9

Las palabras de Romus Scaladi

Adiós —se despidió Shayleigh cuando las tres mujeres llegaron a una bifurcación la mañana siguiente. Uno de los caminos se dirigía al sur, hacia la biblioteca. El otro continuaba hacia el oeste—. El Rey Elbereth estará contento de oír lo que tengo que decirle.

—¿Todo? —preguntó Dorigen, y la sagaz doncella elfa supo que se refería a sí misma, al hecho de que aún seguía con vida y preparada para afrontar el juicio por sus crímenes.

La sonrisa de Shayleigh fue respuesta suficiente para Dorigen.

—Elbereth no es de los que se vengan —añadió Danica con optimismo.

—El Rey Elbereth —corrigió Dorigen al instante—. Me quedaré en la biblioteca —le dijo a Shayleigh—, sea cual sea la decisión de los clérigos, para esperar noticias de tu rey.

—Me gustará anunciarte una sentencia justa —respondió Shayleigh, y con un gesto de la cabeza se fue, avanzando por el camino con tanta gracia y silencio que les pareció que era casi una ilusión, un tapiz artístico, la perfecta personificación de la naturaleza. Desapareció de la vista en apenas unos segundos, su capa de color gris verdoso camuflaba su forma entre las sombras del bosque, aunque ni Danica ni Dorigen dudaron un momento que ella aún las veía.

—Siempre me sorprenden sus gráciles movimientos —comentó Dorigen—. Tan sutiles y delicados, incluso en el combate. Nunca he conocido una raza que igualara la ferocidad de los elfos.

Danica estaba de acuerdo. Durante la guerra en Shilmista, la luchadora convivió con los elfos, y le pareció que todos sus años de entrenamiento en la armonía y el movimiento le habían hecho algo más afín a lo que era natural en el pueblo de Shayleigh. Deseó ser una elfa, o haber nacido entre ellos. Entonces estaría más cerca del espíritu de los escritos del Gran Maestro Penpahg D’Ahn.

Seguía mirando el camino. Se imaginó que volvería a Shilmista y trabajaría con la gente de Elbereth, para llevarles la visión de Penpahg D’Ahn. Visualizó un prado lleno de elfos, que practicaban la grácil danza de lucha del gran maestro, y esa visión hizo que el corazón se le desbocara.

Danica apartó la imagen de su mente, recordó el comportamiento del pueblo élfico, lo que significaba emocionalmente ser un elfo. Eran una gente tranquila e imprevisible, se distraían con facilidad, y aunque eran fieros en la batalla, su manera de ser era festiva. La gracia de su agilidad era natural, no se debía a la práctica, y eso difería mucho de la vida de Danica. Al seguir a su maestro, pocas veces era espontánea, siempre estaba concentrada. Incluso Shayleigh, a la que desearía a su lado cuando el peligro estuviera cerca, era incapaz de hacer algo durante mucho tiempo. Durante las semanas que vivieron en las cuevas, esperando a que terminara el invierno, la elfa pasó muchas horas, incluso días, ensimismada en la nieve, y a veces se levantaba para bailar, como si no hubiera nadie más allí, como si en el mundo nada fuera tan importante como la caída de los copos de nieve, los movimientos que realizaba y de los que apenas era consciente.

Los elfos no seguirían la rigurosa disciplina de Penpahg D’Ahn. No pretendía comprenderlos, a ninguno de ellos, ni a Shayleigh, a la que apreciaba tanto. La elfa era leal hasta la muerte, pero no entendía sus motivaciones.

Shayleigh veía el mundo desde una perspectiva que Danica no comprendía, situaba la amistad en un plano diferente. Aunque Danica no dudaba del aprecio que sentía Shayleigh por ella, sabía que la doncella elfa sería testigo del amanecer de muchos siglos después de que ella muriera de vieja. ¿A cuántos humanos llegaría a conocer y apreciar en aquellos siglos? ¿Resistiría el recuerdo de Danica la prueba de los años o se convertiría en un momento fugaz de los futuros ensueños de Shayleigh?

En pocas palabras, no había manera de que Danica llegara a ser tan importante a los ojos de Shayleigh como lo era para ella. La recordaría vivamente hasta el último suspiro.

Reflexionó por un momento en la diferencia entre ellas y decidió que su existencia era mejor, más apasionante. A pesar de ello, descubrió que envidiaba a Shayleigh y a su pueblo. La doncella elfa de cabellos dorados poseía de forma innata lo que ella perseguía: la paz y el donaire de la verdadera armonía.

—¿Llegaremos hoy? —preguntó Dorigen, y por primera vez, Danica notó un ligero temblor en la decidida voz de la mujer.

—Sí —respondió Danica mientras se ponía en marcha por el camino del sur.

Dorigen se paró un momento, reuniendo coraje. Sabía que hacía lo correcto, que les debía eso, al menos a la biblioteca y a los elfos. Sin embargo, el primer paso de la maga fue duro, igual que el segundo, el tercero, y todos los demás.

A una corta distancia, por el otro camino, Shayleigh observó cada uno de los movimientos de Dorigen. No dudó de su sinceridad, sabía que la maga quería seguir adelante, pero también que el camino sería más difícil de lo que Dorigen daba a entender. Era bastante posible que caminara hacia su muerte. Shayleigh comprendió que en algún punto del camino, Dorigen tendría que luchar contra su instinto de supervivencia, el más básico y poderoso de los instintos humanos.

Shayleigh esperó un momento más, luego se perdió en silencio en la maleza que bordeaba el camino. Si Dorigen perdía esa batalla, estaría preparada.

Hasta este momento, Shayleigh pensó en Dorigen como amiga, pero la doncella elfa no olvidaba las cicatrices de Shilmista. Si Dorigen no podía enfrentarse a la legítima sentencia de los vencedores, entonces establecería el veredicto de Shilmista… en forma de flecha bien dirigida.

—¿Dónde está Bron Turman? —preguntó nervioso uno de los clérigos más jóvenes. Se apoyó sobre una de las balaustradas que rodeaban el altar en una de las capillas del primer piso de la biblioteca.

—¿O el Decano Thobicus? —añadió otro.

Romus Scaladi, un clérigo de Oghma de tez oscura, bajo, y cuyas espaldas parecían tan anchas como su altura, intentó calmar a los cinco clérigos de ambas órdenes, mientras hacía gestos con las manos y siseaba, como si los hombres fueran niños.

—Y seguro que Cadderly volverá —dijo un clérigo esperanzado, arrodillado ante el altar—. Cadderly pondrá las cosas en orden.

Dos de los otros jóvenes, los únicos Deneiritas del grupo, que escucharon la advertencia de Thobicus sobre Cadderly, cruzaron sus miradas y se encogieron de hombros. Compartían el miedo de que Cadderly fuera el que estaba detrás de todas esas cosas extrañas que sucedían a su alrededor. Ninguno de los líderes (de las dos órdenes) fue visto durante el día, y Thobicus y Bron Turman habían desaparecido durante dos días enteros.

Se rumoreaba, aunque ninguno del grupo pudiera confirmarlo, que esa mañana había aparecido media docena de clérigos muertos en sus habitaciones, ¡bajo sus camas! Aunque el clérigo que les narró las alarmantes noticias no era la mejor de las fuentes. Era el miembro más nuevo de la orden Oghmanita, un debilucho enano que se había roto la crisma en el primer combate. Era sabido por todos que no deseaba seguir en la orden, y sus peticiones de unirse a la religión Deneirita no fueron recibidas con entusiasmo. Por lo que cuando lo encontraron por la mañana, con las pertenencias en un saco que le colgaba del hombro y sus ojos clavados en la puerta principal, ninguno de ellos sintió miedo.

Sin embargo, era innegable que la biblioteca estaba extrañamente tranquila ese día; excepto en un extremo del segundo piso, donde el hermano Chaunticleer se encerró en su habitación, para cantar a sus dioses. No se movía un alma en el área de los maestres. Estaba demasiado tranquila y oscura, incluso para un lugar que siempre fue sombrío; se habían erigido barreras sobre casi todas las ventanas. Por lo normal la biblioteca alojaba a casi ochenta clérigos; antes del desastre de la maldición del caos, pasaba de la centena, y en cualquier época del año había de cinco a treinta visitantes. Ahora la lista de invitados era pequeña, con el invierno a punto de acabar, pero también lo era la de clérigos que viajaron a Carradoon o a Shilmista.

¿Dónde estaba todo el mundo?

Otra sensación angustiosa que los clérigos notaban era el sentimiento sutil pero claro de que en la Biblioteca Edificante había cambiado algo, como si la penumbra que los rodeaba fuera algo más que un rasgo físico. Era como si Deneir y Oghma se hubieran alejado del lugar. Incluso el ritual del mediodía, en el cual el Hermano Chaunticleer cantaba a ambos dioses en presencia de todos los clérigos, no se realizaba desde hacía dos días. El mismo Romus fue hasta la habitación del clérigo cantor, al temerse que Chaunticleer estuviera enfermo. Descubrió que la puerta estaba cerrada, y sólo después de varios minutos de aporrearla Chaunticleer dio un grito para decirle que se fuera.

—Siento como si alguien construyese un techo sobre mí —comentó uno de los Deneiritas, siguiendo las sospechas que el Decano Thobicus había inculcado sobre Cadderly—. Un techo que me separa de Deneir.

El otro Deneirita asintió, mientras los Oghmanitas se miraban unos a otros, y al final a Romus, que era el clérigo más fuerte.

—Estoy seguro que hay una respuesta sencilla —dijo Romus con tanta calma como pudo, pero los otros cinco estaban de acuerdo con la evaluación de los clérigos Deneiritas sobre los dioses. La biblioteca siempre se había contado entre los lugares más sagrados, donde los clérigos de cualquier religión del bien sentían la presencia de su dios o diosa. Incluso los druidas que la visitaban se sorprendían de encontrar un aura de Sylvanus entre los muros de una estructura humana.

Y para los clérigos de Oghma y Deneir, no había, quizá, lugar más sagrado en todo Faerun. Éste era su tributo a los dioses, un lugar de aprendizaje y arte, un lugar de estudio y declamación. El lugar del canto de Chaunticleer.

—¡Lucharemos! —anunció Romus Scaladi por sorpresa. Tras un momento de pasmo, los Oghmanitas empezaron a asentir, mientras los Deneiritas continuaban mirando atónitos al corpulento Scaladi.

—¿Luchar? —preguntó uno de ellos.

—¡Un tributo a nuestro dios! —respondió Scaladi, mientras se quitaba las vestimentas negras y doradas, así como una excelente camisola blanca, que reveló un cuerpo abultado por los músculos y cubierto de vello negro—. ¡Lucharemos!

—Ooh —ronroneó una mujer desde la entrada de la capilla—. ¡Me gusta tanto la lucha!

Los seis clérigos se volvieron esperanzados, todos pensaron que Danica, a la que no sólo le gustaba luchar, sino que vencía a cualquier clérigo de la biblioteca, al fin había vuelto.

No vieron a Danica, sino a Histra, la atractiva clériga de Sune, vestida con su acostumbrada túnica con un escote que parecía que iba a mostrar el ombligo, y con unos cortes hasta la cintura que mostraban sus contorneadas piernas. Su pelo, largo, frondoso y teñido, tan claro que esa semana parecía casi blanco, se movía como si tuviera vida propia, como siempre, e iba muy maquillada. ¡Los clérigos nunca habían visto unos labios de un rojo tan intenso! Su perfume, aplicado con generosidad, flotaba por toda la capilla.

Algo estaba fuera de lugar. Los clérigos reconocieron ese hecho, aunque ninguno lo interpretó. Bajo el maquillaje de Histra, su piel era mortalmente pálida, como la pierna que salía de su túnica. Y el aroma del perfume era de un dulzor malsano, poco menos que atrayente.

Romus Scaladi estudió a la mujer con atención. Histra nunca le había gustado demasiado, o su diosa, Sune, cuyo único dogma parecía que eran los placeres físicos del amor. La siempre voraz Histra le ponía los pelos de punta, aunque ahora más de lo normal.

Scaladi sabía que era raro ver a Histra en el primer piso; era raro que la mujer estuviera fuera de su habitación, fuera de su cama.

—¿Por qué estás aquí? —preguntó el precavido clérigo, pero Histra parecía que no le escuchaba.

—Me gusta tanto la lucha… —ronroneó de nuevo, abiertamente obscena, y abrió la boca y soltó una carcajada salvaje.

Los clérigos comprendieron; los seis reconocieron lo que eran aquellos colmillos.

Cinco de los seis, incluidos Scaladi y los dos Deneiritas, fueron de inmediato a por sus símbolos sagrados.

Histra continuó sus carcajadas.

—¡Luchad con éstos! —gritó, y varios seres destrozados, podridos, que andaban rígidos entraron en la sala; hombres, pensaron los clérigos.

—Bendito Deneir —murmuró uno de los clérigos, desesperado.

—¡Fuera de este lugar sagrado, asquerosos muertos vivientes! —gritó Romus mientras saltaba al frente y mostraba el símbolo de Oghma, y los monstruos detuvieron su avance e incluso un par de ellos se dio media vuelta.

Histra siseó al grupo de no muertos, obligándolos a continuar.

—¡Te expulso! —rugió Romus a Histra, y le pareció como si fuera a caer de espaldas. Un zombi extendió un torpe brazo hacia el Oghmanita, y éste gruñó y golpeó con el símbolo sagrado, alcanzando al monstruo en un lado de la cara. Un humo acre se elevó de la herida, pero el monstruo continuó, sus compañeros dejaban atrás a Romus para ir hacia los demás.

—¡Soy incapaz de expulsarlos! —gritó uno de los clérigos detrás de Romus—. ¿Dónde está Deneir?

—¿Dónde está Oghma? —gritó otro.

Un brazo rígido golpeó a Romus en el hombro. Alejó el dolor con un gruñido y situó el brazo bajo la barbilla del zombi, luego le empujó la cabeza hacia atrás y acuchilló el cuello del monstruo con el extremo del símbolo sagrado. De nuevo surgió una vaharada de humo de la herida, y la carne podrida del monstruo se abrió con facilidad ante el golpe del fornido humano.

Pero los zombis no necesitaban aire, por lo que la herida no era grave.

—¡Atacadlos! —chilló Romus Scaladi—. ¡Abatidlos! —Para recalcar la idea, el poderoso Oghmanita lanzó una descarga de golpes sobre el zombi, y al final lo levantó por encima de su cabeza y lo lanzó contra una estatua de la pared. Romus se volvió para mirar a sus amigos, y descubrió que no luchaban, sino que se retiraban, con las caras congestionadas por el horror.

Por supuesto, descubrió Scaladi, aquellos muertos vivientes a los que ahora se enfrentaban, aquellos hombres, ¡eran sus amigos!

—¡No miréis sus caras! —ordenó—. No son de nuestra orden. ¡Son simples herramientas, armas!

»Armas de Histra —acabó Romus Scaladi, y se dio la vuelta para enfrentarse a la vampiresa—. Ahora te mataré —prometió el indignado clérigo, levantando el brillante símbolo sagrado hacia el monstruo—. Con mis propias manos.

Histra no quería nada de Scaladi. Como Banner y Thobicus, aún no estaba a pleno poder. Y si así fuera, se lo pensaría dos veces antes de enfrentarse a él, ya que sabía que el hombre estaba inmerso en su fe, que su corazón sería suyo, pero no su alma, ya que negaría el miedo; y el miedo era quizás el arma más poderosa de un vampiro.

Histra, desafiante, escupió al símbolo de Scaladi, pero éste vio que era un farol. Si conseguía llegar hasta ella, si le hundía el símbolo en la maldita garganta, entonces los vampiros no tendrían líder y sería más fácil ahuyentarlos.

De improviso, Histra salió disparada hacia un lado del altar, se adentró en la capilla, y Scaladi topó con dos zombis que le cortaron el paso hacia la vampiresa.

Ahora los demás luchaban. Los dos Deneiritas llevaron las armas a la capilla, mazas benditas, y otros dos se abalanzaron hacia la mesa del altar, y rompieron sus patas para usarlas como garrotes.

El Oghmanita que quedaba, el clérigo que no había sacado el símbolo sagrado cuando Histra se descubrió, estaba en un lado de la sala, atrapado contra la pared, sacudiendo la cabeza de puro miedo. ¡Y ahora ese horror aumentó cuando Histra apartó a los zombis que lo rodeaban y dejó que viera su sonrisa!

Scaladi se vio en apuros ante los muertos vivientes. Entonces supo, en su corazón, que la biblioteca ya no era la casa de Oghma, o de Deneir, que su profanación era casi completa. El día era nublado, pero el sol asomaba lo suficiente entre las nubes para ser su aliado.

—¡Luchemos fuera de la capilla! —ordenó Scaladi—. ¡Fuera de la biblioteca! —Se movió hacia delante, empujando las espaldas de los dos zombis contra la pared, para intentar que sus amigos tuvieran una vía de escape.

Los Deneiritas avanzaron, sus mazas apartaban a los zombis. De pronto el camino se despejó, y los Deneiritas, y luego Scaladi, se abalanzaron hacia la puerta. Los Oghmanitas que llevaban garrotes siguieron sus pasos, pero uno, cuando intentó saltar la barandilla del altar, tropezó y cayó de bruces al suelo.

Los zombis se precipitaron en masa hacia él; su compañero se dio media vuelta y fue en su ayuda.

Scaladi ya estaba en la puerta de la capilla cuando miró atrás y vio el desastre. Su primer instinto fue cargar y morir junto a sus camaradas, y dio un paso en esa dirección. Pero los dos clérigos de Deneir lo agarraron por los hombros, y aunque no hubieran podido retener a Scaladi si así lo hubiera querido, la pausa le dio un momento para ver las cosas con más claridad.

—¡No puedes ayudarlos! —gritó uno de los Deneiritas.

—¡Debemos sobrevivir para advertir a la ciudad! —añadió el otro.

Scaladi salió trastabillando de la capilla.

El grupo de zombis despedazó a los Oghmanitas.

Aún fue peor el destino del clérigo rodeado, un hombre que pasó muchas noches junto a Histra. Se sentía demasiado culpable para resistirse a la vampiresa. Sacudió la cabeza en una débil negativa, susurró, rogó, que se fuera.

Ella sonrió y avanzó, y el hombre, a pesar del terror, le ofreció el cuello.

Los tres que huían corrieron por los pasillos, sin encontrar resistencia. Vieron las puertas principales, una de ellas estaba abierta, un débil rayo de sol fluía en el vestíbulo de la biblioteca.

Uno de los Deneiritas soltó un grito y se agarró el cuello, y luego se tiró al suelo.

—¡La puerta! —gritó Scaladi, mientras tiraba del otro. El Deneirita miró a su hermano caído y vio cómo el hombre agitaba los brazos para protegerse de un imp con alas de murciélago que saltaba sobre su hombro, mientras le mordía una oreja y le clavaba repetidas veces el aguijón de la cola lleno de veneno.

Scaladi se lanzó hacia la puerta, que se alejó de él al parecer por iniciativa propia, y se cerró de golpe con un sonoro portazo. Romus cayó de bruces junto a ella.

—Deneir —oyó que susurraba su compañero. Scaladi se puso boca arriba, y vio al Decano Thobicus entre las sombras, y a Kierkan Rufo—. ¡Kierkan Rufo! —que se acercaba en silencio junto al hombre envejecido.

—Deneir se ha ido de este lugar —dijo Thobicus con calma, sin tono amenazante, mientras se acercaba con los brazos abiertos—. Ven conmigo, para que te muestre el nuevo camino.

El joven Deneirita vaciló, y por un momento, Scaladi pensó que él mismo se entregaría a Thobicus, que no estaba a más de dos pasos.

El joven clérigo se lanzó al ataque, y le cruzó la cara llena de arrugas con la maza. La cabeza de Thobicus dio una violenta sacudida hacia un lado y se retiró un paso. Pero sólo uno; y se enderezó de nuevo, mirando al incrédulo Deneirita. A eso siguió una larga pausa, un momento interminable y horroroso, el silencio de un depredador agazapado.

Thobicus levantó los brazos, con los dedos crispados como garras, soltó un rugido infernal, y saltó sobre el joven clérigo, al que enterró bajo una andanada de golpes.

Scaladi gateó y agarró la puerta, de la que tiró con todas sus fuerzas.

—No se abrirá —le aseguró Kierkan Rufo.

Scaladi tiró con furia. Oyó cómo los pasos de Rufo se acercaban, justo a su espalda.

—No se abrirá —repitió el confiado vampiro.

Scaladi se dio media vuelta, con el símbolo sagrado en dirección a Rufo. El vampiro se inclinó hacia atrás, alejándose del súbito resplandor.

Pero Rufo no era Histra, estaba henchido de la hirviente maldición del caos y era mucho más poderoso. El momento de sorpresa quedó atrás rápidamente.

—¡Ahora morirás! —prometió Scaladi, pero en el momento que acabó la afirmación, toda la convicción desapareció de su voz. Sintió la voluntad de Rufo en su mente, lo compelía a rendirse, le inducía desesperanza.

Romus Scaladi siempre había sido un luchador. Se crió huérfano en las duras calles de Sundabar, cada día era un reto. Y así luchó ahora, con toda su voluntad, contra las intrusiones de Rufo.

Unos destellos verdes de energía abrasadora le golpearon la mano, y el símbolo sagrado se le cayó de las manos. Scaladi y Rufo miraron a un lado, al sonriente Druzil, que seguía sobre el cuerpo del Deneirita.

Scaladi apartó la mirada en vano cuando Rufo le agarró la muñeca y tiró de él hacia adelante. La cara del vampiro estaba a unos dedos de la suya.

—Eres fuerte —dijo Rufo—. Eso es bueno.

Scaladi le escupió en la cara, pero Rufo no se dejó llevar por la ira, como Thobicus. La maldición del caos guiaba al vampiro, lo mantenía centrado en lo más importante.

—Te ofrezco poder —susurró Rufo—. Te ofrezco la inmortalidad. Conocerás placeres más allá…

—¡Ofreces condenación eterna! —gruñó Scaladi.

Al otro lado del vestíbulo, el Deneirita chilló; luego se quedó en silencio, y Thobicus se dio un festín.

—¿Qué sabes tú? —exigió Rufo—. ¡Estoy vivo, Romus Scaladi! ¡He expulsado a Oghma y Deneir de este lugar!

Scaladi mantuvo firme la mandíbula.

—¡La biblioteca es mía! —prosiguió Rufo. Agarró el pelo de Scaladi con una mano y con una fuerza que horrorizó al Oghmanita, sin esfuerzo, le tiró hacia atrás la cabeza—. ¡Carradoon será mío!

—Sólo son lugares —insistió Scaladi, con la simple e innegable lógica que había guiado toda su vida. Sabía que Rufo quería algo más que la conquista de lugares. Sabía lo que el vampiro deseaba.

—Puedes unirte a mí, Romus Scaladi —dijo Rufo, de forma predecible—. Puedes compartir mi fuerza. Te gusta la fuerza.

—Tú no tienes fuerza —dijo Scaladi, y su sincera calma pareció golpear a Rufo—. Sólo mentiras y falsas promesas.

—¡Puedo arrancarte el corazón! —rugió Rufo—. Y levantarlo ante tus ojos mientras palpita. —En ese momento entró Histra, junto con un par de sus zombis.

—¿Querrías ser como ellos? —preguntó Rufo, señalando a los zombis—. ¡De cualquier modo, me servirás!

Scaladi miró a los miserables zombis, y para sorpresa de Rufo, el clérigo sonrió. Sabía que eran cuerpos animados y nada más, tenía que creerlo con todo su corazón. Seguro en su fe, el hombre posó la mirada en los ojos color sangre del vampiro, directamente en la babeante y bestial cara del vampiro.

—Soy algo más que mi cuerpo —proclamó Romus Scaladi.

Rufo tiró con fuerza de la cabeza del Oghmanita y le destrozó los huesos del cuello. Con una mano, el enfurecido vampiro lanzó a Scaladi al otro lado del vestíbulo, donde se estampó contra la pared y se desplomó al suelo.

Histra lanzó un siseo infame, y Thobicus se unió a ella, en una aprobación odiosa al tiempo que rodeaban a su amo. Atrapado en la locura, Rufo se olvidó de las irrebatibles palabras de Scaladi y soltó gruñidos con todo su corazón.

—… algo más que mi cuerpo —susurró desde un lado. Los tres vampiros detuvieron su danza macabra y se volvieron al unísono hacia el clérigo destrozado, que se sostenía sobre los codos, mientras la cabeza se bamboleaba de modo extraño.

—¡Estás muerto! —declaró Rufo, una fútil negación de las palabras del clérigo.

—He encontrado a Oghma —le corrigió Scaladi al instante.

Y el hombre murió, abrazado a su fe.

En el exterior, Percival saltó nervioso de una rama a otra, al oír los tormentos de aquellos que aún seguían vivos. La ardilla estaba en el suelo, junto a la puerta, cuando Rufo la cerró de golpe ante Scaladi.

Ahora Percival estaba en las ramas más altas de los árboles, tan arriba como pudo, parloteando y saltando de rama en rama, dando amplios círculos en la arboleda. Oyó los gritos, y por una de las ventanas en el segundo piso, oyó, también, la canción de Deneir, la oración del Hermano Chaunticleer.

Los gritos eran más fuertes.