Decepciones
Vampiro. La palabra quedó grabada en la mente de Rufo, un peso muerto sobre sus hombros de cadáver. Se arrastró hacia la losa de piedra, se tendió de espaldas y se cubrió los ojos con sus pálidas y huesudas manos.
—Bene tellemara —murmuró Druzil muchas veces mientras pasaban los minutos sin que nada sucediera—. ¿Quieres que vengan y te descubran?
Rufo no levantó la mirada.
—Los clérigos están muertos —dijo Druzil con voz áspera—. Destrozados. ¿Cogerás tan desprevenidos a aquellos que vengan en su busca?
Rufo apartó el brazo de la cara y miró al imp, pero no pareció importarle.
—Crees que los vencerás —razonó Druzil, malinterpretando la calma de Rufo—. ¡Tonto! ¡Crees que puedes vencerlos a todos!
La respuesta de Rufo cogió a Druzil a contrapié, hizo que comprendiera que era la desesperación, no la confianza, la fuente de la apatía del no muerto.
—No me atrevo a intentarlo —dijo Rufo con sinceridad.
—Puedes vencerlos —respondió el imp, cambiando el énfasis de manera que la afirmación de pronto no le sonó tan ridícula—. ¡Los vencerás a todos!
—Ya estoy muerto —dijo Rufo—. Ya me han vencido.
—¡Por supuesto, por supuesto! —chirrió Druzil, mientras daba palmadas y aleteaba para situarse al extremo del féretro de Rufo—. Muerto, sí, pero ésa es tu fuerza, no tu debilidad. Los derrotarás a todos, y la biblioteca será tuya.
Las últimas palabras acicatearon el interés de Rufo. Irguió la cabeza en un ángulo con el que observar mejor al imp.
—Eres inmortal —dijo el imp con solemnidad.
Rufo se quedó mirándolo durante un largo e incómodo rato.
—¿A qué precio? —preguntó.
—¿Precio? —repitió Druzil.
—¡No estoy vivo! —rugió Rufo, y Druzil extendió las alas, preparado para salir disparado si el vampiro hacía un movimiento repentino.
—¡Estás más vivo de lo que nunca estuviste! —replicó Druzil—. Ahora tienes poder. ¡Ahora se cumplirá tu voluntad!
—¿Hasta que punto? —Rufo quería, necesitaba saber—. Estoy muerto. Mi carne también. ¿Qué placeres conoceré? ¿Qué sueños valdrán la pena?
—¿Placeres? —preguntó el imp—. ¿No fue dulce la sangre de clérigo? ¿Y no sentiste el poder cuando te acercaste a ese desgraciado? Saboreaste su miedo, vampiro, y el sabor era tan dulce como la sangre de la que te alimentarás.
Rufo siguió mirándolo, aunque ya sin más quejas. Le pareció que Druzil decía la verdad. Paladeó el miedo del clérigo, y esa sensación de poder, de inspirar terror, era maravillosamente dulce para un hombre que en vida se había sentido tan impotente.
Druzil esperó un poco más, hasta que Rufo se convenció de que al menos debía explorar su existencia vampírica.
—Debes largarte de este lugar —explicó el imp, mientras posaba la mirada en los cuerpos.
Rufo miró la puerta cerrada, luego hizo un gesto afirmativo, y se irguió. Las piernas le quedaron colgando de la losa.
—Las catacumbas —remarcó.
—No puedes pasar —dijo Druzil mientras el vampiro caminaba con rigidez hacia la puerta. Rufo se volvió hacia él con desconfianza, como si pensara que las palabras del imp eran una amenaza.
—El sol brilla —explicó Druzil—. Arderás como una tea.
La expresión de Rufo pasó de la curiosidad al puro terror.
—Ahora eres una criatura de la noche —continuó Druzil con firmeza—. La luz del día no es tu aliada.
Para Rufo era una cosa difícil de asimilar, pero a tenor de todo lo que había sucedido, la aceptó con estoicismo y se obligó a enderezarse una vez más.
—¿Cómo conseguiré salir de aquí? —preguntó, con rabia y sarcasmo.
Druzil dirigió la mirada de Rufo hacia las piedras de la pared del fondo del mausoleo. Aquéllos eran los nichos de los antiguos maestres de la biblioteca, incluidos los de Avery Schell y Pertelope, y no todas las piedras estaban marcadas.
Al principio la idea de entrar en una cripta lo repugnó, pero cuando dejó atrás los prejuicios que le quedaban de cuando fue un hombre vivo, que respiraba, cuando se permitió ver el mundo como un no muerto, una criatura de la noche, descubrió que la opción de la piedra oscura y fría lo atraía.
Rufo se acercó a Druzil, que estaba cerca del muro, frente a un féretro que le llegaba a la altura de la cintura. Sin saber qué esperaba el imp, el vampiro extendió los rígidos brazos y agarró los extremos de la piedra.
—¡Así no! —le reprendió Druzil, y Rufo se enderezó, mirando amenazadoramente al imp, cansado de sus humos de superioridad.
—Si la destrozas, los clérigos te encontrarán —explicó el imp, y por lo bajo añadió el esperado—: Bene tellemara.
Rufo no respondió, pero paseó la mirada del imp a la pared. ¿Cómo conseguiría entrar en el nicho si no quitaba la piedra? Aquéllas no eran puertas que se abrieran y cerraran; eran bloques sellados y marcados, sacados de las tumbas, y luego colocados con argamasa.
—Hay una grieta abajo —comentó Druzil, y cuando se inclinó, vio una línea que recorría la parte baja de la losa.
El vampiro se encogió de hombros, pero antes de que le preguntara a Druzil de qué le servía la grieta, una sensación extraña, una ingravidez, lo invadió, como si fuera menos que sustancial. Rufo miró a Druzil, que sonreía abiertamente, y luego la grieta, que de pronto se hizo más grande. El vampiro, incluidas sus ropas negras, se fundió en una nube de vapor verde y se deslizó por la grieta de la losa.
Reapareció en forma corpórea dentro de los estrechos confines del nicho, limitado por paredes macizas. Por un instante, una oleada de pánico, una sensación de que estaba atrapado, lo invadió. ¿Cuánto le duraría el aire?, se preguntó. Cerró la boca, temeroso de tragar demasiado de la preciada sustancia.
Un momento después, con la boca abierta soltó una carcajada.
—¿Aire? —se preguntó Rufo en voz alta. No necesitaba aire, y por supuesto no estaba atrapado. Se escabulliría por esa grieta con la misma facilidad con la que había entrado, o le daría una patada a la losa y la arrancaría de su posición. Era lo bastante fuerte para hacerlo, sabía que lo era.
De pronto, las limitaciones de un débil cuerpo vivo le parecieron claras. Pensó en todas las veces que lo persiguieron (injustamente, en su opinión) y en los dos clérigos de Oghma que había despachado con tanta facilidad.
¡Clérigos de Oghma! ¡Luchadores, guerreros, y a pesar de ello los había levantado sin ningún esfuerzo!
Se sintió como si lo hubieran liberado de esas limitaciones de la vida, libre de volar y tomar el poder que era suyo de pleno derecho. Les daría una lección a sus acusadores, les…
El vampiro dejó de fantasear y se llevó la mano a la frente para sentir la marca. En su mente surgió una imagen clara de Cadderly, su gran opresor.
Sí, Rufo les enseñaría.
Pero ahora descansaría, en los fríos confines de su lecho. El sol, aliado de los vivos (de los débiles) brillaba con fuerza en el exterior.
Rufo esperaría a la oscuridad.
Los clérigos de rango más alto de la biblioteca se reunieron al atardecer por deseo del Decano Thobicus. Se congregaron en una habitación del cuarto piso que no se usaba, el más alto, un lugar poco conocido que les garantizaría intimidad.
Los demás pensaron que la reclusión era importante para el envejecido decano, una idea que se evidenció cuando Thobicus cerró la única puerta de la habitación y cerró los postigos de los dos ventanucos.
Thobicus se volvió con solemnidad y sondeó a los reunidos. La sala no estaba preparada para una audiencia. Algunos de los clérigos se sentaron en sillas de varias medidas; otros se apoyaron contra la pared, o en la alfombra desgastada que cubría el suelo. Thobicus se dirigió al centro del grupo, y se volvió despacio, observando a cada uno de los treinta clérigos allí presentes para dejar que apreciaran por completo la seriedad del encuentro. Varias conversaciones terminaron bajo el peso de su mirada, y fueron reemplazadas por el desconcierto y la conmoción.
—El Castillo de la Tríada ya no existe —dijo Thobicus después de más de un minuto de silencio.
Los clérigos se miraron unos a otros, visiblemente aturdidos por lo repentino del anuncio. Luego se produjo una ovación, calmada al principio, pero ganó impulso hasta que todos los clérigos, excepto el decano, se felicitaban con palmadas en la espalda y también sacudían los puños en señal de victoria.
Más de uno gritó el nombre de Cadderly, y Thobicus se estremeció cada vez que lo oyó, y supo que debería proceder con cautela.
Cuando la ovación perdió fuerza, Thobicus levantó la mano, llamando al silencio. De nuevo la mirada escrutadora del decano cayó sobre los clérigos, los silenció, los llenó de curiosidad.
—Las noticias son buenas —comentó Fester Rumpol, el segundo en la jerarquía de Deneir—. Sin embargo no veo alegría en vuestras facciones, mi decano.
—¿Sabes cómo supe de la derrota de nuestro enemigo? —le preguntó Thobicus.
—¿Cadderly? —preguntó una voz.
—Hablasteis con un ser divino, un agente de Deneir —ofreció otro.
El Decano Thobicus sacudió la cabeza ante las dos suposiciones, su mirada nunca se apartó de Rumpol.
—Soy incapaz de recabar información —les explicó a todos—. Mis intentos de comunicación con Deneir fueron bloqueados. Me vi obligado a dirigirme a Bron Turman de Oghma para encontrar respuestas. Ante mi ruego, inquirió a los agentes de su dios y descubrió la derrota de nuestro enemigo.
Esa información era tan asombrosa como el informe de la derrota del Castillo de la Tríada. Thobicus era el decano de la Biblioteca Edificante, el padre de la orden. ¿Cómo se le podía bloquear la comunicación con agentes de Deneir? Todos aquellos clérigos habían sobrevivido a la Caída de los Dioses, aquel período tan abominable para las personas de fe, y todos ellos temieron que el decano hablara del segundo advenimiento de aquellos tiempos terribles.
La expresión de Rumpol pasó del miedo a la sospecha.
—Esta mañana he rezado —dijo, captando la atención de los reunidos—. Pedí orientación en mi búsqueda de un antiguo pergamino… y mi rezo recibió respuesta.
La habitación se llenó de murmullos.
—Eso se debe a… —dijo Thobicus en voz alta, áspera, recuperando la atención de la audiencia. Hizo una pausa para asegurarse que todos lo escuchaban—. ¡Eso es porque aún no era el blanco de Cadderly!
—¿Cadderly? —dijeron Rumpol y varios más al unísono. En toda la Biblioteca Edificante, en particular en la orden de Deneir, los sentimientos hacia el joven clérigo eran fuertes, muchos positivos y otros negativos. Muchos de los ancianos clérigos pensaban que Cadderly era impetuoso e irreverente, indiferente a los rutinarios deberes a los que le obligaba el rango. Y muchos de los jóvenes lo veían como un rival contra el que no podían competir. De los treinta de la habitación, todos tenían como mínimo cinco años más que Cadderly; sin embargo superaba en rango a más de la mitad gracias a la jerarquía establecida en la biblioteca. Y los rumores persistentes señalaban que ya estaba entre los más poderosos de la orden, a ojos de Deneir.
Por lo visto, el decano Thobicus confirmaba esa teoría. Si Cadderly podía bloquear la comunicación de Thobicus con agentes de Deneir, ¡y desde la otra punta de las Montañas Copo de Nieve…!
Las conversaciones surgieron por todas partes, los clérigos estaban confundidos por lo que eso podría significar. Fester Rumpol y el Decano Thobicus cruzaron miradas, Rumpol no tenía respuestas para la increíble afirmación del decano.
—Cadderly se ha extralimitado —explicó Thobicus—. Considera inadecuada la jerarquía de la Biblioteca Edificante, y por ello, desea cambiarla.
—¡Absurdo! —gritó un clérigo.
—Eso pienso —respondió el Decano Thobicus en tono tranquilo. Se había preparado para esa reunión, con respuestas para cualquier pregunta o pretensión—. Pero ahora he descubierto la verdad. Con Avery Schell y Pertelope, muertos, nuestro joven Cadderly parece que se ha descontrolado. Me embaucó para ir al Castillo de la Tríada. —Esa afirmación no era del todo verdad, pero Thobicus no quería admitir que Cadderly lo dominó, doblegó su mente como si fuera una espiga en un huracán—. Y ahora bloquea mis intentos de comunicarme con nuestro dios.
En lo que concernía a Thobicus, la segunda declaración era cierta. Para él pensar lo contrario significaría que había perdido el favor de Deneir, y el viejo decano no estaba dispuesto a creerlo.
—¿Qué queréis que hagamos? —preguntó Fester Rumpol, con un tono que mostraba más sospecha que lealtad.
—Nada —respondió Thobicus al instante, al reconocer las dudas de su segundo—. Sólo quiero advertiros a todos, para que nuestro joven amigo no nos coja por sorpresa cuando regrese.
Esa respuesta pareció satisfacer a Rumpol y a muchos otros. Luego Thobicus aplazó la reunión de repente y se retiró a sus aposentos. Acababa de plantar las semillas de la duda. Su honestidad se vería favorablemente cuando Cadderly volviera y los dos se enfrentaran.
Ése era el peor defecto de Thobicus. Aún no aceptaba que la autoridad de Cadderly provenía de Deneir, por los verdaderos dogmas de su fe. Thobicus llevaba atado por la burocracia de la Biblioteca Edificante tanto tiempo que olvidó el objetivo de ésta y de la orden. Demasiados procedimientos deslucían los éxitos. El decano veía su prevista batalla con Cadderly como una lucha política, un combate que se decidiría por alianzas de salón y promesas gratuitas.
En el fondo de su corazón, por supuesto, Thobicus conocía la verdad, sabía que su lucha contra Cadderly se decidiría por los dogmas de Deneir. Pero esa verdad, así como la de la orden, estaba tan enterrada por la falsa información que Thobicus se atrevía a creer lo contrario, y se engañaba a sí mismo al pensar que los otros seguirían su liderazgo.
Los sueños de Kierkan Rufo ya no eran los de una víctima.
Vio a Cadderly, pero esta vez era el joven clérigo, no el marcado Rufo, el que se acobardaba. Esta vez, en su sueño, Rufo, el Conquistador, extendió la mano y le arrancó la garganta a Cadderly.
El vampiro despertó en una absoluta oscuridad. Sentía la presión de los muros de piedra, y agradecía su refugio, gozando de la oscuridad mientras los minutos se tornaban una hora.
Entonces otra llamada apremió a Rufo; un gran apetito lo atravesó. Intentó hacer caso omiso, no quería nada más que descansar en el frío vacío negro.
Pronto sus dedos arañaron la piedra y se agitó, abrumado por impulsos que no comprendía.
Se retorció y se dio la vuelta en el nicho. Al principio el vampiro pensó en destruir el bloque de piedra, destrozar la barrera en un millón de trozos, pero mantuvo la suficiente cordura para darse cuenta de que volvería a necesitar ese refugio. Concentrándose en la diminuta grieta en la base de la losa, Rufo se disolvió en un vapor verduzco (no era difícil) y se materializó en la zona principal del mausoleo.
Druzil, subido al féretro más cercano, con la barbilla sobre las manos, lo esperaba.
Aunque apenas advirtió al imp. Cuando asumió su forma corpórea, se sintió diferente, menos rígido y torpe.
Olisqueó el aire de la noche (su aire) y se sintió más fuerte. La luz mortecina de la luna se filtraba por la sucia ventana, pero a diferencia de la del sol, era fresca, confortable.
Rufo estiró los brazos, dio una patada, y giró sobre un pie, saboreando la noche y su libertad.
—No han venido —le dijo Druzil.
Rufo fue a preguntar al imp de qué hablaba, pero, tan pronto como vio los dos cuerpos, comprendió.
—No me sorprende —respondió el vampiro.
»La biblioteca tiene infinidad de obligaciones. Siempre. No se les echará en falta durante varios días.
—Entonces recógelos —ordenó Druzil—. Llévatelos de este lugar.
Rufo se concentró en el tono del imp más que en las palabras.
—Hazlo ahora —agregó Druzil, inconsciente del creciente peligro—. Si somos cuidadosos… —Sólo entonces Druzil apartó la mirada del cuerpo más cercano para ver la cara de Rufo, y la fría mirada hizo que un escalofrío recorriera el espinazo del inconmovible imp.
Druzil no intentó seguir con su razonamiento, ni intentó que las palabras salieran del nudo que se formó en su garganta.
—Ven a mí —dijo Rufo en voz baja, con calma.
Druzil no tenía intención de seguir la orden. Empezó a sacudir la cabeza, las largas orejas aleteaban ruidosamente; incluso intentó articular un comentario despectivo. Aquellas ideas se esfumaron cuando tomó conciencia de que se acercaba a Rufo, de que sus pies y alas atendían la orden del vampiro. Estaba al final de la losa, luego saltó, moviendo las alas para permanecer en el aire, para continuar su implacable avance.
La mano de Rufo salió disparada y agarró al imp por el pescuezo, rompiendo el trance. Druzil soltó un chillido y por instinto llevó la cola al frente, agitándola amenazadora ante la cara de Rufo.
Rufo soltó una carcajada y empezó a estrujar.
La cola de Druzil fustigó la cara de Rufo, su extremo lleno de púas le hizo un rasguño.
Rufo continuó riendo y apretó con más fuerza el cuello.
—¿Quién es el amo? —preguntó el confiado vampiro.
¡Druzil pensó que la cabeza le saltaría como un corcho de botella! Era incapaz de liberarse. ¡Y aquella mirada! Se había enfrentado a los señores más poderosos de los planos inferiores, pero en ese momento le parecía que nada era más imponente.
—¿Quién es el amo? —volvió a preguntar Rufo.
Druzil relajó la cola, y dejó de forcejear.
—Por favor, amo —gimoteó sin aliento.
—Estoy hambriento —anunció el vampiro, apartando a Druzil de modo despreocupado. Rufo caminó a grandes zancadas hacia la puerta del mausoleo con andares gráciles y confiados. Cuando estaba cerca de la puerta, la abrió con el pensamiento. Después de cruzar el umbral, se cerró de nuevo, dejando a Druzil solo en el mausoleo, murmurando para sí.
Bachtolen Mossgarden, el cocinero de la biblioteca desde que Iván Rebolludo se había ido, también murmuraba para sus adentros. Bachy, como le llamaban los clérigos, estaba harto de sus nuevas tareas. Lo habían contratado como jardinero (eso era lo que hacía mejor) pero con la nieve cubriendo los terrenos, y con el enano correteando por las montañas, los clérigos cambiaron las reglas.
—¡Agua sucia, agua sucia, y más agua sucia apestosa! —gruñó el pringoso cocinero, volcando un balde de restos de coles por una cuesta situada detrás de la achaparrada biblioteca. Fue a hurgarse la nariz, pero cambió de opinión cuando el dedo, que apestaba a col podrida, se acercó al orificio.
—¡Empiezo a oler como el agua apestosa! —gimoteó, y siguió golpeando el balde, tiró el último de sus restos en la nieve pringosa y se dio media vuelta para irse.
Bachy notó que de pronto hacía mucho más frío. Y silencio, descubrió un momento después. No fue el ruido lo que hizo que se detuviera, sino la quietud. Incluso el viento cesó.
Se le puso la piel de gallina. Sucedía algo raro, fuera de lugar.
—¿Quién anda ahí? —dijo sin ambages, ya que siempre había sido así. No se lavaba mucho, ni se afeitaba, y lo justificaba diciendo que debía gustarle a la gente por algo más que la apariencia.
A Bachy le gustaba pensar de sí mismo que era una persona profunda.
—¿Quién anda ahí? —preguntó por segunda vez, con más claridad, cobrando ánimo ante el hecho de que nadie contestara la primera vez. Le faltó poco para convencerse de que permitía que la imaginación lo dominara, incluso dio el primer paso en dirección a la Biblioteca Edificante— la puerta trasera de la cocina estaba sólo a veinte metros, —cuando, una figura alta y ladeada avanzó hacia él, y se quedó inmóvil y en silencio.
Bachy balbució unas cuantas preguntas, sin completar ninguna. Lo más extraño de todo, lo que le sorprendía, era de dónde había salido el joven. Al pobre y sucio cocinero le pareció que el hombre había surgido de la nada, o de las sombras, ¡que no eran lo bastante oscuras para esconderlo!
La figura avanzó un paso. Sobre su cabeza, la luz de la luna se abrió paso entre las nubes, y reveló la pálida cara de Rufo.
Bachy vaciló, pareció que iba a desplomarse. Quiso gritar, pero no le salió la voz. Quiso correr, pero las piernas apenas lo sostenían.
Rufo saboreó el miedo, y sus ojos se encendieron, unas horribles llamas aparecieron donde debería tener las pupilas. El vampiro mostró una sonrisa maléfica, su boca se abrió poco a poco, dejando al descubierto unos caninos largos.
—Por los dioses —pareció que murmuraba Bachy, y luego las piernas le flojearon y se arrodilló en la nieve.
La sensación de miedo, de dulce miedo, se multiplicó con creces, recorriendo a Rufo. Fue la más cercana al éxtasis que el miserable conocería. Comprendió y apreció su poder en ese momento. Aquella lamentable sabandija, aquel hombre al que no conocía, ¡no ofrecía ninguna resistencia!
Rufo se movió despacio, inexorable, al saber que su víctima estaba indefensa ante el despliegue del vampiro.
Y entonces saboreó la sangre, como el néctar que bebió del estúpido clérigo de Oghma antes de que el veneno de Druzil lo mancillara. Esa sangre no lo estaba. Bachy era un guarro, pero su sangre era pura, cálida y dulce.
Los minutos se sucedieron mientras Rufo se alimentaba. Entonces comprendió que debía parar. De algún modo supo que si no mataba a ese miserable, se levantaría en la no muerte, sería una criatura menor que lo serviría. Instintivamente se dio cuenta de que sería su esclavo; al menos hasta que Bachy, también, siguiera el camino para convertirse en vampiro.
Rufo siguió alimentándose. Pensó en detenerse, pero ningún pensamiento superó el placer que sentía el vampiro. Un rato más tarde, el cuerpo sin vida de Bachy se deslizó cuesta abajo junto a las coles podridas.
Para cuando la noche empezó a menguar, Kierkan Rufo ya se había acostumbrado a su nueva existencia. Deambuló por los alrededores como un lobo explorando sus dominios, pensando siempre en el muerto, en el sabor de la sangre del hombre. Los restos secos del macabro festín manchaban la cara y la capa del vampiro mientras deambulaba ante la fachada lateral de la Biblioteca Edificante, con la mirada puesta en las gárgolas que se alineaban en los canalones, y en las estrellas.
Una voz en su cabeza (sabía que era Druzil) le dijo que debía volver al mausoleo, al nicho oscuro y frío en el que se escondería del calor infernal de la luz del sol. Aunque Rufo se dio cuenta de que había un peligro en ese plan. Había llevado las cosas demasiado lejos. La reveladora luz diurna pondría a los clérigos en guardia, y serían unos enemigos formidables.
Sabrían por dónde empezar la caza.
La muerte le dio a Rufo nuevos instintos y poderes más allá de lo que la religión de Deneir nunca le prometió. Sentía que la maldición del caos rebullía en su interior, que lo habitaba como un compañero, un consejero. Rufo podía irse y buscar un lugar seguro, pero el Tuanta Quiro Miancay quería algo más que seguridad.
Rufo apenas era consciente de que había cambiado de forma, pero lo siguiente que supo era que sus garras de murciélago encontraron un agarre en una esquina del techado de la biblioteca. Los huesos crujieron y se estiraron mientras el vampiro recuperaba su forma humana, dejándolo sentado al borde del tejado, con la mirada en una ventana que conocía bien.
Descendió cabeza abajo del tercer piso al segundo por la pared, sus fuertes dedos encontraron dónde agarrarse en lugares en los que un ser vivo vería piedra pulida. Para sorpresa de Rufo, había una reja de hierro en la ventana. Extendió el brazo entre las barras y empujó el cristal, luego pensó en tornarse vapor y deslizarse dentro. Por alguna razón, algún afán instintivo y bestial, como si pensara que la reja estaba allí para dificultar su avance, agarró una de las barras de hierro, y con una mano, arrancó la reja y la lanzó hacia la noche.
La biblioteca entera era accesible, pensó, y el vampiro no tenía intención de irse.