15

Anochecer

Shayleigh se acuclilló sobre el tejado del bajo edificio que había detrás de la Biblioteca Edificante. Miró la enorme construcción cuadrada con creciente sospecha. Los efectos del fuego estaban bastante delimitados, como cabía esperar de una estructura hecha en su mayor parte de piedra, pero eso no era lo que más preocupaba a la doncella elfa. Dos cosas la sorprendieron más de lo normal. La primera era la falta de actividad alrededor de la biblioteca. El invierno estaba acabando y los caminos estaban despejados; sin embargo no veía a clérigos paseando por los alrededores, estirando sus cansadas piernas bajo la cálida luz del sol.

Era aún más curioso, no entendía por qué todas las ventanas estaban tapadas, y en especial después del fuego; en su opinión, la biblioteca debería estar abierta de par en par para que el humo saliera y entrara aire fresco. Tal como estaba, la Biblioteca Edificante no era un lugar ventilado, pero con las ventanas bloqueadas, al menos las de ese lado de la estructura, el ambiente, lleno de humo, debía de ser casi abrumador.

Percival, que saltaba entre las ramas del árbol más cercano, no ofrecía mucho alivio. La ardilla seguía nerviosa; tan frenética, de hecho, que parecía que tuviese alguna enfermedad. Bajó hasta ella; durante un momento pensó que iba a chocar con su brazo.

—¿Qué pasa? —dijo en voz baja, intentando calmar a la ardilla que saltaba en una danza circular sobre la rama.

Percival saltó al techo del mausoleo, y repitió esa danza, charloteando ruidosamente, como si protestara, luego brincó de nuevo, a la rama baja, y se sentó mirando la construcción, sin dejar de hacer ruidos.

Shayleigh se pasó la mano por el pelo dorado, sin comprender qué significaba todo aquello.

Percival repitió la acción, y esta vez, la danza de la ardilla sobre el techo de la baja estructura fue frenética. Saltó sobre la rama, volvió a sentarse mirando el mausoleo, y otra vez se deshizo en protestas.

Shayleigh cayó en la cuenta de que la ardilla miraba el edificio bajo, la biblioteca.

—¿Ahí dentro? —preguntó la doncella elfa, al señalar el techo del mausoleo—. ¿Hay algo ahí dentro?

Percival dio un salto mortal sobre la rama, y lanzó un chillido que hizo que unos escalofríos recorrieran la espalda de la elfa.

Shayleigh se puso en pie y bajó la mirada hacia el tejado de pizarra cubierto de ramitas. Conocía lo suficiente las costumbres humanas para saber que era un lugar donde se enterraba a la gente, pero el hecho en sí no preocuparía a una ardilla, incluso una como Percival, que parecía tener más inteligencia que la mayoría de las ardillas.

—¿Hay algo ahí dentro, Percival? —preguntó la joven de nuevo—. ¿Algo malo?

Otra vez la ardilla blanca se puso frenética, parloteando a lo loco.

Shayleigh se arrastró hasta la parte delantera del mausoleo y asomó la cabeza. Había una ventana, polvorienta y sucia, y la puerta estaba cerrada; la aguda vista de la doncella elfa descubrió que los bordes de la jamba de la puerta mostraban que la habían abierto hacía poco.

Miró los terrenos que rodeaban la parte de atrás de la biblioteca. Sin nadie a la vista, se agarró al extremo del tejado y dio una voltereta por encima, los pies se le quedaron colgando a poca distancia del suelo, y saltó.

Percival ya estaba sobre el tejado, cerca de ella, mientras hacía más ruidos de los que la elfa desearía oír.

—¡Cállate! —la reprendió la elfa; su voz era un susurro áspero. Percival se sentó y se quedó callado, su hocico se crispaba al olfatear.

Shayleigh no veía nada más allá de la sucia ventana. Se concentró y obligó a sus ojos a utilizar la visión nocturna de los elfos, gracias a la cual vería el espectro de calor y no la luz reflejada.

A pesar de ello, el lugar parecía vacío.

Shayleigh no se sentía cómoda cuando dejó que sus ojos volvieran al espectro normal de la luz y se dirigió hacia la puerta. Eso era una cripta, después de todo, y cualquier monstruo que hubiera en su interior podría ser un muerto viviente. Las criaturas muertas eran frías; no producían calor corporal.

Shayleigh se estremeció con el crujido que emitió la vieja puerta cuando se abrió sobre sus oxidadas bisagras. El tenue crepúsculo se filtró en su interior, apenas lo iluminaba. Shayleigh y las gentes de Shilmista pasaban más tiempo bajo las estrellas que bajo el sol, y no necesitaban mucha luz. Mantuvo los ojos en la visión normal y entró sin hacer ruido, dejando a Percival, que volvía a armar escándalo a pesar de su reprimenda, en el borde del tejado.

El mausoleo parecía vacío, pero los pelos de la nuca de Shayleigh le decían lo contrario. Sacó el arco largo del hombro, para tener algo que la apoyara más que para tener un arma en la mano, y se adentró. Volvió la mirada hacia la puerta a casi cada paso y descubrió a Percival subido en el alféizar de la ventana, mirando al interior. La imagen del preocupado animal hizo que casi soltara una carcajada a pesar del miedo.

Dejó atrás el primero de los féretros de piedra, y entonces descubrió que había algo más que un poco de sangre (parecía bastante fresca) en el suelo, junto a una mortaja hecha harapos. La doncella elfa sacudió la cabeza ante aquel constante rompecabezas. Se deslizó más allá de la segunda losa, y miró la pared más alejada, la que estaba a la izquierda de la puerta, revestida de piedras marcadas que sabía que eran lápidas.

Había algo (algo fuera de lugar) cerca de la lápida más lejana, la piedra más próxima a la esquina de la pared del fondo del mausoleo, que captó su atención.

Shayleigh lo miró con interés durante un momento, intentaba discernir qué era.

Colgaba de lado. Shayleigh asintió y se acercó un poco más, con cautela.

La losa salió disparada de la pared, y la doncella elfa saltó hacia atrás. Salió un cuerpo gordo, una criatura hinchada y podrida, que cayó hecha un ovillo junto a la pared. Shayleigh apenas comprendió la escena escabrosa y otra figura salió de un salto del nicho. Con una agilidad increíble se posó sobre el féretro más cercano a la pared, apenas a cuatro metros de la boquiabierta elfa.

¡El Decano Thobicus!

Shayleigh lo reconoció a pesar del hecho que la mitad de la piel estaba fundida, y los trozos que quedaban eran ampollas o estaban destrozados. Reconoció al decano, y comprendió que se había convertido en algo terrible y poderoso.

La doncella elfa siguió andando hacia atrás: pensaba en sobrepasar el último féretro que había entre ella y la puerta, usar la columna como escudo, y luego volverse y cerrar. El día era largo, pero sabía que la luz, cualquier luz, sería su aliada.

Thobicus estaba agazapado como un animal, sobre la losa; Shayleigh, los músculos tensos, esperaba que saltara sobre ella. Se la quedó mirando sin parpadear, sin respirar, y ella no adivinaba la fuente de aquella mirada. ¿Era hambre o miedo? ¿Era un monstruo maligno o algo digno de compasión?

Bordeó el último féretro, sintió la base detrás de su hombro. Deslizó el pie hacia atrás y se volvió sutilmente.

De pronto la elfa empezó a moverse, se escondió tras la columna, pero el otro se adelantó al movimiento y la puerta se cerró con un tremendo crujido.

Shayleigh se detuvo, vio a Percival dando saltos frenéticos en el alféizar de la ventana. Sintió el frío ante la aproximación del vampiro y supo la verdad, el verdadero talante de aquel monstruo no muerto. Se dio media vuelta, se agazapó a la defensiva y se retiró mientras Thobicus la acechaba.

—La puerta no se abrirá —explicó el vampiro, y Shayleigh no lo dudó ni un instante—. No tienes escapatoria.

Los ojos de color violeta de la elfa se dirigieron a uno y otro lado, buscando en la habitación. Pero el edificio era sólido, con una sola ventana (un cristal emplomado, que nunca atravesaría a tiempo) y una sola puerta.

El vampiro abrió la boca, mostrando sus colmillos con orgullo.

—Ahora tendré una reina —dijo Thobicus—, como Rufo tiene a Danica.

El último comentario abatió a Shayleigh, porque significaba que Kierkan Rufo había vuelto y, por lo que parecía, tenía a Danica en sus garras.

Miró hacia la puerta, y hacia Percival, en la ventana, buscando, pero fue incapaz de negar la verdad del siguiente comentario de Thobicus.

—No tienes escapatoria.

Para cuando dejaron de correr, la biblioteca apenas era visible entre el ramaje de los árboles, al final del serpenteante camino. Cadderly se inclinó, en busca de aliento, y no sólo por la extenuación.

¿Qué le había pasado a su biblioteca?, gritó su mente. ¿Qué le había sucedido a la orden que lo había guiado durante todos los años de su vida?

Pikel, herido en varios sitios, saltaba desesperado por el claro, varias veces incluso rebotó contra alguna roca (cosa que no ayudaba a sus heridas), mientras gritaba «¡Oo oi!» una y otra vez. Iván estaba de pie, miraba la única esquina visible de la biblioteca, mientras sacudía la hirsuta cabeza.

Cadderly era incapaz de razonar, y la locura de Pikel no lo ayudaba en nada. En más de una ocasión Pikel lo molestó, mientras Cadderly se concentraba en el problema en cuestión, en busca de una solución, o le interrumpía con un enfático «¡Oo oi!».

Se enderezó y clavó la mirada en el enano de barba verde. Estaba a punto de regañar a Pikel, cuando oyó con claridad la canción de Deneir. Lo inundó como si fuera una ramita que hubiera caído en un torrente. No le preguntó si quería que lo acompañara; sólo lo metió en su corriente, ganando velocidad, impulso, y todo lo que pudo hacer Cadderly fue sujetarse.

Unos momentos después, estableció cierto control sobre sus arremolinados pensamientos y de buen grado se dirigió al centro del arroyo, hacia las notas más potentes de la canción. No oía la melodía con tanta claridad desde el Castillo de la Tríada, desde que había destruido a su propio padre, Aballister, al abrir el suelo bajo los pies del mago. Sonaba dulce, muy dulce, y lo reconfortó del dolor por la biblioteca y de los miedos respecto del futuro. Ahora estaba con Deneir, gozando con la música más perfecta.

Los pasillos empezaron a abrirse ante él, afluentes del río principal. Pensó en el Tomo de la Armonía Universal, el libro más sagrado de Deneir, escrito con las mismísimas palabras de esa canción, aunque eran traducciones. En la canción, sólo había notas, puras, perfectas, pero éstas correspondían con exactitud al texto escrito, la traducción humana de la música de Deneir. Lo sabía (Pertelope también) pero eran los únicos. Incluso el Decano Thobicus, cabeza de la orden, no tenía ni idea de cómo sonaba la música. Thobicus recitaba las palabras de la canción, pero las notas estaban más allá de su comprensión.

Para Cadderly era tan fácil como pasar páginas, como seguir el fluir del río, y se dirigió por uno de sus afluentes, hacia la esfera de curación, y recogió conjuros sanadores de sus aguas.

Minutos más tarde, Pikel se calmó, la hemorragia se detuvo, y las pocas heridas de Cadderly desaparecieron. El joven clérigo se volvió hacia Iván, que se había llevado el golpe más fuerte en el breve encuentro con el vampiro, pero para su sorpresa, vio que el enano barbirrubio estaba tranquilo, parecía ileso.

Iván le devolvió la mirada atónita, sin comprender la causa.

—Tenemos que escondernos —razonó el enano.

Cadderly se sacudió el estupor; la canción se desvaneció en su mente, pero confió en que la recuperaría si surgía la necesidad.

—En campo abierto es mejor —razonó el joven clérigo—. En la luz, lejos de las sombras.

—¡La luz no durará! —le recordó Iván en tono severo. El enano meneó un dedo hacia el oeste, donde incluso las lejanas y altas montañas surgían sombrías, sus bordes refulgían con los últimos rayos del día.

Sin dar una explicación, Pikel se precipitó entre los arbustos. Iván y Cadderly observaron cómo se alejaba, y luego cruzaron las miradas y se encogieron de hombros.

—Encontraremos un lugar donde escondernos para pasar la noche —dijo Cadderly—. Buscaré las respuestas que necesito con Deneir. Sus bendiciones protegerán… —Cadderly se calló de pronto y volvió la vista hacia la biblioteca, con una mirada de horror en los ojos. La nota de miedo se repitió en su mente. Quizás estaba inspirado por Deneir; quizás era una conclusión lógica de Cadderly, en el momento en que lo consideró todo bajo otro punto de vista. Con tanto misterio como Pikel, el joven clérigo corrió de vuelta al oeste, de vuelta hacia la biblioteca.

—¡Eh! —rugió Iván cuando empezó a perseguirlo. Entonces Pikel salió de entre los arbustos, con una sonrisa de oreja a oreja y con el odre de agua goteando.

—¿Huh? —preguntó, al ver que los otros corrían a toda velocidad de vuelta a la biblioteca. El enano soltó un silbido y salió en su persecución.

Cadderly se desvió a un lado, para rodear unas zarzas. Iván las atravesó y chocó con el joven clérigo.

—¿Qué? —preguntó el enano—. ¡Acababas de decir que deberíamos buscar un lugar para escondernos! No tengo ganas de volver…

Cadderly se puso en pie, sus piernas empezaron a moverse antes de que recuperara el equilibrio, alejándolo del rezongón enano. Iván se fue en su persecución de nuevo y se puso a su lado, Pikel, tomó unos desvíos similares, y pronto estuvo corriendo al otro lado de Cadderly.

—¿Qué? —preguntó Iván, mientras intentaba agarrar y detener al testarudo clérigo. Estaban al borde del camino de la biblioteca, entre las hileras de árboles podados, a la vista de las puertas destrozadas, cerradas otra vez y, por lo que parecía, con parapetos en el interior.

—¿Qué? —gruñó Iván desesperado.

—¡Ella está ahí! —dijo Cadderly. Con unas zancadas, el joven clérigo se adelantó a los enanos por el campo abierto.

—¡No puedes entrar! —aulló Iván, en realidad no comprendía de lo que hablaba Cadderly—. ¡Está cayendo la noche! ¡Es su momento, la hora de los vampiros!

—¡Oo oi! —convino Pikel con entusiasmo.

—¡Danica está ahí!

La respuesta de Cadderly anuló cualquier réplica que Iván dijera en contra de volver a la biblioteca, o enfrentarse a Rufo, tanto si la noche había caído como si no.

Sus piernas eran cortas, pero su amor por Danica no era menor, y mientras Cadderly se enderezaba y reducía el paso, intentando pensar en cómo atravesar la barrera, tratando de discernir si la puerta estaba salvaguardada o tenía trampas, Iván y Pikel lo dejaron atrás, con las cabezas bajas, mientras gritaban al unísono un «¡Ooh!».

Rufo había apuntalado las puertas con encantamientos y muebles pesados, y situó una docena de zombis detrás de la barrera, con órdenes de permanecer allí y mantener las puertas cerradas.

No debería haberse preocupado. En el momento en que acabó el impulso de Iván y Pikel estaban boca abajo en el vestíbulo, mientras la madera astillada y los muebles y los zombis llovían sobre ellos.

Cadderly llegó pisándoles los talones a los enanos, con el símbolo sagrado en alto mientras cantaba las melodías de la música Deneirita. Sintió cómo disminuía su poder cuando cruzó el umbral del lugar profanado, pero tenía suficiente fuerza en su interior, suficiente rabia y determinación, para completar la llamada a su dios.

Los seis zombis se levantaron con testarudez y avanzaron hacia los enanos y Cadderly. Luego se quedaron paralizados, inexpresivos, y una luz dorada los delineó, de la cabeza a los pies. La luz tocó tanto las ropas harapientas como la piel confusa, y el brillo se intensificó.

Un momento después, los zombis eran montones de polvo en el suelo.

Cerca de la entrada, Cadderly se apoyó en el dintel apenas consciente, sorprendido por el esfuerzo que le costó invocar a Deneir; y también porque la Biblioteca Edificante, su biblioteca, su hogar, fuera un lugar tan extraño y poco acogedor.

No gritó cuando Rufo se inclinó sobre ella, porque creía que nadie la oiría. Tampoco forcejeó, sus ataduras eran muy firmes, y estaba demasiado débil.

—Danica —oyó que decía Rufo en voz baja, y el sonido de su propio nombre le disgustó al venir del vampiro.

La luchadora se concentró, intentó escapar de su cuerpo físico, sabía lo que iba a suceder. Y a pesar de todo lo que Danica había sufrido en su corta vida, la pérdida de sus padres, los años de entrenamiento implacable y brutal, los combates en los caminos, pensó que no sobreviviría a aquello.

Rufo se inclinó más; Danica olió el hedor de su aliento. Por instinto, abrió los ojos y vio sus colmillos. Forcejeó contra las ataduras. Cerró los ojos con fuerza, intentando negar la realidad de la infernal escena, tratando de negarla.

Danica sintió el pinchazo cuando los colmillos de Kierkan Rufo se clavaron en su cuello.

El vampiro gimió de éxtasis, y Danica sintió repugnancia. Todo lo que quería era escapar, huir de su cuerpo maltratado. Pensó que se moría, quería morirse.

Morir.

La idea destacó entre las muchas que se arremolinaban en su mente, la única ruta de escape de aquel horrible monstruo y el estado de no muerte que deseaba para ella.

Sintió la enfermedad en su pierna, el dolor en todo su cuerpo maltrecho, y relajó sus defensas, aceptó la enfermedad y el dolor, gozó de él, lo llamó.

Morir…

Kierkan Rufo conoció el éxtasis por primera vez en su vida, un placer mayor que absorber la maldición del caos, cuando sintió el pulso de la sangre de Danica en su paladar. ¡Danica! Hasta ahora era la mejor comida. ¡Danica! Rufo la deseó, la ansió, desde el momento en que la había visto por primera vez, ¡y ahora sería suya!

El vampiro estaba tan perdido en la realización de su fantasía que le costó un rato descubrir que la sangre de la mujer ya no fluía, que cualquier dulzura que extrajera de la herida en el cuello de Danica tenía que sacarla a la fuerza. Se arrodilló perplejo, mirando a la mujer que iba a ser su reina.

Danica estaba muy quieta. Su pecho no subía y bajaba con el ritmo de la respiración; los puntos de sangre en su cuello no aumentaban con el continuado fluir de la sangre. Rufo vio que había tocado la arteria. Con otras víctimas, la sangre salía a chorros de una herida semejante.

Pero ahora no. Sólo unas manchitas rojas. Sin fuerza, sin pulso.

—¿Danica? —preguntó el vampiro, aunque luchaba por mantener el tono de voz firme. Más allá de cualquier duda racional, el vampiro lo sabía, pues Danica estaba demasiado serena, pálida. Y también demasiado quieta.

Rufo quiso llevar a Danica de la vida a la no muerte, a sus dominios para que fuera su reina. Estaba atada y débil y no podía escapar, o eso pensaba.

Rufo tembló cuando se dio cuenta de lo que había sucedido, de lo que había hecho Danica. Se apartó aún más de ella, hasta los pies de la cama, se pasó la mano por la cara, los ojos oscuros llenos de horror y de rabia. Danica había encontrado una salida; un lugar por el que escapar a los designios y los deseos de Rufo.

Danica estaba muerta.