La prueba más dura
¡Vuelve! —chilló Iván, y el fuelle se hinchó de manera extraña cuando la forma corpórea de Rufo empezó a tomar forma una vez más, cuando los vapores empezaron a solidificarse.
—¡Ooh! —gimió Pikel, que corría a lo loco por las salas. Cadderly chocó primero, lanzando todo su peso contra la barricada que habían puesto para bloquear la entrada. No la movió demasiado, pero redujo su integridad, y cuando Iván y Pikel impactaron, todo, Cadderly incluido, salió volando. El joven clérigo sacudió la cabeza, por la asombrosa potencia de los enanos y para quitarse el mareo de encima. Recogió la varita, y los siguió de cerca.
Los enanos salieron a la luz del sol. El dedo de Pikel ya no estaba sobre el agujero del fuelle, pero no importaba, pues Rufo ya no era gaseoso. El cuero se hinchó y se rompió cuando unas garras rasgaron el fuelle.
Los enanos corrieron, arrastrando el peso, llevando a Rufo lo más lejos posible de la sombría biblioteca, su fuente de poder. Pasaron bajo las sombras de los árboles, hacia un campo soleado.
Rufo se liberó y arañó el suelo. Los dos enanos cayeron y acabaron sentados, sosteniendo los mangos rotos del fuelle.
Con algún esfuerzo, el vampiro se enderezó, maldiciendo el sol, cubriéndose los ojos con el brazo por temor a la resplandeciente luz. Cadderly se plantó ante Kierkan Rufo, mostraba el símbolo sagrado. El joven clérigo, fuera del edificio profanado, sintió a su dios con fuerza. Rufo también sintió a Deneir, las palabras de Cadderly resonaban con dolor en su mente.
Rufo se encaminó hacia la biblioteca, pero Cadderly se movió para interceptarlo, su resplandeciente símbolo sagrado bloqueó el camino.
—No escaparás —dijo el joven clérigo con firmeza—. ¡Has hecho tu elección, y has escogido mal!
—¿Qué sabes tú? —se burló el vampiro. Rufo se enderezó, desafiaba al sol, a Cadderly y a su dios. Sintió el tumultuoso vórtice que era la maldición del caos en su interior, del Tuanta Quiro Miancay, el Horror Más Sombrío. Era una poción del Abismo, de los planos más profundos.
Incluso bajo la luz del sol, vapuleado como estaba por el combate, con el brazo colgando, Rufo se mantuvo firme. Cadderly lo veía, lo sentía.
—Te expulso —dijo la personificación del Tuanta Quiro Miancay. Las palabras se filtraron a través de la mente de Cadderly, profanando barreras, maldiciendo el río que era la canción de su dios. Cadderly se dio cuenta de que Rufo hablaba con Deneir, no con él. Rufo había afirmado que su elección era correcta, que su poder era real y tangible; y lo había hecho ante Deneir, ¡ante un dios!
»Nos dominan, Cadderly —agregó el vampiro, el tono tranquilo mostraba confianza y rebeldía—. Guardan secretos, los cubren con flores bonitas y amaneceres, aderezos mezquinos que nos satisfacen y tras los cuales esconden la verdad.
Ahora, al ver al vampiro más erguido de lo que Kierkan Rufo estuvo en su vida, estuvo a punto de creer que Rufo había encontrado la verdad. También le parecía que se había formado una concha protectora alrededor de Rufo, un forro oscuro para combatir la abrasadora luz del sol. ¡Qué fuerte se había vuelto! El vampiro prosiguió y Cadderly cerró los ojos, el brazo que sujetaba el símbolo sagrado fue bajando inevitablemente. El joven clérigo no distinguía ninguna de las palabras, sólo percibía el zumbido, las cautivantes vibraciones, en la profundidad de su alma.
—¿Bien? —oyó la brusca pregunta. Cadderly abrió los ojos para ver a Iván y Pikel, sentados uno junto al otro en la hierba, con los mangos en las manos y observando la confrontación.
Bien, pensó el joven clérigo. Posó la mirada en los ojos negros de su adversario.
—Niego a Deneir —dijo Rufo con tranquilidad.
—Escoges mal —respondió Cadderly.
Rufo empezó a sisear una respuesta, pero Cadderly congeló las palabras en la garganta del vampiro, al levantar de nuevo el símbolo, el ojo sobre la vela encendida. La luz del sol brilló en el emblema, elevó su gloria y su fuerza.
Ante la fuerza de aquel brillo revelador, la coraza oscura de Rufo se fundió, y de pronto el vampiro no parecía tan poderoso, más bien algo miserable, un hombre arruinado, que había escogido el camino equivocado y que había caído a las profundidades de la desesperación.
Rufo siseó y arañó el aire. Extendió la mano hacia el símbolo sagrado, lo quería tapar como había hecho en el interior, pero esta vez de la piel de su huesuda mano brotaron llamas y la apartó, quedando sólo el hueso blanquecino. Soltó un gemido agónico. Se volvió hacia la biblioteca, pero Cadderly lo alcanzó, manteniendo el símbolo en su cara. Y empezó a cantar las melodías de su dios, una tonada que Kierkan Rufo no resistiría. Dentro de la biblioteca Rufo tenía ventaja, pero en el exterior, bajo la luz del sol, la canción de Deneir sonaba con fuerza en la mente de Cadderly, y se abrió a la verdad de su dios.
Rufo no resistiría la luz de esa verdad.
—¡Oh! —murmuraron Iván y Pikel a la vez, mientras Rufo caía al suelo. Cadderly presionó, cantando con todo su corazón. Rufo rodó y arañó el suelo para escapar, como un animal desesperado; pero Cadderly se situó frente a él, acorralándolo, obligándolo a ver la verdad.
Unos sonidos horribles escaparon de la boca del vampiro. Pero se las arregló para ponerse en pie, y miró el brillante símbolo sagrado en un último acto de desafío.
Puso los ojos en blanco, y se le hundieron en el cráneo, y a través de las cuencas humeó la niebla roja de la maldición del caos. Rufo abrió la boca para gritar, y por ahí, también, surgió el humo, obligado a salir de su cuerpo, para no causar más dolor.
Cuando Rufo se desplomó en el suelo, no era más que una vacía carcasa humeante, su cuerpo mortal, un alma perdida.
Cadderly, también, estuvo a punto de desplomarse, por el esfuerzo y por el peso de la inexorable realidad que descendió sobre él. Miró de reojo hacia la achaparrada biblioteca. Pensó en todas las pérdidas de las que había sido testigo, las pérdidas para la orden, de sus amigos, de Dorigen. La de Danica.
Iván y Pikel se acercaron a él de inmediato, sabiendo que necesitaría su apoyo.
—Hizo bien al escoger la muerte —remarcó Iván, al comprender que las lágrimas que anegaban los ojos de Cadderly eran sobre todo por Danica—. Mejor eso que acabar como ése —dijo el corpulento enano, mientras señalaba los restos.
—Al escoger la muerte —repitió Cadderly, aquellas palabras tocaron una fibra sensible en su interior. Se había matado, dijo Rufo. Danica escogió voluntariamente la muerte.
Pero ¿por qué Rufo no animó su cuerpo?, se preguntó Cadderly. Como hizo con todos los demás. «¿Y por qué, cuando viajé al reino de los espíritus no fui capaz de encontrar su alma o huellas de su paso?».
—Oh, dios mío —susurró el joven clérigo, y, sin una explicación, corrió hacia la esquina noroeste de la biblioteca. Los enanos cruzaron una mirada, se encogieron de hombros, y luego salieron tras él.
Cadderly corrió a lo loco, trastabilló con las raíces de los árboles y los arbustos, abriéndose paso hacia la parte trasera del edificio. Los enanos, más duchos en lo de abrirse paso, casi lo alcanzaron, pero cuando Cadderly salió a campo abierto entre la biblioteca y el mausoleo, los dejó atrás.
Chocó contra la puerta del mausoleo a toda velocidad, sin pensar que Shayleigh o Belago podrían haberla cerrado o barrado. Ésta se abrió de golpe, y él cayó de bruces, y resbaló por el suelo, arañándose los codos.
Apenas le importaron los arañazos, porque cuando miró a la izquierda, en el ataúd de piedra en el que habían depositado a Danica, vio cómo el cuerpo bajo la mortaja se enderezaba hasta sentarse. También vio cómo Shayleigh, con un aterrorizado Belago junto a ella, estaba a los pies del féretro, con la espada corta dirigida al corazón de Danica.
—¡No! —gritó Cadderly—. ¡No!
Shayleigh se lo quedó mirando, y en ese instante se preguntó si a Cadderly, también, lo había capturado la oscuridad, si venía a salvar a un muerto viviente.
—¡Está viva! —gritó el joven clérigo, arrastrándose para acercarse a la losa. Iván y Pikel entraron en ese momento, con los ojos muy abiertos y sin entender nada.
—¡Está viva! —repitió Cadderly. Shayleigh se relajó un poco cuando él llegó al féretro, apartó la mortaja de Danica y rodeó a su amada con el abrazo más fuerte que nunca compartieron.
Danica, de vuelta entre los vivos, lo devolvió con creces, ¡y el día fue más alegre!
—¿Qué ha sido de Rufo? —preguntó la elfa a los enanos.
—Je, je, je —respondió Pikel, y los dos Rebolludo se pasaron un dedo por la garganta.
Los cuatro dejaron solos a Cadderly y a Danica, esperaron fuera, bajo una luz que parecía más brillante y cálida y más viva que las primaveras anteriores. Salieron unos minutos después. La joven herida se apoyaba en el joven clérigo. Cadderly ya había utilizado los conjuros de curación para sanar a la luchadora, en particular el tobillo destrozado, pero la herida era grave y estaba infectada, e incluso con la ayuda de Cadderly, pasaría algún tiempo antes de que apoyara el pie.
—No lo capto —afirmó Iván, dirigiéndose a todos.
—Suspensión física —respondió Cadderly por Danica—. Un estadio de muerte que no lo es. Es la técnica más depurada en las enseñanzas del Gran Maestro Penpahg D’Ahn.
—¿Puedes matarte y revivir? —respingó Iván.
Danica sacudió la cabeza, sonriendo como si pensara que no lo volvería a hacer nunca más.
—En suspensión, uno no muere —explicó—. Espacié los latidos de mi corazón y la cadencia de mi respiración, el fluido de la sangre a través de mis venas, para que todos aquellos que me vieran pensaran que estaba muerta.
—De ese modo escapaste a las ansias de Kierkan Rufo —razonó Shayleigh.
—Y también se olvidó de mí —añadió Cadderly—. Por eso no la encontré en el reino espiritual. —Miró a Danica y mostró una sonrisa melancólica—. Miré en el lugar equivocado.
—Casi te he matado —dijo Shayleigh, sorprendida por el comentario, y con la mano en la empuñadura de la espada envainada.
—¡Bah! —resopló Iván—. ¡No sería la primera vez!
En ese momento prorrumpieron en carcajadas, aquellos que habían sobrevivido, olvidaron por un momento la pérdida de la biblioteca, la muerte de Dorigen y la inocencia perdida.
—Je, je, je —rió Pikel haciéndose oír por encima de todos los demás.
Al día siguiente Cadderly los llevó de vuelta a la biblioteca, buscaron a todos los vampiros que quedaban en los oscuros recovecos, y acabaron con todos los zombis que encontraron. Cuando salieron, avanzada la tarde, estaban seguros de que los dos primeros pisos estaban limpios. A la mañana siguiente, Cadderly y los demás empezaron a sacar los objetos más valiosos de la biblioteca, las obras de arte irreemplazables y los manuscritos antiguos. Danica se emocionó al ver que todos los pergaminos de Penpahg D’Ahn habían sobrevivido.
Aún se emocionó más la luchadora, y todos los demás, cuando encontraron un santuario en la oscuridad, un punto de luz que había resistido la invasión de Kierkan Rufo. El Hermano Chaunticleer usó sus cantos como una salvaguarda contra el mal, y su habitación no fue profanada. Medio famélico, con el pelo encanecido por el miedo que soportó, se desplomó en los brazos de Cadderly entre sollozos de alegría, y cuando los amigos lo escoltaron al exterior oró arrodillado durante más de una hora.
Ese mismo día, por la tarde, una hueste de ochenta soldados llegó desde Carradoon, al recibir noticias del ataque a la caravana de mercaderes. Cadderly los puso a trabajar de inmediato (excepto a un grupo de emisarios que envió a la ciudad con noticias de lo que había ocurrido y advertencias de que tuvieran cuidado ante cualquier suceso extraño), y pronto sacaron todo lo valioso de la biblioteca.
Su campamento estaba en el césped al este de la biblioteca, al fondo del prado, más cerca de los senderos que de las puertas destrozadas. Cadderly les informó de que estaban demasiado cerca, por lo que desmontaron las tiendas, reunieron los suministros y alejaron el campamento.
—¿A qué se debe esto? —preguntó Danica al joven clérigo cuando los soldados montaron el nuevo campamento. Había pasado una semana desde la muerte de Kierkan Rufo, una semana en la cual el joven clérigo recuperó fuerzas, pues había oído las palabras de Deneir.
—El edificio está arruinado —respondió Cadderly—. Ni Oghma ni Deneir entrarán nunca más.
—Tienes la intención de abandonarlo —preguntó Danica.
—Quiero destruirlo —contestó Cadderly con tono sombrío.
Danica iba a preguntarle de qué hablaba, pero la dejó atrás. Se dirigía al prado, antes de que supiera por dónde empezar. La luchadora esperó un rato antes de seguirlo. Recordaba la escena junto al Castillo de la Tríada, el perverso bastión de Aballister, después de la caída del mago. Cadderly tuvo la intención de destruir aquella oscura fortaleza, pero cambió de opinión, o descubrió que no tenía la fuerza necesaria para semejante tarea. Entonces, ¿en qué pensaba ahora?
Las nubes oscuras que se reunieron sobre el risco situado al norte de la Biblioteca Edificante alertaron al campamento de que algo dramático iba a suceder. Los soldados quisieron asegurar las tiendas, resguardar las provisiones, temían una tormenta, pero Iván, Pikel, Shayleigh y Belago comprendieron que esa furia estaba bien dirigida, y el Hermano Chaunticleer quizá mejor que todos los demás.
El grupo se encontró a Danica a unos pasos de Cadderly, en el prado que estaba delante del edificio. En silencio, sin querer alterar los importantes acontecimientos, se reunieron alrededor de ella. Nadie excepto Chaunticleer se atrevió a acercarse al joven clérigo. Observó a Cadderly y se volvió hacia los otros con una sonrisa confiada. Y aunque no tenía nada que ver con lo que le sucedía a Cadderly, empezó a cantar.
Cadderly se enderezó, levantó los brazos hacia el cielo. Él también cantaba a pleno pulmón, pero su voz apenas se oía por encima del rugir del viento y los truenos de las nubes negras, que ahora se amontonaban sobre la cumbre del risco, aproximándose hacia el edificio profanado.
Un relámpago golpeó el tejado de la biblioteca. Lo siguió un segundo, entonces irrumpió el viento, lanzando tejas, y luego vigas, hacia el sur, al otro lado de la montaña. Los rayos prendieron varios fuegos. Las nubes bajaron, parecían reunir fuerzas, entonces una tremenda racha de aire levantó un extremo del tejado y lo arrancó.
Cadderly soltó un grito con todas sus fuerzas. Era un intermediario del poder de Deneir. A través del joven clérigo, Deneir lanzó su furia, más rayos, más viento. El tejado desapareció.
Una figura solitaria (parecía que una de las gárgolas que revestían los canalones había cobrado vida) situada en el extremo del tejado, lanzaba maldiciones a Cadderly, invocando a sus dioses, habitantes de los planos inferiores.
Pero allí, Cadderly era el más fuerte, y Deneir aún más.
Un relámpago impactó en el tejado junto a Druzil, inició un fuego tremendo y lanzó al imp por los aires.
—Bene tellemara —dijo Druzil, que se arrastraba con uñas y dientes hacia las llamas, al darse cuenta de que su tiempo en aquel plano acababa. Se iría ahora o acabaría destruido. Consiguió llegar a las llamas, los relámpagos caían a su alrededor, y pronunció un conjuro. Entonces lanzó una bolsa de cenizas, que había elaborado en el laboratorio de alquimia, al fuego.
Las llamas se elevaron y danzaron, azules y luego blancas, y Druzil, después de lanzar otra maldición dirigida a Cadderly, dio un paso y desapareció.
La furia de la tormenta se intensificó, uno tras otro los rayos golpearon las paredes de piedra, destruyéndolos poco a poco. Una oscuridad, en forma de tornado, se extendió desde las nubes. Parecía el dedo de un dios, bajando hacia el edificio profanado.
Cadderly soltó un grito, parecía de dolor, pero Danica y los otros resistieron el deseo de correr hacia él, temían las consecuencias de perturbar aquello que había empezado.
La tormenta descargó toda su fuerza, y la misma tierra cobró vida, grandes olas de terreno levantaron los cimientos de la biblioteca. Primero la pared norte se pandeó, cayó hacia dentro, y, después, la principal y la trasera se vinieron abajo. Los rayos seguían cayendo; el tornado agarró los escombros y los levantó en el aire, y los lanzó, como si fueran basura, al otro lado de la montaña.
Aquello continuó durante muchos minutos, y los soldados temieron que las mismas montañas se derrumbaran. Aunque los amigos de Cadderly pensaban lo contrario. Vieron en su camarada una determinación y una gloria de la que nunca antes habían sido testigos; sabían que Cadderly estaba con Deneir, y que su dios no les haría daño.
De pronto todo acabó. Las nubes se esparcieron para que los rayos del sol brillaran. Uno cayó sobre Cadderly, delineando su figura en tonos plateados de manera que parecía más que un hombre, más que un clérigo.
Danica se acercó a él con cuidado, Shayleigh y los enanos la siguieron.
—¿Cadderly? —susurró.
Si la oyó, no dio muestras de ello.
—¿Cadderly? —preguntó en voz alta. Le dio una sacudida. Aún no había respuesta. Danica creyó que lo comprendía. Podía apreciar las emociones que debían arremolinarse en su amado, ya que acababa de destruir el único hogar que había conocido.
—Oh —murmuraron a la vez Iván y Pikel, e incluso Shayleigh.
Pero su compasión era infundada, pues Cadderly no tenía remordimientos. Seguía con su dios y veía una nueva revelación, que perturbó sus sueños durante años. Sin una explicación, se acercó a la zona quemada y llena de escombros, con los amigos a remolque. Danica continuó llamándolo, sacudiéndolo, pero no la oía.
La visión lo abarcaba todo. El joven clérigo recordó la mansión extradimensional que había creado Aballister en el Castillo de la Tríada, recordó cómo se maravilló de lo similares que eran las propiedades de la materia creada con magia.
Un punto específico le llamó la atención, un lugar plano y suave, y vacío de escombros. Ese punto se convirtió en la única cosa que veía con el ojo interior. Se dirigió hacia allí, sentía el poder de Deneir vivamente, sabía lo que tenía que hacer. Empezó a cantar de nuevo, y las notas eran muy diferentes de las que había usado para demoler la Biblioteca Edificante. Éstas eran dulces, una canción progresiva con un apogeo que parecía lejano. Cantó durante largos minutos, media hora y luego una hora.
Los soldados pensaron que estaba loco, y el Hermano Chaunticleer sacudió la cabeza, no tenía ni idea de lo que su compañero Deneirita hacía. Danica no sabía cómo reaccionar, si detener a Cadderly o esperar. Al final, decidió confiar en su amado, y esperó hasta que la hora se convirtió en dos.
Largas sombras surgían por el oeste, y Cadderly continuaba. Incluso Iván y Pikel empezaron a preguntarse si la tormenta y el terremoto habían quebrado al hombre, si lo habían reducido a un idiota balbuceante.
Aunque Danica mantuvo la fe. Esperaría a que Cadderly acabara (lo que quiera que estuviera haciendo) si era necesario durante todo el día siguiente, o más. Ella, todos ellos, le debían como mínimo eso al joven clérigo.
Como se descubrió, Danica no tuvo que esperar toda la noche. Durante los últimos instantes de la puesta de sol, la voz de Cadderly se elevó de repente.
El Hermano Chaunticleer y muchos otros corrieron hacia él, al pensar que algo grandioso estaba a punto de ocurrir.
No quedaron decepcionados. Se oyó un siseo agudo, un crujir como si el cielo se fuera a resquebrajar.
De pronto apareció, en el suelo ante Cadderly, elevándose como un árbol creciendo fuera de control. Era una torre, un pilar de piedra decorado, un arbotante. Continuó creciendo, su extremo se elevaba en el aire ante Cadderly y los asombrados espectadores.
Cadderly dejó de cantar y se desplomó, exhausto, y sus amigos lo sostuvieron. La multitud murmuró docenas de preguntas pero la más destacada fue qué era eso.
Danica hizo esa misma pregunta a Cadderly cuando acercó la cara a la de él, ante los mechones canosos que de repente mostraba su desgreñado cabello, ante las patas de gallo, las arrugas que antes no estaban ahí, y que rodeaban sus ojos.
Volvió la mirada hacia el arbotante, una porción ínfima de la catedral de la que hablaba a menudo, y luego a su amado, que había envejecido por el esfuerzo. Danica se alarmó, y la mirada serena que mostró el cansado y no tan joven clérigo consiguió aumentar la inquietud.