Cally llegó a la escuela un poco más temprano que de costumbre para recoger a Tammy y Owen: los niños estaban pasando por la inspección semanal para ver si tenían piojos. La escuela era pequeña y no demasiado formalista; Cally entró, habló con los profesores y vio cómo la enfermera, que parecía una salchicha blanca, le levantaba el cabello de la nuca a cada niño, usando un depresor nuevo cada vez. Jamás tocaba a un niño con las manos.
Los labios de Cally se curvaron en una sonrisa algo vacilante, se rascó distraídamente y se dedicó a observar el examen. Era bastante extraño, desde luego, pero a veces los niños lograban parecer dulces y guapos sin importar de dónde vinieran. De todos los niños reunidos allí no había ninguno realmente feo, salvo quizá aquel al que llamaban «Oruga», uno bastante corpulento con el pelo cortado a cepillo… pero hasta las regordetas mejillas de «Oruga» estaban cubiertas por una piel tan suave y fresca como los pétalos de una flor. Y las niñas, las pequeñas irlandesas, polacas o italianas de largas cabelleras adornadas con cintas o prendedores y su dulce petulancia… Cally conocía a sus padres y a sus hermanas mayores y sabía que acabarían creciendo hasta que sus ojos oscuros y su perfecta estructura ósea las convirtieran en jóvenes de una belleza devastadora. No pensarían en nada que no fuera el echarse novio, y así seguirían siendo hasta que se casaran y, de la noche a la mañana, se convertirían en vacas de cuerpos gordos y torpes, vacas aburridas y desprovistas de toda hermosura… Era bastante difícil de creer cuando contemplabas a esas niñitas etéreas, una de las cuales estaba siendo examinada por la enfermera en esos mismos instantes para ver si tenía piojos.
La niña estaba sentada en la butaca especial con la cabeza inclinada en lo que parecía un gesto de penitencia mientras la enfermera le apartaba la espesa cabellera a un lado e iba peinando con su palito de madera las finas hebras que crecían en la base de su cuello. La enfermera llevaba unos guantes de plástico blanco que relucían sobre sus fuertes y nudosas manos como las tiras de tripa en el tocino recién cortado.
—Huevos —anunció la enfermera—. Miren…
Todos los profesores y padres que aguardaban el resultado del examen dieron un paso hacia delante —la comunidad iba a validar el hallazgo—, pero procuraron no acercarse demasiado y estiraron los cuellos para contemplar aquellos pequeños abultamientos que parecían miguitas de pan adheridos a las hebras de cabello. Asintieron, murmuraron que eran huevos, en efecto, y algunos de los presentes empezaron a rascarse.
—¡Sólo con pensar en los piojos ya siento picores! —exclamó la profesora del jardín de infancia.
—¡En, la semana pasada encontramos uno vivo en un chico! —El profesor de quinto curso parecía haber adquirido parte del elevado volumen sonoro con que hablaban sus estudiantes—. Lo pusimos sobre una plaquita de cristal y lo colocamos bajo el microscopio. ¿Quieren verlo?
—¡No, gracias!
—Me gustaría verlo —dijo Cally. No quería presenciar cómo la enfermera cumplía con todo el papeleo necesario y le entregaba a la niña los documentos que debería llevar a su casa: habría que hablar con sus padres y la niña quedaría separada de los demás alumnos. Los piojos eran una vergüenza para la familia, por mucho que la propaganda intentara explicar que no tenían nada que ver con la pobreza y la suciedad.
Subió (deprisa; gasta calorías) los empinados y viejos peldaños que llevaban al aula de quinto en el segundo piso. (Casi podía oír lo que habría dicho algún profesor: «Pongamos a los chicos mayores aquí arriba. Esperemos que sean lo bastante responsables para no tirarse los unos a los otros barandilla abajo y hacerse picadillo en el vestíbulo…». Y otro profesor habría respondido: «Hay algunos que estarían mejor hechos picadillo»).
Encontró el microscopio colocado sobre el alféizar de la ventana y le echó una mirada al piojo.
Y emitió un leve jadeo que murió apenas nacer. Y se quedó boquiabierta contemplándolo. Había esperado algo parecido a una pulga, alguna especie de insecto, pero esto no era nada que la mente pudiera captar con tanta facilidad. Lo que había bajo el microscopio parecía venir hacia ella como si estuviera asomándose por una mirilla negra nadando lentamente. Era una cosa traslúcida con un número de patas decididamente excesivo, aunque no podía estar segura de si aquellas protuberancias alargadas eran patas, pelos, alguna especie de antenas o… Sí, quizá fueran algo parecido a los zarcillos de una enredadera pero había muchos, muchísimos, y Cally no se tomó el tiempo necesario para descifrar del todo lo que había visto. Se apartó del microscopio con un estremecimiento, recordando el plato de espaguetis fríos que había visto durante la fiesta de Halloween en la Casa de los Horrores de los boy-scouts —«¡Tóquenlas, son sus tripas!»—, recordando los largos tentáculos de una vieja pesadilla infantil, sintiendo aquel recuerdo igual que a veces sentía la presencia de Hoadley chupándole la sangre.
O la de la familia.
El padre de Cally vendía carne congelada, profesión que desempeñó con cierto éxito, y había conseguido una modesta prosperidad, logrando mantener a su mujer y a sus hijas y dándoles una vida de la que podía estar orgulloso: murió de un ataque cardíaco cuando aún era relativamente joven. Fue un hombre decente y trabajador que tenía derecho a descansar y a que le dejaran en paz cuando estaba en casa. Él y la madre de Cally dormían en camas separadas. Cally jamás había visto discutir a sus padres y nunca les había visto besarse. La madre de Cally había pasado toda su existencia de adulta sumida en la depresión, y sus hijos se habían llevado la desagradable sorpresa de ver cómo recuperaba la salud mental con una sorprendente rapidez poco después de la muerte de su esposo. Vivía en el distrito de Finger Lakes, en el estado de Nueva York, pasaba el invierno en la costa de Florida y consagraba sus días a las cartas, los clubs y los almuerzos igual que en un tiempo los había consagrado a las citas con el médico, los libros sobre cómo ayudarse a sí mismo, la isometría, la religión, la terapia mental, la gimnasia aeróbica, los catálogos de alimentos naturales, la psiquiatría, las píldoras de polen, las reuniones evangelistas, la astrología y el I Ching. Todo eso le dejaba poco tiempo y energía para cuidar de sus hijos en lo que no fueran las necesidades físicas más apremiantes de su crecimiento. Cally había recibido una alimentación adecuada, pero había crecido anhelando el amor de sus padres y ese deseo hacía que sus padres tuvieran un inmenso poder sobre ella. Aquel lazo era como una sanguijuela que la envolvía con largos tentáculos capaces de atravesar hasta la distancia del tiempo, la muerte y el lugar de residencia.
Cuando era pequeña Cally se imaginaba escenas de tormentos y palizas. A veces su padre y su madre eran los perpetradores de las torturas. Los sueños habían sido bastante agradables porque después de soportarlos tenía la sensación de que merecía ser amada. Los malos tratos imaginarios encerraban un agridulce placer; el verse abandonada en la realidad no.
Sufre, le decía su mitología de la Cenicienta, y alguien te rescatará y te amará y cuidará de ti para siempre. Y te hará feliz. Y entonces apareció Mark y se la llevó a Hoadley… Su nueva familia.
Y Cally se apartó del piojo y se estremeció, pues el contacto de la nueva familia era tan viscoso y desagradable como el de la antigua.
Por la tarde Cally y los niños fueron a cenar a casa de sus suegros porque había exhibición de difuntos. Cuando el Salón recibía la visita de los deudos ningún olor culinario procedente del apartamento de arriba debía insinuar su grosera presencia en las salas; las carreras, golpes y vociferaciones infantiles quedaban severamente prohibidas y hasta el sonido de unos pasos normales estaba mal visto…, cuando tenía que ir de un lado para otro Cally cubría el suelo con almohadas viejas y caminaba por encima de ellas. Pero la solución habitual era que ella y los niños se marcharan.
Aquel día de mayo, cálido por fin después del largo invierno de Hoadley —el día en que empezaron los presagios—, no había prisa alguna y fueron a pie. Tammy tenía diez años y Owen era un poco más joven que ella: estaban llenos de la energía reprimida típica de los niños que van a la escuela y enseguida echaron a correr. Cally llevaba botas pero ni aun así pudo mantenerse a su altura, y descubrió que tampoco podía seguir con su zancada habitual, el paso rápido que servía para quemar calorías; estaba un poco mareada, ya fuera por los acontecimientos del día o por su habitual estado famélico del anochecer. Se dedicó a observar cautelosamente cuanto la rodeaba, medio convencida que el escaso tráfico de la calle principal iba a convertirse en un ejército invasor. Los conejos de plástico, las estatuillas de cerámica que representaban a niñitos holandeses dándose besos, los patos de madera con alas movidas por resortes tirados sobre el césped de los jardines…, sus ojos verían cómo todo aquello se convertía en algo horrible, y ella no podría hacer nada por evitarlo.
(Aunque, de hecho, los jardines de Hoadley ya le parecían francamente horribles. Los inmensos leones de cemento, las urnas y las fuentes de tres pisos con que Mark adornaba la fachada de su salón de pompas fúnebres tampoco le parecían ninguna maravilla, pero al menos le agradecía el que su idea de la dignidad correspondiente a semejante negocio le impidiera decorarlo con esas margaritas de plástico cuyos pétalos giraban alrededor de un eje).
Unas cuantas casas más allá del salón vio a Sojourner Hieronymus sentada en su porche delantero esperando a que llegara la hora de la cena. Cally se paró a hablar con ella. No podría haber pasado de largo en silencio ni aunque lo hubiese querido. El código que regulaba el comportamiento a observar en los porches de Hoadley era muy estricto, pese a que no estuviera escrito en ningún libro. En casos de emergencia y si tenía mucha prisa una persona podía pasar de largo con un gesto de la mano o gritando un saludo, pero después siempre debía dar alguna explicación y más valía que tales emergencias no fueran demasiado frecuentes, pues de lo contrario se sospecharía que el perpetrador de tales faltas era una persona hosca, tenía problemas de hígado y simpatías subversivas. La conducta generalmente aceptada era que los niños debían pararse unos momentos y pronunciar un respetuoso hola antes de salir corriendo para ocuparse de sus cosas, y los adultos debían mantener por lo menos cinco o diez minutos de conversación en la acera o acodados en la barandilla del porche, dependiendo del grado de intimidad y el calor de la relación…, pero nunca debían subir al porche y sentarse a menos que se les hubiera invitado. El porche era una extensión del hogar de quien estaba sentado en él y era tratado como territorio soberano, igual que si fuese una embajada extranjera.
Cally se habría parado a conversar con Sojourner Hieronymus fueran cuales fuesen las circunstancias. Aquella anciana le interesaba, aunque sólo fuese porque en el patio de Sojourner no había mofetas de cerámica, molinillos, farolitos de madera, burritos mejicanos repletos de plantas, flamencos con patas hechas de alambre, bolitas cubiertas de espejitos o baños para pájaros color verde pistacho con la forma de un caballito de mar. Ni tan siquiera cultivaba petunias… Las líneas de su casa, inocentes de todo adorno, escrupulosas y tan volcadas hacia el cielo como las arrugas de su cara, brotaban austeramente de su césped, siempre recortado al máximo. Una escoba y una pala colgaban de la pared de su casa, sostenidas por clavos lo bastante grandes para durar eternamente. Delante del porche un pequeño huerto de forma severamente rectangular alisado con el rastrillo esperaba recibir a tres tomateras encerradas en jaulitas de alambre. Las dos sillas del porche estaban hechas de un frío metal que había sido pintado muchas veces. Junto a la puerta había una caja de madera grisácea para dejar las botellas de la leche. Cally apreciaba a Sojourner Hieronymus y su total ausencia de azucaramiento.
—Buenas noches —le dijo.
En la anciana todo parecía gris: el cabello cubierto por un bonete de oración, la bata casera…, de hecho la bata era de una tela azul adornada con flores descoloridas pero daba la impresión de haberse vuelto tan gris como un pedazo de carne vieja. Sojourner asintió y movió la cabeza señalándole la silla vacía que había a su lado. Cally fue hacia ella y subió al porche. La silla metálica era de ésas que tienen agujeros en forma de diamante y sólo poseía dos patas, un par de tubos metálicos que brotaban de la parte delantera y se curvaban hasta crear un soporte en forma de U. Cuando te sentabas en ella cedía igual que si tuviera muelles y se la podía hacer temblar hasta que tenías la impresión de estar en la vieja atracción de un envarado parque de diversiones. Las sillas tendrían que haber estado acompañadas por un sofá balancín metálico, pero Sojourner lo había vendido.
—¿Qué tal está?
—¿Qué tal está?
Ninguna de las dos mujeres escuchó la pregunta ni respondió a ella. Aquel ritual no necesitaba respuestas. Sus ojos observaron a los niños que se divertían en la acera, dando palmadas y llamando a un perro de raza indefinida que vivía en el patio contiguo y siempre estaba dispuesto a jugar. Cally no sintió la tentación de contarle a Sojourner algo sobre aquellas locas experiencias que la estaban atormentando. Sojourner la habría escuchado porque en su vida había algo más que la continua preocupación por los achaques y el funcionamiento del cuerpo que obsesionaba a tantas personas mayores. Y, pese a su bonete de oración, Cally no creía que Sojourner se pusiera a gritar «¡Armagedón!», para acabar cayendo al suelo presa de un ataque epiléptico. Sojourner era demasiado dura y seria para ese tipo de cosas, pero sabía que Sojourner no aprobaría el que estuviese viendo manifestaciones extrañas. Había muy pocas cosas que merecieran su aprobación.
—¿No se te ocurre nada mejor que besar a ese perro? —le dijo la anciana a Tammy—. ¡No sabes dónde ha estado metiendo la nariz!
Tammy le dirigió una sonrisa pensativa, con su chata nariz casi rozando el morro canino que era objeto de tales suspicacias, y no le hizo caso alguno. En una ocasión la señora Hieronymus le dijo que si un gato se mete en la cuna de un bebé recién nacido olerá leche en el aliento del bebé y lo ahogará intentando quitarle la leche de la boca a lametones. Tammy había aprovechado las siestas de su hermano para presentarle a varios gatos del vecindario pero no había obtenido ningún resultado satisfactorio. La señora Hieronymus también le dijo que si un niño muerde una piel de plátano contraerá la lepra. Tammy sometió a prueba en varias ocasiones dicha afirmación metiendo pieles de plátano en la boca de su hermano y haciendo que sus dientes se cerraran sobre su amarillenta amargura. Sus observaciones tampoco produjeron ningún resultado satisfactorio, salvo el revelarle que Owen sentía un feroz odio hacia los plátanos. Ahora Tammy pensaba que escuchar a la señora Hieronymus era perder el tiempo.
Cally cambió de tema.
—¿Conocía a la señora Zepka?
Era la difunta que ocupaba la Sala Melocotón, la que le había mirado como se supone que no ha de mirar un cadáver, por breve que fuera esa mirada. La pregunta de Cally era una velada petición de información que Sojourner se apresuró a proporcionarle.
—Estaba divorciada y era atea. —La señora Hieronymus bajó el tono de voz para que palabras tan peligrosas no pudieran llegar hasta los niños—. Enterrarla en suelo consagrado es una blasfemia pecaminosa. No sé en qué está pensando el reverendo Barkey… Y todo porque su padre está en el concejo municipal.
En Hoadley la palabra «ateo» sólo significaba que no ibas a la iglesia. «Gigí» Wildasin era una «atea». A Cally le encantaría poder ser atea, pero el negocio de Mark dependía de los que iban a la iglesia.
—Dicen que murió de un aneurisma —dijo Sojourner—, pero yo he oído contar algo distinto. —La anciana bajó un poco más la voz hasta dejarla convertida en un ronco murmullo—. He oído decir que dormía desnuda y he oído contar que un murciélago entró en su habitación cuando dormía. Ya sabe cómo son los murciélagos, se meten por cualquier agujero… Bueno, pues le entró por la vagina y cuando despertó ella no sabía lo que le había pasado. Creyó que todo había sido un sueño. —Sojourner le imprimió un leve énfasis desaprobatorio a la palabra «sueño» y su voz volvió enseguida al tono horrorizado anterior—. Y el murciélago se le pudrió allí dentro —susurró—, y la envenenó y ella murió por culpa de eso.
Cally fue salvada de tener que reaccionar a tal revelación por Oona Litwack, quien salió al porche de su casa sonriente y con el cabello todo vaporoso.
Las dos casas se hallaban casi pegadas la una a la otra pues formaban parte de la misma estructura, un dúplex. El porche de Oona, idéntico al de Sojourner, contenía un paquidermo blanco que le llegaba a la cintura y que le servía de maceta a una inmensa planta muerta, varias mesas plegables de plástico blanco que sostenían macetas con coleus, una inmensa rana de cerámica que le hacía de tope a la puerta y un koala de mimbre situado junto al balancín del porche que acunaba unas revistas pegadas a su pecho barnizado. Oona había usado el pequeño patio delantero para darle rienda suelta a su habitual demencia de primavera, cavando en el jardín con alegre abandono y esparciendo la tierra hasta que sólo dejó un retazo de césped, y llenándolo luego con una dispersa exuberancia de molinos en miniatura, ardillas de plástico, impatiens, cosmos, Bambis tumbados, enanitos, dalias y dragoneras. Cally sabía que a finales de año el jardín parecería una jungla pues las flores y los hierbajos acabarían con las buenas intenciones de Oona. Las ardillas de ojos azules sentadas sobre sus traseros asomarían la cabeza sonriendo por entre toda aquella confusión. Al otro lado de la línea divisoria, en la propiedad de Sojourner, tres tomateras asentirían apaciblemente dentro de sus jaulitas de alambre. La doble casa no podría haberle presentado al mundo un rostro más contradictorio, ni aun suponiendo que fuera Barry Beal.
Oona Litwack era una mujer regordeta y canosa que vestía pantalones de poliéster y lucía unos rizos de aspecto perruno que a Cally le hicieron pensar en las limaduras de coco.
—Miren lo que he conseguido —le trinó a Sojourner y Cally, enseñándoles los objetos que colgaban de su mano. Eran unas campanillas de macramé y cerámica en forma de búhos, obviamente encontradas en alguna venta de trastos viejos.
—Si se pasa mucho tiempo escuchando el ruido que hacen esas cosas se volverá sorda —le dijo Sojourner con voz sombría.
—Bueno, entonces no podré oír a Gus cuando me llame —replicó Oona y, con más entusiasmo que prudencia, trepó a su balancín para colgar su hallazgo entre una impresionante colección de tiestos recubiertos de macramé, más campanillas y unos objets d’art giratorios a los que sería muy difícil darles nombre hechos con botellas de Orange Crush de dos litros. Empezó a moverse con el balancín, se agarró al poste del porche y se quedó quieta con los ojos clavados en la calle.
—Eso es alguien montando a caballo, ¿no?
Cally sonrió.
—¿Nunca ha visto a Elspeth cuando va a recoger el correo en su apartado postal? Ata las riendas a un parquímetro…
Cally se volvió a mirar y su sonrisa se desvaneció. No era Elspeth.
—No sé qué razón puede tener la gente para montar a caballo —dijo Sojourner con voz severa, sabiendo que Cally montaba varias veces a la semana—. Nunca sabes qué puede hacer el caballo. Y la altura a que vas… Los pájaros vuelan demasiado cerca de tu cabeza, se te enredan en el pelo y te dan picotazos en los ojos.
Sin saber por qué, Cally se puso en pie y bajó los peldaños del porche. Fue hacia donde estaban sus niños y colocó una mano sobre cada uno para protegerlos de algún peligro ignorado mientras la mujer pasaba junto a ellos como la hilacha de un sueño surgido de los abismos del tiempo.
Era una mujer joven, tan hermosa que Cally enseguida supo que nunca la había visto en Hoadley: si fuese conocida por alguien del pueblo Cally ya habría oído hablar de ella, tan inolvidable, simétrica y fantasmagórica era la belleza finamente moldeada de su rostro… Su larga cabellera color rubio luna caía en ondulaciones sobre sus hombros hasta llegar a la grupa del caballo blanco y por un instante Cally pensó vagamente en lady Godiva, aunque esta joven belleza iba vestida con un sencillo traje parecido a una llama que la cubría hasta los pies. Sus ojos, perdidos entre una neblina de sombras azules, parecían inmensos. La desconocida, fuera quien fuese, no volvió la cabeza ni miró a quienes estaban en la acera contemplándola boquiabiertos —pues Cally y sus niños no eran los únicos—, sino que siguió con los ojos clavados en la lejanía. No dijo nada. Cabalgó por la calle principal y su caballo mantuvo un paso vivaz y alegre mientras mordisqueaba el bocado. En cuanto hubo doblado la curva que había bajo el puente del ferrocarril Cally ya no pudo seguir viéndola.
Y aunque sus niños estaban tirando de ella y parloteando Cally se volvió hacia Sojourner Hieronymus y le preguntó:
—La ha visto, ¿verdad? Usted también la ha visto, ¿no?
—Vi a una joven desvergonzada que montaba un caballo blanco —respondió secamente Sojourner.
—El caballo… —murmuró Cally. Aquella extraña mujer de belleza tan increíblemente excesiva no había entrado en Hoadley por casualidad, Cally estaba segura de eso. Su aparición había sido cuidadosamente preparada. Conseguir que el pelaje de un caballo tuviera esa blancura requería horas de trabajo. El animal había sido acicalado como para participar en un desfile. Y en cuanto a la desvergonzada, ¿montaba realmente a la jineta? ¿O había sido una ilusión causada por aquella tela iridiscente roja como una llama, un mero efecto de su elaborado atuendo? Cally recordaba haber visto una brida enjoyada con un reluciente círculo de bronce a la altura de la mejilla. Con esa brida, la coraza del pecho que hacía juego, las crines revueltas y los cascos brillantes el caballo parecía…, parecía…, bueno, no se parecía a ninguno de los caballos que Cally había visto en su vida. Su conformación no encajaba con la de ninguna raza conocida por ella. Un perfil recto, la cabeza erguida y altiva, la delgadez de los miembros y esa blancura…—. Parecía un caballo de tiovivo —dijo Cally en voz alta.
Naturalmente. Ese círculo de bronce era el número que identificaba al caballo. Si hasta tenía los ojos en blanco y la boca abierta enseñando los dientes como el caballo de un tiovivo… Cally dudaba de que hubiera un solo caballo de tiovivo que tuviera la boca cerrada.
—Yo nunca dejaría que mis hijos subieran en un tiovivo —declaró Sojourner—. Cuando esos caballos empiezan a subir y bajar les salen serpientes por la boca. Conocí a un niño que se montó en un tiovivo y un montón de víboras cabeza de cobre salieron de la boca del caballo y le mordieron. La muerte se lo llevó allí mismo, sentado en ese caballo.
Cally se quedó sin habla. A lo largo de los años se había acostumbrado al hecho de que Sojourner no aprobaba el helado («¡No sabes qué le han metido dentro!»), los libros, las mariposas, las campanas, los árboles («¡Nunca sabes qué puede caer de ellos!»), los cachorros, los trituradores de basura y las telas que no necesitaban ser planchadas, pero acababa de llegar a los límites de su creencia en lo negativo: nadie podía odiar a los caballos de tiovivo.
Oona Litwack había aprendido hacía mucho tiempo que sus deberes de buena vecina incluían el no escuchar ni una sola palabra de lo que decía Sojourner, y su voz de pájaro trinó intercalando un comentario a lo dicho por Cally.
—Antes teníamos un tiovivo maravilloso. Estaba en el parque del tranvía.
—¿El parque del tranvía?
—¿No lo sabía? Hoadley tenía un tranvía y había un parque de atracciones al final de la línea, en pleno campo, con un tiovivo y todo lo demás. Así la gente podía ir allí con sus familias los domingos por la tarde y todo el mundo se lo pasaba muy bien.
—Y la compañía del tranvía ganaba montones de dinero —añadió Sojourner.
—Oh, ya sabe que entonces a nadie le importaba demasiado el dinero. Cuando nos subíamos al tiovivo nos olvidábamos de todo lo demás. Sí, aquellos días eran realmente maravillosos… Teníamos la sensación de que había un futuro esperándonos.
—El tranvía sólo servía para que las jovencitas salieran la noche del sábado y perdieran la decencia —dijo secamente Sojourner.
—No perdían la decencia, se casaban—dijo Oona con voz jovial—. Así me casé yo… ¿No es verdad, Cally? Ya sabe lo que dicen: el primero llega en cualquier momento y después de ése hacen falta nueve meses.
Cally no la estaba escuchando. Había empezado a soplar un poco de brisa y sus ojos no se apartaban de los numerosos molinillos de Oona que giraban, giraban, giraban… Saludó con la mano a las señoras inmóviles en sus porches y reanudó el camino, pensando vagamente en Yeats y en sus giros, el gigantesco carrusel del tiempo… Alzó los ojos hacia el cielo y contempló los haces luminosos que se abrían paso por entre las nubes que cubrían Hoadley, como si fueran radios de oro polvoriento unidos a una rueda celestial. A Cally siempre le había gustado contemplar el cielo. Solía alzar los ojos hacia él con mucha frecuencia: cuando iba a comprar, durante la clase de lecturas bíblicas, en el dentista… El cielo le hacía sentir como si estuviera montada en un caballo volador, alargando la mano para coger un anillo de bronce eternamente situado allí donde no podía alcanzarlo. La imagen de los gansos volando en el otoño y los gritos con que se llamaban los unos a los otros bastaban para llenarla de un agradable y melancólico anhelo. Sí, eran la mismísima canción del cielo. Si tenía tiempo para perderse en él un crepúsculo bastaba para hacer que los ojos se le llenaran de lágrimas. Y los rayos del sol girando sin parar, señales del tiempo que pasaba…
Sus hijos le tiraron de las manos.
—¡Si una persona mira demasiado tiempo el cielo acaba volviéndose loca! —gritó Sojourner a su espalda.
«Gigí» Wildasin fue la primera en afirmar que algo extraño estaba pasando. No estaba asustada, oh, no, no la vieja y dura «Gigí», la cínica de ojos límpidos con aquel apodo aparentemente francés… «Gigí», le explicó a Cally, Elspeth y Shirley en el establo, no era más que «G. G.», Gladys Gingrich, su nombre de soltera. («¿Y quién diablos puede tener ganas de ir por el mundo llamándose Gladys?»). No les dijo que en ciertos ambientes de la secundaria y la escuela de enfermería también había sido llamada «T. F.», o «Trasero Feliz», una traducción literal de ese «Glad Ass» que había surgido como alteración chistosa del «Gladys» con que había sido bautizada. Y, desde luego, había buenas razones para que su trasero hubiera recibido el calificativo de feliz… Pero aquellos recuerdos de sus escapadas sexuales sólo eran asunto suyo, por muy agradables que le resultaran. «Gigí» solía pregonar su opinión sin tapujos sobre casi todo, pero tenía sus asuntos íntimos, las cosas secretas que guardaba para sí misma.
Cally sabía que algo extraño estaba pasando pero no se atrevía a decirlo en voz alta. Sus niños lo sabían y no estaban asustados: se limitaban a observar con esos ojos suyos, aquellas pupilas de conmovedora belleza que le servían de velo a sus extraños pensamientos propios, tal y como han hecho siempre los niños en todas partes. Pero «Gigí» veía lo que había por ver y, como era costumbre suya, decía lo que pensaba al respecto y el destinatario de esas opiniones fue Homer, quien se enteró de ellas cuando «Gigí» volvió a casa para prepararle la cena.
Se había pasado el día en el establo, naturalmente. Le gustaba estar allí, y solía visitarlo a horas intempestivas: el amanecer, el ocaso o a finales del atardecer, cuando las jóvenes esposas como Cally Wilmore tenían que volver corriendo a sus casas para recibir a los niños que salían de la escuela y preparar apresuradamente la cena. Tiempo atrás «Gigí» decidió que si ella no estaba en casa su esposo tendría que prepararse la cena. El único sistema de protesta utilizado por su esposo, Homer Carville Wildasin, era el no comer ni tan siquiera un bocadillo: cuando su mujer no estaba en casa para alimentarle iniciaba una silenciosa y ceñuda huelga de hambre. Homer pasaba mucha hambre.
Ah, las esposas jóvenes… No tenían el coraje de plantarle cara a sus maridos. «¿Cómo conseguiste que Homer te comprara a “Aceite de serpiente”?», le preguntó un día esa debilucha de Cally cuando estaban dando un paseo a caballo. Mark, el esposo de Cally, insistía en que debía llevar ese ridículo sombrero cubierto de terciopelo y montar sólo la yegua «a prueba de accidentes» que él le había comprado, y la pobrecita no sabía qué hacer al respecto. Esa boba… «Gigí» sabía que Cally la apreciaba. La admiración de Cally la divertía porque se basaba en un error de apreciación. Había unas cuantas cosas que Cally no sabía o no comprendía sobre ella. Cally era inocente, normal y demasiado nerviosa y revelarle los hechos de la vida tal y como ella los percibía hacía que «Gigí» sintiera una especie de amargo placer.
Por fortuna las mujeres que montaban a caballo juntas no hablaban de los temas que llenaban sus sesiones de café vespertino: no hablaban de recetas, limpiadores de alfombras, problemas de pañales o los tópicos habituales en las cenas organizadas por la iglesia. Sus conversaciones eran mucho más profundas y giraban en torno a los esposos, los niños, los caballos, los esposos, otras ocasiones en que habían montado a caballo, las cosas que habían visto y sentido… Y las culpas, las alegrías, las infancias (sus infancias), la adolescencia, la madurez y la esperanza. Y los esposos. Y los hombres en general. Los hombres eran un tema muy abordado pues los caballos eran un dominio reservado a las mujeres lo bastante osadas y locas para atreverse a reclamarlo. Algunas clientas del establo de Shirley no eran más que adolescentes con la cabeza hueca pero no había ningún hombre o muchacho. «Gigí» sabía para qué servían los hombres. Los hombres se encargaban de proporcionar los artículos auxiliares —fotos, herramientas, admiración—, y los servicios de apoyo, como herrar los caballos, hacer de veterinarios, suministrar paja, pienso y dinero.
—¿Te costó mucho convencer a Homer? —le había preguntado Cally, clavando los talones en los flancos de su lenta y perezosa «Paloma» mientras «Gigí» flotaba por delante de ella con el grácil trote de «Aceite de Serpiente».
—No.
—Ese hombre debe ser un santo —dijo Cally.
—De santo nada —replicó «Gigí»—. Si no tuviera cáncer no tendría una montura que vale cinco mil dólares. Pero lo tengo. Tengo seis clases distintas de cáncer y puedo conseguir todo lo que quiera.
Shirley y Elspeth, que iban detrás, pusieron ojos de asombro y no dijeron nada.
—¿Cáncer? —susurró Cally, que estaba más acostumbrada a la muerte y a hablar de la muerte que ellas (aunque le costaba mucho hablar del sexo).
—No hay nada como el cáncer para salirte con la tuya. El SIDA no sirve porque sólo lo pillas si te has portado mal. Pero con el cáncer…, no eres más que una pobrecita desgraciada. —«Gigí» se volvió hacia los tres rostros perplejos que la contemplaban y curvó sus labios en una especie de extraña sonrisa invertida—. ¡Caray, mujeres! No hace falta que os desmayéis… Llevo muriéndome desde que nací.
Cally le lanzó una mirada de asombro.
—¿Has estado leyendo a Dylan Thomas?
Pero aquella mujer de modales toscos y cuerpo endurecido se limitaba a pregonar la verdad tal y como ella la veía. Había nacido con tumores malignos en su cuerpo de bebé. Los médicos se los extirparon y unos años después intentaron mejorarla un poquito más quitándole una gran mancha de nacimiento color rojo cereza que tenía en el brazo. Le pusieron radio —en aquella época la ciencia médica había utilizado nuevos y maravillosos tratamientos para las enfermedades de la piel, como por ejemplo los rayos X para el acné—, y Gladys todavía recordaba cómo sus bienintencionados padres habían tenido que sujetarla durante las dolorosas aplicaciones del radio. Algunas le produjeron quemaduras, dejándole el brazo lleno de señales blancas y tejido cicatricial que aún conservaba. Y, naturalmente, sus células corporales seguían llevando dentro el potencial de su propia destrucción. Cada vez que veía al chico que tenía esa horrible marca de nacimiento en la cara, Barry Beal, pensaba en decirle lo afortunado que era al haber conseguido que no le curaran hasta matarlo.
—Creo que si sumas lo que me falta y lo que aún tengo, ganaría lo que me falta —le dijo a Cally.
Como un árbol viejo y capaz de resistirlo todo, con el tronco hueco inclinado hacia un lado, pudriéndose por dentro, la mitad de las ramas muertas y a punto de caerse, pero con las raíces tozudamente hundidas en el suelo, conservando todavía esa manchita de verdor en lo alto de la copa… Y con la corteza tan dura como el hierro.
—Cada vez que entraba en ese maldito hospital para que los doctores me quitaran otro pedacito, me hacía la promesa de que un día obtendría algo a cambio —había dicho—. Y no aceptaría un no por respuesta. El cáncer tiene una cosa buena: hace que cuantos te rodean se sientan culpables por no tenerlo, y así conseguí mi primer caballo, y luego lo vendí y conseguí a «Aceite de serpiente».
El caballo de raza appaloosa era hermoso de cuerpo pero no de color. «Aceite de serpiente» tenía ese color confuso y lleno de manchitas típico de un camino de tierra en pleno verano, amarronado por el polvo y salpicado por el blanco de la gravilla. No Importaba. «Gigí» adoraba a su castrado. Homer había tenido que pagar mucho dinero por él.
Y así son las cosas, pensó «Gigí», contemplando a Homer durante la cena en su pequeña casa de la calle del ferrocarril de Hoadley, donde habían vivido desde que se casaron. Las cosas son como son, y en este momento las cosas son algo extrañas.
—Homer, los campos están llenos de cigarras —le dijo—. Pero no deberían estar ahí.
Homer se limitó a gruñir con la boca llena de macarrones y queso. Oh, cómo le habría gustado comer unos buenos macarrones caseros con queso, y no este maldito mejunje sacado de una caja… Se había pasado toda la vida deslomándose en la acería, haciendo turnos dobles y a veces hasta triples para que tres chicos pudieran asistir a la universidad, y lo único que deseaba de su mujer era que se ocupara de la casa y de los chicos y le hiciera comidas sabrosas. Su mujer había estudiado enfermería porque sus padres la habían obligado a ello pero Homer sabía que odiaba esa profesión y jamás había intentado conseguir que la ejerciera. La jubilación acabó llegando —Homer logró jubilarse justo antes de que cerraran la acería—, y aquí estaba ahora, en la misma situación de esos jóvenes sin empleo que rondaban por la casa sin nada que hacer salvo ir a pescar, y ahora podría pasar un poco de tiempo con ella y su mujer le había hecho ocupar el segundo puesto de su vida, poniéndole detrás de un maldito caballo… Hubo un tiempo en que la idea de perderla bastaba para hacerle un nudo en la garganta —sus primeras visitas al hospital estuvieron a punto de acabar con él—, pero ahora ya no sentía ningún nudo en la garganta. Y, desde luego, no tenía ganas de oír sus noticias traídas del establo.
—Y Shirley dijo que le ocurrió algo extraño. Compró una de esas cosas para poner en lo alto de los graneros, un pájaro del amor, y cuando se lo trajo a casa resultó que se había convertido en una maldita langosta. Y ahora ha vuelto a convertirse en un pájaro. Dice que tiene la sensación de estar volviéndose loca.
—No me sorprendería —gruñó Homer. Tenía una opinión muy baja de Shirley, aunque no la había visto nunca. «Gigí» le ignoró.
—Y dijo que Cally volvió de montar con la misma cara que si hubiese visto a un fantasma. Y luego está lo de esa mujer que recorrió la calle principal montada a caballo…
Homer la interrumpió. Ya había oído más que suficiente sobre la mujer que había cruzado Hoadley montada a caballo.
—Supongo que si una persona tiene ganas de vestirse como Robín Hood y recorrer la calle principal montada a caballo tiene todo el derecho del mundo a hacerlo, ¿no? —se quejó. Homer sólo interpretaba el papel de abogado de las libertades civiles cuando no quería seguir oyendo más comentarios sobre alguien.
—No iba vestida como Robín Hood. Llevaba una especie de traje largo. Y no me refiero a eso, Homer. El problema es que nadie la conoce. Conozco a toda la gente que monta a caballo en kilómetros a la redonda y no tengo ni idea de quién puede ser.
—Según mis últimas noticias, en el mundo aún quedan personas a las que no conoces.
—¿Y qué razón puede tener alguna de ellas para venir a Hoadley?
Eso logró hacerle callar. Hoadley, perdida en los Appalaches de Pennsylvania, no podría haber estado más olvidada o aislada. Los barones del carbón la habían violado y habían seguido adelante, dejando a su espalda muertos con los pulmones negros y los montones de escoria que los mineros llamaban pilas de huesos. Las acerías se estaban convirtiendo en esqueletos oxidados. La tierra estaba saturada de venenos. Los arroyos tenían el agua de color naranja. Pero la comunidad seguía viviendo, alimentándose de la generosidad gubernamental y devorándose a sí misma como si fuera un caníbal. Para casi todos los que vivían aquí —habían vivido allí toda su existencia, y era frecuente que hubieran pasado toda su vida en la misma casa, con los mismos amigos, los mismos enemigos, los mismos e irritantes lazos de parentesco y religión—, Hoadley seguía estando en el centro del tiempo y el espacio y más allá de las montañas el mundo seguía girando cada vez más deprisa, acercándose al final del milenio.
«Gigí» decidió aprovechar la ventaja momentánea que había conseguido.
—Sabes tan bien como yo que aquí nunca viene nadie.
Homer lanzó un bufido.
—Probablemente será alguna campaña publicitaria. Estarán anunciando algún producto nuevo.
—¿Quién escogería este sitio para empezar una campaña publicitaria? Aquí no hay dinero, Homer Wildasin, y tú lo sabes.
Homer puso los ojos en blanco.
—Algo muy extraño está pasando —dijo «Gigí» en voz baja.
Homer se levantó de la mesa; no creía haber comido lo suficiente pero se daba cuenta de que no iba a conseguir ni un bocado más. Pasaría las horas que faltaban para acostarse examinando un catálogo de armas. Homer Wildasin poseía el perverso y algo retorcido orgullo de un mártir. Sufrir en un noble silencio era preferible a hablar en voz alta…, especialmente cuando una mujer no le estaba atendiendo como debería hacerlo, y especialmente cuando una mujer estaba demostrando lo estúpida que era.
La casa de mamá Wilmore no era un ejemplo tan extremo como el de Oona pero podía considerarse una muestra típica de cuáles eran los gustos de Hoadley: en la ventana había un cactus con un sombrero de ganchillo hecho especialmente por mamá Wilmore. El cactus se llamaba Fred. Al lado de Fred había una botella vacía que había contenido un producto Avon: estaba hecha de cristal ambarino con manchitas plateadas y tenía la forma de un pavo. Al otro lado había una cabeza de caballo de cerámica con rosas de plástico asomándole detrás de las orejas. Mamá Wilmore recibió a Cally y los niños en la puerta —sin dar muestras de sorpresa, pues llamaba al propietario del salón de pompas fúnebres varias veces al día—, y también ella llevaba un sombrero de ganchillo muy parecido al del cactus: el sombrero servía para aliviar su neuralgia. Lo llevaba tanto en invierno como en verano, tanto dentro como fuera de la casa. Pero ella no se llamaba Fred. Se llamaba mamá. Cally no la conocía por ningún otro nombre. Quizá no lo tuviera.
—Cally, ¿viste a la chica que montaba a caballo? Era muy guapa, ¿verdad?
Cally pensó que sólo mamá Wilmore o alguna otra mujer de Hoadley perteneciente a la vieja generación habría sido capaz de referirse a la aparición usando las palabras «chica» o «guapa», y pensar en ello le hizo sentir cierta amargura. Mamá Wilmore era capaz de contemplar una buganvilla en todo el increíble y exuberante esplendor de su floración y decir que era «una planta muy mona», tal y como hacía con las hidrangeas que había junto a la puerta de su sótano, unas flores que parecían estar hechas de papel y cambiaban de color como si fueran litmus según la profundidad alcanzada por los meados de perro que iban impregnando sus raíces.
—¿Sabes montar tan bien como ella? —Mamá Wilmore jamás esperaba el tiempo suficiente para obtener una respuesta, dando la impresión de que sus preguntas eran mayormente retóricas y que su objetivo era provocar la reflexión en el oyente. Con Cally normalmente lo conseguían. Mamá Wilmore nunca habría podido imaginarse el papel inspirador que sus palabras jugaban en los pensamientos de su nuera.
La televisión estaba encendida y, como de costumbre, no había nadie viéndola. Cally le echó un fugaz vistazo a la pantalla —estaban volviendo a pasar un episodio de los Smurfs—, y recordó con melancolía lo emocionante que le había parecido la televisión de niña, antes de la censura. Desde que los fundamentalistas llegaron al poder ni la televisión ni los periódicos contenían nada que valiera la pena. Teniendo en cuenta sus convicciones liberales, le parecía algo extraño que la censura de lo que podía ver por televisión fuera más irritante que la censura impuesta a las noticias y las ideas, aunque resultaba menos aterradora que la pérdida de las libertades civiles.
Mamá Wilmore no conocía el concepto de la libertad de escoger. Cally nunca había tocado el tema —aprendió a una edad muy temprana que era mejor no menear la barca familiar—, pero estaba bastante segura de que su suegra aprobaba la ley contra el aborto.
Mamá sirvió la cena sin apagar la televisión.
—Cally, esa chica del caballo blanco… —insistió, alzando la voz para dominar el clamor de los dibujos animados—. ¿Sabes quién era?
Siguió volviendo sobre el mismo tema durante toda la cena. Mamá parloteaba y papá Wilmore le sonreía desde el otro extremo de la mesa divirtiendo a los niños con su mano, que era capaz de representar en forma muy convincente a un hombre lobo, un murciélago y otras bestias diabólicas. Papá Wilmore había perdido casi todos los dedos en un accidente ocurrido durante la recogida del maíz cuando era niño y al parecer el accidente también había servido para aflojarle algunas articulaciones, pues era capaz de manipular los muñones de una forma realmente espantosa. Tammy y Owen siempre acababan gratificándole con chillidos de horror y admiración.
—Elmo, para ya —ordenó mamá Wilmore sin enfadarse. Las cejas en forma de ala de su esposo indicaban que tenía un temperamento algo difícil, y cuando se casó con él ya lo sabía—. Cally, come algo. Me preocupas. Te estás matando de hambre y uno de estos días conseguirás que se te lleve el viento.
La cena consistía en asado, guarnición de verduras y puré de patatas, y Cally no estaba probando ninguna de las tres cosas. Veía cómo los niños engullían la comida y sabía lo sabrosa que debía estar; la cocina de mamá Wilmore siempre era excelente. Sintió los pinchazos de su estómago vacío y la ira contenida. El dolor era una recompensa muy superior a cualquiera de las que hubiese podido proporcionarle la comida. Ella era Cally, la Señora de su Yo, y estaba por encima de todo esto. Jamás sería como esas vacas de Hoadley. Jamás sería carnosa, complaciente y cotilla como ellas. Sabía que Mark detestaba a su madre. Jamás la detestaría de esa manera. Cally estaría tan delgada como una princesa y Mark la amaría.
La familia era la familia y al parecer no había forma de escapar a ella. Pero su cuerpo le pertenecía y cuánto más la apremiaba mamá Wilmore a comer, más cortésmente se negaba Cally a hacerlo.