INTRODUCCIÓN

Lu Xun (que murió en 1936, y es considerado con razón el mayor escritor de la China contemporánea, y, dicho sea de paso, no apreciaba a Confucio por las razones que se expondrán posteriormente) señaló que siempre que aparece un genio verdaderamente original en este mundo, se intenta inmediatamente liberarse de él. A este fin, se utilizan dos métodos. El primero es el de la eliminación: lo aíslan, lo dejan morirse de hambre, lo rodean de silencio, lo entierran vivo. Si esto no funciona, adoptan el segundo método (que es mucho más radical y terrible): la exaltación; lo ponen en un pedestal y lo convierten en un Dios. (Por supuesto, la ironía consiste en que Lu Xun fue sometido a los dos tratamientos: cuando estaba vivo, los comisarios comunistas lo tiranizaron; una vez muerto, lo veneraron como a su icono cultural más sagrado, pero ésta es otra historia). Durante más de 2000 años, los emperadores chinos establecieron y promovieron el culto oficial a Confucio. El confucianismo se convirtió en una especie de religión del Estado. Hoy día los emperadores se han ido (¿se han ido de verdad?), pero el culto parece todavía estar muy vivo: en una fecha tan reciente como octubre de 1994, las autoridades comunistas de Pekín organizaron un gran simpósium para celebrar el 2545 aniversario del nacimiento de Confucio. El principal orador fue el primer ministro de Singapur, Lee Kuan-yew. Aparentemente fue invitado porque sus anfitriones deseaban aprender de él la receta mágica (supuestamente encontrada en Confucio) para conciliar la política autoritaria y la prosperidad capitalista. En cierta ocasión, Karl Marx advirtió a sus seguidores acérrimos que él no era marxista. Con más razón podría afirmarse que Confucio no era ciertamente un confuciano. El confucianismo imperial simplemente adoptó del Maestro aquellas afirmaciones que prescribían la sumisión a la autoridad establecida, ignorando oportunamente los conceptos más esenciales, como los preceptos sobre la justicia social, la disensión política y la obligación moral de los intelectuales de criticar a los gobernantes (incluso a riesgo de su vida), cuando éste abusaba de su poder o cuando oprimía al pueblo.

Como consecuencia de estas manipulaciones ideológicas, en la época contemporánea muchos chinos cultos y de espíritu progresista llegaron a asociar espontáneamente el mismo nombre de Confucio a la tiranía feudal; su doctrina se convirtió en sinónimo de oscurantismo y opresión. Todos los grandes movimientos revolucionarios de la China del siglo XX han sido firmemente anticonfucianos, y no es difícil simpatizar con ellos. De hecho, si se me permite invocar aquí una experiencia personal, todavía recuerdo la decepción manifestada por varios amigos chinos al enterarse de que estaba traduciendo las Analectas de Confucio: se preguntaban cómo podía haber caído repentinamente en esa especie de regresión intelectual y política.

Realmente no siento la necesidad de justificar la orientación que he tomado en mi trabajo. Pero sería muy fácil brindar dicha justificación por una razón obvia: a lo largo de la Historia ningún otro libro ha ejercido tanta influencia sobre tal número de personas y a lo largo de tanto tiempo como esta pequeña obra. Su afirmación de la ética humanista y de la fraternidad universal del ser humano ha inspirado a todos los países del Este asiático y se ha convertido en el fundamento espiritual de la civilización más populosa y antigua de la Tierra. Si no leemos esta obra, si no apreciamos cómo fue entendida en cada época (y también malentendida), cómo fue utilizada (y también se abusó de ella), en una palabra, si la ignoramos, estamos perdiendo la clave más importante y única que puede hacernos acceder al mundo chino.

Y cualquiera que permanezca ignorante de esta civilización, al final sólo puede alcanzar una comprensión limitada de la experiencia humana. Esta única consideración bastaría para justificar nuestro interés en Confucio, aun cuando hubiera tenido el carácter tan desagradable con el que muchos e importantes intelectuales chinos llegaron a describirlo a principios de este siglo. No me corresponde a mí decir si lo tuvo o no. Confucio puede hablar por sí mismo; y lo maravilloso es justamente que, después de veinticinco siglos, a veces parece que está abordando directamente los mismos problemas de nuestro tiempo y de nuestra sociedad.

Pero esta modernidad de Confucio es un aspecto que quizá, y paradójicamente, los lectores no chinos se hallen en una mejor posición de apreciar. La única ventaja que podemos sacar de nuestra condición de extranjeros ignorantes es precisamente la posibilidad de considerar esta obra como una especie de inocencia imparcial, como si fuera una obra reciente totalmente nueva. Esa inocencia le es negada a los lectores nativos. Para ellos, las Analectas es el clásico por excelencia. Y antes de seguir, deberíamos considerar brevemente lo que significa el concepto de «clásico».

La naturaleza de un clásico

Un clásico es esencialmente un texto abierto, en el sentido de que conduce constantemente a nuevos desarrollos, nuevos comentarios y diferentes interpretaciones. Con el paso del tiempo, estos comentarios, interpretaciones y glosas forman una serie de capas, depósitos, acrecentamientos y aluviones que se acumulan, aumentan, y se superponen unos sobre otros, como las arenas y los sedimentos de un río de aluvión cuyo cauce ha sido obstruido. Un clásico permite incontables usos y abusos, comprensiones y malentendidos; es un texto que continúa creciendo —puede ser deformado y enriquecido—, pero retiene una identidad esencial, aunque no pueda ya recuperarse plenamente su forma original. En cierta entrevista, Jorge Luis Borges dijo: «Los lectores crean de nuevo los libros que leen. Shakespeare es hoy día más rico que cuando él escribía. Cervantes también. Cervantes fue enriquecido por Unamuno. Shakespeare fue enriquecido por Coleridge y Bradley. Así es como crece un escritor. Tras su muerte, continúa desarrollándose en la mente de sus lectores. Y la Biblia, por ejemplo, hoy día es más rica que cuando se escribieron sus diversas partes. Un libro se beneficia del paso del tiempo. Todo puede beneficiarlo. Incluso los malentendidos pueden ayudar a un autor. Todo ayuda, incluso la ignorancia o el descuido de los lectores. Después de haber leído un libro, se puede retener una impresión inexacta del mismo, pero esto significa que ha sido modificado en la memoria. A mí me sucede esto con frecuencia. ¡Caramba!, no sé si me atrevo a confesarlo, pero siempre que cito a Shakespeare, ¡me doy cuenta que lo he mejorado!».

En cierto sentido (si se me permite utilizar una imagen trivial), la forma en que cada afirmación de un clásico puede reunir los comentarios de la posteridad puede compararse con las perchas de la pared de un vestidor. Los sucesivos usuarios del vestidor llegan uno tras otro a colgar sus sombreros, abrigos, paraguas, bolsos o cualquier cosa; lo que cuelga aumenta de una forma pesada, colorida y diversificada, hasta que las perchas desaparecen totalmente bajo esa carga. Para el lector nativo, el clásico es intrincado y está abarrotado, es un lugar lleno de personas, voces, cosas y recuerdos que vibran con ecos. Para el lector extranjero, por el contrario, el clásico presenta a menudo el aspecto desamparado del vestidor cuando todo el mundo se ha ido: una habitación vacía con simples filas de perchas solitarias en una pared desnuda, y esta extrema austeridad, esta simplicidad desconcertante y severa es la causante, en parte, de la impresión paradójica de modernidad, que es la que probablemente tendrá.

Las Analectas y los Evangelios

Las Analectas constituyen el único texto en el que puede encontrarse al Confucio real y vivo. En este sentido, las Analectas son a Confucio lo que los Evangelios son a Jesús. El texto, que consiste en una serie discontinua de afirmaciones breves, diálogos y anécdotas cortas, fue recopilado por dos generaciones sucesivas de discípulos (discípulos y discípulos de éstos), a lo largo de unos 75 años tras la muerte de Confucio, lo cual significa que la recopilación fue probablemente completada un poco antes, o alrededor, del año 400 a. de C. El texto es como un edredón multicolor hecho de piezas: son fragmentos que han sido cosidos juntos por diferentes manos, con una habilidad desigual, por lo que a veces existen algunas repeticiones, interpolaciones y contradicciones; hay algunos enigmas e innumerables grietas; pero en conjunto, se dan muy pocos anacronismos estilísticos: el lenguaje y la sintaxis de la mayoría de los fragmentos son coherentes y pertenecen al mismo periodo[2]. En un punto esencial, la comparación con los Evangelios es especialmente esclarecedora. Los problemas que presentan los mismos textos han llevado a algunos investigadores contemporáneos a cuestionar su credibilidad, e incluso a dudar de la existencia histórica de Cristo. Estos estudios han provocado recientemente una curiosa reacción, sobre todo, por proceder de alguien inesperado: Julien Gracq —viejo y prestigioso novelista que estuvo muy cercano al movimiento surrealista—, hizo un comentario de lo más sorprendente por proceder de un agnóstico. En una reciente obra de ensayos[3], Gracq reconocía en primer lugar el impresionante conocimiento de uno de estos investigadores (a cuyas conferencias había acudido en su juventud), así como la devastadora lógica de su razonamiento; pero confesaba que, al final, él seguía con la misma objeción esencial: a pesar de toda su formidable erudición, el estudioso en cuestión sencillamente «no tenía oídos», no podía oír lo que era tan obvio para cualquier lector sensible: el hecho de que subyace a todos los textos de los Evangelios una poderosa unidad de estilo de gran maestría, que procede de una voz única e inimitable; existe la presencia de una personalidad singular y excepcional, cuyas expresiones son tan originales y audaces que podrían calificarse positivamente de osadas. Ahora bien, si se niega la existencia de Jesús, se deben transferir todos estos atributos a algún escritor oscuro y anónimo, que habría poseído el improbable genio de inventar dicho personaje o, lo que es aún más inverosímil, habría que transferir esta prodigiosa capacidad de invención a todo un comité de escritores. Y Gracq llegaba a la siguiente conclusión: al final, si los investigadores contemporáneos, los clérigos de mentalidad progresiva y el dócil público se rinden ante toda esta erosión crítica de las Escrituras, el último grupo de defensores que mantendrá con obstinación que existe un Jesús vivo en el núcleo central de los Evangelios estará formado por artistas y escritores creativos, para los que las pruebas psicológicas del estilo tienen mucho más peso que los simples argumentos filológicos.

¿Quién fue Confucio?

Habiendo señalado por qué y cómo un novelista podía percibir un aspecto esencial de los Evangelios que un erudito no había podido captar, ha llegado el momento de volver a Confucio: naturalmente, no hay necesidad de defender su existencia histórica, puesto que nunca fue puesta en cuestión, pero cualquier lector de las Analectas debería ciertamente desarrollar ese tipo de sensibilidad que mostró Gracq en su lectura de los Evangelios y sintonizar igualmente con la voz singular de Confucio. La fuerte y compleja individualidad del Maestro constituye la verdadera espina dorsal del libro y define su unidad. Elias Canetti (al que volveré posteriormente) lo resumió claramente: «Las Analectas de Confucio constituyen el retrato intelectual y espiritual más antiguo y completo de un hombre. Nos sorprende como si fuera un libro moderno».

La historiografía tradicional nos dice que Confucio nació en el año 551 y murió en el 479 a. de C. (estas fechas pueden no ser exactas, pero las investigaciones actuales no tienen nada mejor que ofrecer).

El culto oficial confuciano ha creado a lo largo de los siglos una imagen convencional del Maestro y, como consecuencia, muchas personas han tendido a imaginarlo como un viejo y solemne predicador, siempre formal, pomposo y ligeramente aburrido; como uno de esos hombres que «llevan la moderación demasiado lejos». Como contraste refrescante a estos estereotipos generalizados, las Analectas revelan un Confucio lleno de vida que sorprende constantemente. En uno de los pasajes, por ejemplo, el Maestro ofrece un autorretrato insólito: el gobernador de cierta ciudad había preguntado a uno de sus discípulos qué clase de hombre era Confucio, y como no supo qué responder, provocó la reacción del mismo Confucio: «¿Por qué no le dijiste simplemente que Confucio es un hombre tan apasionado y entusiasta que a menudo se olvida de comer y pierde la conciencia de la llegada de la vejez?».

Es revelador ese Confucio que escogió el entusiasmo como el principal aspecto que definía su carácter, y esto se confirma en otros episodios y afirmaciones de las Analectas. Por ejemplo, después de haber escuchado Confucio un raro fragmento de música antigua, se nos dice que la emoción se apoderó de él por sorpresa; «durante tres meses, olvidó el gusto de la carne». En otras muchas partes afirmaba que ese amor y éxtasis eran formas superiores del conocimiento. En diversas ocasiones podía también incomodar y sobresaltar a su entorno. Cuando su querido discípulo Yan Hui murió prematuramente, Confucio quedó destrozado; su duelo fue salvaje, gritaba con una violencia que sorprendía a las personas que lo rodeaban; éstas lo criticaron afirmando que una reacción tan excesiva no era apropiada para un sabio, y la crítica fue rechazada por Confucio con indignación.

En contraste con la imagen idealizada del erudito tradicional, frágil y delicado, que vive en medio de libros, las Analectas muestran que Confucio era aficionado a las actividades externas: era un consumado deportista, experto en el manejo de caballos, practicaba el tiro con arco y era aficionado a la caza y a la pesca. Era también un audaz e incansable viajero en una época en la que los viajes eran una aventura difícil y arriesgada; constantemente se desplazaba de un país a otro (la China preimperial era un mosaico de estados autónomos, en los que se hablaban dialectos diferentes, aunque compartían una cultura común; situación comparable de algún modo con la de la Europa de la Edad Moderna). A veces, se vio sometido a grandes peligros físicos, y escapó por poco a emboscadas preparadas por sus enemigos políticos. En cierta ocasión, desesperado por su falta de éxito en el intento de transformar el mundo civilizado conforme a sus principios, contempló la posibilidad de marcharse y establecerse entre los bárbaros. En otra ocasión, barajó la idea de navegar mar adentro en una balsa, tal como se solía hacer en su época en los viajes oceánicos. (Por cierto, este osado plan les resultaría infinitamente incomprensible a los eruditos menos aventurados de las épocas posteriores).

Confucio fue un hombre de acción —audaz y heroico—, pero también fue esencialmente una figura trágica. Y esto no ha sido tal vez suficientemente percibido.

El error fundamental que se ha desarrollado con respecto a Confucio se resume en la etiqueta con la que la China imperial empezó a venerarlo y, al mismo tiempo, a neutralizar el potencial originalmente subversivo que contenía su mensaje político. Durante 2000 años, Confucio fue canonizado como el Primer Maestro Supremo (su fecha de nacimiento —28 de septiembre— todavía se celebra en China como el Día de los Maestros). Ésta es una cruel ironía. Por supuesto, Confucio dedicó mucha atención a la educación, pero nunca consideró que la enseñanza fuera su primera y verdadera vocación. Su verdadera vocación fue la política, y durante toda su vida conservó una fe mística en su misión política.

Confucio vivió en una época de transición histórica, en una época de aguda crisis cultural. En un aspecto fundamental, existe una cierta similitud entre su época y la nuestra: él estaba siendo testigo del colapso de una civilización, veía cómo se hundía su mundo en la violencia y en la barbarie. Quinientos años antes se había establecido un orden feudal universal que había unificado todo el mundo civilizado. Ésa había sido la hazaña de unos de los mayores héroes culturales de China, el Duque de Zhou. Pero en los tiempos de Confucio, la tradición Zhou ya no era operativa, y el mundo Zhou se estaba desmoronando. Confucio creía que el Cielo lo había escogido para convertirse en el heredero espiritual del Duque de Zhou, y que era él quien debía revivir su gran proyecto, restaurando el orden del mundo basándose una nueva ética y salvando a toda la civilización.

Las Analectas están impregnadas de la inquebrantable creencia que Confucio tenía en su misión celestial. Constantemente se preparaba para ella y, de hecho, el reclutamiento y formación de sus discípulos formaban parte de su plan político. Pasó prácticamente toda su vida viajando de un estado a otro, con la esperanza de encontrar a un gobernante ilustrado que le diera por fin una oportunidad y lo emplease a él y a su equipo: que le confiase un territorio, aunque fuera pequeño, en el que pudiera establecer un modelo de gobierno. Pero todos sus esfuerzos fueron en vano. El problema no consistía en que él fuese políticamente ineficaz o poco práctico, sino todo lo contrario. Sus mejores discípulos poseían competencias y talentos superiores y formaban alrededor de él una especie de gabinete en la sombra: había un especialista en asuntos exteriores y diplomacia, había expertos en economía, administración y defensa. Con un equipo así, Confucio representaba un formidable desafío para las autoridades establecidas: duques y príncipes se sentían incapaces de actuar según sus pautas, y sus respectivos ministros sabían que si Confucio y sus discípulos conseguían introducirse en la corte, ellos se quedarían muy pronto sin empleo. Confucio era habitualmente recibido con mucho respeto y mucha cortesía al principio allí donde iba; sin embargo, en la práctica, no sólo no encontró ninguna apertura política, sino que las camarillas le obligaban después a irse. Incluso, a veces, se desarrollaba rápidamente una hostilidad local y, literalmente, tenía que huir para salvar la vida. Al principio de su carrera, Confucio ocupó brevemente un cargo de rango inferior; después de eso, ya nunca en su vida ocupó ningún cargo oficial.

Desde este punto de vista, puede afirmarse realmente que la carrera de Confucio fue un total y colosal fracaso. Una posteridad formada por admiradores y discípulos fue reacia a contemplar esta dura realidad. El fracaso humillante de un líder espiritual es siempre una paradoja de lo más perturbadora que difícilmente puede afrontar la fe ordinaria. (Consideremos de nuevo el caso de Jesús: fue necesario el paso de 300 años para que los cristianos fuesen capaces de afrontar la imagen de la cruz)[4].

Así pues, la trágica realidad de Confucio como político fracasado fue sustituida por el mito glorioso de Confucio el Maestro Supremo.

La política de Confucio

Como acabo de señalar, la política fue el primer y principal interés de Confucio; pero, en general, esto también puede aplicarse a la antigua filosofía china. En su conjunto (con la única excepción sublime del taoísta Zhuang Zi), el pensamiento primitivo chino giró esencialmente alrededor de dos cuestiones: la armonía del universo y la armonía de la sociedad, en otras palabras, la cosmología y la política.

La vida eremítica puede ser tentadora para un sabio; pero, puesto que no somos pájaros ni mamíferos, no podemos escaparnos y vivir entre ellos. Tenemos que asociarnos con nuestros semejantes. Y cuando el mundo pierde la Vía, el sabio tiene el deber moral de reformar la sociedad y volverla a encauzar.

La política es una extensión de la ética[5]: «El gobierno es sinónimo de rectitud. Si el rey es recto, ¿cómo podría atreverse nadie a ser deshonesto?». El gobierno es de los hombres, no de las leyes (hasta hoy día, esto sigue siendo una de las grietas más peligrosas de la tradición política china). Confucio desconfiaba profundamente de las leyes: las leyes invitan a las personas a volverse tramposas, y sacan lo peor de ellas. La verdadera cohesión de una sociedad se asegura, no mediante normas legales, sino a través la observancia del ritual. La importancia central de los ritos en el orden confuciano puede parecer al principio desconcertante para algunos lectores occidentales (que evocan en su mente pintorescas imágenes de caballeros orientales sonriendo e inclinándose incesantemente unos ante otros), pero la rareza es meramente semántica; basta con sustituir simplemente la palabra «rito» por conceptos como «costumbres», «usos civilizados», «convenciones morales», o incluso «decencia ordinaria», e inmediatamente se da uno cuenta de que los valores confucianos están extraordinariamente cercanos a los principios de la filosofía política que el mundo occidental heredó de la Ilustración. Montesquieu en particular (que, paradójicamente, no compartió la euforia china de su época, ya que detectó un despiadado despotismo en la práctica política de la China del siglo XVIII) desarrolló conceptos que, sin saberlo, recuperaba los puntos de vista de Confucio de que es preferible un gobierno de ritos que un gobierno de leyes; Montesquieu consideraba que un aumento de la actividad legislativa no era un signo de civilización, sino que, por el contrario, indicaba una crisis de la moral social. Su famosa afirmación de que «Quand un peuple a de bonnes moeurs, les lois deviennent simples» [«Cuando un pueblo tiene buenas costumbres, las leyes se vuelven simples»] podría haber sido sacada directamente de las Analectas.

Según Confucio, un rey gobierna por su fuerza moral. Si no puede establecer un ejemplo moral, si no puede mantener y promover rituales y música (los dos hitos de la civilización), pierde el derecho a la lealtad de sus ministros y a la confianza del pueblo. El pilar esencial del Estado es la confianza del pueblo en sus gobernantes: si se pierde esta confianza, el país está sentenciado.

Confucio decía con frecuencia que bastaba con que un gobernante lo emplease, para poder realizar muchas cosas en un año y lograrlo todo en tres. Un día, un discípulo le preguntó: «Si un rey fuese a confiarte un territorio que pudieras gobernar conforme a tus ideas, ¿qué es lo primero que harías?». Confucio respondió: «Mi primera tarea sería sin duda rectificar los nombres». Al oír esto, el discípulo quedó intrigado: «¿Rectificar los nombres? ¿Y ésa sería tu primera prioridad? ¿Estás bromeando?» (Chesterton u Orwell, sin embargo, habrían entendido y aprobado inmediatamente la idea). Confucio tuvo que explicar: «Si los nombres no son correctos, si no están a la altura de las realidades, el lenguaje no tiene objeto. Si el lenguaje no tiene objeto, la acción se vuelve imposible y, por ello, todos los asuntos humanos se desintegran y su gobierno se vuelve sin sentido e imposible. De aquí que la primera tarea de un verdadero estadista sea rectificar los nombres».

Y esto es, de hecho, lo que Confucio mismo emprendió. Se pueden leer las Analectas como un intento de volver a definir el verdadero sentido de una serie de conceptos claves. Bajo la apariencia de restaurar su pleno significado, Confucio realmente inyectó un nuevo contenido a los viejos «nombres». Daré aquí simplemente un ejemplo, pero que tiene una importancia fundamental: el concepto de «caballero» (junzi, el hombre ideal de Confucio). Originalmente significaba aristócrata, miembro de la elite social: uno no podía convertirse en un caballero, sólo podía haber nacido caballero. Para Confucio, por el contrario, el «caballero» es miembro de la elite moral. Es una cualidad ética, lograda mediante la práctica de la virtud y fortalecida a través de la educación. Todo hombre debería esforzarse por conseguirla, aunque pocos lo logran. Un aristócrata que es inmoral e inculto (los dos conceptos de moral y educación son sinónimos) no es un caballero, mientras que cualquier hombre ordinario puede alcanzar la condición de caballero si demuestra estar moralmente cualificado para ello. Como sólo los caballeros son aptos para gobernar, la autoridad política debe basarse sólo en criterios de logro moral y de competencia intelectual. En consecuencia, en cualquier orden apropiado, ni el nacimiento ni el dinero deben asegurar el poder. La autoridad política debe pertenecer exclusivamente a aquellos que pueden demostrar estar cualificados moral e intelectualmente.

Este punto de vista tenía que tener consecuencias revolucionarias: fue el singular golpe ideológico totalmente devastador cuya consecuencia fue destruir el sistema feudal y socavar el poder de la aristocracia hereditaria; esto condujo después al establecimiento del imperio burocrático: el gobierno de los intelectuales. Durante más de 2000 años, el Imperio estuvo gobernado por la elite intelectual; para tener acceso al poder político había que competir con éxito en los exámenes del funcionariado, que estaban abiertos a todos. Hasta la Edad Moderna, fue sin duda el sistema de gobierno más abierto, flexible, justo y sofisticado conocido en la Historia (es el mismo sistema que iba a impresionar e inspirar a los filósofos europeos del siglo XVIII).

Confucio y la educación

A menudo se señala que las sociedades más dinámicas y con más éxito del Este y Sudeste asiático (Japón, Corea, Taiwan, Hong Kong y Singapur) comparten una cultura confuciana común. ¿Habría por ello que llegar a la conclusión de que las Analectas podrían realmente proporcionar una fórmula secreta que posibilitaría en todas partes inyectar energía a las economías que flaquean y movilizar y motivar a una ciudadanía apática?

La prosperidad de un Estado moderno es un fenómeno complejo que difícilmente puede ser atribuido a un único factor. Sin embargo, existe sin duda un rasgo común que caracteriza a las diversas sociedades «confucianas», pero hay que señalar que este mismo rasgo puede encontrarse en otros grupos sociales o étnicos (por ejemplo, en ciertas comunidades judías del mundo occidental) que son igualmente creativos y prósperos, pero que no tienen conexión alguna con la tradición confuciana. Este rasgo común es la extraordinaria importancia que todas estas sociedades atribuyen a la educación. Cualquier gobierno, cualquier comunidad o cualquier familia dispuesta a invertir en la educación tan considerable proporción de su energía y recursos podrían alcanzar beneficios culturales, sociales y económicos comparables a los que logran actualmente estos Estados «confucianos» de Asia que prosperan, o por algunas dinámicas y ricas minorías inmigrantes del mundo occidental.

Al afirmar que el gobierno y la administración del Estado debe confiarse exclusivamente a la elite moral e intelectual de los «caballeros», Confucio estableció un vínculo duradero y decisivo entre la educación y el poder político: sólo aquélla puede proporcionar acceso a éste. En la Edad Contemporánea, incluso después de la eliminación del sistema de exámenes para el funcionariado y la caída del imperio y, a pesar de que la educación dejó de ser la clave de la autoridad política —que en esta nueva situación pasaría probablemente a ser el cañón—, el prestigio atribuido tradicionalmente a la cultura continuó sobreviviendo en la mentalidad de las sociedades confucianas: el hombre educado, por pobre y desvalido que sea, todavía inspiraba más respeto que el rico o el poderoso.

La educación confuciana estaba abierta a todos sin ninguna discriminación: a ricos y pobres, a nobles y plebeyos. Su objetivo era principalmente moral; el logro intelectual era el único medio para cultivarse éticamente. Existía una creencia optimista en el omnipresente poder de la educación: se presuponía que una conducta equivocada procedía de una falta de comprensión, de una carencia de conocimientos; sólo con que pudiera enseñarse al delincuente y hacerle percibir la naturaleza errónea de sus acciones, éste enmendaría de forma natural su proceder. (El concepto maoísta de «reeducación» que llegó a generar los excesos terribles del periodo de la «Revolución Cultural» fue, de hecho, uno de los muchos resurgimientos inconscientes de la mentalidad confuciana, que, paradójicamente, impregnaba la subestructura psicológica del maoísmo).

Pero lo más importante es que la educación confuciana era humanista y universalista. Como decía el Maestro: «Un caballero no es una vasija» (o también: «Un caballero no es una herramienta»), queriendo decir que su capacidad no tenía un límite específico, ni su utilidad una aplicación limitada. Lo importante no es la información técnica acumulada ni la profesionalidad especializada, sino el desarrollo de la propia humanidad. La educación no tiene que ver con tener, sino con ser.

Confucio rechazó con rudeza a un estudiante que le hizo una pregunta de agronomía: «¡Es mejor que preguntes a un viejo campesino!». Por esta razón, con frecuencia se ha afirmado actualmente que el confucianismo inhibió el desarrollo de la ciencia y de la tecnología en China. Pero no existen fundamentos reales para dicha acusación. Simplemente, y en estos asuntos, los intereses de Confucio se centraron en la educación y en la cultura, y no en el entrenamiento y la técnica, que son temas completamente distintos, y es difícil llegar a saber cómo pueden abordarse estos temas de una forma diferente, tanto en la época de Confucio como en la nuestra. (El famoso concepto de C. P. Snow de las «Dos Culturas» se basó en una falacia fundamental: él ignoraba que, lo mismo que la misma humanidad, la cultura sólo puede ser una por propia definición. No dudo de que un científico pueda estar más cultivado que un filósofo, un latinista o un historiador —y probablemente debería estarlo—, pero, si lo está, será porque lee filosofía, latín e historia en sus momentos de ocio).

Los silencios de Confucio

En el corto ensayo que escribió sobre Confucio, Elias Canetti (al que cité anteriormente) resaltó algo que se le ha pasado por alto a la mayoría de los estudiosos[6]. Señaló que las Analectas constituyen una obra cuya importancia no reside sólo en lo que dice, sino también en lo que no dice. Esta observación es iluminadora. Sin duda, las Analectas hace un señalado uso de lo no dicho, lo cual es también un recurso característico del espíritu chino; más adelante encontraría sus aplicaciones más expresivas en el campo estético: el uso de los silencios en la música, el del vacío en la pintura y en los espacios sin nada de la arquitectura.

Confucio desconfiaba de la elocuencia; despreciaba a las personas muy habladoras y odiaba los juegos de palabra ingeniosos. Para él, parecía que la lengua afilada debía reflejar una mente superficial; a medida que la reflexión se hace más profunda, se desarrolla el silencio. Confucio advirtió que su discípulo favorito solía decir tan poco que a veces los demás se habrían preguntado si no era necio. A otro discípulo que le había preguntado sobre la virtud suprema de la humanidad, Confucio le respondió de una forma típica: «Quien posee la suprema virtud de la humanidad es reticente a hablar».

Lo esencial está más allá de las palabras: todo lo que puede ser dicho es superfluo. Por ello un discípulo señaló: «Podemos oír y juntar las enseñanzas de nuestro Maestro en lo que respecta al conocimiento y la cultura, pero es imposible hacerle hablar sobre la naturaleza esencial de las cosas o sobre la voluntad del Cielo[7]». Este silencio no reflejaba indiferencia ni escepticismo respecto a la voluntad del cielo. De hecho, conocemos muchos pasajes de las Analectas que Confucio consideró como la guía suprema de su vida; pero él habría suscrito la famosa conclusión de Wittgenstein: «De lo que uno no puede hablar, es mejor callarse». No negaba la realidad de lo que está más allá de las palabras, simplemente ponía en guardia contra la locura de intentar alcanzarla con palabras. Su silencio era una afirmación: existe una realidad de la que no podemos decir nada.

Los silencios de Confucio se producían fundamentalmente cuando sus interlocutores intentaban llevarlo a la cuestión del más allá. Esa actitud ha inducido a menudo a los comentaristas a llegar a la conclusión de que Confucio era agnóstico. Esta conclusión me parece superficial. Consideremos este famoso pasaje: «Zilu preguntó sobre la muerte. El Maestro respondió: “¿Si no conoces la vida, cómo puedes conocer la muerte?”». Canetti añadió el siguiente comentario: «No conozco a ningún sabio que haya tomado más en serio la muerte que Confucio». La negativa a responder no es una forma de evadir el tema, sino que, por el contrario, es la afirmación más poderosa, puesto que las preguntas sobre la muerte siempre se refieren, de hecho, a un tiempo más allá de la muerte. Cualquier respuesta salta por encima de la muerte, haciendo desaparecer tanto ésta como su imposibilidad de comprenderla. Si existe algo después, lo mismo que si existe algo antes, entonces la muerte pierde parte de su peso. Confucio se niega a jugar con este inútil juego de manos.

Al igual que el espacio vacío en la pintura, que concentra e irradia toda la energía interna del cuadro, el silencio de Confucio no es una retirada ni una huida; conduce a un compromiso inmediato y más profundo con la vida y la realidad. Cerca ya del fin de su carrera, Confucio dijo un día a sus discípulos: «Ya no quiero hablar más». Los discípulos quedaron perplejos: «¿Pero Maestro, si no hablas, cómo podremos, pobres de nosotros, ser capaces de transmitir ninguna enseñanza?». Confucio respondió: «¿Acaso habla el Cielo? Sin embargo, las cuatro estaciones siguen su curso y las cien criaturas continúan naciendo. ¿Acaso habla el Cielo?».

Sin duda ya he hablado demasiado.