11

La caída de Danica

El gancho de derecha de Danica alcanzó a Rufo en un lado de la mandíbula y le hizo volver la cabeza. Despacio y de forma inquietante, el vampiro volvió a hacer frente a la luchadora.

Danica lo alcanzó de nuevo con otro gancho, y luego otro, en el mismo lugar, con el mismo puño.

Rufo soltó una carcajada mientras se volvía despacio, sin una marca o verdugón en su pálida mejilla.

—No puedes herirme —dijo el vampiro en un tono tranquilo.

En respuesta, Danica levantó la rodilla e impactó en la entrepierna de Rufo, la fuerza del impacto puso al vampiro de puntillas.

Rufo sólo sonrió.

—Debería haberme imaginado que no tenías nada —dijo Danica, azuzando al monstruo con palabras.

La daga con la empuñadura de oro, esculpida en forma de tigre, se hundió al instante en el antebrazo de Rufo. Antes de que éste reaccionara, la experta luchadora rasgó todo su brazo, luego la arrancó y le hizo un corte en la cara, desfigurando la misma mejilla que había golpeado.

Entonces empezó a lanzar golpes, y lo mismo hizo Rufo; Danica soltó tajos en una y otra dirección, mientras las manos de Rufo intentaban en vano agarrar la sucia hoja. Danica le hizo pequeños cortes, y luego hundió la daga encantada en el pecho de Rufo, buscando su corazón.

En el momento en que Rufo se quedó paralizado, con los brazos colgando y una expresión de sorpresa en la cara, pudo decir que había alcanzado el blanco. Sin parpadear, mientras miraba al vampiro de hito en hito y sin miedo, Danica dio un giro brusco.

Un lado de la boca de Rufo empezó a contraerse; Danica esperaba que cayera.

El vampiro mantuvo la pose macabra durante un largo rato, mientras unos ruidos escapaban de su boca.

«¿Por qué no se desploma? —se preguntó Danica—. ¿Por qué no se muere de una vez?».

Su confianza empezó a flaquear cuando la mano de Rufo se dirigió hacia su muñeca. Dio otro tirón brusco con la daga, y el vampiro hizo una mueca de dolor. Repitió el movimiento, y aunque el dolor de Rufo era evidente, la mano mantuvo el inexorable avance.

De pronto, unos fuertes dedos aferraron con fuerza la muñeca de Danica. La mano izquierda de la luchadora se convirtió en algo borroso, golpeando la cara y el cuello del vampiro.

Rufo ni pestañeó, sólo miró mientras poco a poco obligaba a Danica a retirar la hoja; los músculos, tensados por el esfuerzo, no eran rival para la fuerza física del vampiro. Tan pronto como la punta de la daga salió de su pecho, Rufo levantó con fuerza el brazo de Danica.

—¡Estúpida! —dijo, lanzándole el apestoso aliento a la cara.

Danica le golpeó la nariz con la frente.

Rufo tiró de ella hacia atrás, y la otra mano salió disparada, y le arrancó la daga, que salió volando por los aires.

—No puedes herirme —repitió Rufo, a pesar de sus evidentes y dolorosas heridas.

Esta vez, con las dos armas encantadas fuera de su alcance, Danica descubrió que tenía razón. Y que Rufo la iba a hacer trizas.

—¡Mírame! —se oyó un grito desde la otra punta del vestíbulo. Rufo y Danica se volvieron para ver a Histra arrodillada cerca de la puerta de la capilla, mirándose las manos, que tenía ante los ojos. La piel le colgaba hecha jirones. Histra miró quejumbrosa a su amo, y ni Rufo fue capaz de disimular el disgusto del espectáculo, ya que Histra, que se había pasado la vida acicalándose y empolvándose la cara, parecía una caricatura de su antiguo yo, una broma cruel de la orden de Sune, Diosa del Amor. Unos pellejos quemados colgaban bajo su mentón y, aunque permanecían intactos, no había piel alrededor de sus ojos, y parecía que se le iban a caer de la cara. El labio superior no estaba, al igual que la piel de un lado de la nariz. Su pelo, antaño una melena bella, sedosa y atrayente, no era ahora más que unos grises mechones sucios y cortos.

El asco de Rufo surgió como un largo y fuerte gruñido, y sin pensar en el movimiento, apretó más fuerte la muñeca de Danica y bajó el brazo, obligando a Danica a ponerse de rodillas. La luchadora pensó en aprovechar la distracción de Rufo y liberarse; pero, aunque con la mano libre trataba de levantar uno de los dedos de Rufo, no conseguía moverlo. Intentó retorcer el brazo, pero Rufo, sin pensarlo, la mantenía firme. Pronto Danica llegó a aceptar que todos sus esfuerzos sólo conseguirían dislocarle el hombro.

—Eres un vampiro —dijo Rufo, para reconfortar a Histra—. Tus heridas sanarán. —Danica no notó demasiada convicción en la voz de Rufo, y entendió el porqué. Los vampiros se regeneraban como los trolls, sus heridas sanaban y renovaban su sangre. Las llamativas heridas de Histra estaban causadas por el fuego, y no se regenerarían.

—¡Busca un espejo! —gritó Danica de repente—. ¡Mira lo que tu elección te ha hecho!

Rufo se volvió y le clavó la mirada; sentía cómo aumentaba la presión de la presa, y eso le recordó que se la estaba jugando.

—¿Inmortalidad? —preguntó Danica con audacia. Soltó un gemido cuando Rufo movió el brazo ligeramente—. ¿Eso es lo que te prometió? —continuó la luchadora con obstinación—. ¡Entonces serás fea para toda la eternidad!

Danica sabía que la última afirmación le dolería a Histra más que cualquier otra cosa en el mundo. Rufo también y la mirada que le clavó a Danica le prometía nada menos que una agonía eterna. Rufo soltó la mano, y abofeteó con tanta fuerza a Danica que casi la dejó inconsciente.

Sacudió la cabeza y sintió cómo la sangre caía por su oreja cuando Rufo le volvió a pegar.

—¡Tus heridas no sanarán! —gritó Danica con los dientes apretados, mientras intentaba desviar los continuos ataques con su mano libre.

Rufo abrió la boca de par en par, sus colmillos se acercaban al cuello de Danica.

—¡Las ha causado el fuego! —aulló Danica, y luego soltó un grito, al pensar que iba a morir.

Ultrajada más allá de la razón, Histra se abalanzó sobre Rufo, y lo aplastó contra la pared.

Danica movió las piernas y lanzó todo su peso hacia un lado. Oyó cómo se le dislocaba el codo, pero tenía que hacer caso omiso del dolor agónico, liberarse.

Lo consiguió cuando Rufo lanzó a Histra al otro lado del vestíbulo, donde la desfigurada sacerdotisa se desplomó al suelo, mientras los sollozos le sacudían los hombros.

Danica estaba de pie, pero Rufo estaba preparado.

—¿Adónde huirás? —preguntó el vampiro despreocupadamente. Danica volvió a mirar las puertas principales de la biblioteca, pero Rufo soltó una carcajada ante la idea.

»Eres mía. —El vampiro avanzó un paso, y el pie de Danica se levantó con fuerza, le alcanzó el pecho y lo apartó. Danica giró, con una de las piernas extendida, y Rufo, sin entenderlo, simplemente se rió y se mantuvo apartado, a todas luces fuera de su alcance.

Tan pronto como el pie descendió, el vampiro se abalanzó, pero Danica consiguió su objetivo, nunca quiso alcanzar a Rufo. El pie ascendió y atravesó las puertas exteriores de la biblioteca, astillando la madera. Rufo dio un paso dentro del alcance de un rayo de sol que se colaba por el agujero.

El vampiro reculó, levantó los brazos para bloquear la luz abrasadora. Danica se dirigió a la puerta, pensando en hacer el agujero más ancho y escapar hacia la luz del sol; pero Rufo lanzó un puñetazo y le rozó el hombro, y, aunque fue lo bastante rápida para prepararse para el golpe, se descubrió dando vueltas en el aire.

Recuperó el equilibrio y cayó dando una voltereta que absorbió el impacto, entonces se puso en pie a muchos metros de la puerta. En ese momento Rufo ya había dejado atrás el rayo de sol y ahora le bloqueaba el camino.

—Maldito —murmuró Danica, la maldición más apropiada, y se volvió para escapar por la escalera.

Banner se pasó el día durmiendo, un sueño profundo lleno de ansias de poder, disfrutando de los placeres que Kierkan Rufo le había prometido. Había renegado de su dios, dejando atrás todo lo que aprendió sobre ética, a cambio de ventajas personales.

No sentía remordimientos, culpa, que interrumpieran su sopor. En realidad Banner era un ser maldito.

Sus sueños lo llevaron a Carradoon, a un burdel que visitó una vez, en la víspera de que lo aceptaran en la Biblioteca Edificante. ¡Qué bellas eran las mujeres! ¡Cuán maravilloso su perfume!

Banner las imaginó como sus reinas, caras pálidas, compartiendo su vida, bañándose en la cálida sangre.

La calidez.

Las oleadas de calor recorrieron al vampiro durmiente, y se encumbró en ellas, imaginándolas como sangre, un cálido mar de sangre.

La calidez tomó un cariz cruel, empezó a lamer dolorosamente los costados de Banner. Abrió los ojos y, para su horror, se descubrió inmerso en una espesa nube gris. Unas vaharadas de humo se elevaban del forro del ataúd, se colaban bajo la cama del segundo piso de la biblioteca, justo encima de la capilla que Dorigen había abrasado.

El pelo de Banner estalló en llamas.

El vampiro chilló y golpeó hacia arriba, sus poderosos puños atravesaron la madera del ataúd y las astillas ardientes cayeron sobre él.

Banner se debatió a lo loco, pateando y rompiendo su prisión de llamas. Sus ropas ardieron con mordientes fuegos anaranjados. La piel de un brazo burbujeó y formó ampollas. Pensó en volverse gaseoso, como había visto que Rufo había hecho en una ocasión, pero aún no estaba del todo en el reino de los no muertos, aún no controlaba el vampirismo hasta ese grado.

Banner empujó el ataúd en llamas a un lado y se puso en pie tambaleante, lejos de la abrasadora caja. Su habitación ardía; no veía la puerta a través de la luz de las llamas. Varios zombis, incluido Fester Rumpol, estaban en medio de la conflagración, sin sentir dolor por la llamas, aunque los consumían. Eran seres sin mente, y no sabían que tenían que huir del fuego, no sentían ni el miedo ni el dolor.

Mirando a Rumpol, Banner descubrió que envidiaba al zombi.

Unas cenizas ardientes se colaron en los ojos del vampiro, cegándolo e hiriéndolo, y corrió desesperado, saltó hacia la puerta, pero chocó contra la inquebrantable pared de piedra.

Cayó al suelo, entre estertores agónicos, las hambrientas llamas lo atacaban desde todas partes, como si coordinaran su ataque. No había adónde huir, no lo había…

Entonces los ojos de Banner desaparecieron, pero por primera vez desde que sucumbiera a las tentaciones de Kierkan Rufo, el clérigo maldito vio la verdad.

¿Dónde estaban las promesas de Rufo? ¿Dónde estaba el poder, la sangre caliente?

En sus últimos instantes de existencia, Banner comprendió su desatino. Quiso pedir ayuda a Deneir, pedir perdón, pero, como todo lo demás en su vida, ese intento se basaba en sus necesidades. No había caridad en el corazón de Banner, y murió sin esperanza.

Al otro lado de la habitación, las llamas consumieron a los zombis, incluido el cuerpo de Fester Rumpol. El espíritu, la esencia, de Fester Rumpol no sintió nada, ya que se mantuvo fiel ante la adversidad, siguió su fe más allá de la muerte.

Salió en el descansillo del segundo piso y corrió hacia el Decano Thobicus. Las manos de él se asieron a sus brazos, la mantuvieron a distancia, y, por un instante, Danica pensó que encontraba un aliado, un clérigo que expulsaría al abominable Rufo.

—Fuego —tartamudeó—. Y Rufo…

Danica se calló de pronto, se calmó, y miró con cuidado los ojos de Thobicus. Articuló en silencio «No», una y otra vez, mientras sacudía la cabeza despacio.

No podía negar la verdad, aunque, si el Decano Thobicus también había caído en la oscuridad, entonces la biblioteca estaba condenada.

Danica respiró, sin resistirse, y el vampiro mostró una sonrisa malvada, mostrando sus colmillos, a sólo unos dedos de la cara de Danica.

El pie de Danica apareció de improviso, y alcanzó a Thobicus bajo la nariz, lanzándole la cabeza hacia atrás con violencia. Los brazos de la luchadora dibujaron un círculo, los puños se cruzaron frente a su pecho, y se dirigieron hacia los codos del decano. Aunque las manos del vampiro eran firmes, la palanca la liberó. Volvió a levantar el pie, y de nuevo lo alcanzó bajo la nariz, sin hacer daño, pero ganando el tiempo que necesitaba para escapar.

Estaba de nuevo en la escalera y por un momento pensó en bajar, pero Rufo se carcajeaba mientras subía los escalones tras ella.

Danica subió, hacia el tercer piso. Un zombi estaba en silencio en la escalera, pero no ofreció resistencia cuando Danica le hundió el puño en la cara hinchada, y lo arrojó escalera abajo para bloquear a sus perseguidores.

Estaba en el pasillo del tercer piso, pero ¿adónde ir? Miró a la derecha, al sur, y luego a la izquierda, y se descubrió corriendo en esa dirección, hacia la habitación de Cadderly.

Los pies de Rufo no hacían ruido mientras se deslizaban por el suelo, pero Danica oía sus carcajadas burlonas a su espalda cuando se metió en la habitación de Cadderly, le cerró la puerta en la cara y puso la tranca en su sitio. Encontró otro zombi más en la habitación, que estaba quieto, y lo golpeó con una brutal andanada de patadas y puñetazos que lo destruyeron en un instante. Su pecho estalló cuando tocó el suelo, y Danica sintió náuseas.

Aquellas náuseas desaparecieron por el miedo cuando el fuerte puño de Rufo aporreó la puerta.

—¿Adónde huirás, dulce Danica? —preguntó el vampiro. Un segundo golpe hizo que la barra temblara, amenazó con arrancar la puerta de las bisagras. Por instinto, Danica lanzó su peso contra la puerta, apuntalándola con su considerable fuerza.

Los golpes cesaron, pero Danica no se relajó.

Entonces vio el vapor verde, la niebla de Rufo, que se colaba bajo la puerta, y no había manera de detenerlo. Se dirigió entre tambaleos al otro lado de la habitación, hipnotizada por la transformación del vampiro, pensando que estaba condenada.

El frenético parloteo de una ardilla le aclaró las ideas. La habitación de Cadderly era una de las pocas de la biblioteca que tenía una ventana bastante grande, que el joven clérigo usaba para sentarse en el tejado y alimentar con nueces de cacasa a Percival.

Danica saltó por encima de la cama.

—¿Adónde huirás? —preguntó el vampiro de nuevo, que recuperó su forma corpórea. Rufo obtuvo su respuesta en forma de punzante luz solar cuando Danica arrancó las tablas que bloqueaban la ventana.

»¡Insolente! —rugió Rufo. Danica soltó un gruñido y arrancó otra de las planchas. Entonces vio a Percival, a través del cristal, que saltaba en círculos sobre el tejado; el querido Percival, que acababa de salvarle la vida.

La luz que caía sobre Rufo era indirecta, ya que la ventana estaba encarada al este, a las Llanuras Brillantes, y el sol ya se dirigía al oeste. Sin embargo, el vampiro no se acercaría, no se atrevería a perseguir a Danica bajo la luz del sol.

—Volveré a por ti, Rufo —prometió Danica al recordar a Dorigen—. Volveré con Cadderly. —Cogió una tabla y rompió el cristal.

Rufo gruñó y dio un paso hacia ella, pero la luz lo rechazó. Hizo trizas la barra que bloqueaba la puerta y la abrió, y Danica pensó que iba a huir.

El Decano Thobicus estaba en el pasillo. Levantó la mano a la defensiva tan pronto como la puerta se abrió y la débil luz solar lo alcanzó.

—¡Atrápala! —le gritó Rufo.

Thobicus dio un paso al frente, a pesar de las protestas de su mente. ¡Ahora era una criatura de la oscuridad y no podía tocar la luz! Miró quejumbroso a Rufo, pero no había transigencia en la expresión de su amo.

—¡Atrápala! —repitió Rufo.

Thobicus sintió cómo avanzaba a pesar del dolor, de las protestas de su mente. Rufo lo forzaba, como lo hizo una vez Cadderly. ¡Se había entregado a la oscuridad y no era capaz de negarse a la voluntad de Rufo!

Entonces Thobicus supo que era un ser lamentable. En vida había sido dominado por Cadderly, y ahora, muerto, por Rufo. Eran uno y lo mismo, decidió. Uno y lo mismo.

Sólo cuando se acercó a la ventana, el Decano Thobicus se dio cuenta de la verdad, a Cadderly le había guiado la ética; Cadderly no habría hecho que saltara por la ventana. Cadderly, Deneir, era la verdad.

Pero Thobicus había escogido la oscuridad, y a Rufo, su amo, no lo guiaba ningún código moral, lo impulsaban sus deseos.

—¡Atrápala! —exigió la voz, la voluntad del vampiro.

Danica no había roto el suficiente cristal para atravesar con seguridad la ventana, y se dio media vuelta y golpeó la cabeza del vampiro, que se acercaba con la tabla.

Thobicus gruñó, pero no había alegría en su aparente victoria, ya que en ese momento sabía que era la víctima, no el vencedor.

Danica empujó los restos astillados de la tabla hacia el pecho de Thobicus, pensó en clavar la improvisada estaca en su corazón. Aunque el decano levantó una mano para desviar el golpe, la puntiaguda madera se hundió en su estómago.

Thobicus miró a la luchadora, casi con sorpresa. Durante un momento, se estudiaron el uno al otro, y Danica pensó que el decano parecía triste y compungido.

La voluntad de Rufo atravesó la mente de Thobicus de nuevo, y sus pensamientos no fueron lo suyos.

Danica y Thobicus se movieron al unísono, ambos rompieron la ventana. La atravesaron en un forcejeo, el cristal rasgó los brazos desnudos de Danica.

Rodaron sobre el tejado, Thobicus agarrado con fuerza y Danica sin atreverse a detener el impulso, sabía que si dejaban de moverse, estaría atrapada y la llevarían ante Rufo. Rodaron una y otra vez; Thobicus intentó morder a Danica, y ella le puso la mano en la cara, manteniéndolo apartado. Para los dos el mundo se transformó en un trazo confuso.

Los parloteos de Percival se transformaron en chillidos de protesta cuando Danica y Thobicus se precipitaron hacia el suelo.