12

Sin escapatoria

Los colmillos del vampiro buscaron su cuello, y Danica, demasiado ocupada en mantenerlo alejado, no se preocupó del aterrizaje. Apretó el codo contra la barbilla del vampiro, empujando con todas sus fuerzas, y giró para situar a Thobicus bajo ella. Se separaron ante la fuerza del encontronazo, un chasquido acompañó al impacto, sonó como si una gruesa rama se rompiera.

El vampiro no estaba aturdido por la caída, pero cuando se puso en pie de un salto y se abalanzó sobre Danica, todavía impulsado por las órdenes de Rufo, se tambaleó, y luego miró a su alrededor, como si estuviera confundido.

La luz diurna lo bañaba.

Danica soltó un quejido cuando intentó ponerse en pie, y descubrió que tenía el tobillo roto, el hueso le sobresalía rasgando su piel. Dolorida por cada movimiento que hacía, la testaruda luchadora se apoyó sobre una rodilla y se lanzó hacia adelante, mientras sus manos se agarraban con fuerza al tobillo del vampiro.

Todo lo que quiso era escapar, pero ahora era Thobicus el que lo deseaba, y volver a la confortable oscuridad de la biblioteca. Danica tenía que impedirlo. Veía la agonía en su expresión, y sabía por las leyendas que había oído cuando era niña que la luz del día lo destruiría. Incluso ante el intenso dolor, en su horrible dilema, la luchadora mantuvo la suficiente presencia de ánimo para comprender que quemar a Thobicus sería algo bueno, haría el necesario camino para purgar la biblioteca mucho más fácil.

Danica siguió agarrada a su presa. Thobicus la golpeó en la cabeza, dio patadas y gritó. Danica noto cómo uno de los ojos se le hinchaba. Oyó el crujido del cartílago cuando se le rompió la nariz, y el dolor del tobillo no aflojó, incluso se intensificó, hasta el punto de que luchó para mantener la conciencia.

Después descansaba sobre el barro frío, sobre su propia sangre. En la lejanía se oían los gritos del vampiro que huía.

Thobicus corrió hacia las puertas principales de la biblioteca. Cada uno de sus músculos temblaba por el esfuerzo, por la quemazón de la luz del sol. Era un ser débil y lamentable. Se lanzó contra la barrera de madera y fue repelido. Se tambaleó hacia atrás y cayó al suelo. Veía el agujero en la puerta que había hecho Danica de una patada. La oscuridad que había más allá lo atraía.

Un trozo de la piel sobre el ojo derecho del vampiro se fundió y cayó, nublándole la vista. Volvió hacia las puertas, pero tropezó y falló, golpeándose con fuerza contra la pared de piedra.

—¿Cómo puedes hacerme esto? —gritó, pero su voz no era más que un susurro—. ¿Cómo?

El asediado vampiro trastabillaba mientras corría junto al muro de piedra, hacia la esquina de la biblioteca. Sabía que en algún lugar al sur había un túnel, frío y oscuro.

No tenía tiempo para encontrarlo. Thobicus descubrió que estaba condenado, maldito por sus propias debilidades y por el miserable que le había mentido, Rufo.

La luz del sol caía directa en la parte de atrás del edificio, el vampiro se detuvo cuando empezó a doblar la esquina, y luego se apretó contra la pared. ¿Adonde ir? Thobicus luchó por aclarar sus ideas, por sublimar el dolor durante el tiempo necesario para recordar su mausoleo.

Frío y oscuro.

Aunque para conseguirlo, tendría que cruzar el lado soleado de los terrenos de la biblioteca. El decano apenas tenía fuerzas para enfrentarse a la perspectiva de ese dolor, pero comprendió que quedarse allí significaba la muerte.

Con un grito de contrariedad, Thobicus se lanzó para rodear la esquina y corrió a toda velocidad hacia el mausoleo. Los rayos del sol lamieron cada centímetro de su cuerpo, ardieron en su corazón y lo atormentaron más de lo que hubiera imaginado. Pero lo consiguió. Cruzó la puerta del mausoleo y sintió las frías sombras del suelo de piedra bajo su ardiente mejilla. Se arrastró hacia la esquina del fondo, abrió el nicho del Maestre Avery, y reunió fuerzas para sacar el cuerpo gordo y colocarse en el lugar de Avery.

Temblando por la agonía, se hizo un ovillo y cerró los ojos. Necesitaba dormir, recuperar fuerzas, y reflexionar sobre su insensatez y su destino. Kierkan Rufo le había mentido.

Deneir lo había abandonado.

Las sombras eran largas e inclinadas cuando Danica recuperó la conciencia. Descubrió de inmediato que había perdido un montón de sangre, e hizo una mueca de dolor cuando reunió fuerzas para bajar la mirada hacia la herida, el pie hinchado y verdoso, con la arista del hueso sobresaliendo, manchada de sangre seca, y un tendón colgando.

¿Cómo esperaba moverse, y además, quedarse en aquel lugar en el que aumentaban las sombras? Usando toda la concentración que los años de entrenamiento le habían dado, toda la voluntad que había guiado su vida, la luchadora se las arregló para apoyarse sobre un pie. Le sobrevinieron unas oleadas de vértigo, y temió que el cambio de postura hiciera que manara más sangre de la herida.

Dio un salto hacia el este, hacia el camino principal que llevaba a la biblioteca. Cayó de bruces una vez más.

Respirando con fuerza, obligando a que el aire entrara en sus pulmones para no desmayarse (por los dioses, ¡no podía desmayarse otra vez!), Danica rasgó su blusa y se dobló para alcanzar el tobillo roto. Encontró una rama cerca y se la puso entre los dientes, mordió con fuerza mientras vendaba la herida, obligando a que el hueso volviera a su sitio.

Estaba bañada en sudor cuando volvió hacia el camino, aunque salmodiaba un mantra; se puso en marcha, al principio arrastrándose, luego saltando, más y más rápido, lejos de la oscuridad.

No importó el alivio que sintió cuando dejó de ver la biblioteca porque fue contrarrestado por la puesta de sol que delineaba las montañas a su espalda. Sabía que Rufo iría tras ella; era un premio que ese miserable deseaba desde el momento en que la había visto.

Aquella zona le era familiar, y aunque el avance era mucho más difícil entre los espesos rastrojos, se desvió del camino principal, directa hacia el este sabiendo que podría volver al camino más tarde, por la mañana quizá, después de esconderse de Rufo en los espesos bosques durante la noche. Encontró un estrecho sendero entre los matojos, de un explorador o un druida, pensó, y el avance fue algo más llevadero. Entonces, con el crepúsculo descendiendo sobre ella, el corazón se le llenó de esperanza cuando vio tres formas avanzando por el sendero, dirigiéndose a la biblioteca. Danica reconoció el atuendo Oghmanita y casi gritó de alegría a los tres clérigos.

La alegría se tornó curiosidad cuando descubrió que uno de ellos andaba hacia atrás, tenía la cabeza mirando a su espalda. Danica se quedó sin aliento, y también sin esperanza, cuando los andares rígidos de los tres hombres, los tres muertos, se hicieron evidentes, pensó que estaba condenada, pues deberían haberla visto.

Danica se apoyó en el tronco de un árbol, sabiendo que no sería capaz de rechazarlos.

A metro y medio.

Lanzó un golpe penoso y rozó el hombro de uno, pero el zombi apartó un pie y continuó andando, ¡ante las narices de Danica!

Danica no comprendía, y no cuestionó su suerte. Miró atrás una sola vez hacia los monstruos que se alejaban, y luego prosiguió su avance, al tiempo que se preguntaba si todo el mundo había caído bajo la oscuridad.

Seguía avanzando después del ocaso, cuando las sombras se hicieron más espesas y empezaron a oírse los cantos de los pájaros nocturnos. Encontró una oquedad y se desplomó, pensando que tenía que descansar, con la esperanza de estar viva cuando los primeros rayos de sol se deslizaran sobre las Llanuras Brillantes. Los restos duros de la acumulación de nieve le ofrecieron algún alivio cuando Danica apretó el frío hielo sobre el tobillo. Dibujó una «V» en el montón y aseguró el pie, y luego se tumbó, mientras continuaba su mantra, intentando sobrevivir a la noche.

Un rato más tarde, oyó música. No era inquietante, sino alegre, y pronto reconoció la canción como un indecente alboroto de mercaderes. Después de un momento de confusión, Danica se acordó de la estación en la que estaba, recordó que los mercaderes a menudo venían de Carradoon para reabastecer la biblioteca después del largo invierno.

Así que todo el mundo no había caído, descubrió, aún no, y eso le dio esperanzas.

Danica se echó hacia atrás y cerró los ojos, necesitaba dormir.

Pero no se lo podía permitir, comprendió más tarde, cuando reflexionó sobre la situación. No podía quedarse allí y dejar que la caravana de mercaderes avanzara. No dejaría que aquellos inconscientes entraran en la guarida de Rufo, ¡buscándola a ella, a lo mejor encontraba la caravana esa misma noche!

Antes de ser consciente de sus actos, Danica estaba en pie y moviéndose otra vez, trastabillando entre los matojos. Vio la fogata casi de inmediato y se dirigió hacia allí.

Tropezó antes de llegar y no tuvo fuerzas para levantarse, pero se arrastró, entre el mareo y la náusea.

—¡Aquí! —gritó un hombre al borde del campamento cuando Danica atravesó la última línea de matojos. Vio el brillo de una espada cuando el hombre saltó hacia ella. Al parecer pensaba que era un ladrón o algún animal salvaje.

Lo siguiente que supo Danica, era que estaba sentada junto a un carro cubierto, con la pierna rota elevada ante ella y una anciana que le atendía la herida con cuidado. Varios hombres, mercaderes y sus escoltas, la rodeaban, todos con miradas de preocupación, y más de uno se mordía el labio.

La anciana movió ligeramente el tobillo, y Danica soltó un grito. Entonces la mujer se volvió hacia sus compañeros y asintió apesadumbrada.

—Tenéis que… —empezó a decir Danica, luchando para tomar aire—. Tenéis que huir.

—Calma, muchacha —intentó confortarla uno de los hombres—. Ahora estás segura.

—Huid —repitió Danica—. ¡Huid!

Los hombres se miraron entre ellos, todos ellos se encogieron de hombros.

—A Carradoon —consiguió decir—. Huid de este…

—Tranquila muchacha —interrumpió el mismo hombre.

—¡Un clérigo! —dijo una voz esperanzada desde un lado del campamento—. ¡Un clérigo de Oghma!

Surgieron unas sonrisas esperanzadas en aquellos que atendían a Danica, pero la cara de la chica palideció aún más.

—¡Corred! —gritó, y apartó la pierna de la anciana y se arrastró junto al carro, hasta que apoyó los hombros sobre éste y se puso en pie de nuevo.

El mismo hombre habló para confortarla.

Fue el primero en morir, lo lanzaron por encima del carro y fue a chocar contra el tronco de un árbol, que le partió el cuello.

En un momento, el campamento era presa de la histeria. Dos clérigos Oghmanitas, que se entregaron a la oscuridad, y una hueste de zombis, tenían órdenes de matar.

Los mercaderes lucharon con valentía, al entender el precio de la derrota, y muchos zombis acabaron destruidos. Pero tres vampiros, incluido el amo, rompieron sus filas, y los destrozaron.

Varios mercaderes huyeron hacia la oscuridad entre gritos.

Tres adoptaron posiciones defensivas alrededor de Danica y la anciana, que no abandonó a la herida.

Kierkan Rufo se enfrentó a los tres. Medio inconsciente, Danica esperó un fiero combate, pero por alguna razón, en medio de toda la histeria del campamento, el grupo permaneció tranquilo.

Entonces descubrió que Rufo les hablaba, los apaciguaba con una red de palabras, se colaba en su mente y les hacía ver cosas que no eran verdad.

—¡Os miente! —chilló Danica—. ¡Tapaos las orejas! ¡Negadlo! ¡Oh, por la luz que es vuestro dios, el que sea, ved el mal tal cual es!

Nunca comprendió de dónde vino esa repentina energía, dónde encontró la fuerza para gritar a esos tres hombres condenados, pero aunque pronto murieron a manos de Kierkan Rufo, no sucumbieron a la oscuridad. Hicieron caso de las palabras de Danica y encontraron la fuerza de la fe para renegar del vampiro.

Ese combate aún duraba, uno de los hombres alcanzó a Rufo con una espada bañada en plata, cuando la anciana que estaba junto a Danica soltó un chillido repentino y se desplomó sobre el carro.

Danica miró en esa dirección y vio cómo uno de los vampiros acechaba, con una sonrisa que mostraba sus colmillos, la mirada prendida en Danica.

—¡Déjala en paz! —gritó la anciana, y sacó un garrote de algún sitio (parecía el mango de un batidor de mantequilla) y le dio un golpe en la cabeza. El monstruo miró a la anciana con curiosidad, y ésta levantó el garrote una segunda vez. La mano del vampiro salió disparada y la agarró por el cuello. Danica apartó la mirada pero no pudo evitar oír el sonido de los huesos rotos.

Entonces el vampiro se encaró con ella, con una expresión lujuriosa y salvaje.

Danica le golpeó en la boca.

Pareció sorprendido, pero no herido.

Danica volvió a golpearlo, la fuerza le retornaba con la rabia. Miró a la anciana que la había ayudado —yacía muerta en el suelo—, y lanzó dos puñetazos, alcanzando con golpes alternados la garganta del vampiro. La tráquea se partió bajo aquellos golpes, y el aire dejó de pasar.

Pero los vampiros no respiraban.

Danica le golpeó una docena de veces más antes de que la agarrara y la mantuviera firme. Estaba atrapada, Rufo seguía luchando, y no podía hacer nada.

Ante su cara surgió un destello blanco, y el vampiro se retiró de repente, inesperadamente. Le costó un momento darse cuenta de que se enfrentaba a una ardilla que lo mordía y arañaba.

Danica se apartó del carro y saltó, sólo pensaba en ayudar a Percival.

El vampiro se sacudió la ardilla de encima y la arrojó a un lado, cuando Danica saltó, chocó con él, y lo tiró al suelo. Dieron vueltas, Danica afirmó el pie contra el abdomen del vampiro y empujó con todas sus fuerzas cuando se situó debajo.

Oyó un crujido, una rama se partió cuando el vampiro detuvo su ascenso.

Cuando el mundo dejó de girar para la pobre Danica, apreció la suerte que, por el momento, la salvó, ya que el vampiro estaba empalado por el pecho, mientras agitaba brazos y piernas.

Se envalentonó al ver que Percival corría a toda prisa por el mismo árbol, aparentemente ileso.

De pronto Danica fue levantada, apresada por las garras de Kierkan Rufo. Miró su brazo desnudo y descubrió que sus heridas estaban curadas, excepto el enrojecido trozo de piel que había tocado la luz del sol en la puerta principal.

—No huirás más —prometió Rufo, y Danica se estremeció. No tenía aliento ni fuerzas. El combate había acabado.

El vampiro que quedaba se unió a Rufo. Miró la rama de árbol, a su amigo que colgaba flácido, y una expresión malvada cruzó sus facciones.

Miró encolerizado a Danica y se dirigió hacia ella. A Danica le pareció extraña la facilidad con la que Kierkan Rufo detuvo al enfurecido vampiro. Rufo simplemente levantó la mano, y el vampiro se apartó un paso, gimiendo.

—Ésta es para mí —le recordó Rufo.

El vampiro volvió a mirar a su compañero colgado.

—Si lo arranco de la rama, volverá con nosotros —razonó de pronto, y según decían las leyendas, esa afirmación era verdad.

—¡Déjalo! —ordenó Rufo cuando el vampiro se precipitaba hacia el no muerto empalado. El vampiro volvió la mirada hacia su amo.

—Obró contra mi voluntad —explicó Rufo—. Habría matado a Danica, o se la habría quedado. Abandónalo al destino que se merece.

Danica vio la escéptica y pérfida expresión que nubló la cara pálida del vampiro. En ese momento, el Oghmanita odiaba a Rufo con todo su corazón y su alma, lo único que deseaba era degollarlo. Pero ese odio pronto se convirtió en resignación, y el vampiro se alejó.

—Nuestras pérdidas son grandes —comentó, y a Danica le pareció curioso que fuera él el que cambiara de tema.

Rufo se burló de la idea.

—No eran más que zombis —respondió—. Volveré mañana por la noche y los volveré a animar, y también a aquellos que la defendieron. —Sacudió a Danica, lo que hizo que unas oleadas de dolor subieran de su tobillo.

—¿Qué pasará con Dyatine? —exigió el vampiro, mientras miraba el árbol.

Rufo se calló por un momento.

—Falló —decidió Rufo—. Su carne será pasto del sol.

Para el vampiro Oghmanita, parecía un derroche. Pero ése era su modo de actuar, decidió, ése era el rumbo que había escogido. Pues que así fuera.

—Necesitas dormir —susurró Rufo, mientras miraba a Danica con expresión serena. Danica notó las palabras en vez de oírlas, sintió que caer en el sopor sería algo bueno.

Sacudió la cabeza con fuerza, al darse cuenta de que tendría que combatir a Rufo hasta el final, a cada instante.

Rufo se la quedó mirando, preguntándose de dónde venía esa fuerza interior.

Danica le escupió en la cara.

Rufo la golpeó con fuerza antes de darse cuenta de lo que hacía, y Danica, magullada y débil por la perdida de sangre, cayó inconsciente al suelo. El enfadado vampiro la agarró por el pelo, empezó a arrastrarla, y le dijo a su esbirro que reuniera a los zombis que quedaban y lo siguieran hasta la biblioteca.

Rufo aún no había abandonado el campamento cuando lo que le quedaba de corazón tiró de él, le recordó sus sentimientos por Danica. Se inclinó y la levantó en brazos, acunándola, aunque su cuerpo no tenía calor que ofrecer. Vio el brillo de su pálido cuello bajo la luz de la luna y estuvo tentado de alimentarse, de beber de la sangre de ella, y el acto de negarse ese placer fue la decisión más dura que tomó Kierkan Rufo en su vida, pues sabía que Danica no podía permitírselo, seguro que moriría y se perdería para siempre.

Arriba, en los árboles, por encima de la carnicería, Percival observó cómo la impía procesión se alejaba. La ardilla conocía su rumbo, y salió disparada, por las ramas, hacia la noche, buscando a alguien que no estuviera aliado con Kierkan Rufo.