PRÓLOGO

Un buen traductor debe convertirse en el Hombre Invisible: sólo cuando tropieza es cuando se advierte su existencia. Por ello, parecería poco sensato llamar la atención del lector sobre sí mismo desde este primer párrafo; sin embargo, las Analectas de Confucio ya han sido traducidas tantas veces que parece necesario explicar desde el principio la naturaleza y el objetivo de esta nueva traducción.

Aunque, en cierto sentido, esta obra es fruto de toda una vida dedicada a estudiar la cultura china, he firmado con mi nombre literario, en vez de hacerlo con el nombre original con el que he enseñado, investigado y publicado en el campo de la sinología durante los últimos treinta años. Y con esta decisión he querido sugerir que esta traducción es fundamentalmente la de un escritor, ya que está dirigida no sólo a mis colegas académicos, sino sobre todo a los lectores que no son especialistas y que simplemente desean ampliar su horizonte cultural, pero que no tienen acceso directo al texto original.

Entre las traducciones al inglés de las Analectas citadas con más frecuencia, algunas están escritas con elegancia, pero se hallan plagadas de inexactitudes; otras son exactas pero son menos acertadas en su expresión. Yo espero reconciliar el aprendizaje con la literatura. Este ambicioso objetivo puede parecer arrogante o presuntuoso, pero, de hecho, lo único que afirmo es haberme aprovechado de ser el último recién llegado. Apoyándome en una imagen medieval de Bernard de Chartres, los recién llegados son como enanos que se montan en los hombros de gigantes y que, por pequeños que sean, desde su punto de observación pueden ver algo más lejos que sus poderosos predecesores, y este único privilegio justificaría plenamente su osadía.

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Muchos de mis puntos de vista sobre Confucio están en deuda con las enseñanzas del profesor Lo Mengtze, que me introdujo en la cultura china hace treinta años. Por su vasta cultura, así como por el valor y nobleza de su carácter, el profesor Lo era verdaderamente un modelo de las virtudes del erudito confuciano. Rindo aquí un homenaje a su memoria junto con todos sus amigos y alumnos.

Cuando estaba escribiendo mi primer borrador, Richard Rigby se tomó la molestia de leer mi traducción capítulo por capítulo, comprobándola pacientemente con el texto original. Él me hizo preguntas y objeciones, así como algunas correcciones y sugerencias. Le estoy profundamente agradecido por su invalorable ayuda y fraternal bondad.

Steven Forman, de Norton, fue mi primer lector. Sus sagaces comentarios, críticas, preguntas y ánimos constantes fueron para mí un gran apoyo a lo largo de este trabajo. En ocasiones los necesité realmente, y por ello le doy las gracias de corazón. También estoy especialmente agradecido a Robert Hemenway, por su sensible y cuidadosa puesta en limpio del manuscrito.

En agradecimientos de este tipo es habitual, al final, responsabilizarse plenamente de los propios puntos de vista y de los errores cometidos. Pero siento una gran tentación de romper esta norma tradicional y transferir todas las posibles responsabilidades al profesor Frederick W. Mote: fue él el primero que me sugirió que intentase esta empresa y, después, cuando acabé mi trabajo, emprendió amablemente una lectura atentamente crítica de mi manuscrito final. Para mí es invalorable su aprobación académica.

NOTA

Para la trascripción de los nombres chinos he adoptado el sistema pinyin, que es menos elegante —y menos práctico para quienes no hablan chino— que el Wade-Giles. Dictó esta elección el hecho de que el uso del pinyin es hoy día el que predomina y probablemente llegará a ser el que se utilice universalmente.

Respecto a los nombres personales, es tradicional que los chinos tuviesen diferentes nombres: un nombre era utilizado únicamente por los padres y superiores, había nombres de cortesía y de uso general, nombres figurados, títulos…; para evitar la confusión, como norma general, toda persona es nombrada con un sólo nombre, aunque, a veces, esto puede infringir gravemente las normas convencionales chinas.

En lo que respecta a la bibliografía, se proporcionan las referencias completas cuando se mencionan obras individuales. Las traducciones modernas de las Analectas que he consultado y a las que me he referido con más frecuencia son:

Quian Mu, Lunyu Xin Jie, II vols. Hong Kong: Xinya Yanjiu-suo, 1963.

Yang Bojun, Lunyu Yizhu, Pekín: Zhonghua Shuju, 1958.

Arthur Waley, The Analects of Confucius, Londres: George Allen & Unwin, 1938.

D. C. Lau, Confucius: The Analects, Harmondsworth: Penguin, 1979.

Las explicaciones y comentarios de esta traducción se hallan en las Notas, que constituyen la segunda parte de este libro. En el texto de la traducción no hay ninguna nota a pie de página[1]; los lectores deben acudir directamente a la segunda parte, en donde se han dispuesto las notas siguiendo la numeración correspondiente a los capítulos y párrafos de la traducción. [N. del E. D.: para facilitar la navegación a través del libro, en esta edición digital se han enlazado los textos con sus notas correspondientes, de modo que el lector pueda consultarlas y regresar luego al texto de la traducción].