14

El crepúsculo

Temí haberte matado.

Era la voz de Rufo, desde muy lejos, aunque avanzaba deprisa.

Danica abrió los ojos. Estaba en la cama, en la misma habitación que antes, pero ahora tenía las muñecas y los tobillos atados con firmeza a los cuatro postes de ésta. El dolor palpitante de la pierna herida no había cesado, y la luchadora temió que las ataduras atravesarían su piel y le sesgarían el tobillo roto.

Peor aún, Rufo estaba inclinado sobre ella, con la cara pálida llena de preocupación.

—Mi querida Danica —susurró. Se acercó más, intentó suavizar sus angulosas facciones, ser gentil.

Danica no le escupió en la cara; estaba más allá de las protestas simbólicas e inefectivas.

Aunque Rufo reconoció su fastidio.

—¿No crees que sepa amar? —preguntó en voz baja, y con un tic en la ceja le demostró a Danica que se esforzaba por mantener la calma.

De nuevo Danica no respondió.

—Te amo desde la primera vez que llegaste a la biblioteca —continuó Rufo de manera teatral—. Te observé de lejos, me deleité en el sencillo encanto de cada uno de tus movimientos.

Danica endureció la fría mirada.

—Pero no soy un hombre guapo —prosiguió—. Nunca lo fui, y así fue Cadderly —un poco de veneno burbujeó ante la mención de ese nombre— del que se prendaron tus hermosos ojos.

El desprecio de sí mismo era digno de compasión, aunque Danica no sentía lástima por Rufo.

—¿Un hombre guapo? —preguntó—. Sigues sin comprender lo insignificante que es eso.

Rufo dio un paso atrás, perplejo.

Danica sacudió la cabeza.

—Todavía amarías a Histra si fuera bonita —dijo—. Pero nunca fuiste capaz de mirar más allá de las apariencias. Nunca te preocupaste por lo que había en el corazón de los demás porque el tuyo está vacío.

—Ten cuidado con tus palabras —dijo Rufo.

—Duelen porque son verdad.

—¡No!

—¡Sí! —Danica levantó la cabeza hasta donde le permitieron las ataduras, su mirada encolerizada hizo que Rufo se apartara más—. No es la sonrisa de Cadderly lo que amo, sino la fuente de esa sonrisa, la calidez de su corazón y la veracidad de su alma.

»Miserable, me das lástima —decidió—. Me da lástima que nunca comprendieras la diferencia entre amor y ego.

—¡Te equivocas! —replicó el vampiro.

Danica ni pestañeó, pero se apartó cuando Rufo se cernió sobre ella. Escondió la cabeza entre los hombros e incluso gimoteó un poco mientras él continuaba acercándose. Pensaba que tenía intención de forzarla. A pesar de todo su entrenamiento y toda su fuerza, era incapaz de aceptar esa posibilidad.

Pero la luchadora tocó la fibra sensible del vampiro.

—Estás equivocada —repitió Rufo, en voz baja—. Amo. —Como para acentuar la idea, Rufo acarició la mejilla de Danica, bajó hasta la barbilla y continuó por el cuello. Danica se apartó lo que pudo, pero las ataduras eran fuertes y había perdido mucha sangre.

»Amo —repitió—. Descansa, amor mío. Volveré cuando estés más fuerte, y te mostraré el placer, amor.

Danica soltó un suspiro de alivio cuando Rufo se alejó, lanzó una última mirada, y se fue de la habitación. Sabía que sería transitorio. Probó las ataduras de nuevo y, al no tener suerte, levantó la cabeza para analizar las heridas.

No sentía la cuerda que le sujetaba la pierna herida, sólo un dolor generalizado. Vio que la pantorrilla y el tobillo estaban hinchados, y la piel, donde no estaba manchada de sangre seca, estaba descolorida. Sintió la infección en su interior, añadida a la debilidad por la pérdida de sangre, y supo que esta vez sería incapaz de librarse de las ataduras. Incluso si lo hacía, su cuerpo no tendría fuerzas para escapar de la biblioteca.

Danica descansó, se hundió en la desesperación más grande. Vio entre las tablas que tapaban el ventanuco de la habitación que el sol ya dejaba atrás el mediodía, para empezar su viaje hacia el horizonte. Sabía que Rufo volvería esa noche.

Y estaría indefensa.

La Biblioteca Edificante surgió ante ellos por la tarde, un edificio cuadrado, achaparrado que asomaba entre los contornos naturales más redondeados del terreno que la rodeaba.

Esa primera mirada le dijo a Cadderly que algo estaba fuera de lugar. Sus instintos dieron gritos de alerta, pero no entendió las implicaciones. Pensó que eran sus sentimientos por la biblioteca los que le provocaban el sobresalto.

El edificio pronto desapareció de la vista, bloqueado por las altas rocas cuando el grupo tomaba otra curva para rodearlas. Iván y Pikel, después de cuchichear entre ellos, dejaron atrás a Cadderly e impusieron un ritmo frenético, explicando que planeaban preparar una deliciosa cena esa misma noche.

El sol aún no se había puesto cuando volvieron a tener una vista de la biblioteca. Los compañeros atajaron por la arboleda que flanqueaba el camino principal del edificio. Los tres se detuvieron al unísono. El «Ooh» de Pikel resumió a la perfección su estado de ánimo.

Unas briznas de humo aún se filtraban por las ventanas del ala sur; el olor de madera quemada era fuerte.

—Ooh —repitió Pikel.

Aquellas plegarias internas, la continua llamada de Chaunticleer a Deneir, brotaron en la mente de Cadderly, le gritaron que huyera, pero corrió hacia las puertas del lugar que fue su casa. Tendría que haberse detenido allí, tendría que haber tomado nota del agujero en la madera que abrió Danica cuando se vio arrinconada por Rufo.

Cadderly agarró los pomos y tiró con fuerza, sin resultado. Se volvió hacia Iván y Pikel con una expresión de curiosidad en la cara.

—Están cerradas —dijo, y era la primera vez, que Cadderly supiera, que las puertas de la Biblioteca Edificante estaban cerradas.

Iván trazó un arco con la enorme hacha que llevaba al hombro, Pikel bajó el garrote hasta posicionarlo como un ariete y empezó a rascar el suelo con un pie, como un toro a punto de cargar.

Ambos se relajaron y enderezaron inesperadamente cuando vieron que las puertas se abrían ante Cadderly.

—¿Estás seguro? —preguntó Iván al joven clérigo.

Cadderly se volvió y miró la entrada con escepticismo.

—Hinchada por el calor del fuego —decidió, y con Iván y Pikel a su lado, entró en la biblioteca.

Todos los gritos que sonaban en su cabeza y que le decían que se alejara de aquel lugar a toda prisa desaparecieron en cuanto cruzó el umbral. Se lo tomó como algo bueno, una confirmación de que exageraba, pero, en realidad, acababa de entrar en la guarida de Rufo, donde Deneir ya no podría advertirle.

El vestíbulo no estaba muy dañado, aunque el olor a hollín era abrumador. A la izquierda estaba la capilla pequeña, donde el fuego fue más intenso. La recia puerta del lugar estaba, por lo que parecía, cerrada, aunque los amigos no la veían, pues un espeso tapiz la escondía.

Cadderly lo miró durante un largo rato. Mostraba unos elfos, elfos oscuros. Sabía lo valioso que era el tapiz, estaba entre los mejores de la biblioteca. Perteneció a Pertelope; Iván usó sus representaciones para fabricar una ballesta de mano que Cadderly llevaba en el cinturón.

¿Qué hacía allí?, se preguntó el joven clérigo. ¿Quién pensaría usar una pieza tan preciosa de arte como obstrucción al hollín?

—Parece que contuvieron el fuego —comentó Iván. Por supuesto que fue contenido, los enanos y Cadderly llegaron a esa conclusión cuando se tomaron un momento para reflexionar. La biblioteca era más de piedra que de madera, y en realidad había poco que ardiera en el lugar.

¿Qué había causado un fuego tan intenso?

Iván se encaminó hacia la derecha, Pikel lo siguió, pero Cadderly lo agarró del brazo y le hizo dar media vuelta, y su hermano hizo lo mismo.

—Quiero revisar la capilla principal —declaró el joven clérigo, con voz distante. Iván y Pikel cruzaron sus miradas, se encogieron de hombros, y se volvieron con curiosidad hacia Cadderly, que se quedó quieto un largo rato, con los ojos cerrados.

Descubrió que no oía la canción de Deneir. Y tampoco los cantos de Chaunticleer, aunque el clérigo estaba mucho más cerca ahora que cuando estaban en las montañas. Parecía que Deneir se había ido del lugar.

—¿Qué piensas? —preguntó el siempre impaciente Iván.

Cadderly abrió los ojos y miró al enano.

—Bien —insistió el enano—. ¿Qué piensas?

—Este lugar ha sido profanado —respondió Cadderly, y cuando terminó la frase cayó en la cuenta de lo que decía.

—Quemado —corrigió Iván, mientras miraba el tapiz, sin comprender de lo que hablaba Cadderly.

—¡Profanado! —gritó Cadderly, la palabra resonó en las paredes de piedra y subió por las escaleras. El significado de la palabra, y la fuerza con la que Cadderly la pronunció hizo que unos escalofríos recorrieran las espaldas de ambos hermanos.

—¿De qué hablas? —preguntó Iván en voz baja.

Cadderly sacudió la cabeza, se dio media vuelta, y corrió a toda velocidad hacia la capilla principal, el lugar más sagrado del santuario. Esperaba encontrar clérigos allí, hermanos de ambas órdenes, rezando a sus dioses respectivos, luchando para devolver a Deneir y Oghma a la biblioteca.

La capilla estaba vacía.

Un hollín espeso cubría los intrincados dibujos en los macizos pilares más cercanos a las puertas, pero poco más parecía fuera de lugar. El altar parecía intacto, y todos los objetos, las campanas, el cáliz, y los dos cetros de encima estaban donde debían.

Sus pasos resonaron, los tres se juntaron más y se encaminaron hacia el fondo.

Iván fue el primero en ver el cuerpo, y se paró al instante, mientras extendía su fuerte brazo, que obligó a Cadderly a detenerse.

Pikel dio un paso más, y se dio media vuelta cuando descubrió que los otros no lo seguían, y dirigió la mirada hacia lo que captaba la atención de sus compañeros.

—Ooh —murmuró el enano de barba verde.

—Banner —explicó Cadderly, al reconocer el cuerpo quemado, aunque su piel colgaba separada de los huesos, y media cara era cráneo, y la otra, piel ennegrecida.

Los ojos se movieron en sus cuencas, posándose en Cadderly, y una sonrisa grotesca se formó con los restos que colgaban de los labios.

—¡Cadderly! —gritó Banner con excitación, y se catapultó a una posición erguida, los huesos tableteaban, los brazos se agitaban flácidos, y la cabeza iba de un lado a otro—. ¡Oh, Cadderly, qué bien que hayas vuelto!

Iván y Pikel se quedaron boquiabiertos y dieron un paso atrás. Ya habían luchado contra muertos vivientes, junto a Cadderly, en las catacumbas del mismo edificio. Ahora miraron al joven clérigo en busca de apoyo, pues éste era su lugar, su capilla. Cadderly, sorprendido, abrumado, también se apartó, y agarró su sombrero, y en particular, el símbolo sagrado colocado en la parte delantera.

—Lo sabía… simplemente sabía que volverías —divagó el grotesco Banner. Dio una palmada, y uno de sus dedos, que se aguantaba por un hilo de ligamento, se separó de los otros y se quedó colgando en el aire a varios centímetros de su cara.

»¡Sigo haciéndolo! —gimió la nerviosa criatura, y empezó a recolocar el hueso colgante.

Cadderly quiso hablar con Banner, hacerle algunas preguntas, para obtener respuestas. Pero ¿por dónde empezar? Era una locura, demasiado fuera de lugar. Era la Biblioteca Edificante, ¡el santuario de Deneir y Oghma! Era un lugar de rezo y adoración, y sin embargo, ante Cadderly había una criatura que se mofaba de esa adoración, que hacía que todos los rezos sonaran como palabras bonitas unidas sin sentido. ¡Pues Banner había sido clérigo del dios de Cadderly, muy respetado y de rango superior! ¿Dónde estaba Deneir ahora?, se preguntó Cadderly. ¿Cómo había permitido que un destino tan funesto cayera sobre alguien tan leal?

—No os preocupéis —les aseguró Banner a los tres, como si estuvieran preocupados por su dedo—. No os preocupéis. De hecho, desde el incendio me he vuelto un experto en recomponer mis partes.

—Háblame del fuego —interrumpió Cadderly, aferrándose a ese importante evento y agarrándose a ello como una letanía contra la locura.

Banner lo observó extrañado, y sus ojos miraron en una y otra dirección.

—Era caliente —respondió.

—¿Qué lo empezó? —apremió Cadderly.

—¿Cómo lo iba a saber el durmiente Banner? —respondió el no muerto con brusquedad—. Oí que la maga…

Banner se calló y su cara formó una amplia sonrisa, y empezó a menear el dedo levantado, como si Cadderly hubiera hecho una pregunta inoportuna. El dedo, como el anterior, se desprendió, aunque éste cayó hasta el suelo.

—¿Oh, adónde fue? —gritó Banner desesperado, y se puso en cuclillas y empezó a saltar entre los bancos.

—¿Quieres hablar con éste? —preguntó Iván, y su tono hizo evidente qué respuesta prefería.

Cadderly pensó un momento. Banner dejó en el aire una pregunta… ¡y la insinuación que hizo no le cuadraba!

Pero ¿por qué se detuvo el infeliz?, se preguntó el joven clérigo. ¿Qué obligó a Banner a detenerse? Cadderly no sabía con exactitud lo que era Banner. Era algo más que un zombi sin cerebro, aunque el joven clérigo no estaba versado en las diferentes formas de los no muertos. Zombis, y otras clases inferiores de muertos vivientes, no hablaban, eran simples instrumentos mecánicos de sus amos, por lo que Banner aparentemente estaba por encima de ellos. Una vez luchó contra una momia, pero Banner tampoco encajaba en ese molde. Casi parecía bueno, demasiado loco para ser una amenaza.

Sin embargo, algo, un impulso, impidió la respuesta de Banner.

Cadderly posó la mirada en la confusa criatura, mostró el símbolo sagrado, y en tono autoritario dijo:

—¡Banner! ¡Espíritu de Banner! Vuelvo a preguntártelo, por el poder de Deneir, exijo una respuesta. ¿Quién empezó el fuego?

El ser detuvo sus movimientos frenéticos, se quedó quieto y miró a Cadderly, o, mejor dicho, a su símbolo sagrado.

Banner hizo unas muecas.

—¿Por el poder de quién? —preguntó con inocencia, y entonces fue Cadderly el que dio un respingo. ¿Qué había sucedido en ese lugar para alejar tanto a su dios?

Cadderly bajó el brazo, el símbolo de Deneir, al saber que no conseguiría información útil.

—¿Quieres seguir hablando con esa cosa? —preguntó Iván.

—No —dijo Cadderly, y antes de que toda la palabra escapara de sus labios, el hacha de Iván dibujó un enorme arco por encima de su cabeza, que separó el brazo izquierdo del hombro de Banner.

El no muerto miró con curiosidad el brazo inerme, como si se preguntara cómo recolocarlo.

—Oh, tengo que arreglar esto —dijo como si fuera algo habitual.

El ataque de Pikel fue aún más devastador. El garrote, enorme como el tronco de árbol, golpeó con fuerza la cabeza expuesta de Banner, esparciendo carne y huesos.

Ambos ojos salieron de sus cuencas y rodaron colgados de largos hilos.

—Eso ha dolido —dijo Banner, y los tres saltaron ante la inesperada respuesta. Entonces se dieron cuenta, para su horror, de que los ojos no rodaban al azar, ¡sino que parecían estar inspeccionando los daños!

»¡Mucho trabajo! —gimió Banner.

Los tres se apartaron despacio, Pikel el último, lloriqueando un poco y sacudiendo la cabeza sin creérselo. A cinco pasos del muerto viviente, reunieron fuerzas para darse media vuelta y salir corriendo.

—¡Oh, Rufo hará que lo arregle yo solo! —gritó Banner.

Cadderly se frenó hasta detenerse; Iván chocó contra él, y Pikel contra su hermano.

—¿Rufo? —preguntó Cadderly, volviéndose.

—¿Rufo? —repitió Iván.

—¡Oo oi! —convino Pikel.

—Por supuesto que recuerdas a Rufo —dijo una voz calmada y familiar a sus espaldas.

Despacio y a la vez el trío se volvió hacia la salida de la capilla y vio a Kierkan Rufo en su usual ángulo, no lo bastante perpendicular al suelo.

Cadderly descubrió de inmediato que la marca que le había hecho a Rufo estaba estropeada, arañada.

—¡No perteneces a este lugar! —rugió el joven clérigo, reuniendo su coraje, recordando que aquél había sido su hogar, el hogar de Deneir.

Las carcajadas de Rufo se mofaron de él.

Cadderly se acercó sin pensarlo, y los enanos lo siguieron.

—¿Qué eres? —exigió, al comprender que algo iba tremendamente mal, que algo más poderoso que Kierkan Rufo se enfrentaba a él.

Rufo mostró una amplia sonrisa, abrió la boca con un siseo bestial, y mostró orgulloso los colmillos.

Cadderly estuvo a punto de desmayarse, luego se enderezó. Arrancó el símbolo sagrado del sombrero, y se lo puso torpemente en un mismo movimiento.

—En el nombre de Deneir, yo te expulso… —empezó a salmodiar.

—¡Aquí no! —replicó Rufo, sus ojos brillaron como hogueras—. ¡Aquí no!

—Uh-oh —murmuró Pikel.

—No es un vampiro, ¿lo es? —preguntó Iván, y como siempre ocurría con lo que preguntaba allí era evidente qué respuesta deseaba (necesitaba) escuchar.

—Si llegaras a comprender el significado de esa palabra… —respondió Rufo—. ¿Vampiro? ¡Soy el Tuanta Quiro Miancay, el Horror Más Sombrío! ¡Soy la encarnación de la pócima, y aquí mando yo!

En la mente de Cadderly se arremolinaron todas las posibilidades. Conocía ese nombre, Tuanta Quiro Miancay. Él, por encima de todos los demás, comprendía el poder de la maldición del caos, ya que fue el que la venció, el que la puso en el cuenco, inmersa en agua bendita.

Pero no la había destruido; Rufo era la prueba de ello. La maldición del caos había vuelto, en una nueva forma y por lo que parecía, mucho más mortal. Cadderly sintió que una calidez recorría su pierna, emanaba de su bolsillo. Le costó un instante recordar que tenía un broche, un amuleto que Druzil le puso a Rufo en Shilmista. Estaba sintonizado con el imp, así su poseedor y Druzil se podían comunicar con telepatía. Ahora estaba caliente, y Cadderly temió lo que eso significaba.

—Tu dios se ha ido de este lugar, Cadderly —lo amenazó Rufo, y Cadderly fue incapaz de negar la verdad de esa afirmación—. Tu orden no existe, y muchos han venido voluntariamente a mi lado.

Cadderly quería discutir eso, deseaba no creérselo. Conocía el cáncer que se había infiltrado en la orden de Deneir, y de Oghma, incluso antes de la nueva encarnación de la maldición del caos. Pensó en su último encuentro con el Decano Thobicus. Incluso cuando dejó la Biblioteca Edificante a principios de invierno, sabía que tendría que volver y luchar contra las costumbres que se habían arraigado tanto en ese lugar, contrarias a los dioses hermanos.

Allí estaba Rufo, y la caída de la biblioteca parecía tener sentido.

Ahora la pausa, la proverbial calma antes de la tempestad, no duraría demasiado, no con dos enanos volátiles y enfadados junto a Cadderly. Iván la hizo añicos, rugió y cargó hacia adelante, y alcanzó a Rufo con todas sus fuerzas con un tajo lateral de su gran hacha.

El vampiro trastabilló y salió despedido hasta casi dos metros, pero se enderezó y parecía incólume… ¡incluso se reía!

Pikel bajó la cabeza y el garrote, y cargó, pero Rufo lo apartó a un lado como quien no quiere la cosa, y lo lanzó dando vueltas contra dos bancos de madera.

Iván volvió a cargar; Rufo giró y levantó la mano extendida. Alguna fuerza emanaba de esa mano, alguna energía poderosa que impactó a Iván y lo lanzó volando de tal modo que parecía que estaba en un tornado. El enano soltó un gruñido, se había quedado sin resuello, y salió disparado. Chocó contra el borde de un arco con un chasquido enfermizo y seco, y salió despedido cabeza abajo, hacia el suelo, y rebotó, hasta que se detuvo dejando un rastro de sangre en el suelo.

Cadderly temió que el golpe hubiese matado a Iván. Quería correr hasta su amigo, recurrir a los dones curativos de Deneir y quitarle el dolor a Iván. Pero descubrió que aún no podía. Aún no podía llegar hasta Iván. Levantó el símbolo sagrado por encima de su cabeza, mostrado con toda su fe, y se acercó con firmeza al vampiro. Cantaba, rezaba, exigía que Deneir oyera su llamada y volviera a ese lugar.

Rufo hizo una mueca de dolor, y pareció herido por el símbolo, pero no se retiró.

—No perteneces a este lugar —dijo Cadderly entre dientes, y el símbolo, brillando con una luz argéntea, apenas estaba a un paso de la expresión ceñuda del vampiro. Rufo extendió el brazo y cerró la mano sobre el símbolo. Se oyó un siseo, y se elevaron unos hilos de humo, Rufo mostraba una expresión de dolor. Pero el vampiro se agarraba con testarudez, demostrando que era su hogar y no el de Deneir, que la magia sagrada de Cadderly no servía allí dentro.

Enderezándose gradualmente, el vampiro ensanchó su sonrisa. La mano libre, con los dedos en forma de garra, se levantó, preparada para atacar, para salir disparada hacia el cuello de Cadderly.

Pikel golpeó al vampiro desde un lado, y, aunque el garrote no hizo un daño real, la sacudida salvó a Cadderly, alejándolo de Rufo.

Rufo y Pikel se enzarzaron en un combate a porrazos, pero el vampiro era demasiado fuerte, y pronto Pikel fue arrojado a un lado. Rufo se volvió de inmediato hacia Cadderly, la apreciada presa del grupo, que trastabilló hacia atrás varios metros.

Un salto inhumano hizo que Rufo le cortara el paso a Cadderly. Subido sobre un banco, el vampiro levantó los brazos y se inclinó, con la intención de caer sobre Cadderly.

Cadderly levantó el símbolo sagrado y, esta vez, la veloz mente del joven clérigo mejoró el resultado. Cogió el tubo de luz, sacó el tapón del extremo y lo situó detrás del símbolo.

Rufo reculó, golpeado y herido por el repentino resplandor. Se dio la vuelta, sus ropas ondearon a la defensiva como una barrera negra contra el ardiente haz, y lanzó un aullido sobrenatural que resonó en cada una de las paredes de la biblioteca, se clavó en los oídos y sacudió los sentimientos de los muchos acólitos que había creado el vampiro.

El mismo edificio pareció despertar en respuesta a esa llamada, aullidos y gemidos sonaron en la capilla desde todas direcciones.

Rufo desapareció, transformándose de pronto en un murciélago y revoloteó por la amplia sala. Otro murciélago entró por la puerta abierta; era algo más grande, pero con alas parecidas.

Cadderly reconoció a Druzil, y la presencia del imp respondió a muchas preguntas.

Oyeron el ruido de los pasos de los zombis en el salón, al otro lado de las puertas; de aquellos que se habían alzado a favor de Rufo.

Tenían que salir; Cadderly sabía que tenían que huir. Pikel, que evidentemente pensaba lo mismo, se tambaleó hasta donde estaba Cadderly y juntos se dirigieron hacia Iván. Ninguno de los dos sabía cómo se suponía que tendrían que acarrear al enano fuera de allí.

Pero Iván no estaba en el suelo. De algún modo, estaba en pie y parecía haberse recuperado del terrible golpe.

Los tres se reunieron y corrieron hacia la puerta, las carcajadas de Rufo los siguieron durante todo el camino. Atravesaron la sala y se abrieron paso entre una aglomeración de zombis que se congregaba en el vestíbulo.

Iván y Pikel cortaron la multitud como la proa de un barco a través del agua, esparciendo cuerpos y extremidades en todas direcciones. El hacha de Iván partía a los monstruos en dos o se llevaba extremidades con cada tajo; el enano bajó la cabeza y cargó como si de un alce se tratara, abriendo amplias heridas en los torsos de los zombis. Pikel flanqueaba a su hermano, derribando a zombis con el garrote, y Cadderly les pisaba los talones, preparado para golpear. Sin embargo, ¡con la aplastante eficiencia de los enanos el joven clérigo no tenía nada a lo que atacar!

A pesar de su avance, notaban el aliento de Rufo en las nucas, y una vampiresa horrible y quemada. —¡Histra!— iba junto a él, además del maldito imp.

Unos proyectiles de energía salieron despedidos de los dedos de Druzil, achicharrando la espalda de Cadderly. Las carcajadas burlonas de Rufo y los siseos hambrientos de Histra hirieron la susceptibilidad de Cadderly.

—¿Adónde huirás? —gritó Rufo.

Iván partió a un zombi en dos de un hachazo y el camino hacia la puerta abierta (abierta hacia el crepúsculo) quedó despejado.

Las puertas se cerraron con un ruido que sonó como si caminaran sobre la tumba de Cadderly.

—¿Adónde escaparás? —repitió Rufo, y otra andanada de la energía de Druzil mordió a Cadderly con tan mala fortuna que casi cayó al suelo.

Cadderly pensó en dejar atrás las puertas, al saber que Rufo las había cerrado, que el vampiro había lanzado un conjuro que las mantenía cerradas.

Iván y Pikel nunca fueron tan sutiles, ni pensaban demasiado rápido, en especial en aquellas raras ocasiones en las que estaban realmente aterrorizados. Soltaron un grito al unísono, bajaron las cabezas, y cargaron contra la puerta, y ningún encantamiento que Rufo o cualquier otro emplazado en la puerta hubiera aguantado aquella carga.

Los dos enanos rodaron hacia el exterior entre astillas. Cadderly, que corría a toda velocidad tras ellos, intentó saltar para evitar el enredo, pero tropezó con la barbilla de Pikel y cayó de bruces al suelo.

Incluso esa maniobra evasiva, aunque accidental, no evitó que el joven clérigo se llevara varios aguijonazos de otra de las descargas de Druzil. El dolor recorrió el chamuscado espinazo de Cadderly. Iván y Pikel lo agarraron de los brazos y salieron corriendo, arrastrándolo con ellos. Iván tuvo la suficiente presencia de ánimo para recoger el tubo de luz y el símbolo sagrado.

Los lentos zombis salieron en su persecución, pero los vampiros no, pues la noche aún no había caído del todo. Veinte pasos más adelante, Cadderly y los enanos corrían sin oposición.

Pero ¿durante cuánto?, se preguntaron los tres. El sol ya se había puesto. La biblioteca estaba perdida.