La caída en desgracia
Fester Rumpol observó con suspicacia. No comprendía el cambio que le había sobrevenido al Decano Thobicus. La última vez que había hablado con el hombre estaba preocupado (no, obsesionado) con la idea de que Cadderly volviera a la biblioteca para arrancarle el corazón a la orden de Deneir.
Ahora Thobicus parecía casi jovial. Citó en secreto a los cuatro dirigentes de Deneir, tres de ellos maestres, para lo que dio en llamar una reunión trascendental.
Estaban reunidos en un comedor pequeño adyacente al salón principal y la cocina, alrededor de una mesa. El comedor estaba vacío excepto por unos copones situados frente a las cinco sillas.
—Querido Banner —dijo Thobicus en tono alegre—, ve a la bodega y trae una botella en particular, una roja muy especial del tercer estante.
—¿Roja? —preguntó Banner, arrugando la frente.
—Una botella roja —afirmó Thobicus. Se volvió hacia Rumpol y le hizo un guiño—. Conservada con magia, ya sabes. La única manera de mantener el vino élfico.
—¿Vino élfico? —preguntaron al unísono Rumpol y los demás. El vino élfico era, por lo que se decía, una mezcla de miel, flores y rayos de luna. Era inusual, incluso entre los elfos, y conseguir una botella resultaba casi imposible.
—Un regalo de cuando el Rey Galladel gobernaba Shilmista —explicó Thobicus—. Ve y tráela.
Banner miró a Rumpol, alarmado porque el hombre iba a explotar. De hecho Rumpol rebullía. Temía que Thobicus se hubiera enterado de la muerte de Cadderly, y si ésa era la ocasión para ese festejo, ¡aquello estaba fuera de lugar!
Banner esperó un momento más, y luego empezó a marcharse, indeciso.
—¡Espera! —soltó Rumpol, y todos los demás se volvieron para observarlo—. Vuestro humor ha mejorado, Decano Thobicus —dijo Rumpol—. A pasos agigantados. ¿Podríamos saber qué os ha afectado tanto?
—Me he comunicado con Deneir esta mañana —mintió Thobicus.
—Cadderly ha muerto —razonó Rumpol, y los otros tres clérigos cruzaron miradas amargas con el decano. Incluso los que despreciaban a Cadderly y su singular escalada de poder no celebrarían semejante tragedia; al menos en público.
Thobicus adoptó una expresión de horror.
—No lo está —replicó con vehemencia—. Todo lo que sé es que el excelente clérigo sigue en su camino de vuelta a la biblioteca.
¿Excelente clérigo? Viniendo del Decano Thobicus, aquellas palabras le parecían vacías a Fester Rumpol.
—¿Entonces qué celebramos? —preguntó Banner sin rodeos.
Thobicus suspiró profundamente.
—Pensé que podríamos brindar para la ocasión con vino élfico —refunfuñó—. Pero muy bien, entiendo vuestra impaciencia. En resumen, no habrá una segunda Caída de los Dioses.
Eso provocó respiros de alivio y murmullos reservados por parte del grupo.
—Y también sé cosas de Cadderly —continuó Thobicus—. La orden sobrevivirá; por supuesto, se fortalecerá cuando regrese, cuando los dos trabajemos juntos para mejorar el funcionamiento de la biblioteca.
—Os odiáis el uno al otro —remarcó Rumpol, y miró a su alrededor algo nervioso. No tenía intención de verbalizar ese pensamiento.
Thobicus, en cambio, parecía divertido.
—Con Deneir de moderador, nuestras diferencias parecen mezquindades —replicó el decano.
Miró a su alrededor, su brillante sonrisa era contagiosa.
—¡Y por eso tenemos mucho que celebrar! —proclamó, y le sonrió a Banner, que salió disparado con sincero entusiasmo por la puerta que conducía a la bodega.
La conversación continuó, alegre y optimista, con Thobicus prestando particular atención a Rumpol, el hombre que estimó que sería el más problemático. Veinte minutos después, Banner aún no había vuelto.
—No encuentra la botella —comentó Thobicus para acallar cualquier temor—. El apreciado Banner. Seguro que se le ha caído la antorcha y va dando tropezones por la oscuridad.
—Banner puede invocar luz —dijo Rumpol, con un deje de sospecha en la voz.
—¿Entonces dónde está? —preguntó Thobicus—. La botella es llamativa, y debería ser fácil encontrarla en el quinto estante.
—Dijisteis el tercero —añadió rápidamente uno de los otros.
Thobicus se lo quedó mirando, y luego se rascó la cabeza.
—¿Eso dije? —susurró, y entonces se puso la mano en la cara con dramatismo—. El vino élfico estuvo en el tercero hasta el… incidente. —Todos los demás sabían que se refería a los tiempos oscuros de la maldición del caos, cuando el clérigo malvado Barjin invadió la biblioteca y buscó destruirla desde dentro.
»Hubo algo más que problemas en la bodega —continuó Thobicus—. Si no recuerdo mal, varios de los clérigos afectados bajaron allí y bebieron hasta lo que llamaríamos… ¿exceso?
Rumpol apartó la mirada, ya que fue uno de aquellos contumaces bebedores.
—Afortunadamente, el vino élfico sobrevivió, pero recuerdo que se trasladó al quinto estante, ése era el más estable —finalizó Thobicus. Hizo un gesto a uno de los otros—. Ve y ayuda a nuestro apreciado Banner —invitó—, ¡antes de que el hombre vuelva y lance a Cyric contra mí!
El clérigo corrió hacia la puerta, y la conversación se reanudó, de nuevo cosas intranscendentes. Quince minutos después, fue Rumpol el que comentó que los dos se atrasaban bastante.
—Si uno de los clérigos robó esa botella, mi buen humor desaparecerá —advirtió Thobicus.
—Hay un inventario en la bodega —dijo Rumpol.
—Lo vi, aunque no recuerdo ningún registro de vino élfico —añadió el otro, y soltó una carcajada jovial—. Y habría notado la presencia de semejante tesoro, ¡os lo aseguro!
»Por supuesto, la botella estaba mal etiquetada —explicó Thobicus, y después asintió, como si algo que debiera ser obvio le acabara de venir a la cabeza—. ¡Si el apreciado Banner decidió probar el vino antes de volver, entonces a buen seguro encontraremos a nuestros dos hermanos perdidos en la bodega durmiendo la mona! —rugió el decano—. Vino élfico, es sutil, ¡pero pega más fuerte que la cerveza enana!
Se levantó para irse, y los otros dos se unieron a él rápidamente. Estaban de buen humor, cualquier sospecha o miedo estaba sofocado por las conjeturas ofrecidas por el decano. Llegaron a la puerta de la bodega, y Thobicus asió y encendió una de las linternas que estaban en el armario de la pared, y luego encabezó el descenso hacia la oscuridad por la escalera de madera.
No oyeron conversaciones, ni parloteos de borracho, y su preocupación creció cuando vieron que su linterna era, por lo que parecía, la única fuente de luz en la bodega húmeda y sombría.
—¿Banner? —llamó Rumpol en voz queda. Thobicus permaneció en silencio; el otro clérigo empezó a salmodiar en murmullos, pensaba invocar luz mágica en la zona.
Éste dio una sacudida, captando la atención de sus dos compañeros.
—Me temo que una araña me ha picado —afirmó ante la mirada inquisitiva de Rumpol, y empezó a convulsionarse, parpadeó, y luego los ojos se le pusieron en blanco.
Cayó de bruces al suelo antes de que Rumpol lo cogiera.
—¿Qué pasa? —gritó Rumpol, mientras sujetaba la cabeza del clérigo. Inició un conjuro desesperado que pudiera contrarrestar cualquier veneno.
—Rumpol —requirió Thobicus, y aunque el clérigo no interrumpió el conjuro, miró hacia atrás para mirar al decano.
Sus palabras se perdieron cuando posó la mirada en Kierkan Rufo. La cara del vampiro brillaba con la sangre fresca.
—Ven a mí —lo invitó, después de extender una mano pálida hacia Rumpol.
Rumpol sintió que una oleada de voluntad apremiante se abalanzaba sobre él. Dejó la cabeza del clérigo muerto sobre el suelo y se levantó sin ser consciente de sus movimientos.
—Ven a mí —dijo el vampiro de manera seductora—. Únete a mí, como tu decano. Descubre la verdad.
Sin darse cuenta, Rumpol deslizaba los pies por el suelo, dejándose llevar hacia la oscuridad que era Kierkan Rufo. En algún lugar del fondo de su mente captó la imagen de una vela encendida sobre un ojo abierto, el símbolo de la luz de Deneir, que lo arrancó del trance.
—¡No! —exclamó y sacó su símbolo sagrado, mostrándolo al monstruoso vampiro. Rufo siseó y levantó la mano para escudarse. El Decano Thobicus se volvió por la vergüenza. La luz de su linterna lo acompañó mientras rodeaba un estante próximo; pero la luminosidad en la zona que rodeaba a Rumpol no disminuyó, reforzada por el poder de su símbolo, por la luz que habitaba en el sincero corazón del clérigo.
—¡Idiota! —proclamó el vampiro—. ¿Crees que puedes enfrentarte a mí?
Fester Rumpol no se arredró. Gozaba del calor de la luz de su dios, usó su fe para expulsar cualquier duda inspirada por el horror.
—¡Te repudio! —proclamó—. ¡Y por el poder de Deneir…!
Se calló de pronto y a punto estuvo de desvanecerse. Volvió la mirada hacia atrás y vio que el imp con cara de perro lo miraba, mientras agitaba la cola acabada en un aguijón, lleno de veneno; la misma cola que había abatido al otro clérigo y que Druzil clavó en un costado de Rumpol.
Rumpol trastabilló, tropezó hasta caer de rodillas, al tiempo que Druzil lo alcanzaba una vez más. Luego se puso en pie de nuevo, pero el mundo se deslizaba hacia la oscuridad. La última imagen que vio fue la de Kierkan Rufo, sus colmillos abalanzándose hacia su cuello.
Cuando acabó, el vampiro encontró a Thobicus junto a la quinta estantería. Allí estaba el clérigo que mandó en busca de Banner, el pecho desgarrado y el corazón en el suelo, a su lado. Aunque Banner, curiosamente, estaba sentado con la espalda apoyada en el estante, con la cabeza gacha, pero vivo.
—Escuchó mi llamada —explicó Rufo de manera despreocupada al confuso decano—. Y por eso pensé en mantenerlo vivo, porque es débil. —Rufo mostró una perfecta sonrisa espantosa—. Como tú.
El Decano Thobicus no tuvo fuerzas para contestar. Miró al clérigo destripado, y a Banner, del que se compadeció más.
Unas horas más tarde, Druzil saltaba en vuelos cortos por el caluroso ático de la biblioteca, al tiempo que daba palmadas de contento a cada instante. El aire era cálido, se ocupaba de profanar un lugar sagrado, y abajo, Rufo, con la ayuda del decano Thobicus, continuaba dirigiendo a los clérigos en pequeños grupos y los destruía.
De pronto la vida era demasiado buena para el malicioso imp. Druzil batió las alas y se dirigió a uno de los extremos del tejado, para examinar sus últimas fechorías. Conocía todas las runas profanadoras y acababa de completar su favorita en la zona que estaba justo sobre la capilla principal de la biblioteca (aunque ésta estaba dos pisos más abajo). Thobicus lo proveyó de un ilimitado suministro de tinta; rojos, azules, negros, y un vial de un extraño amarillo verdoso (que a Druzil le encantaba); sabía que cada pincelada que dibujara sobre las tablas del suelo situaba a los clérigos idiotas de abajo un poco más lejos de sus dioses.
De repente, Druzil se detuvo, y luego se alejó del lugar con un siseo contrariado. Alguien cantaba en una habitación de abajo; Druzil descubrió que era el miserable Chaunticleer. Cantaba a Deneir y Oghma, elevando la voz por encima de la oscuridad con notas puras y dulces.
Le hería los oídos. Se alejó, y la vibración de las notas de la voz de Chaunticleer desapareció. Con todo lo bueno que estaba sucediendo, se olvidó deprisa del clérigo cantor.
Feliz de nuevo, dio unas palmadas con rapidez, su dentuda sonrisa casi se tragó sus orejas. Cuando Rufo fue en su busca la noche anterior en el mausoleo, no sabía qué esperar, incluso consideró la opción de usar todas sus habilidades y conocimientos mágicos e intentar la apertura de un portal, para retirarse a los planos inferiores, abandonando a Rufo y al Tuanta Quiro Miancay.
Ahora, medio día después, Druzil estaba exultante por no haber escogido esa opción. Barjin falló, pero Rufo no lo haría.
La Biblioteca Edificante sucumbiría.
Sus pasos vacilantes por las escaleras que conducían a la bodega revelaron el persistente miedo de Thobicus a Kierkan Rufo, y su continuo desasosiego por sus decisiones. Aún no se creía que hubiese matado a Bron Turman, un antiguo amigo y aliado. Tampoco que se alejara tanto de las enseñanzas de Deneir, y que tirara por el desagüe el trabajo de toda su vida.
Sólo había un antídoto a la culpa que amenazaba al Decano Thobicus. Rabia. Y el centro de ésta era un joven clérigo que pronto llegaría a la biblioteca.
Cadderly era el culpable, decidió Thobicus. Por su avidez de poder inmerecido, Cadderly había provocado esto.
No llevaba linterna o antorcha cuando bajó el último peldaño de la escalera. A cada hora que pasaba, el hombre se sentía más cómodo en la oscuridad. Ahora veía las estanterías de vino, incluso las botellas, aunque unas semanas antes no fuera capaz de ver su mano a un dedo de su cara en ese lugar sin luz. Rufo lo llamaba ventaja; el asustado decano se preguntó si no sería un síntoma.
Descubrió a Rufo en la esquina más alejada, detrás del último estante, dormido en un ataúd de madera que el vampiro cogió del taller que había detrás del mausoleo. Thobicus se acercó a Rufo. Luego se detuvo, con los ojos muy abiertos por el miedo y la confusión.
Bron Turman se acercó a él.
Mientras se volvía para huir, el confuso decano descubrió a varios más, incluido Fester Rumpol, que le bloqueaban la huida. ¡Habían vuelto a la vida! ¡De algún modo, aquellos clérigos habían resucitado y volvían para destruir a Thobicus!
El decano soltó un chillido y saltó hacia un estante. Escaló como una araña, con una agilidad que el avejentado hombre no había conocido en décadas. Se acercaba a la parte de arriba y lo hubiera conseguido, pero oyó una orden en su mente que lo obligó a detenerse.
Despacio, Thobicus volvió la cabeza y vio a Kierkan Rufo sentado sobre su ataúd, mostrando una grotesca sonrisa de oreja a oreja.
—¿No te gustan mis nuevos juguetes? —preguntó el vampiro.
Thobicus no lo entendió. Fijó la mirada en el hombre más cercano, Fester Rumpol, y descubrió que su cuello seguía destrozado por los arañazos de Rufo. Thobicus se dio cuenta de que era imposible que el hombre respirara; continuaba muerto.
Thobicus saltó de su atalaya, y aterrizó tres metros más allá con la agilidad de un gato. Bron Turman, cerca de donde se posó, extendió el brazo agarrotado y lo sujetó con fuerza.
—Dile que te suelte —dijo Rufo de manera despreocupada, pero su expresión de paciencia desapareció de inmediato, reemplazada por un semblante crítico, incluso peligroso—. Contrólalo.
Sin decir una palabra, Thobicus endureció la mirada y ordenó mentalmente a Turman que lo soltara; y se sintió aliviado cuando el hombre lo soltó, dio un paso atrás, y se quedó quieto.
—Zombis —respiró Thobicus, al comprender que Rufo había animado los cuerpos destrozados, ahora sirvientes sin mente, entre las formas más bajas de la jerarquía del plano negativo.
—Aquellos que se sometan conocerán una vida inteligente, como has llegado a descubrir —declaró Rufo en una voz temible—. Aquellos que elijan morir a favor de su dios se convertirán en sirvientes, zombis sin mente, ¡en su último tormento!
Como si fuera una señal, Banner apareció por una esquina, sonriendo a Thobicus. Banner se sometió, negó a su dios delante de Kierkan Rufo.
—Saludos, Thobicus —dijo el hombre, y cuando éste abrió la boca, Thobicus descubrió que él, como Rufo, lucía un par de colmillos.
—Eres un vampiro —susurró el decano.
—Como tú —respondió Banner.
Thobicus lanzó una mirada inquisitiva a Rufo, y luego, siguiendo otra orden mental, levantó una mano para palpar el interior de su boca, el par de incisivos.
—Los dos somos vampiros —continuó Banner—, y con Kierkan Rufo somos tres.
—No del todo —intervino Rufo. Los dos lo miraron con curiosidad. Los ojos de Banner llenos de suspicacia, los del Decano Thobicus demasiado confusos.
»Aún no estáis del todo en el reino de los vampiros —explicó Rufo, y sabían que decía la verdad, aunque no de dónde sacaba esa comprensión de su estado de no muerte. Imaginaron que era el conocimiento que le impartía la maldición del caos.
—Me prometiste que sería un vampiro —dijo Banner—. Ése fue tu trato.
—Y lo serás —le aseguró al hombre, después de levantar una mano apaciguadora—, a su tiempo.
—Tu fuerza creció después de tu muerte —se quejó Banner.
—A su tiempo —repitió su promesa mientras pensaba en la maldición del caos, rebullendo en su interior, la poción que le aportaba esa fuerza y comprensión. «Pero tengo una ventaja, estúpido Banner», pensó.
Rufo se volvió hacia el sorprendido Thobicus.
—Esta misma noche tendrás hambre —explicó ante la mirada de sorpresa del decano—. Y buscarás a uno de los clérigos de menor rango y le chuparás la sangre. Te lo garantizo, pero te advierto que si alguna vez piensas en ir en mi contra, te negaré la comida. No hay mayor tormento que negar la sed de sangre; lo sabrás cuando te sobrevenga.
La cabeza le daba vueltas ante las inesperadas noticias. ¡Se había convertido en un vampiro!
—Esta misma noche —repitió Rufo, como si respondiera a la muda exclamación del decano—. Y te advierto que el sol será para siempre tu enemigo. Busca un lugar oscuro en el que dormir después de haberte alimentado, Thobicus.
El decano respiraba en jadeos cortos, y cuando se dio cuenta, se preguntó si ése sería el último día que respiraría.
—¿Has hecho lo que te ordené? —le preguntó Rufo.
Levantó la mirada hacia el vampiro, sorprendido por el inesperado cambio de tema. Recuperó la presencia de ánimo rápidamente.
—Los cinco clérigos de Oghma están de camino hacia Carradoon —respondió Thobicus—. Quisieron esperar hasta la mañana siguiente y se quejaron de que sólo tenían una hora o dos de luz antes de detenerse y acampar.
—Pero los convenciste —razonó Rufo.
—Los envié —corrigió Thobicus, con el tono más desafiante que había usado contra el vampiro—. Pero no comprendo el significado de permitirles que se vayan de la biblioteca. Si Druzil hace…
Un dolor agudo en la cabeza de Thobicus cortó la queja. Casi derribó al decano.
—¿Me cuestionas? —preguntó Rufo.
Thobicus descubrió que estaba de rodillas, agarrándose las sienes. Pensó que le iba a estallar la cabeza, pero entonces, tan de repente como empezó, el dolor se fue. Le costó un rato reunir el coraje para levantar la mirada hacia Kierkan Rufo, y cuando lo hizo, encontró al vampiro sentado, y a Banner a su lado.
Thobicus, por alguna razón que no logró entender, odió a Banner en ese momento.
—Los de Oghma podrían percibir la profanación —explicó Rufo—. O pronto descubrirían en lo que te has convertido. Lo comprenderán cuando vuelvan a la biblioteca, y lo aceptarán.
Thobicus reflexionó sobre esas palabras, y no dudó de la afirmación de Rufo. Quedaban menos de sesenta clérigos vivos, de Deneir y de Oghma, en la biblioteca, menos seis visitantes, ninguno lo bastante poderoso para enfrentarse al señor vampiro.
—¿La clériga de Sune está en su habitación? —preguntó Rufo de improviso, apartando a Thobicus de sus divagaciones. El decano asintió, y Rufo, mirando a Banner, hizo el mismo gesto.
Dos horas más tarde, cuando se puso el sol detrás de las montañas y las sombras lo cubrieron todo, Kierkan Rufo salió de la Biblioteca Edificante por las puertas principales, con el imp subido al hombro mientras sus ropas negras barrían el suelo por el que caminaba.
En una rama alta de un árbol cercano, una ardilla blanca se agachó atemorizada, observando el avance del vampiro con algo más que curiosidad pasajera.