Un invitado inesperado
A la mañana siguiente el Decano Thobicus se sorprendió al encontrar una manta cubriendo la única ventana de su despacho. Se agitó al acercarse, y sintió el frescor de la brisa matutina, lo cual condujo su mirada hacia el suelo, a la parte baja de la manta, donde se veían los cristales rotos de la ventana.
—¿Qué locura es ésta? —preguntó el corpulento decano mientras apartaba algunos de los cristales con el pie. Tiró de un extremo de la manta y se sorprendió de nuevo, no sólo estaba roto el cristal, la reja no estaba, aparentemente arrancada de la piedra.
Thobicus se obligó a tranquilizarse, temía que Cadderly estuviera tras ello, que el joven clérigo hubiera vuelto y usado sus incontestables poderes mágicos. Las barras de hierro eran nuevas, fijadas poco después de que Cadderly desapareciera en las montañas. El decano les explicó a los demás que era necesario para asegurarse de que ningún ladrón (agentes del Castillo de la Tríada, a lo mejor) irrumpiera en su despacho en esos tiempos agitados y se hiciera con los planes de batalla. En realidad, Thobicus puso la reja en la ventana no para impedir que entraran, sino para evitar que nadie cayera. Cuando Cadderly dominó al decano con la mente, mostró su superioridad amenazando a Thobicus con obligarlo a saltar por la ventana, y Thobicus supo sin un ápice de duda que lo habría hecho si Cadderly así se lo hubiera ordenado.
Ahora, al ver la ventana, rota y sin la reja que la bloqueara, unos escalofríos recorrieron su espalda. Corrió la improvisada cortina y se volvió despacio, como si esperase a su enemigo en medio del despacho.
Sin embargo se encontró a Kierkan Rufo.
—¿Qué estás…? —empezó a decir el decano, luego las palabras se le quedaron atoradas en la garganta, cuando recordó que Rufo estaba muerto. A pesar de ello estaba aquí, ¡de pie, ladeando la cabeza como era su costumbre!
—¡No lo hagas! —ordenó Rufo cuando el decano levantó la mano para agarrar la manta. Rufo extendió la mano en dirección a Thobicus, y éste notó que la voluntad de Rufo era como una pared de sólida roca que le impedía asir la manta.
—Prefiero la oscuridad —explicó el vampiro con un aire de misterio.
El decano Thobicus forzó la vista para estudiar al hombre con más atención, sin comprender.
—No puedes entrar aquí —protestó—. Llevas la marca.
—¿La marca? —repitió Rufo con escepticismo, después de soltar una carcajada. Extendió la mano y se recorrió la frente con las uñas, arrancándose la piel y con ella la característica marca de Deneir.
—¡No puedes entrar aquí! —dijo Thobicus más alterado. Acabó por comprender que algo iba terriblemente mal, que Kierkan Rufo se había convertido en algo mucho más peligroso que un simple exiliado. Una marca como la que llevaba Rufo era mágica, y si se cubría o estropeaba, ardía hacia el interior, atormentaba al paria y al final moría.
Rufo no hizo gestos de dolor, parecía confiado.
—No puedes entrar aquí —reiteró Thobicus, su voz no era más que un susurro.
—Desde luego que puedo —replicó Rufo, y mostró una amplia sonrisa, enseñando los dientes ensangrentados—. Tú me invitaste.
Thobicus mostró desconcierto. Recordaba aquellas mismas palabras, Rufo las dijo en el mismo momento de su muerte. ¡En el mismo momento de su muerte!
—¡Sal de aquí! —exigió Thobicus desesperado—. ¡Desaparece de este lugar sagrado! —Levantó el símbolo de Deneir, colgaba de una cadena alrededor del cuello del decano, y éste empezó a salmodiar al tiempo que lo mostraba.
Rufo sintió una punzada en su corazón helado, y el resplandor del pendiente, que parecía brillar con luz propia, le hirió los ojos. Pero a pesar de la sorpresa inicial, el vampiro sintió algo, debilidad. Ésa era la casa de Deneir, y Thobicus era supuestamente el líder de la orden. Él, más que nadie, debería poder ahuyentar a Rufo. Sin embargo era incapaz; Rufo supo con certeza que no podía.
El decano acabó su conjuro y lanzó una oleada de energía mágica al vampiro, pero éste ni se inmutó. Clavaba los ojos en el símbolo sagrado, que, a sus ojos, ya no brillaba lo más mínimo.
—Hay oscuridad en tu corazón, Decano Thobicus —razonó Rufo.
—¡Fuera de aquí! —rebatió Thobicus.
—No hay convicción en tus palabras.
—¡Bestia inmunda! —gruñó Thobicus, y se acercó con audacia, la mano que sostenía el símbolo sagrado extendida—. Muerto impuro, ¡no puedes existir aquí!
El vampiro empezó a reír.
—¡Deneir te castigará! —prometió Thobicus—. Yo…
Se desvaneció y emitió un gruñido de dolor cuando la mano de Rufo salió disparada y le agarró el antebrazo.
—¿Qué harás tú, qué? —preguntó el vampiro. Un giro de la muñeca del vampiro hizo que el símbolo se le cayera de la mano al decano—. No hay convicción en tus palabras —repitió Rufo—. Y no hay fuerza en tu corazón. —Rufo soltó el brazo y agarró al decano por las solapas de la ropa, de tal modo que lo levantó con facilidad.
»¿Qué has hecho, clérigo descarriado? —preguntó el confiado vampiro.
Las dos últimas palabras resonaron en la cabeza del decano como una maldición. Quiso llamar a gritos a los maestres; soltarse y precipitarse hacia la ventana y arrancar la manta, ya que seguramente la luz diurna le haría daño a aquella criatura no muerta. Pero las afirmaciones de Rufo, todas ellas, eran verdad; ¡thobicus sabía que eran verdad!
Rufo arrojó al hombre y caminó hasta situarse entre el decano y la ventana. Thobicus estaba muy quieto, sus pensamientos rebullían confusos y desesperados, compadeciéndose de sí mismo. ¿Qué había hecho? ¿Cómo había caído tan bajo y con tanta rapidez?
—Por favor —dijo el vampiro—, ve y siéntate en tu escritorio, de modo que podamos discutir lo que sucederá. —Toda la mañana Rufo había estado sentado en el despacho, a la espera de Thobicus, para descuartizarlo. Ya no era el hambre lo que impulsaba al vampiro, la noche anterior se había dado un banquete. No, Rufo había ido a por el Decano Thobicus simplemente en busca de venganza. Había decidido atacar la biblioteca por los tormentos que le habían administrado los de Deneir en vida.
Ahora, sin darse cuenta de que la maldición del caos guiaba sus designios, el vampiro pensaba lo contrario. En ese momento de enfrentamiento, Rufo vio el interior del Decano Thobicus, y allí habitaba una oscuridad maligna.
—¿Has comido hoy? —preguntó Rufo amablemente, mientras iba a sentarse en un extremo del escritorio de roble.
—No —contestó Thobicus, que seguía algo desconcertado, mientras se enderezaba desafiante en la silla.
—Yo, sí —respondió Rufo, y soltó una carcajada maliciosa ante la ironía—. De hecho, me di un banquete con el que debía prepararte el desayuno.
Thobicus apartó la mirada, la expresión llena de asco.
—¡Deberías estar contento por ello! —le replicó Rufo, y dio un puñetazo en el escritorio que hizo que Thobicus se sobresaltara y se viera obligado a mirar al monstruo—. Si no lo hubiera hecho, el apetito gobernaría mis actos, ¡y estarías muerto! —dijo Rufo encolerizado, y mostró los colmillos para acentuar la idea.
El Decano Thobicus intentó mostrar calma, esconder el hecho de que sus manos manipulaban algo bajo el escritorio, una ballesta cargada que había situado allí hacía poco. El arma se aguantaba en unos soportes que se deslizaban, de modo que se sacaba con rapidez en momentos de necesidad. Los hombros del decano se inclinaron un poco cuando pensó en el arma, cuando se dio cuenta de que no había colocado la ballesta para un enemigo como aquél, sino en caso de que Cadderly volviera, e intentara dominarlo.
Rufo estaba absorto en sus propios pensamientos y no parecía notar los delicados movimientos del decano ni la agitación que bullía en el avejentado hombre. El vampiro bajó del escritorio y caminó hacia el centro de la sala, golpeándose ligeramente los labios manchados de sangre con un dedo.
Thobicus entendió que debía sacar la ballesta y disparar al monstruo. Versado en teología, el decano sabía lo que era Rufo, un vampiro. El virote de la ballesta probablemente no mataría a Rufo, pero estaba consagrado y bañado en agua bendita, lo que al menos lo dañaría, y a lo mejor le permitiría huir de la habitación. La biblioteca despertaba en ese momento; los aliados no estarían muy lejos.
Thobicus no disparó, y refrenó sus palabras, dejando que el vampiro hiciera el siguiente movimiento.
Rufo volvió de pronto hacia el escritorio, y Thobicus se quedó boquiabierto sin advertirlo.
—No deberíamos ser enemigos —remarcó el vampiro.
Thobicus lo miró con incredulidad.
—¿Qué ganaremos con un combate? —preguntó Rufo—. ¿Cualquiera de los dos?
—Siempre has sido un mentecato, Kierkan Rufo —se atrevió a decir Thobicus.
—¿Un mentecato? —se mofó Rufo—. No lo comprendes, clérigo descarriado. —Rufo tiró la cabeza hacia atrás y dejó que las carcajadas salieran sin freno. Se dio media vuelta de modo que su mortaja negra siguiera sus movimientos como una sombra—. ¡He descubierto el poder!
—¡Has encontrado la perversión! —declaró Thobicus, y asió la ballesta con fuerza. Pensaba que el comentario provocaría que el vampiro se lanzara sobre él.
Rufo detuvo el giro y se volvió hacia el decano.
—¡Llámalo como quieras! Pero no puedes negar mi poder; ganado en pocas horas. Has dedicado tu vida al estudio, rezando a Deneir.
Thobicus miró sin advertirlo su símbolo sagrado, que descansaba en el suelo cerca de la pared.
—Deneir —dijo Rufo en tono burlón—. ¿Qué te ha dado tu dios? Te afanas durante incontables años, y luego Cadderly…
Thobicus se estremeció, y Rufo no lo pasó por alto.
—Y luego Cadderly —continuó el vampiro, al descubrir la debilidad—, ¡extiende la mano y consigue un poder que siempre estará fuera de tu alcance!
—¡Mientes! —rugió Thobicus, que se abalanzó sobre el escritorio. Sus palabras sonaron vacías, incluso para él.
La puerta del despacho se abrió de golpe, y Thobicus y Rufo se volvieron para ver cómo Bron Turman entraba. El clérigo de Oghma paseó la mirada del decano a Rufo, mientras en sus ojos aumentaba la sorpresa al reconocer, también, lo que era Rufo.
El vampiro siseó, mostrando los colmillos ensangrentados, y agitó la mano, que cerró la puerta de golpe.
En cualquier caso Bron Turman no tenía intención de huir. Con un brioso gruñido, el de Oghma agarró el medallón y se arrancó la cadena del cuello, mostrando la réplica del pergamino de plata. Relampagueó e irradió una potente luz, y para sorpresa del Decano Thobicus, el vampiro se retiró, cubriéndose y siseando bajo sus ropajes.
Turman recitó unas palabras muy parecidas a las que había empleado Thobicus, y el símbolo sagrado brilló todavía más, llenó la habitación de un brillo que Rufo era incapaz de soportar. El vampiro cayó contra el muro, se encaminó hacia la ventana, y recordó que no podía salir afuera, bajo la luz del sol infernal.
Turman lo tenía, descubrió Thobicus, y en ese momento Rufo le pareció muy débil, incluso digno de compasión. Sin darse cuenta, Thobicus puso la ballesta sobre el escritorio.
Rufo empezó a contraatacar, bregaba por mantenerse derecho. La oscuridad salió de su cuerpo, llenando aquella parte de la habitación.
Bron Turman soltó un gruñido y adelantó el símbolo, su brillo atacó la oscuridad del vampiro. Rufo lanzó un siseo impío mientras cerraba sus puños huesudos.
—¡Disparadle! —le imploró Bron Turman a Thobicus.
La pugna entre los dos era un empate que rompería el virote de la ballesta.
Thobicus levantó el arma y la apuntó. Pensaba apretar el disparador, pero vaciló cuando un muro de dudas se levantó ante él.
¿Por qué su expulsión no afectó al vampiro?, se preguntó. ¿Deneir lo había abandonado, o era Cadderly el que, de algún modo, bloqueaba sus esfuerzos por disfrutar del calor de la luz de su dios?
Montañas de dudas cruzaron la mente del decano, negros pensamientos más oscuros por las continuas intrusiones de la voluntad del vampiro. Rufo aún seguía allí, sembrando dudas.
¿Dónde estaba Deneir? La idea obsesionó al envejecido decano. En un momento de gran necesidad, su dios no estaba allí. En el instante de su vida en que llamaba a Deneir, cuando lo necesitaba a Él, ¡el dios lo abandonaba!
Y allí estaba Bron Turman, entero y confiado, mientras mantenía al vampiro apartado con el poder de Oghma en su fuerte mano.
Thobicus soltó un gruñido y levantó la ballesta. El malvado Rufo era fuerte en poder, se enfrentaba a un hombre que lo hubiera vencido con facilidad cuando era un discípulo de Deneir, si bien Rufo pasó años estudiando.
Ahora, tres días después de muerto, Rufo igualaba al de Oghma.
Thobicus sacudió la cabeza, tratando de aclarar la creciente confusión. Se abrió paso a través de una red de mentiras, para encontrarse otra, y para descubrir que la que había dejado atrás se acercaba de nuevo a él.
¿Dónde estaba Deneir? ¿Por qué Cadderly era tan condenadamente poderoso? Tantos años…
Thobicus regresó al presente, centró sus ideas, afianzó las temblorosas manos, y preparó los ojos. El disparo fue perfecto.
Bron Turman, aturdido, dio una sacudida por el impacto y miró hacia el escritorio. La fuerza del Oghmanita flaqueó, Rufo dio un paso y le arrancó de un manotazo el símbolo sagrado de la mano, luego se abalanzó sobre él.
Un minuto más tarde, el vampiro, con la cara resplandeciente por la sangre fresca, se volvió hacia el escritorio.
—¿Qué te ha dado Deneir? —le preguntó al aturdido Thobicus. El viejo decano parecía un zombi, su cara llena de arrugas estaba paralizada por la incredulidad mientras miraba al clérigo muerto.
»Te ha abandonado —canturreó Rufo, jugando con las evidentes dudas del hombre—. Deneir te ha abandonado, ¡pero yo no! Hay tantas cosas que puedo darte…
Thobicus, para su sorpresa, se dio cuenta de que el vampiro estaba a su lado. Rufo siguió susurrando garantías, al tiempo que prometía vida eterna y poderes más allá de lo imaginable, la salvación después de la muerte. Thobicus no se resistió. El envejecido decano sintió un pinchazo antes de que los colmillos del vampiro se le hundieran en el cuello.
Sólo entonces se dio cuenta de cuán bajo había caído. Descubrió que Rufo estaba en su mente, había alimentado sus recelos, a la vez que lo había empujado a disparar la ballesta contra el poderoso clérigo de Oghma.
Y obedeció. Las dudas se arremolinaban alrededor del decano, pero ya no se centraban en los fallos de Deneir. ¿En realidad Deneir lo abandonó cuando intentó enseñarle el símbolo sagrado a Rufo, o hacía tiempo que él había abandonado a Deneir? Cadderly lo dominó, y afirmó que ese poder era la voluntad de Deneir.
Y ahora Rufo…
Thobicus dejó que la idea se perdiera, y que la culpa hiciera lo mismo.
«Así sea», decidió. Rechazó las consecuencias y se sumió en las promesas del vampiro.
«Así sea».