20

Angustia

Iván y Pikel manipularon la cuerda para bajar a Danica con cuidado. Ambos enanos tenían lágrimas en los ojos mientras lo hacían; Iván se quitó respetuosamente el casco con astas de ciervo, y Pikel hizo lo mismo con la olla.

Cuando la cuerda estuvo preparada, Cadderly apenas era capaz de llevar a Danica. La rabia cedía ante la pena, la sensación de final cuando ató la cuerda élfica bajo los brazos agarrotados de Danica. Pensó en volver al mundo espiritual en busca de ella, y lo habría hecho, si no fuera porque Shayleigh, como si leyera sus pensamientos, estaba a su lado, con la mano en el hombro.

Cuando el joven clérigo miró a la elfa, todo su cuerpo temblaba al intentar mantener la verticalidad, y comprendió que no podía gastar la energía para volver al mundo espiritual tras Danica, que las consecuencias serían demasiado peligrosas. Miró a Shayleigh y asintió, y ella se apartó, al parecer satisfecha.

Se decidió que Belago bajaría primero, para amortiguar el descenso de Danica. El alquimista, que parecía más decidido que nunca, agarró la cuerda con ambas manos y saltó sobre el alféizar. Pero hizo un alto, y le hizo señas a Iván de que se acercara.

—Tienes que conseguirlo —dijo el enano, que se acercó—. Te necesitamos… —Iván se calló a media frase, al darse cuenta de las intenciones de Belago, cuando éste extendió la mano.

—Cógelo —ofreció Belago, empujando el frasco de aceite explosivo hacia Iván—. Necesitarás todas las armas.

Tan pronto como el enano tuvo el frasco en la mano, Belago, sin vacilar, descendió deprisa hasta el suelo. El cuerpo de Danica fue el siguiente, y después Shayleigh, que necesitaba la misma ayuda.

Cadderly observó con tristeza mientras el grupo se alejaba hacia la parte trasera de la biblioteca, donde estaba el mausoleo. Belago tenía el cuerpo de Danica sobre el hombro, y aunque el peso era demasiado para el alquimista, tenía que aminorar el paso para que Shayleigh mantuviera el ritmo.

Cuando Cadderly se apartó de la ventana, descubrió a Iván y Pikel, con los cascos bajo el brazo, las cabezas gachas y las mejillas cubiertas de lágrimas.

—Iré a arreglar mi hacha —dijo el enano entre dientes, después de levantar la mirada y transformar su expresión de pena en una de rabia.

Cadderly miró el arma con escepticismo; le parecía en buen estado.

—¡Pondré algo de plata en la maldita cosa! —rugió Iván.

—No tenemos tiempo —respondió Cadderly.

—Hay una forja cerca de la cocina —replicó Iván, y Cadderly asintió, pues la había visto a menudo y hacía las veces de estufa.

Cadderly miró por la ventana. El sol de la mañana brillaba, proyectando las sombras hacia el oeste.

—Sólo tenemos un día —explicó Cadderly—. Debemos acabar la tarea antes del anochecer. Si Rufo descubre que hemos estado dentro de la biblioteca, como seguramente hará cuando sepa que destruimos a Baccio, vendrá tras nosotros con todas sus fuerzas. Preferiría enfrentarme ahora al vampiro, aunque sólo mi bastón y el garrote de Pikel…

—¡Sha-lah-lah! —dijo el enano con determinación, mientras se calaba la olla.

Cadderly asintió, incluso mostró una leve sonrisa.

—Debemos acabar con Rufo hoy —repitió.

—Pero tendremos que matarlo rápido —protestó Iván, mostrando una vez más el hacha—. Golpearlo hasta la muerte. Deprisa, o se transformará en esa niebla verde y huirá de nosotros. Tengo una forja… —Iván se calló a media frase y lanzó una mirada aviesa en dirección a Pikel—. Una forja —repitió, con malicia.

—¿Uh? —respondió Pikel de forma previsible.

—Calienta el fuego —explicó Iván.

—Necesitarás un fuego muy caliente para quemar a Rufo —terció Cadderly, al pensar que sabía adónde quería ir el enano—. Llamas mágicas que una forja no igualan.

—Sí, y si lo herimos, se transformará en nube —dijo Iván, dirigiendo el comentario hacia Pikel.

Pikel reflexionó sobre la información, intentó conectar la forja con Rufo. De pronto se le iluminó la cara, cuando los dos hermanos cruzaron sus miradas.

—Je, je, je —rieron los dos enanos.

Cadderly no lo entendió, y no estaba seguro de querer hacerlo. Los hermanos Rebolludo se mostraban confiados en su plan secreto, así que el joven clérigo lo dejó estar. Los condujo por los pasillos del segundo piso. La biblioteca estaba tranquila. Arrancaron lo que cubría todas las ventanas con las que se cruzaron, pero incluso con eso, el edificio era un lugar lóbrego.

Cadderly sacó la varita una vez más. Cada vez que descubría un área particularmente sombría, apuntaba con la varita y pronunciaba la orden Domin illu, y con un destello, la zona se volvía tan luminosa como un terreno abierto bajo el sol del mediodía.

—Si no encontramos hoy a Rufo —explicó el joven clérigo—, ¡dejaremos que salga para que descubra que hemos iluminado la oscuridad!

Iván y Pikel intercambiaron miradas comprensivas. Rufo probablemente contrarrestaría los conjuros lumínicos de Cadderly; había sido clérigo, después de todo, y conocía esa magia. El joven clérigo no iluminaba la biblioteca por razones prácticas, sino para retar al vampiro. Le lanzaba el guante, hacía todo lo que podía para cruzarle la cara a Rufo. Ni Iván ni Pikel estaban entusiasmados por enfrentarse de nuevo al poderoso vampiro, pero mientras seguían a su compañero por la biblioteca, la imagen de Baccio aún estaba clara en sus mentes, y llegaron a la conclusión de que preferirían como enemigo a Rufo antes que a Cadderly.

Los tres llegaron al primer piso, sin encontrar resistencia. Ni un solo zombi, vampiro, o cualquier otro monstruo, muerto o no, se levantó contra ellos. Ni una sola respuesta al desafío de Cadderly. Si se hubiera detenido a pensarlo, Cadderly se habría dado cuenta de que era algo bueno, un signo de que Rufo todavía no estaba enterado de que habían entrado en sus dominios. Pero los pensamientos en torno a Danica consumían al joven, su amor perdido, y quería algo, algún aliado o al mismísimo Rufo, que le bloqueara el camino. Quería golpear con todas sus fuerzas a la oscuridad que se había llevado a su amada.

Llegaron al pasillo que conducía al vestíbulo. Cadderly se encaminó en esa dirección a toda prisa, hacia las puertas principales y el ala sur, donde empezó el fuego. Allí estaba la capilla principal de la Biblioteca Edificante, el lugar en el que Rufo tendría que esforzarse más para su profanación. Quizás el joven clérigo encontraría una salvaguarda en la capilla, una base desde la que él y los enanos podrían golpear en varias direcciones. Quizás allí encontraría las claves que lo llevarían hasta el que le había quitado a Danica.

Sus pasos eran osados y rápidos, pero Iván y Pikel lo agarraron de los brazos, y ni la determinación más fuerte habría librado al joven clérigo de ese fuerte control.

—Tenemos que ir a la cocina —explicó Iván.

—No tienes tiempo para darle un baño de plata al hacha —replicó Cadderly.

—Olvídate de ella —convino Iván—. Mi hermano y yo aún tenemos que ir a la cocina.

Cadderly se sobresaltó, contrariado por todo aquello que atrasara la cacería. Aunque sabía que nada haría que Iván cambiara de idea, y asintió.

—Id deprisa —les dijo—. Nos encontraremos en el vestíbulo, o en la capilla quemada que está al lado.

Iván y Pikel cruzaron miradas de preocupación a espaldas de Cadderly. Ninguno estaba entusiasmado ante la posibilidad de dividir el ya de por sí pequeño grupo, pero Iván estaba decidido a ir hasta su forja, y sabía que no retendría a Cadderly.

—En el vestíbulo —dijo el enano con severidad—. ¡Si vas metiendo la nariz por ahí, es probable que acabe donde no debería!

Cadderly asintió y se alejó de los enanos, reanudando las decididas zancadas.

—En el vestíbulo —gritó Iván a sus espaldas, pero Cadderly no respondió.

—Vayamos rápido —le dijo Iván a su hermano mientras los dos miraban cómo el joven clérigo se alejaba—. No se detendrá en el vestíbulo.

—Uh-huh —convino Pikel, y los dos corrieron hacia la cocina.

Por lo menos Cadderly no estaba asustado. La rabia lo consumía, y la pena lo entristecía. No le importaba que Iván y Pikel se apartaran de él, estar solo. Esperaba que Kierkan Rufo y todos sus secuaces se levantaran y se enfrentaran a él, que acabara todo de una vez por todas, maldecir sus cuerpos hasta convertirlos en polvo que esparciera el viento.

Llegó hasta el vestíbulo sin incidentes y ni pensó en detenerse para esperar a sus compañeros. Continuó, hacia la capilla quemada, la sala en la que parecía haber empezado el fuego, en busca de pistas. Arrancó el tapiz que cubría la entrada y abrió la puerta de una patada.

El humo seguía en el lugar, al igual que el hedor de carne quemada, sin lugar al que ir en el aire estancado y muerto de la biblioteca. Por el olor supo de inmediato, que al menos una persona había perecido allí. Horriblemente. Las paredes estaban llenas de una espesa capa de hollín, parte del techo se había derrumbado, y sólo uno de los muchos tapices estaba parcialmente intacto, aunque se encontraba demasiado ennegrecido para identificarlo. Cadderly se quedó mirando la tela, intentaba recordar la imagen que había allí, recordar la biblioteca cuando disfrutaba de la luz de Deneir.

Tan profunda era su concentración que no vio el cuerpo carbonizado que se levantó y se acercó.

Oyó un crujido de piel reseca, sintió una mano en su hombro y dio un salto. Se volvió con tanta fuerza que perdió el equilibrio y cayó al suelo. Tenía los ojos muy abiertos, la rabia superaba al miedo cuando observó los restos ennegrecidos y encogidos de un ser humano, una pequeña figura de piel cuarteada, hueso quemado y dientes blancos; ¡esos dientes eran lo peor de aquella terrible aparición!

Cadderly tanteó en busca de sus armas, y al final levantó la varita. Esa criatura no era un vampiro, descubrió, y no era tan fuerte como uno de ellos. Recordó el anillo, su encantamiento estaba gastado, y comprendió que lo mismo sucedería con la varita. De pronto Cadderly se sintió idiota por el derroche en el piso de arriba de la energía de la varita. Se la puso bajo el brazo y extendió la mano en busca del bastón y el buzak, sin saber qué sería más efectivo, sin saber si sólo las armas mágicas harían daño a aquel monstruo animado, fuera lo que fuese.

Al final, se calmó y mostró el sombrero, y el símbolo sagrado con más fuerza.

—¡Soy un clérigo de Deneir! —dijo en voz alta, con convicción—. Vengo a limpiar el hogar de mi dios. ¡Éste no es tu lugar!

El cuerpo ennegrecido continuó su avance, extendiendo los brazos hacia Cadderly.

—¡Desaparece! —ordenó Cadderly.

El monstruo no vaciló, ni se detuvo. Cadderly levantó el bastón para golpear, extendió el brazo atrás y dejó caer el sombrero, para asir la varita. Refunfuñó ante el fracaso, y se preguntó si la biblioteca estaba demasiado alejada de Deneir para invocar su nombre.

La respuesta fue algo del todo distinto, algo que Cadderly no previó.

—Cadderly —dijo el ser con voz áspera, y aunque apenas se oía, el movimiento del aire en unos pulmones que ya no respiraban, reconoció el modo en que se pronunció su nombre.

¡Dorigen!

—Cadderly —repitió la maga muerta, y el joven clérigo, demasiado aturdido, no se resistió cuando se acercó y levantó la mano carbonizada para acariciarle la cara.

El hedor casi lo apabulló, pero se mantuvo erguido. Sus instintos le decían que golpeara con el bastón, pero se mantuvo firme, y bajó el arma. Si Dorigen aún era una criatura racional, y por lo que parecía lo era, entonces no se había entregado a Rufo, no se habría pasado al bando enemigo.

—Sabía que vendrías —dijo Dorigen—. Ahora debes luchar contra Kierkan Rufo y destruirlo. Luché con él aquí.

—Te destruiste con una bola de fuego —razonó Cadderly.

—Era el único modo de permitir que escapara Danica —respondió Dorigen, y Cadderly no lo dudó.

La expresión que mostró el joven clérigo ante la mención de Danica le dijo muchas cosas a Dorigen.

—Danica no escapó —susurró.

—Descansa, Dorigen —respondió el joven clérigo con voz suave, con tanta ternura como pudo—. Estás muerta, te has ganado el descanso.

La cara de Dorigen crujió cuando mostró una grotesca sonrisa.

—Rufo no me permitiría ese descanso —explicó—. Me ha retenido aquí, como regalo para ti, no lo dudes.

—¿Sabes dónde está?

Dorigen se encogió de hombros, el movimiento hizo que unos trozos de piel se desprendieran de los hombros.

Cadderly clavó la mirada en Dorigen. Y sin embargo, a pesar de su apariencia, descubrió que no era horripilante, no en su corazón. Dorigen había hecho su elección, en opinión de Cadderly, se había redimido. Podría retenerla allí, hacerle preguntas sobre Kierkan Rufo y quizá recoger alguna información valiosa. Pero eso no sería justo, Dorigen se había ganado el descanso.

El joven clérigo se inclinó y recuperó su sombrero, luego levantó el símbolo sagrado y lo puso sobre la frente de Dorigen. No se apartó, ni le dolió. A Cadderly le parecía como si el emblema iluminado le diera paz y eso confirmó sus esperanzas de que hubiera encontrado la salvación. Cadderly elevó la voz en un rezo. Dorigen se relajó; habría cerrado los ojos, pero no tenía párpados. Miró al joven clérigo, al hombre que le mostró piedad, que le dio la oportunidad de redimirse. Miró al hombre que la liberaría de los tormentos de Kierkan Rufo.

—Te quiero —dijo Dorigen en voz baja, para no interrumpir la oración—. Esperaba participar en la boda, tu boda con Danica, como tendría que ser.

A Cadderly se le hizo un nudo en la garganta, pero se obligó a acabar. La luz pareció derramarse desde su símbolo sagrado, dibujando el cuerpo, tirando del espíritu de Dorigen.

¡Como tendría que ser! Cadderly no podía hacer otra cosa que pensar. Y Dorigen por supuesto que estaría en la boda, probablemente junto a Shayleigh detrás de Danica, mientras Iván y Pikel, y el Rey Elbereth de Shilmista iban detrás de Cadderly.

¡Como tendría que ser! Y Avery Schell y Pertelope no deberían estar muertos, estarían allí con Cadderly para atestiguar su unión.

Cadderly aplacó su rabia. No quería que ése fuera el último recuerdo que Dorigen tenía de él.

—Adiós —le dijo a Dorigen—. Ve a tu merecido descanso.

Dorigen asintió, y el ennegrecido cuerpo se desmoronó a sus pies.

Pensó en ello un momento. Estaba contento de haberla liberado de Rufo. Un poco después, gritó, más fuerte que nunca, un alarido primitivo que le salió del alma.

—¡Como tendría que ser! —aulló—. ¡Maldito seas, Kierkan Rufo! ¡Malditos seáis, Druzil, y tu maldición del caos!

El joven clérigo se dirigió hacia la salida de la capilla, y casi cayó al suelo ante la prisa.

—Y maldito seas, Aballister —susurró, maldiciendo a su propio padre, el hombre que lo abandonó, y que traicionó todo aquello que era bueno en la vida, que le daba alegría y sentido.

Iván y Pikel irrumpieron en la capilla, con las armas en alto. Pero se pararon y cayeron uno sobre el otro, cuando vieron que Cadderly no estaba en peligro.

—¿Por qué demonios chillas? —exigió Iván.

—Dorigen —explicó Cadderly, que miró el cuerpo carbonizado.

—Oh —gimió Pikel.

Cadderly continuó hacia la salida, pero entonces descubrió el enorme objeto que parecía una caja, y que Iván llevaba atado a la espalda, y se detuvo, con cara de curiosidad.

Iván notó la mirada y resplandeció de contento.

—¡No te preocupes! —le aseguró el enano a Cadderly—. ¡Esta vez lo atraparemos!

A pesar del dolor, la desesperación, los recuerdos de Danica, y los pensamientos sobre lo que debería haber sido, Cadderly no pudo reprimir que una sonrisa de incredulidad se dibujara en sus labios.

Pikel saltó y puso los brazos alrededor de los hombros de su hermano, y asintieron confiados.

Cadderly se dio cuenta de que era imposible, pero ésos eran los Rebolludo, después de todo. Imposible, pero no podía negar que a lo mejor funcionaba.

—Mi hermano y yo hemos estado pensando —empezó a decir Iván—. A los vampiros no les gusta demasiado la luz del sol, y hay lugares en los que nunca hay, con o sin ventanas.

Cadderly siguió el razonamiento a la perfección (¡le asustó un poco pensar que era capaz de seguir los razonamientos de Iván y Pikel con tanta facilidad!) y la idea lo llevó a la misma conclusión que a los enanos.

—La bodega —dijeron Cadderly y Iván al unísono.

—Je, je, je —añadió un esperanzado Pikel.

Cadderly encabezó la fila que atravesó la cocina y les llevó a la puerta de madera. Estaba cerrada, barrada desde el interior, y aquello confirmó las sospechas de los compañeros.

Iván empezó a levantar su pesada hacha, pero Cadderly fue más rápido, elevó el buzak en un arco corto y estrecho, y luego lo dirigió con todas sus fuerzas contra la barrera. La sólida adamantita atravesó la madera de la puerta y golpeó la barra de metal del otro lado con tanta fuerza que la dobló y desencajó.

La puerta se abrió con un crujido, y la oscuridad surgió ante ellos.

Cadderly no vaciló.

—¡Voy a por ti, Rufo! —gritó, cuando dio el primer paso hacia abajo.

—¡Eso, tú avísalo! —refunfuñó Iván, pero a Cadderly no le importaba.

—Es igual —dijo, y descendieron.