CAPÍTULO UNO

Está hambrienta. Sí, incluso ahora, sentada sobre la grupa de su montura en esa dulce primavera que resuena con el salvaje carnaval de los pájaros: está hambrienta. Después de haber pasado por el matrimonio, la crianza de los niños y los demás accidentes de la vida, Cally Wiltmore concibió la teoría de que montar a caballo hacía que el cerebro liberase unas sustancias cuyos efectos eran parecidos a los de las drogas y que podían suprimir todas las incomodidades, tanto físicas como psíquicas, pero esta vez el remedio no parecía servirle de nada. Aún notaba el hambre, y no sólo el pinchazo que le atravesaba las tripas, sino toda aquella aureola de hambre suspendida sobre su cuerpo como la calina que ocupaba el cielo amarillo de Hoadley.

Tiró bruscamente de las riendas haciendo encabritarse a su montura. La negra ala de su sombrero le ocultaba la parte del cielo donde quizá aún quedara un resto de auténtico color azul. No importaba. El cielo azul no la alimentaría. Vio una banda color verde guisante que iba volviéndose de un amarillo plátano: hacia el horizonte el amarillo se convertía en un color sopa de gallina. Esos colores tampoco la alimentarían.

La luz del sol caía sobre ella como si se filtrara por unas cortinas de cocina hechas con tela barata. Hoadley yacía envuelto en las sombras incluso cuando no había nubes.

Cally oyó un rugido en sus oídos y sintió la embestida del vértigo, aunque sus ojos siguieron abiertos. Fue bajándolos lentamente hasta la mina abandonada y los bosques, los troncos achaparrados que se alzaban más allá de las orejas de su yegua. Fuera de ella nada parecía haber cambiado pero dentro de su mente había un torbellino, un girar tan incesante e implacable como el paso del tiempo. Y la sensación de una catástrofe inminente e imposible de evitar… En los últimos tiempos aquella sensación había acabado volviéndose muy familiar.

—Qué diablos… —murmuró—. ¿A quién le importa? —Sus flacas manos sujetaron las riendas y los tacones de sus botas apretaron los flancos de la yegua para que volviera a ponerse en marcha.

El rugido seguía sonando.

Venía de lejos pero aun así estaba por todas partes, como si no tuviera comienzo ni final, aunque Cally acababa de cobrar conciencia de él: era una especie de zumbido, un ruido apagado que entraba en la categoría de los fenómenos, un sonido vidrioso, constante y solitario que recordaba el hueco rugido de una línea telefónica durante una llamada a larga distancia, un sonido tan hueco como las minas de carbón que había debajo de Hoadley, tan hueco como el vientre de Cally, tan hueco como un corazón derrotado… Cally abrió un poco más los ojos pues ya había oído antes ese sonido: era un sonido que conocía en lo más hondo de sus recuerdos, casi palpable, algo que casi podía olerse y casi podía notar su sabor en el olor de las flores recalentadas por el sol, la fragancia de las moras y la retama que saturaban la atmósfera, pero que no lograba evocar del todo.

No era el rugir flatulento e ininteligible de la mina perdida en los bosques. Cally conocía muy bien aquel sonido. Era mucho más potente y resultaba mucho menos fantasmagórico. En este sonido de ahora había sutiles intimaciones de una amenaza mortal.

Hasta la yegua parecía algo nerviosa y trató de encabritarse, no queriendo seguir adelante. Cally le clavó los talones para hacer que continuara avanzando sobre la arcilla y los guijarros en dirección al bosque. Sé cómo se siente el ciervo cuando los cazadores enarbolan las aleteantes tiras de plástico, pensó, pero tengo que acercarme un poco más. Tengo que echar una mirada. Necesito verlo.

Entonces lo vio, y comprendió.

La tierra desolada de aquella zona estaba cubierta de malas hierbas que crecían abundantemente allí donde nada más era capaz de vivir, y la maleza era una mancha de largos tallos verdes, con una excepción…, en cada tallo, haciendo inclinarse los hierbajos y formando espesos racimos sobre los duros tallos de la achicoria, se veían puntitos marrones. Al principio Cally creyó estar viendo montones de hojitas muertas que colgaban de las grandes hojas y tallos carnosos como si fueran sanguijuelas. Tiró de las riendas deteniendo a su montura y las examinó con más atención: eran cascarones vacíos, recipientes amarronados de los que habían emergido…

—Cigarras —dijo en voz alta.

Habían surgido del suelo en una sola noche de mayo, millares de ellas, cientos de miles, burbujeando como una erupción de espuma, y ahora debían estar escondidas entre los árboles de troncos achaparrados, emitiendo su chirrido. Al estar más cerca de ellas Cally pudo distinguir las voces individuales de los insectos que se mezclaban para formar el zumbido colectivo. Entre el zumbido y el continuo parloteo había algo que parecía un suspiro. O un grito…

—En el nombre de Dios, ¿qué…?

Y otra vez, y otra, muchas veces, emitidos por muchas voces distintas…, los gritos. Aquellos gimoteos agónicos, esos leves chillidos tan fríos y distantes como las notas de una flauta y, aun así, tan cargados de una terrible tristeza…

—¡Parecen bebés!

Demonios que aún no habían crecido y se preparaban para bajar al pozo infernal…

—Almas perdidas —murmuró Cally. Sabía que no eran más que cigarras, pero nunca las había oído haciendo semejante ruido. Su canción proyectaba una sombra que caía sobre la luz del día como si fuera una capa de sucia neblina amarillenta.

—Uh —farfulló. Sus huesudos hombros se movieron en un leve encogimiento, como si quisieran hacerle olvidar todas esas tonterías que le habían pasado por la cabeza. Siguió adelante y se metió por el sendero que se ocultaba entre la verde escarpadura del bosque, oscuro y empinado como el túnel de una mina.

En aquella parte de Pennsylvania una mujer adulta a la que le gustara montar a caballo era considerada un poco rara. Y si esa mujer se dedicaba a montar sola por las reservas de caza estatales, aún se la consideraba más rara. Cally sabía que las mujeres de Hoadley, ésas a las que su mente aplicaba el calificativo de «las vacas», se pasaban la vida hablando de ella. Sólo Dios sabía qué podrían llegar a pensar si se enteraban de lo que oía ahora: las cigarras escondidas en las sombras verde lechuga de aquella espesura, rodeándola por todas partes, suspirando «El fin…, el fin…».

Contempló los bosquecillos que se extendían durante kilómetros y kilómetros de terreno montañoso, terrenos públicos, zonas de tala, viejas minas y granjas de suelo rocoso que habían desaparecido bajo el manto de aquella maleza medio muerta y medio viva. Troncos podridos, enredaderas que buscaban a ciegas algo a lo que agarrarse, rocas agazapadas y arbolillos desesperados que alzaban su delgado tronco hacia la luz… Y ni un solo sonido salvo el canto de las cigarras y las secas protestas de las ardillas, nada que pudiera justificar aquella extraña tensión de su espalda y sus nalgas, la sensación de que pronto iba a ocurrir algo terrible.

Su yegua se puso al trote.

La sorpresa le resultó tan deliciosa que durante unos segundos Cally la dejó avanzar. «Paloma», una yegua de color pardo tan pequeña que casi parecía un pony, tenía un temperamento muy tranquilo. Con ella no corría peligro, y eso la irritaba. Montarla resultaba tan aburrido… Comprarle una yegua segura y aburrida era algo muy típico de Mark. La inesperada rebelión de la yegua le dio tantos ánimos como si fuera ella misma quien se hubiese rebelado. Dejó que «Paloma» se saliera del sendero; se afirmó un poco más en la silla de montar y fue agachándose para esquivar las ramas mientras «Paloma» subía por una cuesta cubierta de maleza, casi pegando los cuartos traseros al suelo para superar la pendiente, y acababa llegando a un camino usado por los taladores. En cuanto sus cascos tocaron la tierra apisonada la pequeña yegua apretó el paso hasta alcanzar algo que casi era un galope.

—De acuerdo, ya basta —dijo Cally, y tiró de las riendas.

«Paloma» echó hacia atrás sus orejas color ratón, meneó la cabeza y empezó a luchar con el bocado, galopando cada vez más deprisa aunque los esfuerzos de Cally casi la hicieron desviarse a un lado.

—¡«Paloma»! —exclamó Cally, más asombrada que asustada—. ¿Adónde crees que vas?

Y, como en respuesta a su pregunta, las orejas de la yegua se irguieron y apuntaron hacia delante. Cally alzó los ojos y dejó flojas las riendas. «Paloma» fue abandonando el galope hasta llegar al trote y el paso normal, caminando con dignidad hacia la presencia que la atraía. Un halcón de cola roja pasó sobre la cabeza de Cally, yendo en la misma dirección que la yegua. Cally se dio cuenta de que la maleza que la flanqueaba estaba llena de roces y crujidos: debía ser algún animal…, pero no volvió la cabeza para mirar. Clavó los ojos en la persona que tenía delante, sentada en la cuneta del camino.

Cally se enorgullecía de su intelecto y de ser mucho más sofisticada que aquellas mujeres casi bovinas entre las que vivía. El mero hecho de que aquel hombre estuviera totalmente desnudo no bastaba para explicar el que no pudiese apartar los ojos de él. No, había más, mucho más… El halcón se posó sobre una rama nudosa, cerca de su hombro. Una serpiente negra estaba inmóvil junto a él, con su cuerpo formando una críptica serie de anillos. Y también había un ciervo, tan cerca que habría podido tocarlo. Un zorro rojo como una llamarada se había inmovilizado bajo las caricias de su mano. Los árboles que les rodeaban estaban llenos de pájaros que parloteaban con las cigarras, las ardillas correteaban y conejos cubiertos de pulgas se agrupaban alrededor de sus fuertes pies desnudos, y una inexplicable certeza le dijo que de noche habría también osos negros, gatos monteses y quizá hasta bestias de mayor tamaño surgidas de lo más profundo del bosque.

«Paloma» siguió avanzando hasta ponerse a la altura del ciervo y se detuvo sin que su dueña se lo hubiera indicado. Cally se había quedado rígida en la silla de montar, temblando, con los ojos clavados en unas pupilas color marrón caramelo.

Era joven, o quizá no tuviera edad, y era ridiculamente hermoso, tanto que Cally supo que debía ser una criatura sobrenatural, algo surgido de otro mundo, lo que su profesor de folklore en la literatura solía llamar erróneamente un doble. Tanto el rostro como el cuerpo eran demasiado bellos para pertenecer a un ser humano…, al menos, a los seres humanos que Cally había conocido en Hoadley. Sus ojos eran demasiado brillantes, límpidos como cristales, y no tenían ni una sola venilla: parecían haber sido hechos con dos trocitos de miel acaramelada que se hubiera solidificado. Su cuerpo recordaba a las estatuas de los héroes griegos y toda su piel era del mismo color que el alabastro…, no, era del color de la mantequilla usada para recubrir los pasteles, y la carne producía tal impresión de suave dulzura que Cally no tardó en olvidar la imagen de la piedra. Éste es mi cuerpo, toma y come de él… Se fijó en sus labios y se dio cuenta de que la curva de aquella boca opulenta no estaba sujeta a ninguna restricción o norma de moral, y aunque no había hecho ni un solo gesto de repente Cally comprendió el significado de la palabra «pagano» tal y como solían utilizarla los viejos estirados de su Escuela Dominical. Sí, el mundo estaba dividido entre los cristianos y los que no eran creyentes…

El hombre estaba sentado en una postura llena de gracia, apoyándose en un antebrazo con las rodillas dobladas y separadas en un perezoso abandono. Sin poderlo evitar, Cally sintió cómo sus ojos iban bajando por sus robustos hombros y su pecho hasta llegar a esos genitales exhibidos con tanta despreocupación. Eran muy grandes, incluso en su estado de reposo actual. Cally nunca había visto el pene de un hombre no circuncidado y sus labios se movieron como si tuviesen voluntad propia: sintió el deseo de metérselo en la boca, el anhelo de saborear aquella cosa nueva, la fruta exótica… Un nudo de calor fue apretándose en su ingle, haciéndola tensarse torpemente sobre la silla de montar, y la imagen de Mark pasó velozmente por su cabeza para esfumarse enseguida. Le amaba. Le amaba. Pero había pasado tanto tiempo desde que Mark había sido capaz de producirle semejante reacción, y los paganos también eran llamados infieles… Esperaba no haberse ruborizado, pero le pareció que el azúcar con que había sido esculpido el rostro de aquel extraño desconocido se iluminaba con el breve destello de una sonrisa.

El hombre se humedeció lentamente los labios, moviendo la lengua como si buscara algo, y habló.

—Prepárate —dijo.

Los dedos de Cally soltaron las riendas de «Paloma» y fueron hacia los botones de la camisa de algodón suspendidos entre sus flacos pechos.

—¿Cómo? —murmuró—. ¿Qué quieres decir?

—Prepárate —repitió él, y no dijo nada más.

El hombre no se había movido: su mano seguía acariciando al zorro rojo y la serpiente no se había apartado de él, y ni un solo músculo de su cuerpo se había tensado —Cally podía verlo con toda claridad—, pero aun así sólo se le ocurrió un acontecimiento inmediato para el que pudiera prepararse y su mente sólo fue capaz de concebir un pensamiento, medio asustado y medio emocionado: Es Peligroso.

—Vete —le dijo, dado que ni aun el estar montada en la yegua parecía bastar para que fuera ella quien se marchara—. Déjame en paz.

El hombre le sonrió con malicia y su cuerpo empezó a oscilar como si estuviera hecho de humo y calina, difuminándose y desapareciendo. Allí donde había estado sentado se alzaba un gran tocón que tendría noventa centímetros de grosor, cubierto de extrañas señales y surcos, como si alguien provisto de una sierra mecánica se hubiera vuelto loco y hubiese querido hacerlo pedazos.

El ciervo, el zorro, el halcón y la serpiente siguieron unos segundos donde estaban y antes de que pudiera darse cuenta de lo que ocurría el ciervo dio un salto, el halcón salió disparado hacia el cielo y los otros animales se perdieron en la espesura. La serpiente se desenroscó perezosamente, contemplando a la mujer y a la yegua con la más absoluta falta de interés. «Paloma» pareció verla por primera vez, se encabritó y empezó a piafar.

Cally la hizo volver grupas, le clavó los talones y la obligó a galopar hacia el establo. Pero «Paloma» ya volvía a ser la yegua perezosa de siempre y no fue capaz de mantener el galope durante mucho rato por aquellas abruptas pendientes. Cally acabó dejándola ir a su paso de costumbre. Pensándolo bien, ¿acaso había algo de qué huir? No podía estar oyendo lo que creyó haber oído en el coro de las cigarras; no podía haber visto lo que creyó ver. Tenía que estarse volviendo loca.

La idea no la inquietó. Dadas sus circunstancias personales, la locura parecía una solución bastante razonable.

El sendero pasaba junto a la mina de carbón: aquel día la mina estaba inactiva, o de lo contrario Cally no habría podido pasar junto a la mina ni con una yegua tan mansa como «Paloma». La mina armaba un jaleo increíble; habría hecho vibrar el bosque con el ronroneo de un gato gigantesco. Una bestia inmensa enterrada en la oscuridad, oculta e invisible, haciendo temblar el mundo…

Hizo que «Paloma» se metiera por el sendero de gravilla negra de la mina, el que acabaría llevándoles hasta la estructura de troncos por desbastar que se alzaba sobre los arbolillos.

El ermitaño de la mina la vio llegar: los cascos de «Paloma» le arrancaban secos chasquidos a los guijarros.

—Hola, señor Zankowski —le saludó Cally, pues uno de sus principios de etiqueta personal era el mostrarse afable con todo el mundo, sin importar cuál fuese su estado de ánimo. Pero el saludo le salió un poco precipitado, pues el señor Zankowski la había puesto nerviosa.

Le había visto unas cuantas veces y él siempre se había limitado a responderle con una tímida sonrisa y un vacilante gesto de la mano. El señor Zankowski era flaco y más bien bajo: vestía un mono de faena demasiado grande para él y explotaba la mina sin ayuda de nadie, desafiando docenas de reglamentos gubernamentales, y vivía en el cobertizo que había junto al pozo. Sobre sus tablones y su techo cubierto de óxido había mensajes y consignas pintadas con aerosol. «¡Arrepentíos!», y «Kilroy estuvo aquí», «La eternidad espera» y «No le haga daño a la serpiente»…

—Hola, señor Zankowski —repitió Cally en cuanto se encontró un poco más cerca de él.

El señor Zankowski estaba de pie junto al camino, como si la esperase, y no sonrió ni levantó la mano, sino que la interpeló con una voz aguda y nerviosa:

—¿Ha visto a mi serpiente negra?

Cally se dispuso a menear la cabeza pero no llegó a hacerlo: sus pupilas se dilataron un poco y tiró de las riendas. El señor Zankowski dio unos cuantos pasos hacia ella.

—Mantiene a las ratas alejadas de la casa —le dijo—. Y también me hace compañía… No la encuentro. No se ha bebido la leche. ¿La ha visto?

El cuerpo del señor Zankowski se estremecía con cada palabra que pronunciaba. Cally había oído contar que tenía una hermana llamada Rose, y una llamada Lily, y una llamada Daisy, y que su nombre de pila era Bud. A veces los padres eran capaces de hacerle cosas terribles a sus hijos… Cally sentía una cierta simpatía hacia él.

—Vi una serpiente negra —le dijo—. Puede que no fuera la suya. —Comparado con ella el señor Zankowski era un verdadero excéntrico y el verle hizo que Cally se olvidara de que debía seguir concentrándose en su locura. Quizás aquel nervioso y pequeño recluso supiera algo sobre la manifestación desnuda que acababa de ver…—. Estaba al lado de una especie de salvaje, en el camino de los taladores.

—¿Un salvaje? ¿Qué salvaje?

Cally descubrió que no podía admitir lo extraño y lo hermoso que era, y decidió optar por el laconismo.

—Iba desnudo. Lo único que me dijo fue: «Prepárate», y lo repitió.

Se dio cuenta de que debería haberse guardado esos detalles para ella pero ya era demasiado tarde. El rostro del señor Zankowski se volvió de un color gris ceniza. Puso los ojos en blanco, cayó de rodillas sobre la dura gravilla negra y empezó a gritar.

—¡Arr-magedón! —Alzó su flaco rostro hacia el cielo y la piel se le puso azul, como si el color del cielo fuera una enfermedad contagiosa—. ¡Preparaos para el éxtasis final! Oh, Señor, ten piedad de mí, pobre pecador, los hombres gemirán y harán rechinar sus dientes… ¡La luna se volverá de sangre! ¡Los arroyos se llenarán de hiel! ¡Es un signo, es un signo!

Su voz estridente se confundió con el coro de las cigarras. Sus gemidos parecían idénticos a los de los insectos. Eso o sus palabras tuvieron tal efecto sobre los ya algo maltrechos nervios de Cally que clavó los talones en los flancos de «Paloma», olvidándose de sus reglas de etiqueta.

—¡El Día del Juicio se acerca! Ese día de ira los caballos chapotearán en mares de sangre que les llegará hasta los ollares. Y la Bestia, la Bestia…

Cally hizo que «Paloma» se pusiera al galope y dejó a su espalda los alaridos de aquella voz estridente, pero aun así conocía las palabras que estaba gritando. Cally iba a la iglesia. La Bestia iba a salir del pozo sin fondo.

En cuanto a las cigarras, era imposible dejarlas atrás. Estaban por todas partes.

Cuando llegaron a la mitad de la cuesta siguiente Cally dejó que «Paloma» redujera la velocidad hasta ponerse al paso y descubrió que las manos que sostenían las riendas se habían convertido en puños temblorosos, y se irritó consigo misma por haber salido huyendo. Oía y veía cosas extrañas porque no había comido, nada más. Todo era culpa de aquella dieta rigurosa a la que pensaba ser fiel pasara lo que pasase. Demostraría que era capaz de ejercer cierto control sobre su cuerpo, su mente y su personalidad. Jamás llegaría a ser como aquellas imbéciles supersticiosas y omnívoras que la rodeaban, mujeres de cerebros mezquinos y crédulos que se pasaban la vida colocando bien las servilletas… No, eso no ocurriría nunca.

—Ignorante —murmuró, volviendo su ira hacia el señor Zankowski. Estaba claro que aquel bobo sufría un ataque agudo de fiebre apocalíptica, nada más, y veía el fin del mundo en cualquier cosa que mirara. Muchas personas carentes de educación habían ido contrayendo esa dolencia a medida que se acercaba el final del siglo, y la enfermedad era especialmente virulenta entre los habitantes de Hoadley, lo cual resultaba un tanto absurdo ya que Hoadley parecía haber quedado atrapado para siempre en la década de los cincuenta—. Son unos histéricos —gruñó, intentando aflojar un poco la tensión de sus manos.

Cally Fayleen Anderson Wilmore, intelectual, neurótica y aspirante a víctima de la anorexia, era una de las pocas personas de todo Hoadley que no había pasado la totalidad de su existencia en el pueblo. Mark Comelius Wilmore la trajo allí después de haberse casado con ella y durante los diez años siguientes Cally fue una figura algo borrosa, tanto para su propia percepción de sí misma como para la de los demás: su vida flotaba sobre la superficie de Hoadley, unida a ella sólo por el punto de amarre de su matrimonio. Era un vacío, un enigma; ¿cómo era posible que alguien llegase a comprenderla cuando no habían conocido a sus padres y a sus abuelos y no sabían cuáles eran los vicios familiares, la iglesia a la que había pertenecido originalmente, el talante de sus hermanos y hermanas y qué tal se habían portado en la escuela? Cally era un óvalo sin rasgos metido en una ranura bajo la que había una etiqueta donde ponía «Esposa de Mark».

Pasó junto a dos coches semidestrozados. Estudié en la universidad de Pittsburgh y me gradué con honores en Literatura Inglesa, pensó, y ahora mi mente está empezando a convertirse en algo parecido a este bosque; es un lugar lleno de la basura y los desperdicios dejados por la gente, y empiezo a ver sus fantasmas. Pasó junto a una enigmática estructura de cemento incrustada en la colina: la entrada estaba inundada de un agua negra como el café. Los macizos de laurel silvestre ya estaban cubiertos de hojas nuevas gruesas y relucientes, tan carnosas y de aspecto tan suculento que la hicieron pensar en pequeños bistecs verdes. Pasó junto a un montículo de chapas metálicas, un montón de ganga y escombros, un cobertizo enterrado bajo la yedra y las maltrechas piedras de una granja en ruinas: todo había sucumbido bajo la invasión de los árboles.

Había visto una aparición y lo único que recordaba claramente de ella era su aparato sexual. Muy bien. Nadie tenía por qué enterarse.

Su espalda y sus muslos se fueron relajando poco a poco, adaptándose al ritmo que les imponía el lento paso de «Paloma». Ésta era la razón de que Cally montara a caballo: aquel agradable cansancio, aquella sensación de ir olvidándolo todo… La personalidad se perdía en el trayecto pese a que ese trayecto describiera un círculo y acabara volviendo al sitio donde había empezado: no iba a ninguna parte, pero eso no tenía importancia. Casi nada tenía importancia. Cally empezó a emitir un leve zumbido melodioso, como si una pequeña mina estuviera funcionando en sus entrañas, y pasado un rato empezó a murmurar las palabras que recordaba haber estudiado durante los temas dedicados a Yeats en el curso de Poesía Moderna 201:

«Girando y girando en un círculo que crece

El halcón no puede oír al halconero…».

Elspeth estaba tumbada entre los caballos que pastaban, haciendo un dibujo y siendo bastante consciente de la imagen que ella misma ofrecía acostada sobre la hierba, con su «dashiki» de vivos colores y sus piernas desnudas bañadas por las sombras suaves que proyectaban los verdes tallos de la primavera. En cuanto se hubiera pasado un mes tomando el sol su cuerpo color de té se oscurecería hasta adoptar la tonalidad de una pasa, pero su rostro no perdería la blanca delicadeza de la piel y seguiría teniendo el mismo aspecto exótico de ahora. A Elspeth le gustaba tener apariencia de artista y que la gente volviera la cabeza en cuanto la veían. Eso era algo que debía agradecerle a su mezcla de sangres y a su agudo sentido de la elegancia. Su madre era negra y había nacido en Norteamérica, su padre descendía de antepasados chinos, irlandeses y españoles. Aquel estofado de razas había dado como resultado a Elspeth y su cuerpo grácil y delicado provisto de una lustrosa cabellera negra y ojos del mismo color a los que se añadían unos labios opulentos, un rostro asombrosamente bello, una mente algo confusa y un temperamento terrible.

No estaba dibujando los caballos que pastaban, las colinas de Pennsylvania o algo tan bonito como esas dos cosas —para ella «bonito» era una palabra peyorativa—, sino escenas de su mente. Sus dibujos solían describir escenas de guerra y combates primigenios, batallas duras, salvajes y honrosas que se libraban a punta de espada.

Sobre su cabeza se extendía el cielo de Hoadley, puntuado aquí y allá por los borrosos manchones de nubes a medio formar. La mente de Elspeth estaba llena de pensamientos tan vagos como esas nubes y el interior de su cabeza era como una pincelada de ocre amarillento adornada con manchitas grisáceas. Una mariposa de colores tan abigarrados como los de su «dashiki» se posó sobre un montoncito de estiércol de caballo recién excretado y se quedó inmóvil, sorbiendo su alimento de él. Elspeth la contempló, disfrutando no de su belleza sino de la ironía encerrada en aquella imagen. Pensó que ella era la mariposa y todo el mundo sabía qué era Hoadley. Pero Elspeth seguía aferrándose a Hoadley y, sin saber muy bien cómo, Hoadley le ofrecía lo que necesitaba para alimentarse, porque Shirley la había traído aquí.

Shirley había reparado la granja y también había levantado las vallas y un establo prefabricado. Shirley había derribado el viejo granero medio en ruinas para sustituirlo por un castillo: el silo de ladrillos esmaltados fue cubierto con un tejado y Shirley le añadió habitaciones, escaleras de caracol y ventanitas parecidas a rendijas que hacían pensar en hileras de almenas, y todo porque así lo quería Elspeth. Ahora el silo era la fortaleza de Elspeth, la torre a la que podía retirarse, su recompensa por haber sido traída a este sitio lleno de estiércol que a veces también era el nido de amor compartido con Shirley.

Elspeth firmó su dibujo con una floritura que había copiado de la firma de la reina Isabel I, la marimacho poderosa y pseudo virginal que tanto la había influido cuando llegó el momento de escoger un nombre. Elspeth no utilizaba ningún apodo. La elección de una firma había requerido una considerable cantidad de práctica y capacidad artística—y quizás incluso de artificio—, por lo que escoger el nombre fue algo para lo que necesitó muchas horas de meditación. Ni la misma Elspeth conocía demasiado bien los motivos que la impulsaban —quizá deseara sentir que podía ocupar un puesto en el mundo blanco, anglosajón y protestante—, pero acabó descartando el nombre que le habían dado sus padres y decidió llamarse Elspeth, un nombre inglés de pies a cabeza, pese a que por sus venas no corría ni una gota de sangre inglesa. En cuanto al apellido, prescindía de él, ya que no podía utilizar el de Shirley.

La estólida gente de ascendencia alemana, eslava y anglosajona entre la que vivía no se dejó impresionar demasiado por su pseudónimo. Fuera cual fuese su nombre, los habitantes de Hoadley no podían ver con buenos ojos a una joven de raza inclasificable que cruzaba los campos montada a caballo para acudir a la oficina de correos.

Y sin embargo, aquellas mismas personas de mentes angostas y llenas de prejuicios parecían haber aceptado a Shirley, a pesar de que su nombre y su procedencia eran tan dudosos como los de Elspeth. Elspeth había intentando disfrutar de esa ironía pero lo único que había conseguido era aumentar la amargura que ya sentía. Lo que más la irritaba no era tanto el que todo el mundo pareciera apreciar a Shirley, sino el que Shirley…

La silueta de Cally Wilmore montada a caballo apareció en el campo visual de la artista: debía volver al establo después de haber dado un paseo. Elspeth no la saludó, aunque le complacía tener a alguien que pudiera verla y apreciar el cuadro formado por su cuerpo tumbado sobre la hierba, rodeado de caballos y con su castillo privado alzándose como telón de fondo.

Y, casi sin pensarlo, pasó la página de su bloc y dibujó la cabeza de un bebé que lloraba, reflejando toda su conmovedora agonía, y terminó uniéndola al desgarbado cuerpo alado de una cigarra.

—¡Hola, Cally! —la saludó Shirley desde lo alto de una montañita de abono a la que acababa de añadir el contenido de la última carretilla sacada de los establos. Su voz resonó con la límpida potencia de siempre y su cabello corto aclarado por el sol, que tenía el color y, a menudo, hasta la textura de los hilos usados por los encuadernadores, atraía la atención incluso recortándose contra el cielo cubierto de una calina amarillenta. En Shirley Danyo todo era grande y dorado; casi chillón. Tenía una poderosa voz de campana; unas manos grandes y hábiles, unas pantorrillas que parecían postes y unos sólidos pies enfundados en botas de trabajo. Su metro ochenta de estatura era lo bastante fuerte para domar caballos, colocar vallas de alambre, manejar balas de paja y limpiar establos hasta dejar las paredes y el suelo desnudos de toda porquería. Tenía un rostro ancho y de rasgos sencillos, y una gran sonrisa.

Dejó su carretilla y bajó de la montañita de abono para echarle una mano con «Paloma», no porque tuviera que hacerlo y ni tan siquiera para mantener contenta a una clienta, sino porque le gustaban los caballos y la gente que amaba a los caballos. Lo único que había deseado durante toda su vida era tener un lugar con algunos caballos, y si montar un negocio de alquiler de caballos era la forma de conseguirlo…, bueno, lo montaría, aunque Hoadley no fuera el sitio más adecuado para ese negocio. Pocas de las personas que vivían allí podían permitirse el lujo de montar a caballo, ni tan siquiera con las tarifas de Shirley.

Por otra parte, la tierra era barata aunque, de hecho, Shirley había escogido un sitio tan poco adecuado para convertir su sueño en realidad impulsada por otras razones. De todas formas, ya iba siendo hora de intentarlo. Pronto cumpliría cuarenta años, y cada día que pasaba era un día más vieja.

—¿Has tenido un buen paseo? —le preguntó a Cally mientras le quitaba la silla a «Paloma».

—Sí, todo ha ido bien.

—La has hecho correr mucho. —Shirley pasó su mano por el mojado y ardiente pecho de «Paloma» y le acarició el cuello. Después le examinó los ollares, que estaban muy dilatados. Cally se limitó a asentir con la cabeza y Shirley se volvió hacia ella—. ¿Te ocurre algo?

—No, nada… —Y, para decir algo, Cally añadió—: He visto montones de cigarras.

—¡Vaya! ¡Yo creía que eran langostas! —Shirley era capaz de entusiasmarse con casi todo—. ¡Menuda sorpresa! ¿Y había montones de ellas?

—Batallones enteros. Estaban por todas partes.

—Vaya, vaya… Las plagas de langosta van de diecisiete años en diecisiete años. ¿Crees que…? No, no puede ser. —La generosa boca de Shirley aleteaba a cada palabra, como si la vibración de los labios fuese necesaria para mantener su acostumbrado volumen sonoro—. Hubo plaga de langostas en el setenta y en el ochenta y siete, y sólo estamos a mil novecientos noventa y nueve.

—Bueno, pues ya han asomado la nariz.

Cally siempre estaba demasiado tensa: Shirley lo sabía, aunque eso no impedía que le cayera bien. Y no tenía razón para estarlo, pues era una mujer bastante atractiva. En Hoadley casi todas las mujeres acababan engordando, pero Cally seguía estando delgada…, de hecho, tenía un cuerpo parecido al de un chico que aún no ha alcanzado la pubertad. No tenía por qué ser tan dura consigo misma y no necesitaba atormentarse con esas dietas suyas. Cally era guapa, y habría bastado con que se diera cuenta de ello. Tenía una agradable carita de gata, que ahora estaba bastante pálida… ¿Se habría asustado al ver tantas cigarras? Quizá tuviera alguna fobia contra los insectos… Oh, sí, siempre estaba nerviosa y se pasaba la vida obsesionada por la sangre y los peligros imaginarios, y tampoco montaba demasiado bien: no siempre sabía controlar a su yegua, aunque normalmente se las arreglaba para mantenerse encima de la silla. Pero nada de eso era motivo para que Shirley la menospreciara. Las dos eran mujeres que montaban a caballo en un pueblo y una cultura donde se suponía que las mujeres debían olvidarse de sus sueños y deseos tan pronto como tenían hijos, si es que no antes. Shirley y Cally habían logrado conservar algo a lo que las demás mujeres habían renunciado, y eso bastaba para crear un lazo entre ellas.

—¿Qué tal se ha portado «Paloma»?

—Estuvo algo caprichosa, para variar. Casi fue divertido.

Llevaron a la yegua hasta las frescas sombras del establo donde los gatos se agazapaban formando racimos parecidos a hongos. Gladys «Gigí» Wildasin estaba en el pasillo que separaba los apriscos, cepillando a su cara montura de raza appaloosa, «Aceite de serpiente shoshone». La corpulenta mujer de ascendencia alemana las saludó con la cabeza pero no dijo nada y tanto Cally como Shirley aceptaron aquel mudo recibimiento. Las dos conocían bien a «Gigí». «Gigí» era una auténtica rebelde de cabellos grises, una adolescente atrapada en un cuerpo de vieja con un apodo demasiado relamido para ella. «Gigí» no asistía a ningún salón de belleza, no iba a la iglesia, no participaba en la vida social y observaba a Hoadley con unos ojos cínicos parecidos a guijarros de río que no sentían compasión por ninguna persona. A veces tenía ganas de conversar y a veces no, y aquel día había decidido no hablar con nadie.

Cally y Shirley hablaron entre ellas mientras se ocupaban de «Paloma». Cuando llevaban unos instantes en aquella tenue penumbra, Shirley intentó reprimir un tremendo bostezo.

—Dios, qué cansada estoy —dijo disculpándose—. He dormido fatal. —Pronunció aquellas palabras con una gran sonrisa, como si fueran una bendición—. La maldita mina de carbón estuvo retumbando en mis oídos toda la noche… Hacía tanto ruido que hasta la cama temblaba. Por el jaleo que arma, casi juraría que esa jodida mina está justo debajo de la casa.

—Probablemente lo esté —dijo «Gigí», decidiendo que ahora sí tenía ganas de hablar. Shirley se volvió hacia ella pero su mano siguió manteniendo el lento ritmo del cepillado.

—Pues se supone que no debe estarlo.

—No importa. —«Gigí» no alzó los ojos de los suaves flancos de «Aceite de serpiente shoshone» que estaba cepillando. Nunca se enfadaba pero hablaba de una forma tan tosca como la nariz plantada en el centro de su vieja y arrugada cara—. A los propietarios de la mina todo les da igual. Excavan túneles por donde quieren y esos políticos culogordos nunca harán una ley que se lo prohíba.

Shirley lo sabía, naturalmente, pero no dio señales de irritación.

—Lo que quiero decir —aclaró—, es que Zankowski me dijo que la mina no llega hasta aquí.

—Zankowski es igual que todos los demás. Me acuerdo de cuando era joven…, los ruidos de la mina hacían temblar todo Hoadley, día tras día y noche tras noche. Estaban excavando túneles justo debajo del pueblo. Nadie pudo dormir durante años enteros. Las ventanas se rompían, las casas se inclinaban, los cimientos se agrietaban y los propietarios de la mina se cruzaron de brazos y siguieron excavando. Ya sabrás que luego nunca rellenan los túneles, ¿verdad? Todo el subsuelo del pueblo sigue estando lleno de túneles. Me asombra que Hoadley aún no haya desaparecido dentro de un gran agujero.

—Quizá fuera buena idea —dijo Cally.

—¡Oh, vamos, Cally! —protestó Shirley, riéndose igual que si fuera una gran campana, y «Gigí» ladró emitiendo una risa muy distinta, la breve y dura carcajada de la mujer que guarda un secreto.

Una sombra delgada y celosa emergió de la luz solar: Elspeth. Shirley no se sorprendió de su presencia. Elspeth había visto cómo Shirley entraba en el establo con Cally, y aunque no sentía celos de «Gigí» haber oído la risa de Shirley era razón más que suficiente para olvidarse de sus dibujos y entrar en el establo a vigilarlas. Elspeth montaba a caballo pero los animales no eran más que extensiones de su propio ego. Jamás comprendería el lazo existente entre dos mujeres que amaban a los caballos; no podía comprender que la amistad que unía a su amante y a Cally no representaba ninguna amenaza para ella, y Shirley no sabía cómo tranquilizarla al respecto.

—Hola, Elspeth, ¿cómo va todo? —dijo Shirley.

La artista le lanzó una mirada feroz y no respondió. Aquella mocosa mimada y egoísta de pechos puntiagudos…, ¿cómo podía ser tan exquisita e increíblemente hermosa y, aun así, cómo era posible que siguiera sin saberlo? ¿Cómo era posible que aún no supiera que Shirley amaba hasta la última gorila de sudor que perlaba su frente de cierva?

Santo Dios, Elspeth, Cally es tan espantosamente normal que debe pensar que vivimos juntas para reducir los gastos

—Hace calor, ¿eh? —dijo Shirley, volviendo a probar suerte.

Elspeth se limitó a encogerse de hombros.

Cally estaba tan acostumbrada a los silencios de Elspeth como a los de «Gigí» y la extraña artista no le caía ni bien ni mal: confiaba en ella igual que confiaba en Shirley y en «Gigí» por el puro y simple hecho de que eran mujeres. Aun así, captó la tensión que hacía vibrar la atmósfera del establo, y no comprendió a qué se debía. Dejó los cepillos y llevó a «Paloma» hasta su aprisco.

—El viejo Zankowski dice que no consigue encontrar a su serpiente negra —balbuceó, envuelta en la neblina de su propia incomodidad.

—Bueno, mientras no se le ocurra presentarse aquí… —replicó Shirley sin pestañear—. Por mí puede quedarse con su maldita serpiente. —Un silencio incómodo—. ¡Eh, tengo que enseñaros lo que he conseguido para el establo! —Fue rápidamente hacia el cuartito de las herramientas: quería conseguir que aquellas tres mujeres tan alarmantemente distintas se sintieran más a gusto las unas con las otras. Salió del cuartito llevando en la mano una gran bolsa de papel—. Se la compré a uno de esos buhoneros que van de pueblo en pueblo —explicó—. Esos tipos que venden signos y diagramas para protegerse de los hechizos y el mal de ojo, ya sabéis… ¿Qué os parece?

Y, con un gesto ampuloso, les enseñó un círculo de masonita sobre el que había una tosca pintura al óleo que representaba el gordo cuerpo de un insecto negro del que brotaban alas anaranjadas: sus garras parecían arañar el aire.

—Dios —dijo Elspeth, rompiendo su silencio impulsada por el desdén—. ¿Para qué has comprado eso? Yo podría hacer algo mejor con los ojos cerrados.

—Eso espero —dijo «Gigí».

—Vamos, ya sabes que no estás dispuesta a perder el tiempo pintando diagramas para el establo, ¿verdad? —replicó Shirley con voz jovial. Bajó los ojos hacia lo que tenía en la mano y sus labios, grandes y flexibles, se curvaron en una mueca de disgusto y sorpresa tan exagerada que casi resultaba cómica—. Pero qué… ¡Maldita sea! ¡Éste no es el que yo le compré! —Le dio la vuelta y lo contempló fijamente—. En el que yo escogí había uno de esos pajaritos de la suerte que se posan sobre un corazón… ¡Bueno, que alguien me diga que no me estoy volviendo loca!

Elspeth se limitó a lanzarle una mirada de fastidio y puso cara de aburrimiento y «Gigí» siguió cepillando a «Aceite de serpiente», pero Cally retrocedió un par de pasos. Cally no podía saber que el leve mohín de Elspeth ocultaba el miedo que sentía, y que ese mismo día Elspeth también se había tropezado con lo inexplicable.

—Será mejor que me vaya a casa —dijo Cally con un hilo de voz, y salió casi corriendo del establo.