Cally había abreviado bastante su paseo a caballo y eso le permitió volver al Salón de Pompas Fúnebres El Reposo Perfecto de Hoadley, que también era su hogar, con el tiempo suficiente para saludar al propietario —su esposo—, antes de que tuviera que pasar por la escuela y recoger a los niños.
Mark Wilmore ya llevaba el discreto y elegante traje de tres piezas que utilizaría para atender a los clientes de la tarde y estaba en la Sala Azul, uno de los cuartos donde se exhibía a los difuntos, intentando conseguir que un cadáver asumiera la posición del reposo perfecto. El hombre —o lo que había sido un hombre—, era bastante corpulento y sus pulgares, que ya se habían quedado rígidos, se negaban a unirse sobre su abundante estómago, resbalando una y otra vez hacia los costados.
—Un poco de cola —murmuró Mark, con su hermosa frente arrugada en un leve fruncimiento de ceño—. No creo que su familia tenga muchas ganas de hacerle mimos… —Mark quería decir que sus desconsolados parientes eran gente muy civilizada y no desearían estrechar la mano del difunto o meterse dentro del ataúd con él, como ocurría de vez en cuando. A veces el impedir que los afligidos toquetearan demasiado al difunto podía ser un auténtico problema, sobre todo si el difunto había muerto a causa de algún accidente violento y había necesitado unos cuantos remiendos hechos con cera. Pero nadie querría estrechar las manos de un paterfamilias tan apacible e imponente—. Cally, ve al sótano y tráeme la cola del cuarto de embalsamar, ¿quieres? —Hasta entonces ni tan siquiera la había mirado—. ¡Cal! —exclamó con voz quejumbrosa—. ¿Tienes que entrar aquí con las botas de montar puestas? —Mark se esforzaba por mantener bien limpio su negocio—. ¡Vas a llenar la alfombra de estiércol!
—No la llenaré de estiércol —mintió Cally—, ya me las he limpiado antes de entrar. —Si pudiera, se pasaría el día entero llevando las botas de montar. Odiaba los zapatos de mujer, tanto los frágiles y fláccidos zapatos bajos como los incómodos tacones altos que la impedían moverse; odiaba tener que ponerse un traje y zapatos elegantes para ir a la iglesia, a un funeral o a un velatorio. Los zapatos de mujer la hacían sentirse indefensa: no la protegían del frío y la lluvia, y en caso de peligro le impedirían correr; tanto si tenían tacón como si no, aquellos malditos trastos habían sido diseñados para que se torciera el tobillo apenas intentaba dar un paso con ellos. Y, en su opinión, los tacones altos hacían que todas las mujeres caminaran como si fuesen unas zancudas. Cally amaba las botas. Cuando llevaba botas podía caminar deprisa y contonearse. Solía permitirse fantasías en las que un atracador o un violador era lo bastante estúpido para atacarla cuando llevaba botas. Le bastaría con una buena patada en la ingle, o con dejar caer el peso de un resistente tacón de cuero sobre el empeine, y ya verían lo que era bueno…
Bajó corriendo las escaleras, cogió la cola y volvió a subir corriendo. Aprovechaba cualquier ocasión de correr y gastar calorías. Quería estar delgada, poseer un aspecto juvenil y ser amada… Mientras observaba cómo Mark colocaba en su sitio las manos del muerto oyó los gruñidos de su estómago. No, nada de muerto: difunto. No pronuncies nunca la palabra «muerto».
Deseaba que Mark le diera las gracias, que se fijara en ella o que le diera un beso, pero Mark estaba absorto en su trabajo.
—Ha quedado precioso —dijo Cally, cumpliendo su deber de buena esposa. Mark amaba su trabajo y su habilidad era un motivo de orgullo para él. Sabía devolverle el color rosado a sus cadáveres, les aplicaba los cosméticos con arte y los exhibía con un notable buen gusto (él mismo se encargaba de colocar las flores), y si era necesario hasta podía usar la cera para hacer unas reparaciones faciales de lo más convincente. No eran el tipo de logros de los que pudiera alardear en las reuniones de los Rotarios, por lo que sólo Cally sabía hasta qué punto era más artista que hombre de negocios. Por ejemplo, sabía cómo había luchado con el cadáver de un maníaco depresivo que saltó de un paso elevado a una de las cuatro calzadas de la autopista justo cuando pasaba un semirremolque… Casi todos los empresarios de pompas fúnebres se habrían limitado a cerrar el ataúd pero Mark había conseguido que en su entierro aquel hombre tuviera un aspecto casi tan decente como el de un diácono. Por desgracia el ingrato cadáver empezó a soltar líquidos, con lo que casi había logrado que sus esfuerzos no sirvieran de nada. Por muy bien que los remendaras, los que saltaban de lugares elevados siempre acababan soltando líquidos…
Cuando Mark hubo terminado de arreglar las manos del robusto cadáver no se podía ver ni una gota de cola.
—Muy digno —aprobó Cally—. ¿La manicura es suya?
—Sí, me he limitado a repasarla un poco.
—Muy elegante.
Mark asintió y el corazón de Cally se vio invadido por un hambre salvaje, como si fuera un intestino dolorido. Mark era tan apuesto… Sintió deseos de arrancarle aquel traje de pingüino y ponerle unos tejanos: ésa era la ropa que debía llevar, la ropa que había llevado cuando se conocieron…, no, aún mejor, bastaría con quitarle el traje, dejarle desnudo y llevarle a la cama… ¿Cuánto tiempo llevaban sin hacer el amor? Demasiado. Los empresarios de pompas fúnebres (no pronuncies nunca la palabra «enterrador») solían verse obligados a trabajar de noche.
—Ve a la Melocotón, saluda a Barry y échale un vistazo a lo que está haciendo —le sugirió Mark.
Se refería a la Sala Melocotón: era su máximo logro en el campo de la decoración, con sus gruesos cortinajes de damasco dorado y sus lámparas con pantallas de cristalitos tallados, y una fuente de tres pisos que farfullaba nasalmente hablando consigo misma como un sacerdote distraído. Que Mark tuviera dos salas ocupadas al mismo tiempo quería decir que el negocio andaba bien. Su servicio de pompas fúnebres (Mark prefería ese término al de «mortuario», que le parecía demasiado frío) debía ser uno de los pocos negocios de Hoadley que iban sobre ruedas, y no era extraño. Hoadley estaba repleto de ancianos que andaban muy ocupados muriéndose. Y normalmente siempre se morían a la peor hora, pensó Cally, sintiendo una cierta emoción: oh, que pensamiento tan osado y cínico… «Gigí» habría estado orgullosa de ella.
Aún no tenía el valor suficiente para preguntarse por qué Mark parecía estarla echando de allí, o para dejar de obedecerle. Cally fue a ver qué pasaba en la Sala Melocotón.
—Hola, Barry.
—Hola, señora Wilmore.
Otro hombre de esa edad, veintipocos años, probablemente la habría llamado por su nombre de pila pero Barry Beal siempre la llamaba señora Wilmore. Era la esposa del jefe y Barry se tomaba muy en serio ese tipo de cosas. De hecho, Barry se lo tomaba casi todo muy en serio… Tenía las manos muy blancas y los dedos algo romos, y siempre trabajaba despacio. Cally vio el perfil de su rostro recortado sobre su trabajo actual; la mitad que podía ver tenía la misma blancura terrón de azúcar que sus manos, y poseía una especie de tosca belleza. Una antigua batalla con el acné la había dejado llena de señales y pequeñas cicatrices que hacían pensar en una estatua de mármol maltratada por el tiempo y la intemperie.
Barry se volvió hacia ella.
Cally ya sabía lo que iba a ver, claro está, pero el espectáculo siempre lograba afectarla un poco. La otra mitad del rostro de Barry estaba ocupada por una gran mancha rojiza cuyo tono variaba desde el morado hasta el púrpura, pasando por el cereza y un rosa chillón color helado de fresa. La marca de nacimiento empezaba un poco por encima del nacimiento de su pelo e iba bajando como un chorro de mermelada salida del tarro, abarcando el ojo, la sien, la mejilla y el mentón, así como una fosa nasal y una comisura de sus estoicos labios. La mancha le convertía en un hombre de dos caras, una agradable, otra horrenda.
—Aún no he conseguido dejarle como quiero —dijo Barry, pero dio un paso hacia atrás para enseñarle a Cally lo que había estado haciendo.
Los féretros de buena calidad (nunca se les llamaba «ataúdes») tenían un revestimiento de seda abullonada en colores claros y la mayoría contaban con un delgado y suave lienzo del mismo tejido que servía para tapar al «durmiente» del interior. Barry era un poco duro de mollera —de hecho, quizá sufriera de un cierto retraso mental—, pero como le ocurría a muchos de quienes eran como él poseía un talento natural que, en su caso, era el de cómo colocar bien esos lienzos. Era algo más que un don o un talento: era un genio y una auténtica obsesión. Sus manos tozudas e incansables iban haciendo que la fláccida tela se cubriera de surcos, arrugas e intrincados dobladillos que acababan cayendo en pliegues y doseles tan hermosos que casi hacían llorar. Barry se pasaba horas luchando con los lienzos y a Mark no le importaba pagarle todas las horas que él quisiera invertir en tal labor.
Su problema actual consistía en el cuerpo de una mujer de mediana edad que lucía un peinado horrible cortesía de «Temblores» Enwright, la única peluquera de Hoadley dispuesta a ocuparse de los muertos. «Temblores» se encargaba de que los llorados difuntos lucieran rígidos casquetes de pelo empapados de perfume, sin importarle en lo más mínimo cuál hubiera sido el estilo que utilizaban en vida. Cally necesitó un momento para hacer que sus ojos pasaran del horripilante espectáculo ofrecido por esa tiesa cabellera al lienzo color rosa claro delicadamente ondulado y arreglado a la Barry Beal.
—Pues a mí me parece que está muy bien —dijo. Pero aunque la disposición de la tela era realmente impresionante, Cally sabía que aún no estaba a la altura de las mejores obras de Barry. Durante las últimas dos semanas Barry no había logrado concentrarse en su trabajo. De hecho, desde que la chica de los Musser se escapó Barry vivía sumido en una callada y terca infelicidad.
Su desdicha sólo era visible en la calidad de su trabajo y en la pregunta que le formulaba cada vez que la veía. La misma que le formuló ahora…
—Señora Wilmore, ¿ha sabido algo de Joanie?
Joan Musser… Barry salía con ella desde los tiempos de la escuela. Cally la había visto unas cuantas veces y, apenada, había comprobado que el verla siempre le producía la misma reacción: torcía el gesto, apartaba los ojos y acababa volviendo a mirarla, igual que hacían todos los patanes de Hoadley. Joan era increíblemente fea, mucho más fea que Barry, y el que fuera una mujer hacía que su fealdad resultara todavía más impresionante. El sistema de rumores y cotillees del pueblo le había informado de que Joan había sido llamada «Cara de rana» (casi siempre a espaldas suyas), prácticamente desde el día de su nacimiento. La opinión dominante en Hoadley era que ella y Barry Beal habían acabado formando pareja porque no había nadie más dispuesto a salir con ellos. Quizá fuera así. Quizá ella no sentía nada hacia Barry. Pero lo que sí estaba claro era que Barry parecía estar realmente enamorado de Joan.
—No, Barry —dijo Cally, procurando hablar con voz afable y educada aunque ya había respondido una docena de veces a esa misma pregunta. ¿Qué podía hacer aquel pobre inocente salvo pedirle ayuda a sus dioses, los adultos en plena posesión de todas las facultades intelectuales?—. No la he visto desde aquella vez en que os llevé al establo.
A petición de Barry. Le dijo que Joan quería ver los caballos. Y Cally se quedó asombrada cuando «Paloma», siempre tan tranquila, le soltó una coz a la chica de Barry. ¿Qué podría haberle estado haciendo a la yegua aquella mujer con cara de rana mientras Cally le daba la espalda? Siempre podías confiar en «Paloma», incluso cuando estaba en celo.
Cally pronunció aquellas palabras con los ojos clavados en el rostro de la muerta coronada por su casquete de cabellos; Barry se miraba los pies, y eso le impidió ver lo que vio Cally. Después Cally intentó convencerse de que se lo había imaginado, que todo fue un truco de la luz, una sombra fugaz o alguna jugarreta de su mente, aunque ella no era de las que se dejan impresionar por los cadáveres y empiezan a imaginarse cosas. Estaba acostumbrada a su presencia. Cuando Mark se quedaba a hacer horas extras en la sala de embalsamamiento Cally le llevaba café y dormía cada noche en el apartamento del piso superior sin pensar ni una sola vez en los durmientes de la planta baja, los que ya nunca volverían a despertarse.
—No, no tengo ni idea de dónde puede estar Joan —dijo Cally.
Y la muerta abrió los ojos.
No fue más que un pestañeo, un fugaz atisbo de los implantes negros que cubrían sus hundidos globos oculares para que los párpados cerrados tuvieran la apariencia de un pacífico reposo. Los párpados habían sido pegados con cola: ¿cómo podían moverse? Pero eso hicieron, moviéndose en un veloz aleteo para revelar unos muertos globos de plástico mucho más horribles que cualquier mirada concebible en un esqueleto. La visión sólo duró un instante y a Cally se le puso el rostro color ceniza y empezó a oscilar sobre sus botas de montar, oyendo cómo Barry Beal le decía:
—¿Señora Wilmore? ¿Señora Wilmore? ¿Se encuentra bien? ¿Recuerda si ha oído algo sobre Joanie, señora Wilmore?
Soy Barry Beal y he conocido a Joanie prácticamente desde que nacimos y el que desapareciera de esa forma no me gustó nada.
No empecé a conocerla realmente bien hasta cuando estuvimos juntos en la secundaria. Cuando estábamos en la elemental íbamos a escuelas distintas. Ella vivía en Hoadley y yo vivía a unos dieciséis kilómetros del pueblo. Claro que yo sabía quién era… Todos los habitantes del condado sabían quién era desde la primera vez en que su mamá la sacó a la calle. Bastaba con que le echaras una mirada a su cara y ya no la olvidabas. No parecía una chica: parecía una rana aplastada, una rana aplastada con una larga cabellera amarilla. Su mamá solía pasarle el peine por esa hermosa cabellera y le ponía cintas como si quisiera intentar que la gente sólo se fijara en las cintas, pero no servía de nada. La gente sólo se acordaba de la cara.
Los chicos la llamaban «Cara de rana». Los chicos de la secundaria eran malos, peores todavía que los de la elemental. Los papas de esos chicos trabajaban en las acerías o en las minas de carbón y todos los chicos creían que debían hacerse los duros. Quiero decir que siempre me andaban llamando Retrasado, Tardón, Cabeza Espesa y ese tipo de cosas, y me gastaban bromas pesadas y me tomaban el pelo, pero en la secundaria además me robaban el dinero y mis cosas, me encerraban en los armarios y me ponían la zancadilla en los pasillos…, ese tipo de cosas. Esos pasillos de la secundaria con todos los chicos dándome puñetazos y empujándome por mucho que les riñeran los profesores…, eran como el infierno.
Hasta las chicas eran malas. Aprovechaban cualquier ocasión para arañarme y darme bofetadas. Y los chicos mayores, los que se hacían los duros, me dieron una paliza al salir de la escuela. Hicieron falta muchos chicos y sólo ocurrió una vez. Tengo hermanos mayores que pueden ocuparse de ellos, ¿comprenden?
Pero lo que quiero decir es que en la secundaria nadie quiere ser amigo de un retrasado, un tipo raro o alguien cuya cara te dé ganas de vomitar. Y hay una especie de regla por la que quienes no son lo que la gente llama normales acaban juntándose. Aquellos con los que casi nadie habla acaban hablando entre ellos. Me di cuenta apenas entrar en la secundaria, así que Joanie y yo, que éramos los más feos de la escuela, acabamos viéndonos con mucha frecuencia, a la hora del almuerzo, en la sala de estudios y un poco en todas partes.
Pero Joanie no era retrasada como yo. Joanie era muy lista.
Creo que en clase casi nadie se daba cuenta de lo lista que era. Siempre estaba como enroscada en su asiento, como si no quisiera que nadie la mirase, y las primeras veces en que almorcé con ella apenas si me dijo nada. Pero en cuanto hube almorzado dos o tres veces con ella empezó a hablarme y entonces me di cuenta de que era muy lista.
—Esa marca de tu cara —me dijo—. Sé qué es.
El caso es que tengo una gran mancha púrpura en la cara. Sin ella no pasaría de ser un tipo feo pero con ella soy un maldito fenómeno. Además, entonces la tenía llena de granos.
—He estado haciendo algunas investigaciones —me dijo Joanie—. Se llama hema…, hema no sé qué, una mancha de oporto. Puedes quitártela, ¿lo sabías? Pueden quitártela con un láser.
—No quiero que ningún médico láser me ponga la mano encima —le dije yo.
—Qué ignorante eres. Si mi madre me dejara te aseguro que me arreglaría la cara.
Cuando oigo ese tipo de frases tengo que irlas digiriendo poco a poco.
—¿Quieres decir que los doctores del láser te pueden arreglar la cara? —le pregunté. Me parecía que nadie podría arreglar esa cara suya, usara lo que usara.
—No me refiero a los doctores del láser. Hablo de los cirujanos plásticos. Pueden cambiar los huesos de sitio, pueden ponerte huesos nuevos…, ese tipo de cosas.
Supongo que si hubieran podido hacerle eso Joanie habría sido capaz de respirar por la nariz y comer con ella habría resultado bastante más agradable. Comer con ella era horrible… Masticaba con la boca abierta y oías los bufidos que daba al echar aire mientras comía. A mí no me importaba porque la verdad es que mis modales a la hora de comer tampoco son lo que se dice una maravilla.
Me concentré en la otra parte de lo que me había dicho.
—¿Y tu madre no te da permiso para arreglarte la cara?
Pero ella se limitó a seguir masticando y no volvió a dirigirme la palabra en todo el resto del día.
Si quiero soy capaz de entender las cosas. Necesito un poco de tiempo, pero si decido que quiero hacerlo puedo hacerlo, así que lo hice. Me dediqué a escuchar las conversaciones de los profesores, lo que decía la gente del pueblo y los cotilleos de mi mamá cuando llamaba por teléfono a sus amigas y acabé descubriendo algunas cosas. Y luego, en cuanto me conoció mejor, Joanie me contó unas cuantas más.
La madre de Joanie se llamaba Norma Koontz. Su padre es el señor Koontz, el que vende seguros… La mandaron a estudiar a la universidad y se casó con un artista que se llamaba Roland Musser y volvió a Hoadley con él. Montaron una galería de arte pero el negocio no les funcionó bien y no me extraña teniendo en cuenta cómo es el pueblo. Ni a mí se me habría ocurrido montarla… La gente no tiene dinero suficiente para pagar las facturas, así que ¿cómo van a comprar arte? La galería acabó quebrando, Joanie nació más o menos por aquella época y Roland empezó a beber. Ha estado bebiendo desde entonces. Bebe mucho y pasados unos años los padres de Norma se cansaron de ayudarles. Se fueron a Florida y dejaron de mandarles dinero. La madre de Joanie trabajó en varios empleos distintos pero es difícil encontrar buenos trabajos en Hoadley, y al final acabó frecuentando la iglesia que hay cerca del pueblo, y los tipos de la iglesia se quedaron con todo el dinero que el padre de Joanie no se había bebido, así que Joanie jamás ha tenido ni un centavo.
Supongo que debe hacer falta un montón de dinero para que te arreglen la cara, pero acabé enterándome de que Norma Koontz no habría dejado que su hija se arreglara la cara ni aunque tuviese dinero. La madre de Joanie tenía unas ideas bastante raras.
Cuando empezamos noveno Joanie y yo éramos buenos amigos. Mi autobús llegaba a la escuela bastante temprano y Joanie también solía venir pronto. Habría podido llegar más tarde porque venía andando, pero siempre llegaba pronto. Paseábamos por allí y hablábamos de toda clase de cosas. A veces pensaba que me apreciaba porque venía a la escuela cuando aún faltaba bastante para la primera clase y no tenía por qué hacerlo, pero sabía que no lo hacía por mí. Venía pronto para escapar de su casa. Sabía dónde vivía: en una de esas casuchas que hay entre el río y las vías del ferrocarril, junto al montón de las escorias. Luego descubrí que no era sólo por salir de casa.
—Mi madre renunció a mí cuando yo tenía diez años —me dijo.
—¿Qué quieres decir con eso de que renunció a ti? —le pregunté.
—Justamente eso, que renunció. Un día me hizo sentar delante de ella y me dijo que era mala, que estaba hundida en el pecado, que llevaba el diablo dentro y que por eso tenía la cara así, y me dijo que no sabía qué acabaría siendo de mí pero que no quería tener nada que ver conmigo. Y desde entonces apenas si me ha hablado.
—¡Jesús! —No podía creer lo que estaba oyendo. Recuerdo que entonces casi me dio envidia, porque mi mamá siempre andaba riñéndome por una cosa o por otra—. ¿Quieres decir que no le importa…?
—No le importa adónde voy o a qué hora vuelvo a casa. No me prepara la comida. Siempre tengo que hacérmela yo. Lava mi ropa sucia porque la pongo con el resto de la ropa, pero no la dobla. La deja tirada encima de mi cama.
Supuse que, después de todo, tener una madre así debía ser bastante desagradable. En cuanto me contó eso comprendí por qué siempre tenía tan mal aspecto, y no me refiero sólo a la cara. No es que yo fuera ninguna belleza y no vengo de una familia fina pero Joanie no cuidaba de sí misma, seguramente porque nadie la animaba a hacerlo. Tenía el cabello grasiento y la carne fláccida: no es que estuviera realmente gorda, sólo que tenía todo el cuerpo flojo, y vestía de una manera horrible y a veces olía mal. Yo no sabía gran cosa sobre las chicas pero estaba seguro de que habría podido hacer algo para no oler así, y como no podía masticar bien porque tenía la cara torcida siempre se le escapaba algo de comida y acababa manchándose.
Cuando empezamos el décimo curso tuvimos que ir a otro edificio y Joanie se metió en la rama académica y yo en la rama general. Los ratones de biblioteca y los campesinos no suelen mezclarse los unos con los otros y supongo que de no ser por su cara habría dejado de verla, pero siguió almorzando conmigo cada día.
Los almuerzos de la escuela eran horribles pero Joanie se lo comía casi todo porque en su casa apenas si había nada para ella. Pasado un tiempo supe qué era lo que más le gustaba. Los plátanos la volvían loca y a mí no me gustaban demasiado, así que siempre le daba el mío. Joanie lo pelaba en un segundo, le quitaba todas esas cositas que parecen pelitos y le arrancaba la parte negra del final, y si no podía arrancarla no se lo comía.
—Puedes comértela, no te hará daño —le dije yo una vez.
—¿Cómo lo sabes? —replicó ella—. Me recuerda a un gusano. Esa cosa negra… Aj.
A veces otros chicos le ofrecían la comida que no querían pero no lo hacían para ser amables con ella. Lo hacían para divertirse. Joanie nunca la aceptaba.
—Odio a la gente normal —me dijo un día.
—¿Eh?
—Odio a la gente que tiene la cara normal. Las chicas con el pelo ondulado y ropas bonitas que creen que son guapas, los chicos que están convencidos de ser irresistibles, los profesores que se creen muy listos y se imaginan que conocen todas las respuestas… Odio a la gente que se tapa la boca con la mano para hablar en voz baja, y a las entrometidas de la tienda de oportunidades, y a los viejos gandules del parque… Les odio a todos.
—Sí —dije yo. No había comprendido casi nada pero pensé que sería mejor que no le dijera nada de su pelo grasiento o quizá también acabara odiándome.
—Algún día me vengaré de ellos —me dijo.
Ponía una cara que… Me asustó. Era como si realmente pudiera hacer algo para vengarse de ellos. No dije nada y ella se quedó callada durante un rato, como si estuviera pensando.
—He dejado de ir a la iglesia —me dijo por fin.
La verdad es que yo no sabía gran cosa de la iglesia. Mis padres eran gente decente, pero no iban a la iglesia. Lo único que sabía era que en Hoadley casi todo el mundo era católico y el resto se repartía entre los luteranos o los Hermanos, y la mamá de Joanie no era ninguna de las dos cosas. La iglesia adonde iba Norma Musser tenía un predicador que se llamaba Culp y algunos decían que estaba loco. Se pasaba la vida soltando sermones sobre el infierno y el Armagedón. Mis padres decían que era más astuto que un zorro, que tenía engatusada a mucha gente y que les sacaba dinero.
—Ya estoy harta —dijo Joanie—. No me importa lo que Culp o mamá puedan hacerme.
—¿Y qué puede hacerte el reverendo Culp?
—¡Puede rezar por mí! Y su forma de rezar es terrible, Bar. Cree que soy tan mala que… Bueno, casi podría ser el Anticristo. —Estaba diciendo cosas muy raras, como si se hubiera vuelto loca—. Será mejor que me deje en paz o…, o no respondo de lo que pueda pasarle.
—¿Cómo sabes lo que dice si no estás allí? —le pregunté.
—Lo sé —dijo ella—. Esa serpiente… Lo siento. Ha estado sermoneándome, escupiendo su veneno sobre mí cada semana desde que nací.
—¿Cada domingo?
—Cada domingo intenta curarme.
—¿Estás enferma?
—¡Dios, no! ¡Mi cara, Bar, mi cara! Se supone que si la tengo así es por mi culpa. Dios me está castigando. No quiero renunciar al pecado. Bueno, Dios puede irse al infierno… No pienso volver. No volveré, y si mi madre quiere echarme a patadas de la casa que me eche.
Su madre no la echó a patadas de casa pero estoy seguro de que no debió tomárselo demasiado bien y a partir de entonces Joanie cambió. Empezó a fumar hierba siempre que podía conseguirla. Nunca tenía dinero suficiente para conseguir mucha, pero durante ese curso tuvo algunos problemas con los chicos. Supongo que algunos debieron pensar que era tan fea que sería presa fácil. Empezaron a rondar por su casa haciendo sonar las bocinas de sus coches, gritando…, ya saben, ese tipo de cosas.
Supongo que su madre pensaba lo mismo.
—Mi madre dice que soy una puta —me contó.
—No sé, Joanie. ¿Lo eres? —repliqué yo.
—Mierda —dijo ella y se rió. Últimamente decía muchas palabrotas. Eso y el que fumara porros le estaba dando muchos problemas en la escuela: los profesores le mandaban notas a su madre y ese tipo de cosas. Creo que le gustaba hacer enfadar a su madre. Creo que hasta le gustaba que la llamara puta, pero creo que nunca llegó a hacer nada con ningún chico. Bueno, no es que esté seguro pero no lo creo…
—La vieja dice que soy la Ramera de Babilonia —dijo Joanie—. Dice que Dios me fulminará con un rayo y que iré directa al infierno. Ah, me gustaría arrancarle la lengua y enseñársela…
Yo estaba bastante acostumbrado a su forma de hablar pero aquello hizo que se me revolviera el estómago.
—Joanie —le dije.
—¡De veras! Es odiosa. Cree que cada vez que sale de casa para ir a la iglesia llevo allí a diez hombres para que forniquen conmigo sobre la mesa de la cocina.
—¿Y por qué en la mesa de la cocina?
—Bar… Olvídalo.
—Bueno, ¿y qué dice tu padre de eso?
—¿Él? No sirve de nada. —Volvió a reírse—. Es un vegetal. Un auténtico vegetal escabechado… Aunque esté allí, es como si no estuviera.
Tendría que habérmelo imaginado. Ya le había visto algunas veces.
Su madre la tenía realmente preocupada.
—Mierda, cree que estoy podrida. Puta, puta podrida hasta la médula… Bueno, si hago de puta al menos le daré la satisfacción de ver que estaba en lo cierto, ¿no? —dijo Joanie—. Te aseguro que el dinero me iría muy bien. Y hay quien dice que resulta divertido.
—No digas esas cosas —dije yo, y Joanie se enfadó mucho.
—¡No intentes decirme lo que puedo hacer y lo que no! —me gritó, y se fue. Volví a casa en el autobús, hablé con tres de mis hermanos y nos fuimos al pueblo. Su casa era de las que tienen ese recubrimiento asfaltado que siempre se cae y los peldaños de madera habían perdido la pintura. Su padre estaba sentado en esos peldaños con una botella en la mano y vimos a unos cuantos tipos con muy mala pinta, pero el señor Musser no se enteraba de nada. Yo y mis hermanos salimos del coche y empezamos a ocuparnos de esos tipos para alejarles de allí, y el señor Musser se puso a sonreír de oreja a oreja, como si fuera una de esas calabazas a las que les meten una vela dentro. Yo y mis hermanos recibimos algunos golpes pero acabamos consiguiendo que esos bastardos se marcharan. Mis hermanos se quejaron un poco pero yo pensaba que habíamos hecho bien. Después nos volvimos a casa.
A la mañana siguiente Joanie vino hacia mí hecha una furia. Me sorprendí. Yo estaba seguro de que había hecho bien.
—¿Quién infiernos te crees que eres? —me chilló—. ¡No soy propiedad tuya!
Me quedé realmente sorprendido.
—¿Quieres que vuelvan? —le pregunté—. Bueno, les buscaré y les mandaré para allá.
—¡No, diablos! —Se calmó un poco—. Estoy intentando comprender cómo funciona ese cerebro de saurio tuyo, eso es todo. ¿Con qué derecho…? Ni tan siquiera me has pedido que salgamos juntos.
—Pues ahora te lo pido —dije yo. La verdad es que nunca se me había pasado por la cabeza pero tendría que haberlo hecho antes. A partir de entonces todo fue bien. Joanie se convirtió en mi chica y los tipos listos la dejaron en paz.
Fuimos a ver una película. Los cines están oscuros pero aun así tuvimos que aguantar unas cuantas miraditas y los comentarios de la gente ignorante. «¿Cómo se atreven a exhibirse en público?», dijo una señora. No volvimos al cine. Estuvimos saliendo durante dos o tres años, una vez a la semana sin saltarnos ninguna porque no había nadie más que quisiera salir con ninguno de los dos. Íbamos a mi casa a ver la televisión y cuando conseguí un Chevy íbamos a dar paseos en él, o a la biblioteca. ¡La biblioteca, por todos los santos…! Joanie hizo que la llevara a todas las bibliotecas que había en muchos kilómetros a la redonda, y se sacó la tarjeta para entrar en cada una de ellas.
Las bibliotecas pequeñas no sirven de nada pero debo admitir que las bibliotecas grandes son unos sitios muy agradables e íntimos, sobre todo sí te metes entre los estantes del fondo.
Cuando estás en los últimos cursos el sexo es como una obligación. Mis hermanos se metían conmigo y no paraban de preguntarme hasta dónde había llegado con Joanie. Yo no les respondía y la verdad es que no me importaba pero pasado un tiempo pensé que debía intentarlo. Joanie no me parecía muy atractiva y no quería liarme con ella por todo eso que me había contado sobre la Ramera de Babilonia, porque pensaba que no le gustaría, pero cuando hablábamos a veces se me acercaba bastante y tuve la impresión de que no se enfadaría. Ya he dicho que el sexo era una especie de obligación, así que una noche intenté besarla entre los estantes de la biblioteca. Nada más intentarlo supe que ella tenía tan poca idea del asunto como yo. Juntamos las bocas, apretándonos el uno contra el otro, y me pregunté por qué se suponía que eso debía resultar agradable. Aun así el pensar en lo que estábamos haciendo hizo que empezara a excitarme y me froté contra ella, le puse una mano sobre el pecho y de repente Joanie me apartó de un empujón.
—¡Bar, qué basto eres! —dijo, y se enfadó mucho y no quiso hablar conmigo. Pero en cuanto volvimos a vemos empezó a hacer lo mismo que antes, acercándose hasta que casi nos tocábamos.
Nos pasamos una temporada así, frotándonos los labios y toqueteándonos, y Joanie siempre acababa rechazándome. Era como si no fuese capaz de decidir si le gustaba el sexo o no, y al final lo dejé correr. Supongo que mis padres también lo dejaron correr hacía ya mucho tiempo. Me parecía que no valía la pena tomarse tantas molestias. Nunca llegamos a quitarnos la ropa ni nada parecido. No le reprocho el que no se lo tomara con más entusiasmo, porque se supone que la chica debe mantenerte a raya. Supongo que podríamos haber vuelto a intentarlo en cuanto Joanie consiguió un sitio donde vivir, pero eso ocurrió bastante tiempo después y a esas alturas yo ya me encontraba bastante a gusto con el tipo de relación que teníamos.
Joanie abandonó la escuela en cuanto cumplió los dieciséis años. Eso no me sorprendió, pues yo había hecho lo mismo. Naturalmente, ella era mucho más lista que yo pero estaba impaciente por conseguir un trabajo, su propio apartamento y alejarse de su madre. No pudo conseguir ningún buen empleo —ni la gente normal puede conseguir buenos empleos en Hoadley—, pero consiguió un trabajo de venta por teléfono y lo hacía bastante bien. Siempre había tenido una voz muy bonita, con auténtica clase… Ahora tenía su teléfono y su apartamento encima del Bronceado Tropical y apenas si salía de allí, pero seguía queriendo que la llevara en coche a las bibliotecas. Siempre andaba leyendo y desde que la conocí siempre había leído mucho: poesía, libros de historia y esas cosas. En cuanto consiguió un trabajo tuvo el dinero suficiente para ir viviendo y dedicó todo el resto de su tiempo a leer, y cuando miraba por encima de su hombro podía ver que estaba leyendo cosas realmente extrañas, con imágenes de estrellas y serpientes y águilas y caballos y letras extrañas y personas desnudas. Pero normalmente las personas desnudas no estaban haciendo nada relacionado con el sexo.
Como ya he dicho antes, puede que Joanie y yo hubiéramos tenido más éxito en eso del sexo en cuanto ella consiguió un apartamento propio, pero a esas alturas yo ya había estado con unas cuantas putas de las de verdad. Sabía lo que hacían y Joanie me caía bien y no quería molestarla pidiéndole que hiciera esas cosas. Me parecía que era una buena chica y que eso no le interesaría, y ella nunca hizo nada que me llevara a cambiar de opinión al respecto. Aunque quizá me equivocara, claro.
En aquella época estaba trabajando con mi tío en la construcción y cuando terminaba la jornada solía pasar por casa de Joanie. Siempre andaba con la nariz metida en un libro, igual que cuando estábamos en la escuela. Yo le preguntaba qué estaba leyendo porque pensaba que eso me ayudaría a saber cómo era, pero ella siempre decía que no lo entendería. Me decía que casi todo eran libros sobre magia, brujería y hechizos. Cosas que no existen, ya saben… La verdad es que a Joanie nada de lo real parecía interesarle mucho.
—Te pasas la vida leyendo y acabarás quedándote sin vista —le dije.
—Sí, Bar, tienes razón.
—¿Es que nunca sales de aquí?
—En cuanto ha oscurecido.
—No tendrías que hacerlo, no es sano. ¿Qué has estado comiendo últimamente?
No me respondió. No estaba prestándome atención.
—Sé que has estado comiendo porquerías. Mira, te he traído unos cuantos plátanos. Toma un plátano.
—Bar, déjame sola —me dijo.
—Ya te pasas demasiado tiempo sola.
—Barry, no lo entiendes —me gritó—. Ya casi he logrado encontrar la solución, ya sé cómo voy a… —Y se calló de golpe.
—¿Cómo vas a qué?
No quiso decírmelo.
Hacía una noche muy oscura, una noche estupenda para los retrasados y las caras que te hacen vomitar.
—¿Quieres que te invite a tomar una coca-cola? —le pregunté.
Lo único que hizo fue menear la cabeza. La verdad es que era lo que me había esperado. Ahora ya no salía casi nunca, así que le di las buenas noches y me marché.
Un par de días después se presentó a verme en el trabajo. Estábamos haciendo un nuevo porche de cemento para una casa: la madera del viejo estaba totalmente podrida. En Hoadley apenas si se construía y yo había empezado a hacer horas en el salón de pompas fúnebres, pero aquel día estaba trabajando con mi tío. A mi tío no le importaba que Joanie viniera a verme.
—Bar—me dijo—, necesito que me prestes quinientos dólares.
—¿Para qué? —Había dejado de fumar hierba un par de años antes, más o menos cuando abandonó la escuela porque dijo que ya no la necesitaba, así que eso no me preocupaba. Quería saber para qué necesitaba el dinero, nada más.
No quiso decírmelo. Lo único que me dijo fue:
—Te los devolveré.
Yo estaba seguro de que me los devolvería. Cuando estábamos en la escuela siempre me pedía dinero para el almuerzo. Su madre no le daba ninguna asignación, y si no conseguía algún trabajo de canguro no tenía dinero para el almuerzo, y no podía hacer de canguro con mucha frecuencia porque su cara asustaba a los críos. Pero aun así siempre se las arreglaba para devolverme el dinero. Quitaba nieve, fregaba suelos…, ese tipo de cosas. Mi mamá y otras personas le daban ropas. Siempre iba vestida con ropas viejas y le sentaban fatal.
—¿No tienes nada ahorrado? —le pregunté. Su habitación no podía estarle costando demasiado dinero.
—Es por culpa de mi ma-dre. —Lo dijo justo así ma-dre—. Cada vez que consigo ahorrar un poco de dinero se presenta en mi apartamento y dice que no tiene nada de comida y que tiene hambre.
—Bueno, pues no le des dinero —dije yo—. No le debes nada.
—¡Ya lo sé! ¡La odio! —Joanie golpeó el suelo con el pie—. Pero es como si…, no puedo evitarlo.
Se quedó callada e hizo un ruido que parecía una especie de sollozo. Yo me quedé con la boca abierta pues no recordaba haberla visto llorar nunca, y eso que la gente siempre le decía montones de cosas feas, ¿y ahora iba a llorar por su madre? Pero no lloró. Se puso tiesa y me miró fijamente.
—¿Puedes prestarme tanto dinero? —me preguntó.
—Claro que puedo. —Aún vivía en casa, no tenía ninguna clase de gastos dejando aparte mi coche y tengo montones de dinero. Bueno, no es que tenga montones de dinero, pero sí el suficiente…—. Pero no será para tu madre, ¿verdad?
—No —dijo ella, y nunca me dijo para qué era.
Pasé por el banco después de trabajar, fui a casa de Joanie y le di el dinero.
—Una cosa más —me dijo—. ¿Puedes prestarme tu máscara de soldador?
—Claro. —Ya no la utilizaba. Pronto trabajaría a jornada completa en el salón de pompas fúnebres. No le pregunté para qué quería mi máscara de soldador porque sabía que siempre le había gustado. Solía jugar con ella y a veces se la ponía y decía que debería llevarla por la calle, porque así la gente no la miraría tanto. Pensé que iría a algún sitio y que querría taparse la cara.
Siempre llevo montones de cosas mías en el maletero del coche y la máscara de soldador también estaba allí. La cogí y se la di.
—Gracias, Bar —me dijo y me miró de una forma bastante rara, como si estuviera tomándome una foto con los ojos—. Ya te la haré llegar —me dijo.
No tenía ninguna razón para no creerla. Entonces no me di cuenta de que no había dicho que fuera a devolvérmela personalmente, sólo que me la haría llegar, pero no caí en eso hasta después.
—Bueno, tengo que volver a casa a cenar —le dije. Era una estupidez, claro: acababa de dejarle dinero suficiente para que se largara de aquel maldito pueblo y lo único que se me ocurría decirle era que tenía que volver a casa para cenar… ¡Qué estupidez! Joanie asintió con la cabeza, volvió a mirarme de una forma rara y me marché a casa.
Y me quedé sentado delante de la tele, viendo la película como un imbécil, me fui a dormir y a la mañana siguiente fui a trabajar. Supongo que ella debió coger el autobús del mediodía, porque cuando fui a verla esa noche ya no estaba allí. Todo había desaparecido. Hasta quitó su nombre del buzón. Nunca he vuelto a saber nada de alguien llamado Joanie Musser…, ni yo ni nadie del pueblo.
Cuando alguien le preguntaba adónde había ido, su madre decía que estaba segura de que se había marchado para convertirse en prostituta. Siempre fue una mala hija.
Unas semanas después recibí un paquete postal con la máscara de soldador dentro. Parecía como si hubiese estado en un incendio. No había nada más. Ni una carta…, nada. Y tampoco había remite.