13

Amar

El vampiro la examinó, y, por primera vez desde que conocía a Danica, le pareció frágil. Una flor delicada que un viento fuerte habría arruinado.

Kierkan Rufo quiso ir hacia ella, acariciar su bonito cuello, besarla con suavidad, hasta que el apetito creciera y pudiera clavarle los colmillos, la extensión material de aquello en lo que se había convertido, en aquel cuello, y beber de la sangre de Danica, sentir la calidez de esa mujer que había deseado desde el primer momento en que la vio.

Pero Kierkan Rufo no podía, a pesar del apremio de la maldición del caos. Alimentarse de… no, unirse a Danica ahora, la mataría antes de tiempo. Rufo no quería que muriera, aún no, hasta que le diera a ella lo bastante de sí mismo, de lo que había llegado a ser, hasta que pudiera unirse a él como vampiresa. No importaban las exigencias del hambre y de la maldición del caos, el vampiro simplemente no aceptaría y no toleraría la muerte de Danica.

Sería su reina, decidió. La existencia que había emprendido sería mucho más satisfactoria con Danica a su lado.

La imagen de su reina aún era dulce cuando pensó en lo que eso heriría a Cadderly.

A pesar de lo mucho que quería a Danica, aún deseaba más herir a Cadderly. Haría ostentación de Danica, su Danica, ante el joven clérigo, torturándolo con el conocimiento de que, al final, era la vida de Cadderly la que era una mentira.

La saliva le resbaló de la boca medio abierta cuando saboreó la fantasía. El labio inferior le temblaba cuando dio un paso hacia adelante. Casi olvidó sus ideas y cayó sobre Danica.

Se retuvo y enderezó, parecía avergonzado cuando se volvió hacia Histra, la pobre desgraciada, que estaba junto a él.

—La vigilarás —ordenó Rufo.

—Tengo hambre —comentó Histra, y miró a Danica mientras hablaba.

—¡No! —soltó Rufo, y la simple fuerza de su orden hizo que la vampiresa diera un paso atrás—. ¡No te alimentarás de ella! Y si entra alguien y abriga ideas similares, ¡adviérteles que los destruiré!

Un siseo de incredulidad escapó de los rojos labios de Histra, y paseó una mirada de desesperación, como un animal famélico, de Rufo a Danica.

—Atenderás sus heridas —continuó Rufo—. Y si muere, ¡tu tormento será eterno! —Con eso, el confiado amo se fue de la habitación, en dirección a la bodega, para pasar las horas del día recuperando fuerzas.

Vio el débil contorno del imp invisible subido en una esquina y dio un leve cabeceo. Si ocurría algo fuera de lugar, Druzil le advertiría telepáticamente.

El viaje de Danica de vuelta a la conciencia fue lento y doloroso. Cuando su mente despertó, también lo hicieron los recuerdos de la carnicería en el campamento, los de la pobre Dorigen, y la certeza de que la Biblioteca Edificante estaba perdida. Unos sueños tormentosos la llevaron al final de su viaje, y abrió los ojos sobresaltada.

La sala estaba oscura, pero no negra, y un momento después, Danica recordó que había sido atrapada en la oscuridad de la noche, y se dio cuenta de que el siguiente ocaso ya se había producido. Acompasó su respiración e intentó separar la realidad de la pesadilla.

Entonces comprendió que la realidad era una pesadilla.

Levantó las manos de repente (el movimiento hizo que unas oleadas de dolor sacudieran su pierna), se agarró el cuello, y palpó en busca de heridas de mordiscos. Se relajó un poco cuando se convenció que su piel no había sido mancillada.

Pero ¿dónde estaba? Se debatió para apoyarse sobre los codos, pero volvió a caer cuando Histra, a la que acompañaba el olor de la piel quemada, saltó y prendió la mirada en ella.

La piel que quedaba en la nuca de Histra se había roto bajo la tensión, de manera que su cara se pandeaba, como si llevara una máscara suelta y flexible. ¡Y aquellos ojos horribles! Parecía que le iban a caer de las cuencas, aterrizar en el torso de Danica y rodar por los contornos de su cuerpo.

Danica intentó no demostrar alivio cuando la horripilante criatura se apartó. Entonces vio que estaba en uno de los dormitorios de la biblioteca, probablemente en los aposentos del Decano Thobicus, pues el lugar estaba guarnecido elegantemente con madera oscura. Se veía una escribanía apoyada en la pared opuesta, bajo un fabuloso tapiz, y un diván de cuero. Incluso la cama mostraba y olía a lujo. Era una estructura de cuatro postes con un baldaquín abierto encima, y varios colchones hacían que fuera tan suave como una almohada.

—Así que estás viva —dijo Histra, con voz envenenada. Danica comprendía la fuente de esa rabia; las dos habían sido rivales en vida, cuando Histra intentó usar sus encantos, en vano, con Cadderly. Danica, con sus ojos exóticos y almendrados del color de la canela y una melena despeinada y pelirroja, era, a todas luces, una mujer bonita. A Histra, a pesar de los dogmas de su religión, no le gustaban las mujeres guapas, cuando eran rivales; y siempre lo fueron.

Ahora Histra era una criatura fea, una caricatura de su antigua belleza, y aunque tenía todas las ventajas en ese encuentro con una débil y vapuleada Danica, ese hecho la mantenía a la defensiva y a punto de explotar.

Danica usó su instinto para vencer la repulsión y el miedo. Sentía el peligro en Histra; si ésta deseara matarla, Danica poco podría hacer. Pero Histra no quería, eso creía. Rufo mandaba. Descubrió eso en su encuentro en el vestíbulo; y si Rufo quisiera que Danica muriese, la hubiera matado él mismo, en el bosque.

—Qué dulce eres —comentó Histra, hablando más para sí misma que para Danica. El cambio repentino en el timbre de su voz confirmó las sospechas de Danica sobre que la vampiresa caminaba por la cuerda floja. Histra puso una mano sobre la cara de Danica y la pasó con delicadeza por su mejilla hasta un lado del cuello.

La grotesca faz de Histra se abalanzó, la boca abierta, las babas y el gélido aliento derramándose sobre la cara de Danica.

Danica casi se desmayó, pensó que en ese instante su vida había llegado a un final inesperado. Recuperó el control deprisa, y levantó la mirada para descubrir que Histra se había retirado.

—Podría destruirte —dijo la vampiresa, como si fuera una cosa hecha—. Arrancarte el corazón y comérmelo. Clavarte los dedos en tus bonitos ojos almendrados y arañar tu cerebro.

Danica no sabía cómo reaccionar ante las amenazas. ¿Debería fingir terror ante las promesas de Histra, o seguir distante, haciéndole ver a la vampiresa que fanfarroneaba?

Se decidió por lo segundo, y dio un imaginario paso al frente.

—Kierkan Rufo no lo aprobaría —respondió con calma.

La cara de Histra mostrando los colmillos fue hacia adelante, pero esta vez, Danica ni se inmutó.

—Me quiere —dijo Danica cuando Histra se retiró.

—Yo soy su reina —protestó la vampiresa—. ¡El amo no te necesita!

—¿El amo? —susurró Danica. Era difícil para ella asociar esa palabra con Kierkan Rufo. En vida nunca fue amo de sus emociones—. ¿Te ama? —preguntó inocentemente.

—¡Me ama! —declaró Histra. Danica soltó una risita ahogada y actuó como si quisiera esconderla.

»¿Qué? —exigió Histra, mientras temblaba visiblemente.

Danica se dio cuenta de que se arriesgaba, pero no encontró otro modo.

—¿Te has mirado en un espejo? —preguntó Danica, pero se quedó callada cuando finalizó la pregunta, como si se le acabara de ocurrir algo—. Por supuesto —añadió en voz baja, condescendiente—. Ya no puedes mirarte en un espejo, ¿no?

»Rufo no ama a nadie —corrigió a Histra, aunque iba a decir que Rufo la amaba a ella y al final decidió presionar a la vampiresa un poco más—. Nunca aprendió cómo hacerlo.

—Mientes.

—Ni tú tampoco —continuó Danica—. En tus prisas por apaciguar a la diosa Sune, nunca separaste la lujuria del amor.

La mención de Sune produjo un evidente dolor en las facciones retorcidas de Histra. Levantó la mano —se veían los huesos entre los trozos de piel— como si fuera a aplastar a Danica, pero la puerta de la habitación se abrió de golpe un instante antes de que la golpeara.

—Basta —dijo la voz calmada de Kierkan Rufo.

Histra se volvió hacia la puerta y bajó el brazo gradualmente.

Rufo sacudió la cabeza y movió el brazo hacia un lado, e Histra obedientemente se dirigió hacia la pared lateral y bajó la cabeza; la piel suelta de su cara quedó colgando hasta casi rozar sus grandes senos.

—Incluso machacada como estás, tienes ganas de jugar —le dijo Rufo a Danica, en alabanza. Se acercó a la cama y mostró una sonrisa serena—. Guarda tus fuerzas —susurró—. Sana las heridas, y luego…

Danica se carcajeó de él, arrebatándole sus fantasías, su sonrisa presumida y la conducta tranquila.

—¿Y entonces qué? —preguntó sin tapujos—. ¿Tú y yo nos amaremos por toda la eternidad? —Tomó nota de que su risa socarrona hirió al vampiro profundamente—. Acababa de decirle a Histra que no sabes amar.

—Tú y Cadderly acumulasteis toda esa emoción para vosotros —contestó Rufo con sarcasmo—, como si fuera una propiedad finita…

—No —replicó Danica—, cadderly y yo aprendimos a compartir esa emoción. Aprendimos lo que significaba esa palabra.

—Te amé… —empezó a decir Rufo, aunque luego se reprimió.

—Imposible —rebatió Danica, de nuevo antes de que Rufo expusiera su argumento—. Imposible. También amaste a Histra. Sé que lo hiciste, cuando la atrajiste a tu lado. —Danica miró a Histra mientras hablaba, con la esperanza de encontrar alguna pista en la expresión de la vampiresa que la ayudara en su improvisación.

—No —empezó a argumentar Rufo, al querer explicar que no fue él quien atrajo a Histra. Danica lo cortó, y la palabra quedó en el aire con un significado muy diferente para Histra. Parecía que Rufo negara que la amara.

—¡Sí! —gritó Danica con todas sus fuerzas, y tuvo que hacer una pausa para coger aire y luchar contra las consiguientes oleadas de dolor—. La amaste —continuó, mientras se tapaba con la almohada—, cuando era guapa.

Eso llegó a Histra; Danica lo reconoció con claridad. La vampiresa levantó la cabeza, sus ya de por sí grotescas facciones aumentaron su fealdad cuando se retorcieron por la creciente rabia.

—Pero ahora es fea —dijo Danica, procurando que sus palabras transmitieran su disgusto con Rufo y no contra Histra—. Y ya no es atractiva.

Danica vio cómo Histra daba un paso adelante.

Bene tellemara. —Druzil, invisible y subido a la escribanía de la habitación, soltó un gruñido y sacudió la cabeza.

Rufo hizo lo mismo, al preguntarse cómo se le había escapado de las manos la conversación. Era difícil volver a tener las cosas bajo control y al mismo tiempo eludir el dolor que las palabras de Danica le producían.

—Si estuviera tan desfigurada —presionó Danica—, si me volviera fea, como Histra, Cadderly aún me amaría. No buscaría una nueva reina.

Los labios de Rufo buscaron formar palabras que no hubieran bastado. De pronto, se enderezó, y se mostró más digno.

Entonces Histra cayó sobre él, y ambos se fueron al suelo, rodando y chocando contra la pared. Se mordieron y arañaron el uno al otro, y golpes, patadas, todo aquello que hiciera daño.

Danica vio que la oportunidad sería breve. Se levantó hasta sentarse y con pies de plomo, pero tan deprisa como pudo, movió la pierna herida hasta un lado de la cama. De pronto se detuvo y se quedó muy quieta, intentando concentrarse en un detalle que captó su atención, y apartar los continuados ruidos del forcejeo de Rufo e Histra.

La mano de Danica salió disparada como una flecha, sus dedos agarraron algo que la mujer no veía, pero sí oía, un instante antes de que una cola puntiaguda la golpeara.

Druzil empezó a debatirse, agarrado con firmeza por la fuerte presa de la mujer. Se volvió visible, pues gastar energía mágica parecía una estupidez; Danica sabía dónde estaba.

—Sigues sin ser lo bastante rápido —dijo Danica con frialdad.

Druzil fue a responder, pero la otra mano de Danica surgió como un rayo, y lo golpeó entre los bulbosos ojos negros; y de pronto, para el imp, la habitación daba vueltas.

Druzil chocó contra la pared y cayó, mientras murmuraba el consabido «Bene tellemara» una y otra vez. Comprendió lo que Rufo le haría, o intentaría hacerle, si su ataque a Danica hubiera tenido éxito; de un modo extraño, Danica lo salvó del destierro a su plano de existencia. Pero Druzil estaba consagrado a la maldición del caos, de la que Rufo era la encarnación, y aunque éste nunca lo vería, mantener viva a aquella mujer era algo peligroso.

Danica ya estaba fuera de la cama en ese momento, saltando con la pierna buena hacia la puerta.

—¡No puedes herirme! —dijo Druzil con voz rasposa, y avanzó, batiendo las alas y golpeando con la cola.

Danica mantuvo un equilibrio perfecto sustentada en una pierna, y sus manos se movieron, trazando arcos defensivos.

La cola de Druzil atacó repetidas veces, y fue bloqueada otras tantas, y al final lo atraparon.

El imp gruñó y sacudió los dedos en el aire.

Unos proyectiles verdes de energía surgieron de las puntas de sus dedos, e hirieron a Danica.

—No puedes herirme —le dijo Druzil.

El imp fue incapaz de ver el siguiente movimiento de Danica. Sacudió la cola con fuerza, y le dio la vuelta. Entonces Danica asió las alas, una con cada mano, mientras agarraba a la vez la cola. Dando tirones y retorciendo, Danica ató las tres extremidades, ala, ala y cola, en un nudo detrás de la espalda de Druzil, y arrojó al sorprendido imp contra la pared más próxima.

—Probablemente no —convino.

Druzil rodó por el suelo, mascullando maldiciones, sin apreciar el juego de palabras, mientras Danica se volvía hacia la puerta.

Kierkan Rufo estaba ante ella, parecía divertido por cómo había manejado al imp. En la esquina más alejada, Histra estaba arrodillada y apoyada sobre sus manos, con la piel colgándole hasta el suelo, y la mirada baja, deprimida.

—Maravilloso —se congratuló Rufo, y posó la mirada en Danica.

Y Danica volvió a golpearle en la cara.

Rufo volvió la cara hacia ella deliberadamente, esperaba y aceptaba el siguiente puñetazo, y el tercero, y el cuarto, y la persistente andanada. Al final, el vampiro tuvo bastante, y con un rugido sobrenatural que hizo que unos escalofríos recorrieran la espalda de Danica, le cruzó la cara, le hizo perder el equilibrio y la agarró del brazo.

Danica sabía cómo deshacerse de esa débil presa, ¡aunque ninguna que hubiera sufrido era tan fuerte como la del vampiro! Estaba atrapada y temió que el codo se le partiera.

Consiguió levantar la mano para bloquear la bofetada de Rufo, pero su fuerza atravesó la defensa y le giró la cara. Atontada, Danica no ofreció resistencia mientras Rufo la lanzaba de vuelta a la cama, y luego se situó sobre ella, con los fuertes dedos en el cuello. Danica agarró el antebrazo de Rufo y lo retorció, pero de nuevo sin resultado.

Entonces Danica dejó de forcejear, superó su fuerte instinto de supervivencia y no hizo nada para apartar la mano de Rufo de su cuello, no hizo nada para recuperar el flujo de aire hacia sus pulmones. En ese momento, anheló que el vampiro la matara, pues la muerte era preferible a cualquier otra opción.

Luego sólo existía la oscuridad.

El camino serpenteaba de cuando en cuando con curvas cerradas entre los imponentes pilares de piedra. A veces el paisaje era majestuoso; otras, los tres se sentían como si avanzaran por estrechos corredores bajo tierra.

Como si el destino lo deseara, Cadderly no vio el penacho de humo negro que se elevaba del ala sur de la Biblioteca Edificante, la vista estaba bloqueada por la última montaña que había antes de llegar al lugar. Si hubiera visto el humo, el joven clérigo habría buscado en la canción de su dios, su magia, y andaría con el viento el resto del camino hacia la biblioteca. Ya que, mientras se apresuraba, ansioso por ayudar en la batalla a la que pensaba que se enfrentaba Dorigen, no escuchaba la canción de Deneir, no quería forzar sus energías, que habían sido tan puestas a prueba en su combate con Aballister y el Castillo de la Tríada.

Iván y Pikel saltaban por el camino junto con Cadderly, ignorantes de cualquier problema; excepto que Iván estaba cansado del viaje y quería volver a la familiar cocina de su hogar. Pikel aún estaba encantado de llevar el sombrero azul de ala ancha de Cadderly, pues pensaba que resaltaba el verde brillante de sus barbas y cabellos.

Iván opinaba que era estúpido.

Se movieron en silencio durante un rato, y en un punto, Cadderly se detuvo, al pensar que oía una canción. Se puso la mano tras la oreja; sonaba como la ofrenda del mediodía del Hermano Chaunticleer; la biblioteca estaba como mínimo a ocho kilómetros.

Mientras se apresuraba a reunirse con los enanos, Cadderly cayó en la cuenta de que no oía la canción con los oídos, sino con la mente.

Chaunticleer cantaba (era su voz) y Cadderly la oía del mismo modo que la canción de Deneir.

¿Qué significaría eso?

No se le ocurrió a Cadderly que la canción de Chaunticleer fuera la advertencia de un mal terrible. Concluyó que su mente estaba sintonizada por completo con Deneir, y que la ofrenda de Chaunticleer, también, estaba en perfecta armonía con Deneir.

Para Cadderly, la canción era algo bueno. No era constante en su mente, pero surgía lo bastante a menudo para saber que el Hermano Chaunticleer continuaba sin parar, más allá de lo normal. Sin embargo, no percibió connotaciones inquietantes en ello, simplemente se imaginó que ese día el hombre se sentía muy piadoso; en realidad quizá Chaunticleer no cantaba y oía los ecos de la ofrenda perfecta.

—¿Piensas montar otro campamento? —preguntó Iván, cada vez más hosco un rato más tarde, lo que apartó a Cadderly de la música y de sus indescifrables implicaciones.

—Como mínimo una caminata de ocho kilómetros —respondió Cadderly, después de observar el pedregoso camino que les quedaba mientras intentaba recordar dónde se hallaban—, por terreno difícil.

Iván resopló. Las Copo de Nieve, por sus estimaciones, no eran tan difíciles, ni con el invierno que aún se agarraba con uñas y dientes. Iván era de una región norteña, la salvaje Vaasa y las escarpadas Montañas Galena, donde los goblinoides eran más abundantes que los granos de arena y el viento del Gran Glaciar lo congelaban a uno en minutos.

El enano lanzó una mirada de disgusto a Pikel, que rió entre dientes como respuesta, luego dejó atrás a Cadderly y tomó la delantera.

—Esta noche —dijo Iván— entraremos por las puertas principales antes de que las estrellas brillen.

Cadderly suspiró y observó cómo Iván avanzaba con paso apresurado. Pikel seguía riendo mientras lo dejaba atrás dando saltitos.

—Dámelo —soltó Cadderly, al descubrir la fuente de las iras de Iván. Le arrancó el sombrero a Pikel, le quitó el polvo con unos golpes, y se lo puso. Entonces sacó la olla de la mochila, el casco improvisado que el enano de barba verde se había fabricado, y lo dejó caer sobre la cabeza de Pikel.

—Oh. —La sonrisa de Pikel se transformó en un triste aullido.

A algunos kilómetros del trío, al noroeste, un ruido de hojas entre las ramas despertó a Shayleigh del ensueño. Estaba inclinada bajo una rama gruesa, cerca del tronco de un olmo. Para un observador ignorante, la elfa parecería que estaba en una situación comprometida. Pero un ligero cambio llevó a la ágil Shayleigh a girar, con la espalda pegada a la rama y el largo arco preparado.

Los ojos violeta de la elfa se entornaron cuando observó el tupido follaje, buscando la fuente del ruido. No estaba demasiado preocupada (el sol aún estaba alto en el horizonte) pero conocía los sonidos de todos los animales del área, y reconoció que sea lo que fuere que hubiera llegado con tanto ruido a las ramas de ese árbol, lo haría a la carrera.

Una hoja se movió de pronto, no muy lejos de ella. Tensó la cuerda del arco.

Entonces el follaje se apartó, y Shayleigh relajó el brazo, y sonrió al ver que una familiar ardilla la miraba.

Percival descendió con un apremio inusual, y la sonrisa de Shayleigh se transformó en una expresión de desconcierto.

¿Por qué Percival, al que conocía desde hacía tiempo, estaría tan lejos de la biblioteca?, se preguntó. ¿Y qué alteraba tanto a la criatura?

A diferencia de Cadderly y los enanos, Shayleigh vio el penacho de humo, y en ese momento, pensó en darse la vuelta e investigar. Se imaginó que era un fuego ceremonial, quizás un memorial de piedras para aquellos clérigos que habían muerto durante los meses de invierno y que ahora enterraban en sus tumbas. Así que decidió que no era de su incumbencia, que su interés, estaba después de todo, en volver a Shilmista a toda prisa, donde el Rey Elbereth, sin duda, esperaba con ansia sus noticias.

Entró en la ensoñación pronto, cuando el sol estaba alto, ya que pensaba viajar por la noche.

Ahora, al ver a Percival allí, saltando a su alrededor y charloteando sin cesar, lamentó la elección de continuar. Debería haberse dirigido hacia la biblioteca, hacia Danica, su amiga, que habría necesitado su ayuda… o que aún la necesitaba.

Shayleigh se balanceó en la rama, los pies tocaban ligeramente la de más abajo. Dobló las piernas y cayó hacia atrás, sujetándose en la rama con las rodillas y se lanzó de manera que alcanzó la rama más baja con la mano. Mantuvo el impulso para girar ligeramente hasta el suelo. Percival, que la seguía, se vio en apuros para mantener su ritmo.

Shayleigh mantuvo el brazo en alto e hizo un ruido, y Percival saltó de la rama más baja hacia ella, aceptando ir montado mientras la doncella elfa corría a toda velocidad de vuelta al este, hacia su amiga.