Shirley estaba junto a la valla, esperando: no era su forma habitual de pasar el tiempo, al menos no cuando podría haber estado haciendo algo, pero la calina amarillenta que se cernía sobre Hoadley parecía cargada de una tensa espera.
Estaba apoyada en la valla que rodeaba a la casa: era su valla de ya-verán, y no se parecía en nada a una valla corriente de granja. La había construido usando postes y alambre de gallinero, y el alambre no tenía como propósito el que algo o alguien se quedara a un lado o a otro de la línea divisoria, ni tan siquiera las gallinas… Casi habría podido limitarse a clavar los postes en el suelo, pues el alma de la estructura se hallaba en los postes. Sobre cada uno había colocado un caballo, un caballito de plástico con su silla estilo Viejo Oeste y sus bridas cubiertas de remaches, y los adornos eran tan inseparables de los caballos como sus crines onduladas y sus colas que parecían talladas a golpes de cuchillo. Pinto, ruano, bayo; ojos muy grandes, dientes de aspecto amenazador, cabezas inclinadas, caballos lanzados a un salvaje galope que habían sido rescatados de los basureros, las buhardillas y los patios traseros invadidos por las malas hierbas de toda California…, un muestrario de caballitos minúsculos y rechonchos de feroz apariencia que habían soportado las cabalgadas de los niños y los gritos con que les daban ánimo. Shirley había remendado cuidadosamente los agujeros de sus hombros y sus flancos, ocultando las perforaciones causadas por los resortes o el sitio del que habían sido arrancados los balancines.
Elspeth se había encargado de pintarlos usando expertamente el aerógrafo y acompañando su tarea con un sinfín de quejas. Ahora los caballitos rodeaban la granja, suspendidos a un metro veinte de altura, con un poste sosteniendo cada vientre tensado en el acto de volar. Eran una auténtica preciosidad…
Shirley había sacado la idea de un sito que había visto en algún lugar del oeste, un cobertizo con calaveras de vaca colocadas encima de los postes: las calaveras alternaban el color amarillo de un autobús escolar y el negro noche. A Shirley el espectáculo que ofrecían le pareció un tanto ominoso y deprimente, como si estuvieran alterando el equilibrio de las cosas mundanas hacia el lado más oscuro, y su instinto la impulsó a ponerse en acción creando un contrapeso. Las calaveras de vaca negras y amarillas eran horribles. Sus caballitos eran hermosos. Shirley había ocupado su lugar en la línea de combate. Para ella, era así de sencillo.
Apoyó los hombros en un diminuto palomino inmovilizado en un enloquecido galope y observó a Elspeth, que estaba entrenando a su yegua en la pista circular, haciéndole dar vueltas y más vueltas.
Tener a Elspeth en la granja era como vivir con un animal exótico, una cría de jaguar o algo parecido. Elspeth sólo servía para ser contemplada. Shirley había creado la granja a partir de la nada arrancando los matorrales de zumaque, moras y zarzales, había levantado las vallas electrificadas para el ganado y había construido el anillo de cañería y caucho negro tomado de las cintas transportadoras de las minas, había limpiado bañeras viejas para que sirvieran como abrevaderos, había cavado las zanjas de los desagües y había transportado las balas de paja mientras Elspeth se quedaba sentada con las piernas cruzadas en lo alto de su castillo, haciendo bosquejos y bajando de vez en cuando los ojos hacia el sitio donde Shirley estaba trabajando en aquel momento. Y a Shirley no le importaba. Le gustaba sentir la caricia del viento y el sol, trabajando duro y cuanto más duro fuera el trabajo mejor para ella. Y le gustaba tener cerca a su cría de jaguar y cuidar de ese inteligente animal doméstico que sabía pintar acuarelas y óleos. Dócil y llena de adoración, vivía sintiendo un cierto temor hacia Elspeth y procuraba mantenerse lejos de sus garras.
Mientras observaba a la artista que montaba a caballo en sus ojos había algo más fuerte que el amor normal y corriente, pero aun así sus grandes labios se curvaban en una mueca de diversión. Elspeth había logrado encontrar otro de sus extraños atuendos. Vestía una especie de túnica demasiado grande para ella, unos leotardos rojos y unas botas marrones de cuero flexible que le llegaban hasta más arriba de las rodillas y que casi se unían al dobladillo de su túnica estilo Robin Hood. Una de sus manos tiraba continuamente del cinturón que completaba el conjunto intentando mantenerlo bajo control y la yegua trataba de arrancarle las riendas de la otra mano, con el resultado de que también ella perdía el control de su galope. Elspeth maldecía igual que un camionero y la sonrisa de Shirley se fue desvaneciendo poco a poco: esperaba que Elspeth no acabara enfadándose demasiado con la yegua… Cuando pintaba Elspeth podía ser increíblemente paciente pero la gente y los animales enseguida la sacaban de quicio.
Cally Wilmore entró por el camino levantando un chorro de polvo y aparcó junto al granero haciendo repiquetear la grava. Shirley salió de su desacostumbrada inactividad y fue hacia ella. Elspeth, que siempre era muy consciente de lo que hacía cuando Cally estaba presente, se calló a mitad de una maldición. Un instante después «Gigí» Wildasin apareció igual que una tempestad de polvo montada en su enorme coche.
Si no había problemas de horario, todas aquellas mujeres solían reunirse los fines de semana para montar a caballo sin verse obligadas a soportar las risitas de las adolescentes. Shirley fue en busca de «Dama sombría», su delgada y elegante yegua pura sangre.
«Gigí» siguió sentada detrás de su volante recubierto de cuero y vio cómo Cally entraba en el establo. Sonrió, haciendo que los dientes de la mandíbula superior y los de la inferior encajaran los unos en los otros. Sabía muy bien lo que estaría pensando mientras caminaba con esas botas suyas, delgadas como cañerías. Cada vez que Gladys «la Trasero Feliz» se ponía sus apretados pantalones de montar hechos de ante y sus negras botas de caña, tenía la sensación de que su fláccido culo empezaba a balancearse ligeramente y que su zancada se alargaba ganando unos cuantos centímetros cargados de arrogancia y seducción. «Gigí» sabía muy bien lo que Cally pretendía conseguir cuando pasaba ante su esposo para ir a montar: esperaba que Mark se fijara en ella. «Gigí» hacía lo mismo con Homer y podría haberle dicho que era inútil. Los hombres siempre acababan convirtiéndose en cascarones resecos antes de que la mujer empezara a notar algo. Pero eso no le impedía menear el trasero, y sabía que probablemente tampoco impediría que Cally meneara el suyo. Ese trasero en el que apenas si quedaban unos gramos de carne… El trasero de Cally no era mucho más grande que dos granos de café colocados encima de un palo. Qué estupidez: matarse de hambre pensando que eso le serviría para conseguir que su marido la amase… «Gigí» podría haberle dicho que con los hombres eso no servía de nada.
Cally no le caía mal del todo. Para «Gigí» Homer tenía la misma importancia que sus sabuesos, unos animales estúpidos que sólo servían para cazar, pero apreciaba a Cally y a Shirley. Aun así, era lo bastante anticuada para no permitirse el maldecir o el sentir deseo hacia otro hombre que no fuera Homer, ya que estaba casada con él. Pero, al menos, podía apreciar a las mujeres. Para la manera de pensar de la gente de su generación el que una mujer sintiera afecto hacia otras mujeres no era un acto de infidelidad. «Gigí» no era una inocente como Cally; comprendía a Shirley, sabía lo que era y no le importaba, al menos mientras se limitara a Elspeth. Después de todo, era algo muy natural. A «Gigí» no le importaba lo que dijeran los predicadores; había observado a los caballos en los pastizales y a los perros en los patios, y sabía que eso era algo tan natural como lo otro. «Gigí» era una auténtica librepensadora, hasta tal extremo que no tenía amigas de su edad. Ésa era la razón de que le gustaran las mujeres con las que montaba a caballo (salvo Elspeth; no podía tenerle mucho respeto a una tortillera que se negaba a actuar con honestidad y ser una tortillera) y por eso apreciaba a Shirley y Cally.
Y amaba a su caballo. Sólo las personas que han dejado de amar a sus compañeros e hijos amaban a sus animales domésticos de la forma en que ella amaba a ese caballo. Sabía que Homer sentía el mismo amor hacia sus perros, y se daba cuenta de que Cally seguía amando a Mark porque Cally no amaba a esa plácida y encantadora yegua suya llamada «Paloma». Se limitaba a montar en ella. Pero «Gigí» podía comprender eso. A «Gigí» no le importaba utilizar a los animales o a las personas.
Recordaba que hubo un período de su vida durante el que amó a Homer. Quizá diez años antes todavía siguiera amándole pero Homer era como todos los hombres que conocía: sólo pensaba en su trabajo, sus cacerías y su cerveza, y quería que ella se ocupara de todo lo demás. Y «Gigí» sentía un agudo desprecio hacia las labores domésticas. Santo Dios, cómo las detestaba, igual que su madre las había odiado antes que ella, y ese odio había hecho que mamá se convirtiera en una arpía cuando podría haber sido una mujer dulce y encantadora… A «Gigí» le habría gustado trabajar. No quería ejercer la enfermería; sus padres la habían obligado a estudiar esa profesión y, de repente, cambiaron de parecer y le prohibieron que aceptara un empleo en Baltimore porque eso habría significado tener que marcharse de Hoadley. No querían dejarla marchar de casa…, y ella había deseado ir a Baltimore, ver un poco de mundo, ver el océano y la capital. Pero ellos la habían mantenido atada a las cintas del delantal, así que acabó casándose con Homer y rechazó cualquier oferta de trabajar en el hospital local, y les mandó a todos al infierno.
Se había pasado toda su vida de adulta pensando que le gustaría trabajar en algún otro empleo que no fuese la enfermería: un despacho, las acerías…, donde fuese, incluso en una carretera soportando el calor del sol mientras se encargaba de hacerle señales al tráfico para que supiera que había obreros trabajando, tal y como hacían algunas mujeres. Pero Homer pensaba que su deber era quedarse en casa y «cuidar» de él. Bueno, «Gigí» se había quedado en casa y había encontrado una forma de ganar dinero sin moverse de ella, y ese dinero era suyo porque Homer no sabía lo que hacía mientras él estaba en la acería y los niños estaban en la escuela. Los padres de «Gigí» nunca supieron en qué utilizaba el entrenamiento como enfermera que le habían obligado a tragarse por la fuerza.
Homer y sus padres no podían quejarse de ella: la infancia de los niños había sido un período durante el que «Gigí» habría merecido llevar la palabra Deber como segundo nombre. Aquellos mocosos desagradecidos ya no vivían en casa y Homer se había jubilado. Ahora pasaba las horas en casa, estorbándola, y se portaba igual que un crío encerrado en un cuerpo de adulto, convencido de que «Gigí» debía estar allí para hacerle de niñera.
Bueno, Homer, mala suerte… «Gigí» tenía su caballo y ese caballo estaba a diez kilómetros de Hoadley, en pleno campo, allí donde una persona podía respirar, y también tenía su coche para llevarla hasta allí. También tenía su cáncer, y eso era algo que Homer tampoco podía quitarle.
Salió del coche meneando las caderas y balanceando el trasero. Lástima que no hubiera ningún hombre para verla… Sabía que «Aceite de serpiente» no se dejaría impresionar por sus contoneos. Shirley estaba sacando a «Dama sombría» de los pastizales; «Gigí» la obsequió con su breve y dura sonrisa, fue hacia el establo donde la aguardaba su castrado y pasó sus viejos brazos cubiertos de cicatrices alrededor de su cuello, dándole un beso en el suave y perfumado pelaje del rostro.
Cuando las demás mujeres hubieron salido del establo y montaron en sus caballos Elspeth salió del anillo de entrenamiento para reunirse con ellas. No haber participado en la charla preliminar era algo muy típico de Elspeth. Elspeth poseía su orgullo pero hoy tenía otra razón para mantenerse alejada de ellas, una razón de tanta importancia que la había ocultado entre la hierba que rodeaba el anillo de entrenamiento, dejándola allí donde Shirley no la vería hasta el último minuto. En cuanto se lo puso tuvo la sensación de que el objeto colgado de su cintura pesaba mucho más de lo que realmente podía pesar.
Fue hacia ellas desafiándolas con una expresión impasible en el rostro, sin mostrar ni una sola fracción de la inseguridad que sentía. El objeto atado con una cinta a su pierna no la estorbaba como había temido o deseado.
—¡Caray! —exclamó Shirley nada más verlo, tal y como Elspeth había sabido que haría—. ¿De dónde has sacado eso?
El cinturón de Elspeth sostenía lo que al principio parecía un extraño colgante de última moda pero en realidad era una espada metida en una vaina cubierta de terciopelo azul prusia.
—Del mercadillo —replicó Elspeth, negándose a responder a las preguntas que no habían sido formuladas en voz alta: ¿Por qué llevas un arma? ¿Para qué la necesitas? Desenvainó la espada y la sostuvo en su mano durante unos segundos. Era como una cortante extensión de su brazo, un objeto muy ligero que respondía a cada flexión de su muñeca. La hoja reluciente se dobló un poco asustando a la baya de pelaje rojizo. Elspeth siempre la llamaba «baya de sangre», insistiendo en que las demás hicieran como ella, al menos cuando estaba lo bastante cerca para oírlas. Su color era denso y lustroso y poseía toda la brillantez del rojo acastañado pero era de una tonalidad más rica, no tan cobriza. Dejando aparte el color su yegua no era ninguna belleza: tenía la cabeza pesada, los miembros algo toscos y un pésimo temperamento. A Elspeth no le importaba. Dejaba que la yegua se asustara e hiciera corvetas, chocando con los demás caballos. Había comprado la yegua por su color y la había bautizado con el nombre de «Guerrera».
Las mujeres reaccionaron a la visión de la espada con el mismo temor que la yegua y todas contemplaron a Elspeth, su arma, su expresión sardónica y su «Guerrera» color sangre con un auténtico miedo. Durante un segundo el retazo de hierba que había delante del establo se convirtió en una pintoresca confusión de mujeres montadas a caballo y animales que se revolvían y piafaban con una espada alzándose sobre el cuadro general.
—Elspeth, por el amor de Dios, guarda esa cosa —le ordenó Shirley, con un tono de voz al que le faltaba su serenidad habitual.
Elspeth obedeció, envainando el largo acero, y la escena se fue calmando gradualmente.
—Bueno, ¿para qué quieres esa cosa? —le preguntó Shirley.
—Siempre andas diciendo que los senderos están llenos de maleza y hierbajos.
La respuesta había sido preparada de antemano y brotó de sus labios con una rápida facilidad. De hecho, ni la misma Elspeth sabía por qué había comprado la espada. Era una auténtica «kaskara» sudanesa y le había salido bastante cara, incluso adquiriéndola en el mercadillo de Hoadley. Pero cuando su mano tocó aquella empuñadura envuelta en una apretada correa, Elspeth sintió la punzada de un extraño anhelo oscuro e innombrable que la atravesó hasta lo más hondo de su ser… La respuesta proferida con tanta seguridad bastó para tranquilizar a Shirley y la corpulenta mujer rubia echó la cabeza hacia atrás para reírse estruendosamente de sus propios temores.
—¡Te has comprado una espada para cortar moras!
Los arbustos de moras a los que se refería Shirley eran auténticos zarzales que siempre alargaban sus dedos espinosos hacia los jinetes que recorrían los senderos. Cuando se llenaran de moras su zumo haría que la espada se volviera de un negruzco color sangre.
—Hay que llamarla Matamoras —dijo Cally. Se refería a la espada, claro. ¿Cómo era posible que esa mocosa supiese que una espada necesitaba un nombre? ¿Cómo se atrevía? El nombre que Elspeth le diera a su espada era un asunto privado. Elspeth la miró fijamente y Cally le devolvió la mirada, muy seria.
La muy… Elspeth quería detestarla porque a Shirley le caía demasiado bien, pero Cally poseía cierta cualidad extraña y misteriosa que hacía de ella algo distinto a una simple neurótica. Quizá no fuera más que el estar tan flaca, pero esa extremada delgadez suya bastaba para que pareciese más de lo que era, igual que un lebrel parece ser más que un simple perro… Quizá todas aquellas percepciones sólo estuvieran en la mente de Elspeth. Elspeth pensaba muy a menudo en Cally, no lo podía evitar. Y se hacía preguntas sobre ella.
Ahora, aferrando la empuñadura de una espada que aún carecía de nombre, Elspeth se preguntó qué había oculto detrás de su nombre. Cally… ¿De qué era abreviatura? ¿Calipso? ¿Calíope? Una vez oyó cómo «Gigí» se lo preguntaba pero Cally emitió una risita irritantemente inadecuada y no respondió. Ahora había cometido la temeridad de sugerir un nombre para la espada. ¿Qué sabía Cally de los nombres y del arte de darle nombre a las cosas? Como si esperase que el arma sólo sería utilizada contra los arbustos de moras…
Shirley seguía riéndose igual que una gran campana de bronce pero Cally no se reía. Maldita mujer… Ella sabía que… ¿Qué sabía? No había nada que saber.
Los dedos de Elspeth soltaron la empuñadura de la espada.
—Muy bien —dijo fríamente—. Se llamará Matamoras.
Y cuatro mujeres demasiado viejas para esa clase de cosas salieron a dar un paseo a caballo: «Gigí», la del cabello canoso, con su propia muerte cabalgando dentro de ella, y Shirley, la de los senos opulentos y los rizos broncíneos, y Cally, neurótica y flaca como un lebrel, y una silueta absurda vestida con un atuendo pseudo medieval que se hacía llamar Elspeth… Pero apenas montaron y empezaron a alejarse del establo sintieron cómo el contoneo de los caballos y el ritmo primigenio del trote las iban alterando, haciéndolas crecer y expandirse de tal forma que ya no eran Shirley, Cally, «Gigí» y Elspeth, sino algo distinto, algo más viejo, mucho más poderoso e implacable.
Montar a caballo les resultó todavía más agradable que de costumbre. Ahora tenían que dejar atrás más cosas que en un día normal. La conversación mantenida dentro del establo mientras se ocupaban de los caballos había sido algo tensa y no tan placentera como solía serlo. Algo de lo que ninguna hablaba en voz alta había estado acechando igual que una rata en las sombras del pasillo.
—¿Adónde vamos? —preguntó de repente Elspeth, que normalmente era la que nunca decía nada.
Elspeth había mirado a Shirley pero fue Cally quien habló. El primer trote por los pastizales había bastado para que su tenso rostro empalidecido por sus continuas privaciones alimenticias se hubiera vuelto algo más suave y sonrosado.
—Detrás de la mina —dijo. Montada en un caballo y rodeada por sus compañeras se sentía dispuesta a enfrentarse con las mismas cosas que la hacían salir huyendo durante sus pesadillas en el lecho nupcial del hogar. Quería volver al sitio donde le había visto… Quería volver al lugar donde se encontró con aquel ser desnudo cuyo rostro no podía recordar tan claramente como recordaba su ingle.
Cally se puso en cabeza. Las llevó por el camino más largo, cosa que no le importó a nadie; cuanto más tiempo cabalgaran, mejor. El trayecto iba por lo que llamaban el Sendero de las Vincapervincas hasta llegar al viejo camino de Seldom, y luego subía por el Sendero de las Parras… Elspeth no se ofreció a usar la espada, aunque las vides silvestres eran bastante espesas. Nadie le recordó que la llevaba.
—¿Dónde se han metido las cigarras? —preguntó Cally de repente.
Elspeth se envaró, pues en su cuaderno de dibujo había un esbozo que no era obra suya; algo había tomado el control de su mano. Pero logró ocultar su inquietud con una capa de desprecio.
—Se han largado. ¿Dónde esperabas que estuviesen?
—Esperaba encontrar otra cosa —dijo Cally. Ir montada a caballo bastaba para darle un poco de valor. La camaradería del montar y el lazo establecido entre las mujeres a caballo hicieron que se sintiese capaz de contarles aquel extraño encuentro del que no había hablado con nadie. Las mujeres dejaron que sus monturas mordisqueasen la hierba y la escucharon: Shirley con mucha atención, «Gigí» con una hosca sonrisa y Elspeth, como siempre, ocultando las emociones que sentía detrás de su ceñudo y hermoso rostro.
—¿Iba totalmente desnudo? —preguntó «Gigí», con más salacidad que asombro.
—Estaba rodeado de animales y era como si él mismo fuese otro animal. Pero me miró como si fuera capaz de pensar.
Ni tan siquiera «Gigí» se rió. La atmósfera se había vuelto demasiado sombría para reírse. El silencio de las cigarras se cernía sobre ellas tan pesadamente como la calina color azafrán sobre Hoadley.
—¿Y todo lo que dijo fue «Prepárate»? —Shirley había sido conductora de autobús, fontanera, operaría de carretilla mecánica y cocinera en una cafetería. Llevaba mucho tiempo como encargada de todos los asuntos prácticos y, en su calidad de tal, quería asegurarse de haber comprendido bien el mensaje.
—Prepárate. Eso es todo lo que dijo. Después desapareció.
—Quiero verle —dijo «Gigí», que llevaba su montura cuesta abajo y la metía en los ríos y que siempre era la más osada del grupo, aunque también fuera con mucho la más vieja. Quizá precisamente porque era la más vieja: era quien tenía menos que perder.
—Yo no —dijo Elspeth, siendo honesta por una vez. Sentía un frío extraño, como si notara sobre ella la mirada de unos ojos tan extrañamente brillantes como los de un lobo.
—Bueno, me parece que el verlo o no es algo que no depende de nosotras —dijo Shirley, acabando con la discusión antes de que pudiera nacer. No levantar la voz y esforzarse por mantener la paz era una tendencia natural en ella, incluso más que en la mayoría de las mujeres. En su familia ése era el papel reservado a una mujer de Hoadley, y para Shirley el mundo era su familia y su papel era evitar que surgieran problemas—. Lo que sí podemos hacer es ir al sitio donde estaba —añadió igual que si fuera una madre bondadosa que no quiere decepcionar del todo a sus hijos.
Las mujeres tiraron de las riendas para que sus monturas dejasen de pastar y volvieron a ponerse en marcha. Cabalgaron durante un rato por el angosto sendero lleno de maleza manteniéndose en un silencio antinatural.
—¿Crees que podría ser la…? Bueno, ya sabes… ¿Crees que podría ser la Segunda Venida para la que se supone debemos prepararnos? —preguntó «Gigí» cuando acabaron llegando al camino maderero.
—¿El milenio? ¿El Juicio Final? —Elspeth habló con un tembloroso desprecio y su voz fue subiendo de tono a cada palabra.
—No tiene por qué tratarse de eso —dijo Shirley intentando calmarla—. Podría ser otra cosa.
—¿Cómo cuál? —Elspeth se encaró con ella.
—Como… ¡No sé! Como esos chalados de California con sus prácticas de brujería.
—Una bruja. —Elspeth se echó a reír, lanzando carcajadas demasiado estridentes—. Eso es lo que necesitamos: una caza de brujas.
—En este pueblo hay montones de personas que podrían desempeñar muy bien el papel de brujas —dijo «Gigí» con su peculiar mezcla de sequedad y entusiasmo—. ¿Conocéis a Sojourner Hieronymus?
Cally pensó en Sojourner Hieronymus sentada en su porche impoluto, enviándole su odio a las mariposas. En una ocasión Sojourner le contó la historia de una mujer que estaba en un lugar público a la que se le metió una mariposa debajo de la falda. La mariposa se abrió paso por su ropa interior y allí se quedó, aleteando hasta morir. Le proporcionó un orgasmo tan fuerte que de puro agotamiento y vergüenza la mujer acabó teniendo un ataque cardíaco. Se murió allí mismo. Fuera donde fuese, Sojourner siempre llevaba consigo un bastón para asustar a las mariposas, los ratones y cualquier criatura de tamaño aún más pequeño que pudiese asaltar el santuario de su falda. Sojourner nunca llevaba pantalones. No aprobaba los pantalones.
Pero en vez de replicar que ella sí conocía a Sojourner Hieronymus Cally dijo:
—Escuchad. —Tiró de sus riendas y las demás, que la seguían, no tuvieron más remedio que imitarla.
—¿En? —protestó Shirley—. ¿Escuchar el qué?
Y entonces todas lo oyeron. El sonido primigenio, hueco, iracundo y lleno de anhelo, tan vacío como el vientre de Cally, tan solitario como su corazón de niña…
—Langostas —dijo Shirley, respondiéndose a sí misma.
—Cigarras —dijo Cally—. Están por todas partes.
—¿Y qué? —dijo Elspeth, levantando innecesariamente la voz, y Cally encogió sus delgados hombros e hizo que «Paloma» volviera a ponerse en marcha.
El camino se fue estrechando hasta convertirse en un sendero cubierto de hierba. Los árboles se apelotonaban a su alrededor como los bandidos en un callejón y las mujeres empezaron a distinguir las voces individuales que formaban el hueco rugido de la multitud de insectos: chirridos, cloqueos, gritos casi imperceptibles… Empezaron a ver los miles y miles de caparazones que colgaban de las ramas y los tallos de hierba.
—Sí, son langostas —dijo «Gigí».
—Son cigarras —dijo Cally.
—Tanto da —replicó «Gigí». En la voz de cada mujer había una vibrante cuerda de tensión. Shirley también parecía algo nerviosa.
—Bueno, no le hacen daño a nadie —dijo, hablando con apenas una fracción de su volumen sonoro habitual—. Ni tan siquiera a los árboles. No sé dónde he oído que no mastican, lo único que hacen es chupar. Salen…, salen del suelo… —Su voz se fue apagando lentamente. Había tirado de las riendas, deteniendo a su montura, y las demás mujeres imitaron su gesto. No permitieron que sus caballos mordisquearan la hierba sino que se quedaron inmóviles apretando las riendas entre sus dedos, escuchando. Por entre los árboles que las rodeaban se oían miles y miles de voces, millones de voces de…, ¿de qué?
Algo estaba llorando. O quizá fueran muchos algos. Oyeron los gimoteos perdidos entre el zumbido y el clamor de los chirridos y los graznidos.
—¡Parecen bebés! —exclamó Elspeth.
—Eso es lo que dije la primera vez que les oí. —Cally logró controlar su voz, pero su cuerpo temblaba con una delicada vibración, siguiendo el estremecerse de los árboles y los ecos de las cigarras.
Shirley, más inclinada que cualquiera de ellas a decir en voz alta lo que le pasaba por la cabeza, exclamó:
—¿Habéis oído hablar de esa mujer que murió hace unos cuantos años, la de la Mina 27? Cuando entraron en su casa encontraron bebés en la buhardilla. Cinco bebés secos y amarronados, envueltos en periódicos y metidos en una caja. ¿Podéis imaginároslo? Dijeron que uno de ellos casi había cumplido un año antes de que la mujer…
—No quiero oír hablar de eso —la interrumpió Cally, y su temblor se hizo un poco más fuerte.
—He oído decir que a veces los ciervos hacen un ruido parecido —intervino «Gigí» con más nerviosismo y menos cordura de lo que era común en ella—. Como si fueran humanos…
—Eso no son ciervos —se limitó a decir Elspeth.
Y el coro se hizo visible con un acompañamiento de chasquidos y un seco zumbido de alas.
Iba adornado con los colores espectrales de la fiesta de Halloween: cuerpos negros, patas anaranjadas, vetas color naranja que surcaban sus tiesas alas traslúcidas, ojos esféricos igualmente anaranjados en sus rechonchas y negras cabezas… Apenas si medían unos tres centímetros de largo, tanto como la primera articulación de los pulgares de Shirley, gruesos y encallecidos por el trabajo. Un insecto pasó volando junto a la oreja de Cally con un estridente chirrido y acabó posándose sobre las crines de «Paloma», dando la impresión de quedar pegado a ellas como si fuera una hoja invernal arrastrada por el viento, y Cally lanzó una exclamación de disgusto, sintió una oleada de náuseas y la golpeó con la mano antes de ver…
Que la cigarra tenía un rostro humano.
Un rostro redondo y achatado como el de un bebé, aunque de ese mismo color negro que tienen las gomitas para borrar de los lápices, y con ojos anaranjados que parecían cuentas, como si alguien los hubiese colocado en las cuencas infantiles usando alfileres… Al principio Cally no comprendió lo que veía, y sólo percibió la minúscula boca triangular hecha para chupar abierta en un gemido cuando su mano descendió como si fuera una inmensa catástrofe natural para acabar con aquel cuerpecito que se aferraba a las crines. Entonces fue su boca la que se abrió y de sus labios empezó a brotar una mezcla de gritos y jadeos ininteligibles, aunque intentaban formar una palabra.
La palabra acabó saliendo.
—¡Bebés! —gritó.
Y los bebés, los insectos, las cigarras o el nombre que realmente les correspondiera, cayeron sobre ellas en un enjambre tan numeroso que sus rechonchos cuerpos y sus frágiles alas oscurecieron el mundo. No había forma de saber si obraban impulsados por la soledad, el amor o el deseo de venganza, pero se abrieron paso a través del aire hasta que encontraron algo grande, cálido y suave, y se aferraron a ese algo. Se colgaron de los caballos y de las mujeres, se posaron sobre sus ropas, sus cuellos y su pelo; Shirley, Elspeth y «Gigí» también habían visto aquellas torpes bocas carentes de mentón y las naricitas respingonas, y trataron de quitárselos de encima sin hacerles daño, pero las criaturas se negaban a ser apartadas con tal facilidad. Sus garras herían igual que espinas. Volaban hacia los rostros. Se agarraban a hocicos cubiertos de vello suave, invadían los orificios de los ollares y los caballos empezaron a encabritarse, protestando. Las criaturas reptaron cuello abajo, metiéndose por donde podían en busca de pechos, encontrando poca cosa en Cally y Elspeth, y sólo poliuretano en «Gigí»… y Shirley la de los grandes senos gritó, esforzándose por emitir un sonido vacilante que no era nada normal en ella, un grito agudo que contrastaba con los cánticos de soprano de las cigarras.
Pues las cigarras no paraban de gritar y hacer ruido: gritaban al agarrarse a los cuerpos y las caras, gritaban cuando eran golpeadas, chillaban, gruñían y aullaban con el hambre imperiosa de los bebés, y todas las mujeres acabaron luchando con ellas a manotazos, moviendo los brazos y tratando de seguir sobre la grupa de sus monturas, y los caballos se volvieron locos, dejaron de sentir la presión de las riendas y huyeron de aquel lugar temible, dirigiéndose hacia el refugio ofrecido por el establo donde Shirley les daría comida al anochecer.
«Gigí» fue la primera que logró recuperar el control de su montura y de sí misma, pues era una mujer vieja y dura como el acero, y «Aceite de serpiente» estaba acostumbrado a obedecerla. Le hizo detenerse en cuanto hubo escapado al enjambre de cigarras y se quitó de encima a los insectos que la habían acompañado durante su cabalgada, sacándose un puñado de cuerpos aplastados del sostén especial que usaba desde que le hicieron la mastectomía, y los contempló con curiosidad antes de dejarlos caer al suelo con una maldición ahogada. Cally fue la siguiente en reunirse con ella, pues «Paloma» era lenta y se calmaba con facilidad. Cally no se calmó tan deprisa como ella; estaba temblando levemente, igual que las cardenchas en invierno.
—¡Lo has visto! —le gritó a «Gigí», más como queja que como pregunta—. ¡Bebés!
—Lo he visto.
—Pero ¿qué diablos está ocurriendo? ¿Qué vamos a hacer?
Naturalmente, no obtuvo respuesta.
Shirley y Elspeth habían tardado más tiempo en conseguir que sus animales se quedaran quietos. En cuanto todos estuvieron un poco más calmados volvieron cautelosamente por el sendero, buscando a las demás. El ancho rostro de Shirley mostró un inconfundible alivio en cuanto vio que Cally y «Gigí» estaban a salvo: no habían caído de sus monturas y tampoco habían sido destrozadas por algo extraño e inexplicable. Elspeth, como de costumbre, no mostró ninguna emoción.
—Bebés de Hoadley —se limitó a decir lacónicamente.
Las demás mujeres la miraron fijamente y Cally, con el mismo tono de voz quejumbroso que había empleado antes, exclamó:
—¡En Hoadley no hay tantos bebés!
—Muertos. Salieron del suelo. —Elspeth tenía la mirada clavada por encima de sus cabezas y en sus ojos se veía el brillo vidrioso de la intuición—. Se supone que los muertos saldrán del suelo, ¿no?
Aquello se acercaba bastante al hablar en voz alta de algo a lo que ninguna de ellas quería referirse. Shirley la contempló, boquiabierta, y hasta «Gigí» pareció algo afectada. Pero Cally recobró repentinamente la calma. La muerte y el cómo tratar con ella eran un terreno que le resultaba muy familiar.
—No así. No se supone que deban salir del suelo de esa forma —dijo.
—Bueno, pues ésa es la forma en que yo lo haría —dijo Elspeth con un acerado tono de envidia en su voz. Y con una especie de sombrío y respetuoso temor, con la admiración que un artista siente hacia otro…, en este caso, hacia un artista del misterio que había exhibido su obra pero cuya identidad seguía siendo desconocida—. Si quisiera acabar con Hoadley usaría un coro, un enjambre de los muertos… Sí, eso es lo que haría.
—Bien, ¿quién lo está haciendo? —preguntó Shirley—. ¿Una bruja o…? ¿O qué, por Dios?
—¿Cómo infiernos voy a saberlo? —Elspeth volvió a adoptar su tono de irritación habitual—. ¿Y qué infiernos puede importar eso?
—Sí importa —replicó Shirley, intentando explicar lo que había pretendido decir con esas palabras pero sin conseguirlo—. No es como si estuviéramos hablando de ello para pasar el rato… Está sucediendo.
—No sabemos qué está sucediendo —dijo Cally.
—¿No? —dijo «Gigí».
Las cuatro mujeres volvieron al establo en silencio. La espada de Elspeth le rozaba dolorosamente la pierna; no la había tocado desde que salieron del establo, y a nadie había parecido extrañarle que no la usara contra nada, ni tan siquiera contra las moras.
Los alrededores de Hoadley estaban llenos de bebés muertos, tanto en la superficie como en el subsuelo. Bebés aborígenes, entre otros… El pueblo había sido fundado sobre unas tierras empapadas de sangre. Los primeros colonos, unos alemanes de Pennsylvania hoscos y feroces, habían masacrado o expulsado a todos los salvajes que encontraron en la zona como represalia a una incursión india (la cual probablemente había sido cometida por una tribu distinta y mucho más lejana) que acabó con otro puesto de colonos. En cuanto se hubieron ocupado adecuadamente de los nativos, se dispusieron a convertir aquella comarca en un nuevo Edén.
El Edén tardó bastante en materializarse, pues el suelo pedregoso de las colinas era bastante difícil de cultivar. La estación de las cosechas era corta, los inviernos largos y el trabajo duro. Hubo más bebés muertos, bebés blancos como la harina, y sus cuerpos se unieron a los bebés de piel rojiza enterrados en el suelo: bebés de pálida piel muertos de neumonía, de «echar los dientes», de la fiebre escarlata, de «parálisis» y de cien enfermedades más, y a veces de hambre, por malos tratos o por haber sido abandonados. Familias enteras murieron o se trasladaron a tierras más fértiles.
Pero allí donde siguiera habiendo gente era preciso cultivar comida. Hacia el siglo diecinueve, el Edén quedó finalmente establecido. Hoadley era un pueblecito, una aldea aislada y pintoresca situada entre los riscos Canadawa de los Appalaches junto a las orillas del veloz y cristalino Arroyo de las Truchas; justo debajo de la aldea el río caía por unas cascadas adornadas de helechos y se precipitaba hacia una cañada que tenía casi tres kilómetros de largo, y cada centímetro de ese trayecto ofrecía un hermoso espectáculo de musgo, riscos, viejos árboles de inmenso tronco y luz filtrada por las hojas que caía sobre las límpidas aguas. El lugar era conocido por su belleza incluso en una ciudad tan alejada como Pittsburgh. Hoadley acabó albergando a una especie de colonia artística y durante el verano la gente acudía para educar sus mentes en la pacífica contemplación del arte, la naturaleza y los demás visitantes. Había unas cuantas fondas, un almacén general y un buen hotel para los visitantes veraniegos, con un sótano donde los artistas bebían cerveza.
Y entonces alguien descubrió el carbón.
En el espacio de un año la aldea se convirtió en una ciudad enloquecida que crecía a toda velocidad, con nuevos edificios construidos día a día mientras las minas cavaban nuevos túneles y el dinero fluía tal y como en tiempos había corrido el arroyo. Todos los árboles en un radio de kilómetros a la redonda habían desaparecido, talados para construir tabernas, traviesas de ferrocarril y postes de mina, y el humo de la escoria saturaba la atmósfera. El Arroyo de las Truchas estaba lleno de fango y su curso había sido desviado alrededor de los nuevos edificios y por debajo de los nuevos caminos. Soportes de cemento se alzaban sobre la cascada coronados por el negro puente del ferrocarril. Cada centímetro de tierra del valle se llenó de casas para albergar a los obreros inmigrantes que acudían a trabajar en él: irlandeses, italianos, polacos, lituanos, eslavos, griegos…
Durante cincuenta años Hoadley experimentó una prosperidad sin precedentes y una espantosa pobreza. El sitio por donde el camino había cruzado el arroyo acogía ahora a doce sastres y veinte barberos, y los médicos y abogados construían grandes mansiones color jengibre en las laderas, un poquito más abajo de donde se alzaban las residencias de los propietarios de las minas. Las casuchas situadas debajo de las vías, junto al arroyo sulfuroso, allí donde las negras pilas de huesos impedían respirar, servían de vivienda para las mujeres de los mineros del carbón, las mujeres de piel atezada que los «nativos» llamaban «extranjeras», mujeres de pies descalzos a las que algunas veces la desesperación impulsaba a ocultar sus embarazos o a ponerles fin, mujeres que estrangulaban a sus recién nacidos y escondían cuerpecitos de piel morena en las paredes que les servirían de tumbas.
Y llegó el momento en que las profundas ramificaciones de las minas alcanzaron el final de la veta, y los barones mineros abandonaron sus mansiones situadas en lo alto de las colinas, dejando tras ellos kilómetros y kilómetros de vías oxidadas, acres de escoria, hilera tras hilera de casuchas marrones medio escondidas bajo montes cubiertos por los árboles que habían crecido sobre los bosques originales. El Arroyo de las Truchas se había vuelto de color anaranjado y los desechos ácidos de la mina habían matado toda la vida que contenía. La cascada y la cañada estaban llenas de maquinaria vieja. La atmósfera se hallaba tan contaminada que el humo de las acerías que rugían valle abajo bastaba para que la nieve recién caída se volviera negra.
Las acerías acabaron cerrando y el aire, manchado tan sólo por el carbón usado en las casas, fue recuperando su limpidez (aunque no ocurrió así con la tierra o el arroyo), y la mitad de las casuchas de Hoadley fueron tapiadas porque ya nadie vivía en ellas, y la gente que se quedó allí entró en profunda comunión con los misterios de la Compensación del Desempleo y la Asistencia Social y los Cupones de Comida y los Excedentes de Queso del Gobierno. Una inundación que parecía enviada por la ira de Dios se llevó la basura que llenaba la cañada del Arroyo de las Truchas. Un bebé muerto bajó flotando por las crecidas aguas del riachuelo. Los que se quedaron en Hoadley aprendieron los secretos de la Cruz Roja y la Ayuda Federal para las Zonas Catastróficas. Reconstruyeron todo cuanto les fue posible y se ocuparon de sus asuntos con expresiones cautelosas y sin una gota de poesía en sus almas, no atreviéndose a tener ninguna esperanza. Eran los hijos, las hijas, los nietos y las nietas de los mineros irlandeses, italianos, polacos, lituanos y eslavos. Algunos eran descendientes de los colonos alemanes de Pennsylvania que crearon Hoadley, e iban a las iglesias luteranas y a la iglesia de los Hermanos, en vez de a las numerosas iglesias católicas, y presumían de ello. Pero todos recordaban un tiempo en el que los hombres habían trabajado doce horas al día en la oscuridad, y ni eso les bastaba para estar al día en el pago del maldito alquiler o para librarse de las continuas deudas en que incurrían al comprar en el almacén de la compañía, donde todo era más caro que en los demás sitios. Recordaban hombres muriendo de un tiro o bajo las porras de los rompehuelgas. Recordaban a los hombres que se habían vuelto locos y mataban a sus esposas y a sus bebés o que se mataban entre ellos. Recordaban las muertes de todos aquellos bebés, los que nacieron cadáveres o los que vivieron unos días o unos años, todos los pequeños para los que casi nunca había leche y a veces no había pan.
Sí, Hoadley era un sitio en el que se habían cometido muchas maldades…
El cuarto martes de mayo un grupo de ciudadanos con esas mismas expresiones cautelosas inició su sesión: el concejo de Hoadley celebraba su reunión mensual. Siete hombres, casi todos corpulentos y con forma de huevo, y dos mujeres de complejos peinados y gafas de concha estaban sentados alrededor de la gran mesa. Una de las mujeres tomaba notas. Todos los concejos eclesiásticos, juntas escolares, juntas de biblioteca y organismos similares de Hoadley tenían que incluir por lo menos una mujer para que fuera su secretaria. Al parecer los hombres no sabían cómo escribir un acta de sesiones, aunque a veces hacían café.
Se había propuesto que el concejo dictara una ordenanza municipal prohibiendo la presencia de bull terriers en el pueblo. En toda la comarca no había nadie que poseyera uno de esos animales y, que supieran los miembros del concejo, ningún habitante de Hoadley planeaba convertirse en propietario de un bull terrier, pero un concejo necesita algo de qué ocuparse durante sus reuniones mensuales. La propuesta había dado origen a una amplia discusión sobre los perros y los propietarios de perros, y el concejo estaba discutiendo la posibilidad de dictar una ordenanza contra los perros que se pasaban la vida ladrando, y qué número de ladridos espaciados a lo largo de qué período de tiempo serviría para definir lo que se consideraría «ladrido molesto» cuando Gerald Wozny, el presidente del concejo, pensó en otra posible ordenanza concerniente a los animales domésticos.
—Lo que quiero decir —les explicó—, es que deberíamos prohibir que los perros y los gatos defecaran en cualquier propiedad salvo en la suya. En la de sus amos, quiero decir…
—¿Y qué pasa con el orinar? —quiso saber una de las mujeres, la que no tomaba notas.
—El defecar deja un montoncito. El orinar no importa.
—Oh, sí que importa. Si orinan en una planta es muy importante —le desafió la mujer—. Mata las plantas.
—El perro de mi vecino solía venir a mearse en mis berenjenas —se quejó el único hombre delgado del grupo—. ¿Les gustaría comerse berenjenas sobre las que se ha meado un perro?
—De acuerdo, prohibamos tanto el defecar como el orinar… Prohibamos la producción de desechos corporales. El perro o el gato sólo podrá hacer esas cosas en su…, en la propiedad de su amo. ¿Qué les parece?
El concejo se ahorró la discusión sobre el impacto, la constitucionalidad y las posibilidades de hacer respetar esta propuesta porque alguien llamó a la puerta. Una mujer alta y corpulenta a la que nadie reconoció entró en la habitación, seguida por una mujer algo más joven y mucho menos robusta a la que todo el mundo conocía de vista: era la chalada que iba a la oficina de correos montada en su caballo.
—Soy Shirley Danyo —dijo con voz potente la primera de las dos mujeres, y pasó a anunciar la razón de su visita—. Yo y mis amigas queremos hablarles de unas cuantas cosas bastante extrañas que han estado ocurriendo.
Elspeth había venido acompañando a Shirley pero no abrió la boca ni una sola vez. Se quedó inmóvil junto a ella, en silencio, complacidamente consciente de su exótica belleza, mientras Shirley, con su inimitablemente estruendosa voz habitual, les explicaba lo sucedido con su signo para el granero, las cigarras aparecidas fuera de estación, el ser desnudo visto en los bosques y los insectos con cara de bebés.
A Elspeth no le sorprendió ver cómo los miembros del concejo empezaban a mirarse los unos a los otros y acababan sintiéndose demasiado incómodos para mirarse a la cara. Naturalmente, ya habían oído hablar de esa mujer excesivamente hermosa montada en un caballo blanco. Había vuelto a aparecer en el parque de Hoadley hacia el ocaso, a pie, y había estado conversando con algunos ignorantes. Los miembros del concejo no necesitaron hablar de ello: tomaron la decisión de ignorar su presencia para ocuparse del problema representado por los excrementos de perro, que era mucho más acuciante. El gobierno de la nación podría haber aprendido mucho de los habitantes de Hoadley, pues el pueblo ya llevaba varias generaciones usando la censura. Escenas enteras de la historia de Hoadley habían sido borradas de los libros y, por lo tanto, nunca habían tenido lugar. Las discusiones del concejo no solían ser registradas en las actas, lo que permitía negar su existencia en caso de que llegara a ser necesario. La mujer del caballo blanco no había sido discutida en la sesión y, por lo tanto, no existía.
El instinto les decía a los miembros del concejo que no deseaban oír nada de cuanto les estaba diciendo esa loca llamada Danyo. Hundieron sus traseros un poco más profundamente en los asientos, clavaron los ojos en sus manos y compusieron complejas figuras con los dedos. El presidente se hurgó discretamente la nariz y las orejas con su pulgar, no hallando nada que pudiera distraerle de esta ordalía. Danyo era una verdadera molestia: decir ese tipo de cosas significaba que en el mejor de los casos era una chiflada y, en el peor, alguien claramente peligroso.
Elspeth sabía que a Shirley nunca le había importado que la tomaran por loca, y se permitió sentir una oscura diversión.
—Lo que quiero decir —concluyó Shirley con gran convicción—, es que todas estas cosas sobrenaturales que están teniendo lugar…, bueno, parece como si el fin del mundo se aproximara.
—Antes de que entrara estábamos discutiendo sobre asuntos de gran importancia —dijo el presidente del concejo, esperando que Shirley captara la indirecta.
—Un minuto más y termino. Lo que quería decir es…, ¿y si esto no es obra de Dios? Supongamos que todo esto es cosa de una bruja. Si se trata de eso, ustedes deberían ser capaces de ponerle punto final.
Algunos miembros del concejo llegaron a ruborizarse, como si Shirley se hubiera abierto la camisa de faena que llevaba y les hubiera enseñado los pechos. Salvo la mujer que tomaba notas, todos parecían muy a disgusto. La secretaria (que se llamaba Zephyr Zook) pensaba que Shirley era un poco más soportable que el presidente Wozny y no ofendía tanto su concepto de lo que debían ser los procedimientos parlamentarios.
—Ahhh…, le transmitiremos su preocupación a los departamentos apropiados —dijo el caballero que ocupaba el cargo de presidente, se puso en pie y colocó una mano sobre el codo de Shirley, como si con aquello pudiera hacerla salir de la habitación. Shirley bajó los ojos hacia él y el presidente retiró la mano de su codo.
Elspeth habló por primera vez y en su voz había un sarcástico orgullo.
—Vamos, Shirl. Esta gente tiene otros asuntos que discutir.
Shirley le hizo una seña de cabeza, admitiendo que tenía razón, y clavó sus ojos en Wozny. No era estúpida; antes de venir ya sabía que cuanto pudiera decirles no serviría de nada. Pero, siendo Shirley, tenía que intentarlo.
—Eran bebés y lloraban —le dijo al orondo caballero que tenía delante—. Bebés fantasma. Le repito que alguien no les deja descansar en paz. —Se marchó sin aguardar contestación y Elspeth se fue con ella.