Fogatas
¿Qué ves? —le preguntó Danica a Shayleigh, mientras se acercaba al borde del campamento.
Shayleigh levantó un delicado brazo, señalando hacia los lejanos senderos de las montañas, donde se veía una luz parpadeante. A Danica el corazón le dio un vuelco, la luchadora pensaba que llegaría a ver una parte de la Biblioteca Edificante.
—Una fogata —explicó Shayleigh, al ver la esperanzada expresión de la joven—. Un grupo de emisarios o mercaderes de Carradoon en dirección a la biblioteca, o quizá un grupo de clérigos que va a la ciudad. Ha llegado la primavera, y los caminos despiertan bajo el sonido de las caravanas.
—Es una primavera que pensaste que estaría llena de gritos de batalla —le recordó Dorigen a Shayleigh cuando se acercó para unirse a las dos.
Danica miró a Dorigen con curiosidad, preguntándose qué esperaría ganar la maga al recordarle a Shayleigh la carnicería de Shilmista, y sus temores de que un ejército (dirigido por Dorigen) volviera pronto al bosque.
—Aún podría ser —respondió Shayleigh con presteza, clavando una mirada fría en la maga—. No sabemos si los orcos que desperdigamos por las montañas volverán a Shilmista cuando los caminos estén despejados.
Nada, decidió Danica. Dorigen simplemente continuaba con su admisión de culpa.
Dorigen no volvió la cabeza ante la mirada acusadora.
—Si lo hacen —dijo con la barbilla alta—, exigiré que mi pena sea luchar junto a los elfos en ese combate.
«Bien dicho», pensó Danica.
—Si lo elfos lo aceptan —se afanó a añadir la luchadora, captando la atención de Shayleigh hacia su sonrisa irresistible antes de que la desconfiada elfa respondiera.
—Sería de locos negarse —respondió Shayleigh. Volvió la mirada hacia la tranquila noche y las lejanas luces de las llamas—. Es probable que los orcos recluten trolls. —A su manera, la elfa, por primera vez, estaba de acuerdo con la decisión de llevar a Dorigen a la biblioteca y discutir una sentencia positiva, antes que un castigo.
Shayleigh no había hecho nada contra Dorigen desde la rendición de ésta en el Castillo de la Tríada, pero tampoco era su amiga. Después de todo, Shilmista era su hogar, y Dorigen había contribuido a llevar la ruina a la franja septentrional de los bosques.
A espaldas de Shayleigh, Danica y Dorigen intercambiaron gestos optimistas. Si el Rey Elbereth y los elfos perdonaban los crímenes de Dorigen, entonces las demandas de la biblioteca contra ella parecerían poco más que trivialidades.
—Si fuera más temprano, sugeriría que nos acercáramos a esa luz —comentó Danica—. Me las arreglaría con un poco de buena comida, y quizás un sorbo de vino.
—Me conformaría con una cerveza —dijo Dorigen, a lo cual Shayleigh se dio media vuelta y le lanzó una mirada agria.
—Vino —convino la elfa, y a Danica y a Dorigen les pareció que el aire que las rodeaba cambió de pronto, más ligero, como si Shayleigh aceptara el pasado de Dorigen y ahora fuera una verdadera aliada. En ese momento las dos se dirigieron a sus sacos de dormir, confiadas al saber que la elfa guardaba sus sueños.
Se quedó allí, en silencio, mientras observaba el flamear de la fogata lejana. Su segunda hipótesis en cuanto a su origen era correcta; un grupo de clérigos se dirigía a Carradoon; un grupo de clérigos de Oghma, enviados por el Decano Thobicus.
Como Danica, Shayleigh deseó que fuera más temprano, y haber caminado tres kilómetros más.
Kierkan Rufo, que se acercaba al fuego por otro camino, estaría encantado si así hubiera sido.
Soñó con torres imponentes que se alzaban a cien metros de altura. Gentes de Carradoon, y todos los elfos de Shilmista, se congregaban ante la catedral, llegaban para adorar y encontrar inspiración en sus enormes ventanas y paredes, que eran verdaderas obras de arte.
La nave central hacía insignificante al individuo. El techo abovedado se elevaba a treinta metros del suelo de piedra. Gráciles paredes llenas de pasillos que albergaban las estatuas de honorables clérigos de Deneir y Oghma que lo precedieron. Avery Schell estaba ahí, y Pertelope, para siempre, y al final del corredor había un pedestal, que esperaba la estatua del que sería más apropiado en aquel tributo a Deneir.
La estatua de Cadderly.
Soñó con realizar un servicio en esa catedral, en un regalo de la voz del Hermano Chaunticleer a los dioses hermanos, Oghma y Deneir, resonando en las paredes como los mismísimos coros celestiales.
Entonces Cadderly se vio a sí mismo, con la faja del decano de la biblioteca, realizando el servicio, y Danica sentada con orgullo a su lado.
Tenía cien años, estaba envejecido y próximo a la muerte.
La chocante imagen despertó a Cadderly de su sueño, y abrió los ojos de par en par y vio el cielo estrellado. Los cerró deprisa e intentó recordar la última imagen fugaz, para descubrir por qué era tan sorprendente. Sólo esperaba que la biblioteca estuviera construida antes de alcanzar su centésimo aniversario, incluso si la construcción empezaba ese mismo verano e Iván y Pikel enviaban un millar de enanos para ayudar.
Cadderly, tan lleno de fe divina, sin duda no temía su muerte. ¿Entonces por qué se había despertado, y por qué tenía la frente fría por el sudor?
Volvió a recordar el sueño, se obligó a retener la imagen. Aun cuando era clara, le costó un tiempo discernir que estaba fuera de lugar.
Era él, el viejo decano de la biblioteca. Parecía como si hubiera vivido un siglo o más, pero Danica, sentada a su lado, apenas era mayor de lo que aparentaba ahora.
Cadderly apartó la escena absurda de su mente y miró las estrellas, mientras se recordaba que sólo había sido un sueño. Los bestiales ronquidos de los Rebolludo (Iván resoplaba y Pikel silbaba la respuesta) lo calmaron un poco, todo era como debía ser.
A pesar de todo, pasaron muchas horas antes de que Cadderly conciliara el sueño, y la imagen de un clérigo viejo y moribundo realizando el servicio en la catedral lo acompañó.
Dos de los cinco clérigos de Oghma estaban sentados, charlaban en voz baja y vigilaban de forma poco entusiasta los oscuros árboles que rodeaban el campamento, mientras pasaban las horas más oscuras de la noche. Ninguno de ellos estaba demasiado preocupado ante los problemas que se encontrarían en la parte más meridional de las montañas. Los caminos entre Carradoon y la Biblioteca Edificante eran bastante transitados, y eran clérigos poderosos; aparte de Bron Turman, los más poderosos de la orden de Oghma. Delimitaron el perímetro del campamento con salvaguardas que no sólo los alertarían de la presencia de monstruos, sino que además lanzarían rayos sobre las criaturas, y probablemente las destruirían antes de que llegaran al claro.
Por lo que aquellos dos estaban más despiertos para disfrutar de la noche que para vigilar el campamento, y sus miradas se centraban más en el otro, o en el fuego, que en los oscuros e inquietantes árboles.
Kierkan Rufo estaba ahí, junto a Druzil, observando los movimientos de los clérigos y oyendo el roncar cadencioso de los otros tres, que dormían como troncos. Rufo asintió y se acercó, pero Druzil, que aún era el más sabio de los dos en muchas cosas, escrutó el perímetro del campamento, utilizando sus instruidos ojos, que descubrieron las emanaciones mágicas.
Dio una patada en el suelo y batió las alas para aterrizar con fuerza sobre el hombro de Rufo.
—Está protegido —susurró en la oreja del vampiro—. Todo el perímetro.
Rufo asintió de nuevo, como si lo sospechara desde el principio. De pronto dio una sacudida, que apartó a Druzil de su hombro y levantó sus ropajes negros. Mientras descendían, la forma corpórea de Rufo pareció fundirse. Transformado en murciélago, voló a toda velocidad entre los árboles, mientras Druzil le pisaba los talones.
—¿Han pensado en protegerse por arriba? —preguntó el murciélago al imp en una voz con un tono tan agudo que le dolieron los oídos; y aunque Rufo habló en voz alta, los hombres del suelo no oyeron el sonido.
Los dos descendieron entre las ramas. Rufo vio que Druzil se había vuelto invisible, como era habitual en él, pero se sorprendió, y mucho, al descubrir que aún veía el vago contorno del imp. Otra ventaja del estado de no muerto, decidió Rufo. Una de las muchas. Momentos más tarde, el vampiro colgaba boca abajo de la rama más baja sobre el campamento, apenas a cuatro metros de las cabezas de los dos clérigos sentados. Rufo pensó en abatirse sobre ellos, pero se refrenó, preguntándose si sacaría algún provecho de escuchar su conversación.
—Bron Turman se sorprenderá cuando entremos sin avisar en Carradoon —decía uno de ellos.
—Es su problema —respondió el otro—. Su rango no le concede el privilegio de interpretar las órdenes de Oghma sin consultar a los demás líderes.
Rufo se sorprendió de lo embaucador que llegaba a ser el Decano Thobicus. Con todas las cosas extrañas que sucedían, los Oghmanitas estaban amoscados. Sólo el comentario del decano de que algo andaba mal, en vez de decirles que todo estaba bien, los había sacado de allí.
—Si eso es lo que hace Bron Turman en Carradoon —remarcó el primer clérigo, con un tono lleno de dudas.
El otro asintió.
—No me convencen las palabras del Decano Thobicus —continuó el primero—. Ni sus motivos. Está asustado por la vuelta de Cadderly; en eso, estoy de acuerdo con el análisis de Bron Turman.
—¿Crees que el Decano Thobicus quiere a todos los de Oghma fuera de la biblioteca para que no interfiramos en sus planes? —preguntó el otro, a lo que el primero se encogió de hombros.
Rufo estuvo a punto de chillar ante la ironía de esa pregunta. ¡Si esos dos supieran la verdad de la orden a la que se referían sin querer!
El ardid había funcionado, de eso estaba seguro el vampiro. Casi todos los líderes de Deneir eran cadáveres o no muertos bajo su control, y ahora los Oghmanitas estaban divididos y con la guardia baja.
Uno de los clérigos bostezó, aunque un momento antes parecía que estaba alerta. El otro hizo lo mismo, vencido por un repentino deseo de tumbarse y dormir.
—La noche se hace larga —comentó el primero, y, sin acercarse a su saco, se tumbó en el suelo y cerró los ojos.
El otro pensó que el movimiento era algo absurdo, hasta que se dio cuenta de que era sospechosamente extraño que a su amigo le venciera el sueño tan deprisa. Luchó contra la compulsión, esa pequeña sugestión en el fondo de su mente de que dormir sería algo positivo. Abrió los ojos y sacudió la cabeza con fuerza. Incluso extendió el brazo, agarró un odre de agua, y se derramó el líquido en la cara.
Cuando el hombre levantó la cabeza para mojarse la cara por segunda vez, se quedó paralizado ante la imagen de un hombre de negro en una rama a cuatro metros sobre su cabeza.
Rufo se abatió sobre él con la agilidad de un gato. El vampiro agarró la barbilla del clérigo y el pelo de la nuca mientras éste abría la boca para chillar. Rufo tiró con tanta fuerza que la cabeza del hombre dio media vuelta con un crujido de huesos.
El vampiro se enderezó, y miró a los otros cuatro. Todos dormían. Los despertaría uno por uno y les daría la oportunidad de renegar de su dios, de arrodillarse ante él, la personificación del Tuanta Quiro Miancay.