Cola de régimen?
—Yo…, bueno. —Por suerte, «Gigí» tenía a mano alguna bebida de régimen; tendría que habérselo imaginado. Aunque no estaba gorda, «Gigí» poseía el cuerpo corpulento y de gruesa cintura al que la habían condenado sus genes alemanes, y una de sus pequeñas mortificaciones era que no lograba encontrar ninguna silla de montar lo bastante profunda para permitirle dejar las piernas colgando bien rectas a los lados del caballo, ni aunque llevara pantalones de tela elástica (pantalones que utilizaba con tanta frecuencia como otras mujeres de su edad llevaban batas).
Cally siguió a «Gigí» al interior de la cocina.
Ya había estado antes en su casa y le parecía un lugar cómodo y neutral que no exhibía ni lo peor del gusto decorativo habitual en Hoadley ni nada que Hoadley pudiera considerar ofensivo. Los trofeos de caza de Homer —un ciervo con una cornamenta de ocho puntas y una cabeza de antílope conseguida en alguna lejana expedición al Oeste—, colgaban de las paredes de la sala contemplándola con sus melancólicos ojos de cristal. Una alfombrilla afgana (una africana, la llamaría mamá Wilmore) de color maíz y caramelo estaba pulcramente colocada sobre el respaldo del sofá marrón. No había mucho más que mirar. La casa tenía poco mobiliario y estaba tan limpia que casi parecía haber sido desinfectada; alguna parte del adiestramiento como enfermera de «Gigí» debía habérsele quedado grabado en la mente para mantener la casa tan limpia… Cally nunca se había dado cuenta de que cuando estaba en su casa «Gigí» (algo extraña con sus shorts jamaicanos color rosa) adoptaba la coloración protectora de un animal asustadizo, pero mientras la veía poner hielo en los vasos y llenarlos con un líquido tan marrón y límpido como los ojos del ciervo lo comprendió. Pese a su pasión por los caballos, las mesitas no mostraban nada que pudiera hacer pensar en la equitación y en las paredes no había fotos de «Aceite de serpiente». Tampoco había ninguna señal del cínico sentido del humor tan típico de «Gigí». No vio ningún póster, ninguna declaración escatológica o placa proclamando que «El sitio de una mujer está encima de un semental». En aquella casa no había nada que dijera «Gladys “Gigí” Wildasin»…, salvo, quizá, el enorme aspirador Hoover colocado en un rincón como si «Gigí» quisiera exhibirlo.
—Hace años Homer acabó en el hospital con eso pegado a él —observó «Gigí» cuando vio que Cally contemplaba el aspirador. Le dio un vaso y la precedió hasta el patio trasero y su atmósfera perfumada por las flores.
—¿Pegado a él?
—Ajá. ¿Has oído alguna vez la expresión «picar la carne»? Bueno, pues una noche a Homer se le ocurrió meter su picadora en el Hoover. —«Gigí» se instaló en una silla de jardín y le señaló otra a Cally—. El aspirador se tragó su pene y Homer no pudo sacarlo. Le llevaron al hospital en una camilla con el Hoover encima: parecía una especie de consolador gigante. Apuesto a que nunca se la sintió tan grande…
«Gigí» acompañó el relato con una seca risita, pero Cally se puso color rojo cereza.
—Yo también me sentí bastante incómoda —añadió «Gigí», observándola.
—¡Ya me lo imagino!
—Me pasé una temporada sin ser capaz de mirar a nadie a la cara. Pero acabé pensando que en realidad era problema de Homer y así lo dije. Él podía hacer las cosas a su manera y yo las haría a la mía.
Y fue entonces cuando dejó de amarle, pensó Cally. Las flores del jardín la rodeaban por todas partes creciendo en una salvaje profusión, ahogándose las unas a las otras. Ni tan siquiera los cosmos y salvias de Oona habían llegado a alcanzar la mitad de esa exuberancia. Cally se preguntó qué le haría «Gigí» a su jardín para tenerlo así.
—Bueno, ¿y qué tal está Mark? —preguntó «Gigí», desviando astutamente la conversación hacia el auténtico motivo por el que Cally la había visitado.
En la iglesia, en la calle o en cualquier otro lugar de Hoadley, Cally habría respondido con un: «Muy bien. Bueno, está algo preocupado por las cosas en general, ya sabes… El negocio le obliga a soportar muchas presiones. Es un buen hombre», y habría sentido una punzada de dolor ante la creciente distancia que les iba separando. Pero estaba con «Gigí» y lo que le dijo fue:
—Mark está haciéndome la vida imposible.
—¿Sigue sin creer las cosas que le cuentas?
—Peor aún.
—¿Qué ha hecho ahora?
—Quiere que vaya al médico. —Las huesudas manos de Cally se tensaron sobre su vaso de líquido frío endulzado químicamente—. Dice que no me encuentro bien. Supongo que piensa que tengo «nervios», como su madre. Gilipollas… —Cally jamás había hablado de su esposo con tal aspereza, pero «Gigí» se limitó a asentir como si no hubiera hecho más que proclamar en voz alta una verdad evidente. Y, un instante después, sin poderse contener, añadió—: Si se limitara a aceptarme…, ¡si me aceptara tal y como soy!
—Mark no te está obligando a matarte de hambre —dijo «Gigí».
Cally la miró fijamente. ¿«Gigí» negándose a estar de acuerdo con ella y a reconocer la infamia masculina?
—Pero eso es parte del problema, ¿no lo entiendes? ¡Se trata de mí! De tal y como quiero ser…
—Pues claro, y ése es el problema. Verás, ser como tú quieres ser carece de objeto…, al menos en este pueblo. Lo que debes hacer es ser tal y como Hoadley quiere que seas.
En su voz había un tono tan seco y muerto como los caparazones de las cigarras. Cally siguió contemplándola. «Gigí» le devolvió la mirada acompañándola con su áspera sonrisita de costumbre, haciendo coincidir los afilados bordes de sus dientes.
—Y Mark es de Hoadley —añadió—. Nació en Hoadley y se crió en Hoadley. No puedes olvidar eso.
—Tú también naciste y te criaste aquí, ¿no? —le recordó Cally.
—Yo soy un caso especial. He sido diferente desde que tengo memoria. —Estaba convencida de eso y le echaba la culpa a algún efecto de la radiación. La radiación le hacía cosas extrañas a la gente—. Mark es más bien lo que yo llamaría normal… para Hoadley.
Cally sintió cómo su mente se preparaba para defender a Mark. Esta vieja arrogante…, ¿cómo podía estar tan convencida de que le conocía? Recordó una ocasión no muy lejana en que Mark se puso un colador para espaguetis sobre la cabeza, haciendo el payaso, y empezó a pasarse mechones de cabello a través de los minúsculos agujeros del colador hasta que acabó pareciendo un marciano. Recordó las bromas con los cadáveres en la escuela de embalsamamiento. Se acordó de Mark a cuatro patas sobre la alfombra de la sala haciéndole de caballo a los niños y dándoles paseos cuando eran más pequeños. Pero también recordaba que estaba enfadada con Mark y no dijo nada salvo:
—Bien, ¿qué me aconsejas que haga?
—¡Síguele la corriente! Eso es todo. Limítate a decir que sí y haz lo que quieras. No es tan difícil. —La sonrisa de «Gigí» se curvó un poco más y se hizo más tensa hasta acabar convirtiéndose en una apretada mueca de labios—. Yo llevo años haciéndolo. Es divertido. Finges ser como los demás pero en realidad tienes tus pequeños secretos particulares, ¿comprendes?
Cally la contempló en silencio, preguntándose dónde estaban los secretos ocultos en aquella mujer malhablada y dura como un árbol, y acabó meneando secamente su flaca cabeza.
—No pienso abandonar mi dieta.
«Gigí» se encogió de hombros: el tema no le importaba lo suficiente para discutir mucho rato sobre él.
—Bueno, Cally, qué diablos… Tanto da, ¿no crees? Ya sabes lo que dice la gente, ¿verdad? Puede que mañana todos estemos muertos.
Otra persona habría interpretado esas palabras como un consejo de «Comed, bebed y regocijaos», pero nada más oírlas Cally comprendió que «Gigí» no hablaba de la condición universal humana, sino que se refería a una amenaza mucho más precisa e inminente.
—Sobre todo si nadie hace nada al respecto —añadió «Gigí» con sequedad.
—Ése es otro asunto que me preocupa —dijo Cally, pensando en la aparición desnuda de los bosques y el gemido de los insectos—. ¿Por qué tengo la sensación de que soy yo quien debería hacer algo? No sé, es como si fuera la culpable de… De todo. —Sus manos empezaron a temblar haciendo bailotear el líquido marrón de su vaso (tan límpido como los ojos de Eros)—. ¿Crees que es una locura? Sentir que todo depende de mí…
—¿A qué clase de todo te refieres?
—¡Todo! La atmósfera de tensión. Hasta los insectos…
—¿Las cigarras? —«Gigí» le sonrió, envuelta por el perfume dulzón de sus flores—. Bueno, ¿acaso crees que tú, yo o quien sea podemos ser culpables de eso?