Ya les he dicho que las bibliotecas son sitios muy agradables. Yo no leo mucho, pero en cuanto Joanie se marchó empecé a rondar por la biblioteca de Hoadley. Estaba bastante cerca del salón de pompas fúnebres; había que pasar ante la tienda de electrodomésticos, un par de locales con las puertas tapiadas y el Goodwill, y enseguida llegabas adonde habían puesto la biblioteca, uno de esos viejos almacenes, y en cuanto había terminado de ocuparme de los cadáveres solía ir allí. Cuando estaba dentro, con todos esos libros, tenía la sensación de que Joanie no se encontraba tan lejos. Además, Beulah Coe, la vieja bibliotecaria, conocía a Joanie. Yo no paraba de preguntarle si la había visto.
—Barry —me decía ella—, ¿crees que se ha escondido entre las páginas de un libro o qué? —Pero yo seguía preguntándoselo. No sabía qué otra cosa podía hacer.
Había otro chico que solía rondar por la biblioteca: se llamaba Garrett. Supongo que en realidad ya no era un chico. Era mucho más viejo que yo, probablemente tan viejo como mi mamá, pero no se portaba como si fuera viejo. Siempre llevaba montones de fichas de dominó en los bolsillos, se las sacaba y las colocaba encima de la gran mesa de la biblioteca, haciendo círculos y más círculos. Podía pasarse hasta un par de horas en eso, y de pronto tocaba una y todas se caían en un minuto. Ver cómo todas se iban moviendo y se caían era algo realmente bonito. A veces me dejaba mover la ficha que las hacía caer a todas. A veces se lo dejaba hacer a los niños que entraban en la biblioteca. Le gustaba que los niños pequeños le prestaran atención. Sólo venía para eso, para colocar sus fichas de dominó, hacer que se cayeran, o que dieran volteretas y ese tipo de cosas. Era realmente hábil con las fichas de dominó. Fuera de eso, era tan tonto como yo. Los niños pequeños le apreciaban porque tenía un aspecto normal, dejando aparte el que su cabeza fuera bastante grande. A mí me parecía bastante raro que Garrett fuera tan tonto como yo, teniendo en cuenta lo grande que era su cabeza. Con una cabeza así de grande cualquiera habría pensado que debía ser inteligente, ¿no? Pero no le pasaba nada en la cara y colocaba sus fichas de dominó con mucha gracia, así que los niños pequeños le apreciaban. A mí me tenían miedo porque soy feo y tengo la cara señalada.
Garrett y yo hablábamos algunas veces y cuando descubrió que trabajaba para el señor Wilmore empezó a hacer bromas estúpidas sobre los enterradores. «Eh, Barry», me decía. «¿Qué tal andan los negocios? Un poco muertos, ¿eh? ¿A punto de que los entierren?». Y luego se echaba a reír, ji-ji y ja-ja. «Eh, Barry, ¿conoces ése del enterrador que debía ocuparse de dos cadáveres al mismo tiempo, un presidente de banco y un abogado? Se equivocó de ataúd y metió a cada uno en el ataúd del otro. Bueno, pues cuando las familias se quejaron, dijo que los cambiaría de sitio, y como los dos llevaban trajes iguales nadie llegó a darse cuenta de que lo único que había hecho era cambiar de sitio las cabezas». Ji-ji, ja-ja. «Eh, Barry, ¿sabes el del enterrador que se casó? Bueno, pues en la noche de bodas le dijo a la novia que se quitara toda la ropa y ni aun así conseguía que se le empinara, así que le dijo que se fuera al cuarto de baño y se metiera un ratito en la bañera llena de agua fría y cuando volviera al dormitorio tenía que cerrar los ojos y quedarse muy quieta, muy quieta…». Entre cada ji-ji y cada ja-ja Garrett soltaba resoplidos.
También intentó llamarme «Sepulturero», pero no funcionó porque yo no cavo tumbas. Eso lo hacen otras personas. Siempre andaba diciendo cosas sobre los enterradores, pero yo no me enfadaba. El señor Wilmore era director de un salón de pompas fúnebres y los directores de los salones de pompas fúnebres no se parecen en nada a los enterradores.
Acabé hablando varias veces con Garrett y me alegra haberlo hecho, porque supongo que debí hablarle de Joanie y fue él quien me dijo que fuera a ver a Ahira.
—Tienes que verla —me dijo—. Hará que te olvides de la Musser. —Y se rió igual que si hubiera dicho algo muy inteligente.
—No quiero olvidarme de Joanie —dije yo.
—Pues entonces ve y pregúntale por tu chica, en nombre de Dios, y deja de preguntarle por ella a todo el mundo.
Me dijo que Ahira sabía mucho de esas cosas.
Esa noche fui a ver a Ahira. Garrett me dijo dónde podía encontrarla. Entre la oficina de correos y el banco hay un parque muy pequeño. Apenas si merece que le llamen parque. No es más que un retazo de hierba y un par de bancos para que los viejos se pasen el rato sin hacer nada, y además hay una estatua de algún tipo del ejército montado a caballo. Pero también hay un pequeño edificio redondo, una especie de pabellón para almorzar al aire libre con el tejado tan puntiagudo como la carpa de un circo, pero el edificio está hecho de madera. Cada Navidad ponen luces en él y entonces el pabellón queda realmente hermoso, como si fuera una atracción de feria. El único problema es que luego siempre se olvidan de ellas y no las quitan hasta que llega el cuatro de julio, así que el resto del tiempo el pabellón tiene un aspecto algo ridículo.
Estábamos en mayo y las luces seguían en el pabellón de la banda —la gente siempre lo llamaba el pabellón de la banda pero Joanie siempre decía que no era un pabellón para la banda, sino que era una rotonda, aunque yo nunca he oído a nadie más usando esa palabra, pero tampoco he visto nunca a una banda en el pabellón—, sólo que las luces no estaban encendidas y no hacían nada bonito. Parecían esos cacharros que las viejas cuelgan en la parte superior de sus porches. Pero Garrett me había dicho que Ahira iba allí cada noche.
Di unas cuantas vueltas por allí y pasado un rato verla venir, y apenas la vi supe que era la señora del caballo, blanco, aquella de la que la señora Wilmore no paraba de hablar. No iba acompañada por ningún caballo pero ninguna persona de Hoadley podría ser tan hermosa como ella.
Vino a la hora del crepúsculo, vestida con un traje blanco que le llegaba hasta los pies y que parecía flotar a su alrededor, y llevaba la cabellera suelta a la espalda, levantándose como dos suaves alas de color amarillo a cada lado de la cara, y al verla pensabas que parecía una mariposa blanca y amarilla. Llevaba los pies descalzos, y eran tan hermosos como todo el resto de ella. No me pregunten cómo era posible, porque normalmente los pies son bastante feos, pero los suyos eran muy bonitos. Y su cara era tan hermosa como las que se ven en las pinturas antiguas, más ancha en la parte de arriba, allí donde estaban sus grandes ojos, y luego iba estrechándose hasta terminar en un mentón muy pequeño, como si su cara fuese un corazón. Pero aun así me pareció que debía ser una mujer muy decidida, y me recordó los dibujos de Juana de Arco que hay en los libros escolares. Tenía los labios grandes, muy bonitos y no los movía para nada. Antes de que abriera la boca para hablar tuve la sensación de que era alguien que sabía, y eso que no hice más que mirarla, y no porque ella creyera que sabía sino que realmente lo sabía todo, igual que Dios.
Subió al pabellón de la banda y a su alrededor ya había gente esperándola, gente como Garrett y como yo, y ella miró por encima de nuestras cabezas y gritó:
—¡Venid a mí, desechos e inadaptados! Vosotros, los que dormís solos, los que os tocáis a escondidas y tenéis sueños extraños cada noche, ¡venid a mí! Vosotros, cuerpos deformados, gentes pisoteadas por los demás, los que os chupáis el pulgar y mojáis la cama, aquellos a los que el mundo desprecia, venid aquí; soy Ahira y quiero que vengáis a mí.
Y a cada minuto que pasaba había más y más. Hasta entonces nunca había pensado en la cantidad de gente rara que vivía en Hoadley, porque siempre procuramos escondernos. Pero esa noche todos vinieron allí igual que los murciélagos en cuanto anochece, saliendo de sitios donde nadie pensaría que pudiesen esconderse, como esos agujeritos que hay debajo de los porches y los aleros. Estaba la vieja que siempre olía igual que un hámster, y aquella mujer flaca con la espalda tan torcida que cuando caminaba siempre miraba el suelo, y su cabeza subía y bajaba como si estuviera usándola para olisquear el camino. Tuvo que sentarse en el suelo para poder alzar los ojos hacia Ahira. Y también estaba el hombre que caminaba sobre los muñones de sus piernas y se los cubría con unos grandes pies de cuero que parecían patas de elefante, y también estaba el ciego que llevaba una bolsa de papel en la cabeza. Tenía una cara normal, no fea como la mía, pero casi nunca la enseñaba salvo cuando hacía mucho calor. Casi siempre la llevaba tapada con una bolsa de papel. Supongo que a él no le importaba llevar una bolsa de papel en la cabeza. Supongo que debía llevarla para no tener frío.
Y estaban todos los que se hurgaban en las narices y se sacaban los mocos en público y hablaban consigo mismos y vestían ropas viejas y sucias. Había gente con los dientes torcidos o demasiado largos o con tantos huecos que parecían vallas de jardín y alientos como los de los sabuesos que han estado comiendo bichos atropellados en la carretera. Había una mujer tan gorda que supongo que ya no podría ir al cine, y la chica calva que iba a la secundaria. Tenía cáncer y había perdido el pelo, y los chicos se portaban muy mal con ella porque siempre andaban robándole la peluca hasta que la chica se hartó y dejó de ponérsela. Supongo que pronto podría marcharse de la escuela, tal y como habíamos hecho yo y Joanie. Deseé que Joanie estuviera allí. Tendría que haber visto a toda aquella gente, todos esos desgraciados que eran como ella y como yo… Ver que éramos tantos me puso algo nervioso. Casi sentí una especie de orgullo, como si pudiéramos haber hecho algo juntos.
—¡Inadaptados, venid a mí! —le gritó a Hoadley aquella mujer que se llamaba Ahira—. ¡Que ningún otro se acerque! Este lugar no es para los que tienen dos casas y planes de ahorro fiscal. Atrás, banqueros de gordos culos, abogados, predicadores con sonrisas melosas en sus caras y la codicia y el robo en sus corazones, atrás, mamaítas que servís raciones de verdura y culpa… No quiero ver a nadie que lleve trajes hechos a medida. ¿Creéis haber triunfado en la vida? ¡Fuera de aquí! Ahira no os quiere.
Nadie se marchó aunque había algunas personas que me parecían normales. Había un par de tipos con cabellos largos, chaquetas lejanas, pendientes y tatuajes, y unos cuantos gordos que no parecían tener nada raro, y hasta esa chica rubia tan guapa del drugstore, la que se echa laca en las pestañas… No sé qué podía estar haciendo aquí. Quizá se hacía eso en las pestañas porque padece alguna enfermedad. Y entonces empecé a pensar que quizá algunas personas normales también fueran como nosotros, sólo que por dentro, allí donde no se veía, en vez de en la cara, como yo.
—Inadaptados —dijo Ahira a todos los que la escuchábamos—. Yo también soy una inadaptada.
Supongo que tenía razón. Era demasiado hermosa para ser normal.
—Soy Ahira, hija del sol, y Estrella, hija de las estrellas, y Amaris, hija de la luna, y Anoma, nacida de la tierra. La gente que tiene piscinas y grandes coches no me conoce.
Y entonces empezó a contarnos lo que iba a suceder y me bastó con escuchar su voz para saber que todo cuanto nos estaba diciendo era verdad.
Dijo que quienes se creían grandes e importantes descubrirían lo que era ser pequeños. Dijo que quienes nos golpeaban con sus Biblias iban a descubrir qué había realmente en la Biblia. Dijo que si conocía los secretos un inadaptado podía curar mejor que cualquier predicador que jamás hubiera existido. Dijo que iban a ocurrir cosas muy extrañas y que esas cosas serían una señal de que debíamos escucharla.
Su voz era como esos lienzos que hay en el salón de pompas fúnebres, sedosa pero lo bastante áspera para que fuera cálida. Podría haberme pasado toda la eternidad escuchándola.
Nos dijo que no debíamos tener miedo, porque éramos sus inadaptados y ella jamás nos haría daño. Y de repente aquella especie de rotonda en la que estaba empezó a moverse girando sobre sí misma y todas aquellas ridiculas luces navideñas se encendieron con parpadeos rojos, verdes y amarillos, subiendo y bajando por los postes y yendo alrededor del tejadillo circular, deslizándose como si fueran esos cilindros con rayas de colores que hay en las barberías hasta llegar al punto donde estaba el caballo de metal que servía de veleta, y ahí estaba Ahira, como si la rotonda fuera una de esas ferias que van a los pueblos, pero no se movía. Se había quedado muy quieta en el centro de todo, blanca y oro, y todo pareció volverse loco a su alrededor. Y la multitud estaba gritando y algunos se caían al suelo igual que las fichas de Garrett, pero él no había empujado a ninguno de los que se caían. Estaba junto a mí, temblando, tan boquiabierto como yo. Supuse que antes Ahira nunca había hecho girar la rotonda.
Entonces levantó los brazos igual que si fueran alas, justo cuando yo pensaba que Garrett iba a mearse en los pantalones, y la especie de tiovivo se paró aunque las luces siguieron encendidas.
—Escuchadme, inadaptados —dijo Ahira—. Sois mi pueblo. Sois mi familia, y os amo. Este pueblo alberga a seiscientas sesenta y seis personas que son como vosotros y pocos días después de que haya encontrado a la última empezará el gran cambio, y todos vosotros llevaréis mi marca.
Entonces me pareció que clavaba los ojos en mí, aunque esos grandes ojos verde oscuro suyos siempre parecían estar posados sobre ti. Cuando te veían…, eran como su voz, y ya nunca podías olvidarlos.
—Ese día vendré a buscaros y os llevaré a ese lugar maravilloso donde empezó el mundo, el lugar que gira, y los demás acabarán en el fondo del pozo —nos dijo.
Cerró los ojos, pero aun teniendo cerrados los ojos tuve la sensación de que estaba mirándome y su mirada me sujetaba, y empezó a decir palabras que parecían salidas de la Biblia pero no eran como ninguna palabra de la Biblia que hubiese oído jamás. Dijo que eran de algo llamado Yeats. Nos dijo:
—Oigo los Caballos Sombríos, el temblar de sus largas crines. En sus cascos atruena el eco del tumulto, sus ojos brillan con un resplandor blanco… El occidente llora pálido rocío y suspira al esfumarse, los Caballos del Desastre se hunden en el barro espeso.
Cuando hubo terminado no abrió los ojos y se quedó muy quieta, como si estuviera soñando, pero alzó las manos como para decimos que eso era todo. Algunos se estaban marchando y algunos iban hacia ella.
—Ve a preguntarle por tu Joan —me dijo Garrett.
—No —le dije yo, porque había algo que me tenía preocupado y todavía no sabía lo que era, así que me di la vuelta y me fui a casa.
Antes de marcharme vi una cosa: vi a la chica que parece un poco negra, la que se pasea por Hoadley montada en su caballo. Vestía esas ropas tan raras que lleva siempre y estaba muy quieta, mirando, sin marcharse y sin acercarse a Ahira para saludarla. Pensé que ella también era una inadaptada, porque en todo Hoadley no hay nadie que tenga la piel tan oscura como ella. Este pueblo tiene un par de judíos pero no hay negros, sólo ella, y aun así el estar aquí rodeada por los demás inadaptados no parecía hacerla muy feliz. Claro que ella nunca parecía feliz y eso que era muy hermosa, casi tan hermosa como Ahira, sólo que ella era oscura como el agua del arroyo y Ahira era toda pálida y lechosa.
Me marché en mi Chevy y conduje por los oscuros y sinuosos caminos del campo y traté de no pensar en nada porque de todas formas el pensar a mí nunca me sirve de mucho, y me limité a esperar porque sabía que pronto ocurriría algo. Cuando llegué a casa mi mamá y mi papá ya estaban en la cama, pero mis hermanos aún seguían levantados y cuando entré empezaron a meterse conmigo. «¿Dónde has estado?», me preguntaron. «¿Tienes alguna chica? Ya era hora de que te divirtieras un poco». Y yo les miré y me pregunté si eran como yo o si eran como lo que Joanie habría llamado normales, lo que Ahira llamaba «los otros», y acabé pensando que sí lo eran.
Me fui a la cama, me quedé tumbado en la oscuridad y creo que soñé con Ahira y con Joanie y con preguntarle a Ahira dónde estaba Joanie, y Joanie y Ahira, y la oscuridad que había sobre la cama parecía estar girando y girando, pero eso es una tontería. La oscuridad no puede girar.
Mark Wilmore volvió a casa después de su último entierro y la velada que siguió al funeral para encontrarse con que Cally había acostado a los niños rnás pronto que de costumbre y estaba esperándole en el apartamento con ganas de hablar. Al verla sintió una punzada de ira totalmente inadmisible y que no tardó en sofocar, ya que todo estaba como debía estar: Cally dependía de él y había esperado pacientemente hasta que Mark hubiera cumplido con sus deberes y pudiera prestarle atención. Entonces, ¿qué razón había para que la expresión de cierva visible en su delgado rostro de muchacho le resultara tan irritante? Hacía cuanto una esposa debe hacer; era exactamente tal y como debe ser una esposa…
Aun así, pasó junto a ella con rumbo hacia el dormitorio y le dijo:
—Deja que me quite este maldito traje de chulo, Cal.
Los trajes de tres piezas de lana y franela color gris paloma que llevaba para los funerales se parecían mucho a los que utilizan los macarras de alta categoría que operan en las ciudades, sobre todo cuando se los combinaba con un chaleco color marrón claro. Tanto Mark como Cally eran conscientes de esa ironía, aunque probablemente en todo Hoadley no había nadie más que lo supiera o a quien le importara; pero Mark llevaba esos caros trajes de colores neutros porque no soportaba los «trajes de predicador» negros utilizados por los especialistas en la muerte de mayor edad o los trajes de poliéster azul marino a rayas de quienes no poseían tan buen gusto como él.
Cally le siguió y tomó asiento en la cama.
—Odio trabajar con bebés —dijo Mark mientras colgaba cuidadosamente el traje y se volvía hacia ella con sus calzoncillos de jockey como único atuendo—. Todo el mundo se siente fatal. No hay nada peor que trabajar con bebés, salvo quizá los que han muerto a causa de quemaduras.
—No me acordaba de que fuese un bebé —dijo Cally.
Era el bebé de los Bender, que había nacido con múltiples defectos físicos, y nadie había esperado que viviera tanto tiempo: cinco días.
—Otro bebé de Hoadley enterrado bajo el suelo —dijo Cally con un hilo de voz. Mark pensó que era una frase bastante extraña: vio cómo tragaba saliva, igual que si intentara tragarse las palabras, y cómo el esfuerzo convulsionaba su garganta. Tenía la garganta tan frágil y delgada como el tallo de una flor, pensó con cansancio; podría haberla rodeado con una sola mano, y a veces le habría gustado rodearla con su mano y apretar hasta estrangularla… Se dio cuenta de que Cally estaba devanándose los sesos en busca de algo agradable que decirle, algo que fuese propio de una buena esposa y, finalmente, lo mejor que pudo encontrar fue—: Y la familia, ¿les gustaron tus arreglos?
—Supongo que estaban satisfechos. La madre dijo algo sobre el lienzo.
Barry había hecho un buen trabajo con el lienzo. Barry Beal, el cabeza hueca…, a veces también sentía deseos de estrangularle aunque sólo fuese para impedir que siguiera preguntándole por esa horrible chica de los Musser. Pero hacer callar a Barry habría requerido algo más que el estrangulamiento. Un hacha, quizá…
—¿Hubo algún problema con el servicio?
—Todo fue estupendamente.
Era una buena esposa. Era una buena esposa. ¿Por qué la odiaba tanto a pesar de que era tan buena esposa? A Mark jamás se le había ocurrido relacionar ese fenómeno con el aborrecimiento que sentía hacia su madre. Consideraba que eso no era sino una pequeña dificultad entre mamá y él, y todo era culpa de su madre porque daba la casualidad de que se pasaba la vida gimoteando, dándole puñaladas en la espalda, manipulándole y haciéndose la mártir. Nunca se había preguntado cómo era posible que siempre lograra salirse con la suya. No había tenido ocasión de fijarse en que la mayor parte de las compañeras de sexo de su madre exhibían los mismos rasgos desagradables cuando se hallaban en el seno de sus familias, pero aún recordaba la alegría que invadió su joven corazón de enamorado en cuanto se dio cuenta de que Cally era totalmente distinta a su madre…, al menos, lo había sido hasta que se casó con ella y la trajo a su casa de Hoadley.
Desde que tenía memoria Mark siempre había querido dirigir un salón de pompas fúnebres. Tenía cinco o seis años cuando salió de su casa, que olía a linóleo y desinfectante Lysol, y entró en el ya desaparecido Salón de Pompas Fúnebres Lentz para asistir al velatorio de una tía abuela, y nada más ver aquel silencioso santuario de grandes techos, gruesas alfombras, damascos y pilastras, supo que ése era el sitio donde debía estar: elegancia, ritual, ricos terciopelos, penumbra en la que flotaba el aroma de las flores… Pasó su adolescencia trabajando para el viejo Lentz y espió algunos de los misterios de la sala de embalsamamiento; le parecieron tan poco inquietantes como la disección de una rana en la clase de biología, cuando el olor del formaldehído se le había subido un poco a la cabeza. Los seres humanos muertos no eran muy distintos a las ranas muertas; Mark podía manejarlos. Y la idea de prestar un servicio —un servicio heroico, de hecho—, de serle útil a la gente que le necesitaba en un momento difícil…, eso le había gustado casi tanto como el papel con dibujos dorados que cubría las paredes y las gruesas borlas que colgaban de las elegantes persianas. Convenció a sus padres para que le enviaran al Instituto de Ciencias Mortuorias de Pittsburgh; su familia le pidió un préstamo al banco y su padre trabajó horas extra para permitirle seguir su vocación. Fue en Pittsburgh donde conoció a Cally.
Se conocieron gracias a un accidente maravillosamente romántico; Cally cayó literalmente a sus pies en una resbaladiza acera del campus y se torció el tobillo. Mark recogió los libros que se le habían caído, la ayudó a llegar hasta la enfermería y estuvo sentado junto a ella mientras esperaba. Los hombres de Hoadley —al menos aquellos que no bebían hasta caer inconscientes cada fin de semana—, se consideraban protectores, defensores y encargados de proporcionarle el sustento a los niños y las mujeres; Mark llevaba tan dentro de sí aquel credo que lo aceptaba sin ser consciente de su existencia, como una premisa y un hecho esencial de su existencia en tanto que varón, igual que los sueños eróticos. Sobre él había colocado su propio mito resplandeciente de Mark como héroe, auxiliador y amigo en tiempos de problemas y muertes. Se enamoró de Cally nada más verla y encontrarse con su indefensión y su belleza infantil. Sin embargo, en cierto aspecto lo que le gustaba todavía más de ella era su genio, el que algunas veces le apartara bruscamente las manos que Mark alargaba hacia sus libros, sus muletas y su vida y el que nunca le diera las gracias. El que llevara botas y tejanos y siguiera su propio camino, y le viera sólo cuando quería verle, incluso después de que hubiera accedido a casarse con él…
Cally seguía llevando botas y seguía yendo por su propio camino montada a caballo, aunque Mark había insistido en que tuviera un caballo seguro y usara el equipo adecuado, tal y como convenía a su papel de preocupado protector. A veces se negaba a pasarse las comidas pendiente de servirle a él o a los niños. Seguía protestando cuando Mark se ponía pomposo, cosa que él sabía le ocurría con bastante frecuencia. Y, sin embargo, en lo más profundo de su ser… Algo esencial había cambiado en cuanto se casó con ella, y el cambio no había sido para mejorar. Sí, algo cambió en cuanto la trajo a Hoadley.
Mark no ponía en cuestión las pautas de la vida que le habían devuelto a ese pueblo. Había regresado a Hoadley, naturalmente. Ir a cualquier otro sitio era algo impensable. Sus padres y su familia estaban allí. La familia por encima de todo lo demás…, su credo del deber había resonado durante toda su infancia y esos ecos habían logrado excluir todos los cantos de sirena procedentes de Otros Lugares.
Y tampoco ponía en cuestión la idea del matrimonio. Como todos los recién casados, fueran de donde fuesen, después de la boda tanto él como Cally olvidaron las agotadoras intensidades emocionales del cortejo y empezaron a imitar los matrimonios de sus padres. Los padres de Cally no le habían dado mucho material sobre el que edificar, pero Mark sentía una considerable admiración hacia su padre, que siempre había sabido trabajar duro. Su comportamiento con Cally era una imitación del que su padre utilizaba con su madre: fuerte, protector, esforzándose por darle todo lo necesario…
Dios, qué cansado estaba.
—Bien, Cal —dijo, sentándose en la cama—, ¿qué ocurre?
—Los árboles están llenos de cigarras. —Agachó la cabeza igual que una criatura de cinco años que se dispone a revelar los más íntimos secretos de su corazón—. Escucha, Mark… Hay algo extraño en la atmósfera, algo que me da miedo.
—¿Espectros? —bromeó él—. ¿Alguien te ha estado contando historias de fantasmas?
—Hablo en serio. Han estado ocurriendo cosas extrañas.
Le contó lo ocurrido de una forma lenta y dando muchos rodeos, tirando de los pelillos de la manta con sus flacos dedos… Resultaba difícil creer que esta mujer vacilante era la persona que había ganado el Premio al Mejor Ensayo Expositorio el último año de sus estudios. Mark la escuchó, oyendo todas las palabras y, aun así, absorbiendo sólo fragmentos aislados de lo que significaban. Un hombre desnudo en el bosque…, ¿un exhibicionista, un pervertido sexual, un posible peligro para Cally? Quizá debiera prohibirle que montara a caballo por esa zona. Una imagen cambiante…, tonterías supersticiosas. Alguien se había imaginado algo. Cuando Cally estaba preocupada su mente siempre tendía a confundirse… Insectos con cara de bebés…, más imaginaciones suyas fruto del nerviosismo. La extraña mujer montada en el caballo blanco, Ahira…, una chiflada. Todo el mundo había estado hablando de ella y Mark no quería oír más conjeturas al respecto. No quería oír nada de cuanto Cally estaba diciendo y ésa fue la razón de que, en cierto sentido, no oyera nada aunque escuchó y asintió hasta que ella acabó quedándose callada, como si no supiera qué más podía decir.
—Bueno, cariño, ¿adónde quieres ir a parar?
Cally vaciló, hizo un esfuerzo de voluntad y acabó consiguiendo que las palabras salieran de su boca.
—Creo…, creo que es justo lo que dijo el señor Zankowski, Mark.
Mark vio estremecerse sus delicados labios en un sutil temblor que apenas si era perceptible por encima de su mentón. Vio la blancura del hueso bajo los tensos músculos de su rostro, abriéndose paso por entre esos frágiles dedos suyos que parecían ramitas y que ahora reposaban entrelazados sobre su regazo. Durante una fracción de segundo recordó cómo hubo un tiempo en el que había deseado esa boca siempre levemente predispuesta al mohín, ese rostro de chiquilla y esas manos, pero el recuerdo no fue acompañado de ninguna emoción… Aquello ocurrió cuando los dos eran más jóvenes, antes de que estuviera siempre tan cansado. El recuerdo suavizó un poco el desprecio que había en su voz.
—Cal, por el amor de Dios… ¿El fin del mundo?
—Sí, algo parecido.
Su seriedad y su miedo le hicieron adoptar el papel de protector lleno de recursos y le hicieron sentirse simultáneamente exasperado, superior y divertido.
—En el nombre del cielo, ¿qué razón hay para que el fin del mundo vaya a ocurrir en Hoadley?
—¿Y por qué no?
Mark lanzó un bufido. «Todo el mundo sabe que esto es el culo del mundo», había pintado alguien con un aerosol sobre el depósito de agua que dominaba el pueblo, y ningún vándalo dejó jamás una inscripción más verdadera sobre una propiedad pública. Todo el mundo lo sabía. Mark, nativo de allí, lo sabía; ese conocimiento permeaba la lealtad y el orgullo invertido que le habían vuelto a traer al sitio donde se le necesitaba. Cally era una forastera, de acuerdo, pero ¿cómo era posible que no lo supiese?
—No sé qué está pasando aquí—dijo Cally—, pero lo cierto es que está pasando algo raro…
—La fiebre del milenio. Están intentando no darle mucha importancia, pero hay casos por todas partes. —Mark escuchaba los noticiarios censurados por el gobierno que llegaban del mundo exterior.
—¡Mark, lo que está ocurriendo aquí no es sólo fruto de la imaginación de la gente! ¿Crees que estoy imaginándome cosas?
Sí, quiso decirle él. Era la respuesta más fácil y no veía razón alguna para no acudir a ella. Que él supiera, Cally en el pasado nunca había dado muestras de comportamiento irracional pero…, bueno, después de todo era una mujer. Casi todas las mujeres que había conocido a lo largo de su existencia en Hoadley sufrían de «nervios», y desde que tuvo a los niños Cally estaba demasiado tensa. Salir de la casa montada en ese caballo suyo le sentaba bien. Cuando estaba en casa iba por el apartamento con esa expresión de cansancio, esas manos huesudas y temblorosas… Mark sabía que no comía lo suficiente pero no se le había ocurrido pensar que estuviera pasando hambre deliberadamente. Cally se sentaba a la mesa y no comía mucho, de acuerdo; pero su madre nunca había comido a las mismas horas que los demás. Se pasaba el resto del tiempo «picando» en la cocina y había acabado engordando. Las mujeres eran seres extraños. Casi parecían una especie distinta… No pensaban del mismo modo que los hombres.
Así que si debía ser sincero tendría que responderle con un sí: pensaba que estaba imaginándose cosas. Pero en tal caso Cally se enfadaría con él. Su padre habría dicho que sí y se lo habría tomado a broma, diciéndole que estaba muy guapa cuando se enfadaba. Pero Mark no creía tener la energía necesaria para eso. Estaba cansado. La gente se había pasado todo el día llorando sobre su hombro. Y, probablemente, mañana también vendrían a llorar sobre su hombro. Bien sabía Dios que el pueblo albergaba una gran cantidad de almas desgraciadas…
—¿Qué quieres que haga al respecto? —le preguntó con voz un tanto seca.
Porque, naturalmente, no hacía falta que le dijera que ella quería que hiciese algo al respecto. Ésa era su función en la vida: ocupar un puesto en la junta eclesiástica, ser miembro del club de los Jaycees, hacer cosas para los demás… y también para ella. Pero, y ahí estaba el terrible problema, Cally tenía derecho a esperar eso de él. Era su hombre, su defensor, su protector y tendría que haberle dicho «Claro, me ocuparé de ello, todo se arreglará, echaré un vistazo y todo irá bien». Aun así, Cally no tendría que haberle hablado del asunto a la hora de acostarse, y eso era todo. Cally sabía que a la hora de acostarse Mark siempre estaba muy cansado.
—¿Qué quieres que haga al respecto?
Cally meneó la cabeza y le miró de tal forma que Mark percibió el fugaz resplandor del blanco de sus ojos: había captado su estado de ánimo. No se lo diría, o no lo sabía, y eso todavía le irritó más.
—Nada —dijo—. Olvídalo. Vámonos a la cama. Podemos hablar de ello por la mañana.
Estupendo. Ahora tenía esa gran perspectiva en la que pensar. Y una vez estuvieran en la cama, ella quema que él hiciera otras cosas. Y Mark no pensaba hacerlas.
Al día siguiente Cally salió a montar sola con un propósito en la cabeza. Había llegado a la conclusión de que las cigarras no le daban miedo, aunque si oía los gimoteos con que anunciaban su presencia se mantendría lo más alejada posible de ellas…, pero tenía que salir y echar un vistazo. Si Mark no pensaba buscar respuestas, ella lo haría en su lugar. Por esa razón, y quizá por otras, deseaba ver nuevamente a ese lo-que-fuera desnudo.
Empezó yendo a la mina. Tenía la esperanza de que el señor Zankowski no estaría en el cobertizo, y no estaba allí; pasaba la mayor parte de su tiempo en los túneles, reparando la vieja maquinaria que no paraba de estropearse. Pero la serpiente negra yacía sobre su piedra calentada por el sol, junto a la puerta, al lado de un cuenco de porcelana desportillada repleto de leche que iba poniéndose amarilla. Cally se bajó de «Paloma» sintiendo una irracional seguridad en sí misma y cogió a la serpiente: por una vez sus manos estaban tranquilas y firmes y supo manejar al animal sin ponerle nervioso. Iba a hacer algo por sí misma, llevaría a cabo una acción más tranquilizadora y tonificante que cualquier droga de las que pudiera prescribirle un paternal médico de Hoadley. Se colocó la serpiente sobre los hombros, montó en «Paloma» y cuando estuvo bien segura sobre la silla de montar se la puso en el brazo izquierdo, donde podría observarla mejor. La serpiente aceptó plácidamente todos aquellos manejos, pues las manos que la tocaban estaban impregnadas de una confianza casi hipnótica. Esa misma madrugada había tenido un sueño o una visión que le había indicado cómo llevar a cabo este proyecto.
—Enséñame dónde está —le dijo al reptil, y la serpiente alzó su delgada cabeza negra indicándole el camino.
Cally cabalgó. La serpiente la guiaba. Bajó a un valle oculto por arces que aún no habían llegado a la edad adulta (su corteza estaba llena de rayitas que hacían pensar en los caramelos de menta) y allí le encontró, entre el parasol de las hojas y las blancas flores en forma de copas que eran llamadas manzanillas de mayo.
Estaba sentado en el suelo, desnudo, medio escondido por las hojas de las manzanillas, y su cuerpo casi tenía el mismo color blanco cremoso que las flores. Cally le contempló desde la grupa de «Paloma».
—Quiero que me expliques qué está pasando —le dijo.
—Eso no es todo lo que quieres, o lo que necesitas —dijo él.
Tenía una voz grave y densa, una voz líquida y cosquilleante como el sabor del whisky. La serpiente enroscada en el brazo de Cally alzó su cabeza. Otra cabeza de hocico redondeado se irguió bajo las manzanillas de arce, ocultándose entre las hojas verde lima grandes como bandejas de postre. Cally lo supo sin necesidad de verla, pues sintió el licor de su voz abriéndose paso por su cuerpo y calentándolo.
—Ven aquí —dijo él.
Desmontó, dejó que «Paloma» se alejara unos metros para pacer y permitió que la serpiente se deslizara de su brazo para desaparecer entre los helechos que rodeaban la hondonada. Aquel ser cuyo cuerpo era demasiado hermoso para ser descrito con palabras la esperaba. Tenía razón: había venido para esto, al menos en parte. Mark… Recordaba cómo sólo unos años antes Mark devoraba su presencia, su conversación, su disponibilidad, cómo había saboreado la dulzura de su cuerpo centímetro a centímetro, con la misma absorta atención que ahora dedicaba al acto de engullir cacahuetes delante de la televisión que emitía los partidos del domingo por la tarde. Si Mark ya no deseaba comer de su cuerpo, si ya no quería darle aquello que ella anhelaba y necesitaba, aquello por lo que se moría de hambre…, bueno, en tal caso ella conocía a alguien que sí estaba dispuesto a dárselo, y se lo daría, por todos los infiernos o por la fuerza que estaba moviéndose en su mundo, fuera cual fuese.
Se dio la vuelta y le miró. La tranquilidad y la confianza en sí misma la abandonaron y empezó a temblar. Le bastaba con mirarle para sentir aquel cosquilleo parecido al del whisky que corría por sus pechos hasta llegar a su ingle, y el cosquilleo la humedecía y le hacía sentir cómo el agujero negro en que se había convertido anhelaba su presencia. Él era la cosa blanca que podía colmarla, blanca como la luz del sol, blanca como ese dulce de Navidad a medio chupar. Era…, ¿qué era?
—¿De dónde has venido? —le preguntó en un susurro—. ¿Cuál es tu nombre?
Él se puso en pie para hablar con ella, y su gesto le transmitió una impresión de gracia musculosa que no se avergonzaba de sí misma aunque fuera la parodia de una cortesía de salón. Cally le miró. Él —o aquella parte suya que desafiaba su percepción de él—, era colosal, magnífica, digna de un dios. Su boca se retorció en un espasmo. Le deseaba de tal forma que creyó iba a estallar por dentro.
—Dame un nombre —dijo él.
—¿No tienes nombre?
—Ella no quiso darme nombre. Me hizo y me tiene miedo. No quiere venir a mí. Ven a mí.
Fue hacia él; no podía esperar más tiempo o seguir pensando en las respuestas a sus preguntas. Fue hacia él y él le abrió la camisa, acariciándola durante unos segundos antes de bajarle los pantalones de montar y hacer que se acostara sobre las manzanillas de mayo. Una sombra verde primavera en su rostro, la dulzura de la crema en su boca y en su mente el sabor de la créme de menthe…, no, de la absenta. A mediados del verano los brotes de un blanco lechoso darían su fruto color rojo pimienta, unas rechonchas esferas venenosas… Todo fue muy rápido y todo terminó en lo que dura un beso apasionado. No le importó. Sabía que su cuerpo estaba demasiado hambriento y que el vacío era demasiado doloroso para cualquier otra cosa, aun suponiendo que él hubiera deseado jugar, cosa que dudaba. Se había limitado a prestarle un servicio, nada más.
Alzó los ojos hacia él un instante después del clímax y le vio con toda claridad.
—Eros —dijo, dándole nombre.
—Como desees —dijo él. Se puso en pie y desapareció entre la espesura moviéndose con la silenciosa agilidad de un animal salvaje, dejándola sola.
Una hora de búsqueda la llevó al doloroso convencimiento de que también «Paloma» se había marchado: había vuelto al establo, abandonándola allí. Avanzó por los empinados senderos con el paso tambaleante a que la obligaban sus botas de montar—esas botas no habían sido hechas para ir de excursión, y cada paso hacía que le rozaran en el talón y detrás de la rodilla—, pasó junto a las cigarras ocultas entre la maleza y oyó cómo se burlaban de ella, y supo que era un ser lamentable y falto de amor. Cierto, había sido colmada por el falo de un dios. Se sentía…, sí, una pequeña y oscura porción de su cuerpo estaba saciada pero por lo demás el hambre era tan aguda como siempre, y chillaba igual que esos insectos famélicos. Eros no podía colmarla. Él no…, no sentía nada hacia ella, no le importaba. Una intuición inexplicable le decía que lo que aquel extraño desconocido había hecho por ella no era más que un servicio, y que habría sido capaz de prestárselo o imponérselo a cualquier representante de su género.
—Delgada —había observado él en un momento dado—. Estás muy delgada. —Al menos podía aferrarse a eso; se lo había tomado como un cumplido.
Cally se acostó aquella noche junto al cansado e indiferente cuerpo de Mark y soñó con el joven desnudo de los bosques. Al principio soñó con ese cuerpo tan agradable y tan capaz de ejercer su potencia sin ningún esfuerzo, recordándolo vívidamente, y luego, más serenamente, soñó con su rostro.
Al cual no le había prestado demasiada atención en aquellos momentos…
Despertó dando un respingo, sobresaltada. Lo había reconocido. En otro mundo donde no existieran los defectos físicos aquel rostro tan hermoso…, no, más que hermoso; aquellos rasgos fuertes e impresionantemente viriles, aquella piel pálida y de una belleza sobrenatural…, podrían haber pertenecido a Barry Beal.