3

La perversión final

¡No existe la maldita caverna! —rugió Iván, y el rumor en las alturas, de la nieve amontonada, le recordó que un poco más de cuidado sería lo más prudente.

Si entonces no captó la idea, lo consiguió un instante más tarde, cuando un frenético Pikel subió corriendo y le dio un golpe en la nuca que le bajó el casco hasta taparle los ojos. El enano barbirrubio agarró una de las astas de ciervo, se ajustó el casco y luego se volvió ceñudo hacia su hermano; pero Pikel no se acobardó, se quedó allí, al tiempo que agitaba un dedo ante la cara de Iván.

—¡Estaos quietos, los dos! —los regañó Cadderly.

—Oh —respondió Pikel, que parecía herido.

Cadderly, muy nervioso, no captó la mirada. Continuó observando la destrozada montaña, sorprendido de que la abertura (lo bastante grande como para que un dragón extendiera las alas) no existiera.

—¿Estás seguro de que no es sólo nieve? —preguntó Cadderly, a lo cual Iván respondió estampando la bota en el suelo, lo que desgajó un trozo de nieve que cayó sobre él y Pikel.

Pikel surgió primero, la nieve le resbalaba por los bordes del sombrero de ala ancha que había tomado prestado de Cadderly, y cuando apareció Iván ya estaba preparado para otro golpe.

—¡Si no me crees, entra tú mismo! —aulló Iván, al tiempo que señalaba la masa de nieve—. Hay roca ahí. ¡Te he dicho que es piedra sólida! El mago la selló bien con su tormenta.

Cadderly puso los brazos en jarras y respiró hondo. Recordaba la tormenta que Aballister envió al Lucero Nocturno, el mago pensaba que Cadderly y sus amigos estaban allí. No tenía manera de saber que contó con la ayuda de un dragón y que estaba a menos distancia del Castillo de la Tríada.

Al mirar la desolación, la ladera de la montaña hecha pedazos por la magia, Cadderly se alegró de que el objetivo de Aballister hubiese sido erróneo. Aunque ahora eso era poco reconfortante. Dentro de la montaña lo esperaba el tesoro abandonado de un dragón, que necesitaría para ver realizados sus planes respecto de la Biblioteca Edificante, y toda la región. Aunque ésa era la única puerta grande, la abertura por la que podrían pasar las carretas para extraer el tesoro antes del próximo invierno.

—¿La abertura entera? —le preguntó Cadderly a Iván.

El enano barbirrubio iba a responder con su típico vozarrón, pero se calló y miró a su hermano (que se preparaba para darle otro golpe), y soltó un gruñido. Iván se abrió paso a través de la pared de nieve durante más de una hora, empujando a ciegas en varios puntos hasta que el muro de roca detrás de la nieve le hizo dar media vuelta.

—Daremos un rodeo —dijo Cadderly—, hacia el agujero en la ladera sur de la montaña que nos condujo a la guarida.

—Hay un trecho largo entre el tesoro y ese lugar —le recordó Iván—. A través de largos túneles, e incluso una larga caída. ¡No tengo ni idea de cómo sacarás el tesoro por ese camino!

—Ni yo —admitió Cadderly—. Lo único que sé es que necesito el tesoro, ¡y descubriré la manera de conseguirlo! —Después de eso, el joven clérigo se alejó por el camino, en busca de un sendero que le permitiera rodear la ancha base del Lucero Nocturno.

—Habla como un enano —le susurró Iván a Pikel.

—Je, je, je —rió Pikel, antes de que cayera la siguiente avalancha sobre ellos, y ésa fue la señal para otro golpe de Iván.

El trío llegó a la ladera sur a la mañana siguiente, a primera hora. La escalada fue ardua por la nieve derretida y resbaladiza. Iván estuvo a punto de llegar hasta la entrada (y fue capaz de confirmar que allí había un agujero) después de resbalar y convertirse en una bola de nieve y arrastrar consigo a Cadderly y Pikel montaña abajo.

—¡Estúpido clérigo! —le rugió Iván a Cadderly cuando los tres se desenredaron bastante más abajo de la ladera—. ¿No tienes algo de magia para subir esta estúpida montaña?

Cadderly asintió de mala gana. Intentaba conservar las energías desde que habían abandonado el Castillo de la Tríada. Cada día tuvo que lanzar conjuros sobre sí mismo y sus compañeros para protegerse del frío, pero tenía la esperanza de no agotarse antes de llegar a la Biblioteca Edificante. Estaba más cansado que nunca. Las pruebas, en especial contra Aballister y Fyrentennimar, lo vaciaron a fondo, lo obligaron a ahondar en esferas mágicas que no comprendía y, gracias a su voluntad, atraer conjuros que debieran estar más allá de su capacidad. Ahora pagaba el precio por aquellos esfuerzos. Incluso las semanas de relativa calma, refugiados en la cueva, no lo habían revitalizado. Aún oía la canción de Deneir en su cabeza, pero siempre que intentaba acceder a una magia poderosa, le latían las sienes, y sentía que su corazón iba a explotar.

Pertelope, la querida Pertelope, sólo ella comprendió los obstáculos que encaraba Cadderly como clérigo favorito del dios de las artes, lo avisó de los posibles efectos secundarios; pero Pertelope admitió que parecía como si Cadderly tuviera pocas opciones en la materia, pues el joven clérigo se enfrentaba a enemigos más poderosos de lo que nunca había imaginado.

Cadderly cerró los ojos y escuchó las notas de la canción de Deneir, música que aprendió en el Tomo de la Armonía Universal, su libro más sagrado. Al principio notó una profunda serenidad, como si volviera a casa tras un largo y dificultoso viaje. Las armonías de la canción de Deneir sonaron con dulzura en su cabeza, conduciéndolo por pasillos de verdad y comprensión. Luego abrió una puerta, pasó una página en sus recuerdos del libro sagrado y buscó un conjuro que los llevara a todos montaña arriba.

Entonces las sienes empezaron a dolerle.

Cadderly oyó que Iván lo llamaba, en la distancia, y abrió los ojos durante el tiempo necesario para agarrarse a la mano de Pikel y de la barba de Iván cuando el confundido y desconfiado enano apartó la mano de Cadderly.

Las protestas de Iván aumentaron hasta la extenuación cuando los tres empezaron a disolverse, tornándose simples sombras insustanciales. El viento pareció atraparlos, y los transportó inexorablemente montaña arriba.

Pikel lo vitoreó a voz en grito cuando salió del trance. Iván se quedó quieto durante un largo rato, y luego empezó a hacer una inspección táctil, como si comprobara que tenía todo el cuerpo.

Cadderly se desplomó sobre la nieve junto a la pequeña abertura de la montaña, recuperó el aliento, y se masajeó las sienes para intentar aliviar el dolor. No había ido tan mal como la última vez que probó un conjuro importante. En la cueva quiso establecer contacto mental con el Decano Thobicus para asegurarse de que ninguna fuerza invasora marchaba hacia el Castillo de la Tríada, y falló. Esta vez no fue tan mal, y se alegraba por ello. Si conseguían acabar deprisa lo que se traían entre manos, y si el tiempo acompañaba, estarían de vuelta en la Biblioteca Edificante en dos semanas. Sin embargo sospechó que allí lo aguardaba la mayor prueba, que necesitaría la canción de Deneir para combatir.

—Al menos no hay un estúpido dragón aguardándonos —resopló Iván, y se encaminó hacia la entrada.

La última vez que Cadderly y los demás habían estado en ese lugar, la niebla cubría el área y toda la nieve cercana al agujero se había derretido. En el interior el aire todavía era cálido, pero no tan opresivo, e inquietante, como cuando Fyrentennimar estaba vivo.

Pikel intentó apartar a Iván, pero el enano barbirrubio siguió en su sitio, demostrando que lo atraía más la idea del tesoro de un dragón que descubrirlo.

—Voy delante —insistió Iván—. Me sigues a veinte pasos —le indicó a Pikel—. De manera que pueda advertirte, y tú a Cadderly.

Pikel asintió con la cabeza, e Iván empezó a adentrarse en la gruta. Se quedó pensativo un instante, luego se quitó el casco y se lo pasó a Cadderly.

—Iván —dijo el joven clérigo, y cuando éste se dio media vuelta, le tendió un tubo metálico.

Iván conocía el objeto, una de las muchas invenciones de Cadderly, y sabía cómo usarlo. Abrió la tapa de uno de los extremos, permitiendo que la luz saliera. Había un disco en el interior del tubo, encantado con un conjuro lumínico, y en realidad el tubo lo formaban dos piezas de metal. La externa, cerca del extremo, se desenroscaba, acortando o alargando el tubo, lo que producía que el rayo de luz se ensanchara o estrechara.

Ahora Iván mantenía el foco estrecho, dado que el túnel era demasiado angosto y el fornido enano tenía que avanzar de lado para pasar, tanto que Pikel le entregó de mala gana el sombrero antes de entrar.

Cadderly esperó con paciencia durante muchos minutos, su mente divagó sobre la previsible confrontación con el Decano Thobicus. Se alegró cuando Pikel reapareció en busca de cuerda, y supo que Iván había conseguido abrirse paso por el túnel más angosto y llegado a la caída vertical que lo llevaría a la misma altura que el tesoro del dragón.

Veinte minutos después, los dos enanos salieron de la gruta, Iván sacudía la cabeza.

—Está bloqueado —anunció—. Puedo llegar a la gran sala que hay bajo el agujero, pero no hay lugar al que ir después. Pienso que sería mejor intentar acortar por la puerta principal.

Cadderly soltó un suspiro.

—Llamaré a los míos —continuó Iván—. Por supuesto, les costará la mayor parte de las dos estaciones siguientes bajar desde Vaasa, y luego deberemos esperar al próximo invierno para abrir…

Cadderly desconectó mientras el enano seguía divagando. Con medios convencionales, le costaría años sacar el tesoro del dragón, y la tardanza produciría algunos obstáculos inesperados. Las noticias de que Fyrentennimar había pasado a mejor vida se extenderían por la zona, y la mayoría de las gentes de la región, buenas o malas, sabían que el dragón residía en el Lucero Nocturno. La muerte de un dragón, y en especial uno que había descansado durante siglos sobre un legendario tesoro, siempre atraía carroñeros.

«Como yo», pensó, y soltó una carcajada ante la idea. Cayó en la cuenta de que Iván había dejado de hablar, y cuando levantó la mirada, descubrió que los dos enanos lo miraban fijamente.

—No temas, Iván —dijo Cadderly—, no necesitarás convocar a tu gente.

—Se quedarían una parte del tesoro —admitió Iván—. ¡Por los dioses, seguro que levantarían una fortaleza dentro de la montaña, y luego nos las veríamos para conseguir que sacaran una mísera moneda de cobre de la montaña!

Pikel empezó a reír, pero se contuvo y dirigió una mirada severa hacia Iván, al darse cuenta de que su hermano estaba serio, y tenía razón.

—Conseguiré entrar en la montaña, y tendré abundante ayuda de Carradoon cuando llegue el momento de sacar el tesoro —les aseguró Cadderly a los dos—. Pero ahora no.

Entonces el joven clérigo se calló, pensando que los enanos no necesitaban saber más. La siguiente tarea era llegar hasta la biblioteca, poner las cosas espiritualmente bien. Luego se centraría en el tesoro, descansado y preparado para despejar el camino a fin de que lo sacaran.

—Este lugar es importante para ti —comentó Iván. Cadderly miró al enano con interés, más por su tono que por las palabras.

»Más importante de lo que debería —agregó—. Siempre has tenido dinero, en particular desde que escribiste ese libro de conjuros para el mago desesperado, pero nunca pareció que el dinero te importara mucho.

—Eso no ha cambiado —respondió Cadderly.

—¿Eh? —profirió Pikel, haciéndose eco de los pensamientos de Iván. Si a Cadderly no le importaba el dinero, ¿entonces por qué estaban allí en medio de las peligrosas montañas, helándose los pies?

—Me importa lo que este tesoro supondrá para todos nosotros —prosiguió Cadderly.

—Riqueza —interrumpió Iván, mientras se frotaba las manos con afán.

Cadderly le lanzó una mirada agria.

—¿Recuerdas la maqueta que tenía en la habitación? —preguntó el joven clérigo, más a Pikel que a Iván, ya que éste se quedó particularmente encantado con el objeto—. ¿El del muro alto con vidrieras con el arbotante de refuerzo?

—¡Oo oi! —Pikel aulló de contento como respuesta.

—Piensas reconstruir la biblioteca —razonó Iván, y el enano escupió al aire cuando Cadderly asintió—. ¿Aunque la maldita cosa no se rompa, tú pretendes arreglarla? —exigió Iván.

—Pienso mejorarla —corrigió Cadderly—. Tú mismo eres testigo de la resistencia de la maqueta, y eso con ventanas elevadas. Ventanas, Iván, que harán de la biblioteca un lugar de luz, donde verdaderamente se leerán y escribirán libros.

—¡Bah! Nunca has construido un edificio —protestó Iván—. Por lo que sé. No tienes ni idea del alcance de la estructura que planeas. Los humanos no viven lo suficiente para ver tu nueva… ¿Cómo la llamaste una vez?

—Una catedral —respondió Cadderly.

—Los humanos no vivirán lo suficiente para ver tu catedral ni medio terminada —continuó Iván—. A un clan de enanos les costaría un centenar de años…

—Eso no importa —respondió Cadderly, impidiendo que Iván continuara con su bravata—. Lo que importa es empezar la construcción, no si la termino. Ése es el precio y la alegría de la fe, Iván, y tú deberías comprenderlo.

Iván recuperó la compostura. Nunca había oído semejante discurso de un humano, y hasta ahora había conocido a muchos. Los enanos y los elfos eran los que pensaban en el futuro, los que tenían la previsión y el buen sentido de abrir camino para generaciones venideras. Los humanos eran un pueblo impaciente, que necesitaba ver las ganancias casi de inmediato para mantener el impulso o el deseo por el trabajo rutinario.

—Hace poco oíste hablar de Bruenor Battlehammer —añadió Cadderly—, que reclamó Mithril Hall en nombre de su padre. Por lo que se dice, empezó el trabajo para ampliar las salas, y ahora, aquellos salones son muchísimo más grandes de lo que los fundadores de ese baluarte enano imaginaron cuando empezaron a esculpir los primeros peldaños de lo que sería la famosa Ciudad Bajo la Montaña. ¿No se hace así con las fortalezas de los enanos? Empiezan por un agujero en el suelo, y terminan entre las mayores excavaciones de todos los reinos, ¡aunque pasen muchas generaciones de enanos!

—¡Oo oi! —saltó Pikel, la manera del enano de decir: «¡Así se habla!».

—Y así será mi catedral —explicó Cadderly—. Si sólo pongo la primera piedra, entonces habré empezado algo grande, dado que es la visión lo que sirve al propósito.

Iván miró resignado a Pikel, que se encogió de hombros. Era difícil para cualquiera de los dos enanos encontrar un fallo en el planteamiento de Cadderly. De hecho, cuando Iván digirió todo cuanto el joven clérigo dijo, descubrió que aún respetaba más a Cadderly, pues se elevaba por encima de las limitaciones normales de su herencia y, de hecho, planeaba construir a la manera enana.

Iván comentó eso, y Cadderly fue lo bastante cortés para aceptar el implícito cumplido sin hacer comentarios.

Dos clérigos de Oghma se dirigían al mausoleo excavado en la colina que había tras la Biblioteca Edificante.

—Yo digo que dejemos que se ocupen de los suyos —murmuró el individuo musculoso llamado Berdole el Brutal debido a sus proezas en la lucha y su comportamiento huraño. El otro, Curt, asintió. Ninguno de los dos se sentía cómodo. Kierkan Rufo fue clérigo de Deneir, no de Oghma, y a pesar de ello, debido a la marca, el Decano Thobicus decidió que los clérigos de Oghma debían preparar el cuerpo y enterrarlo. Como era habitual, el cuerpo de Rufo descansó en la capilla ardiente durante tres días, y ahora era el momento de los preparativos finales.

Berdole manoseó el gran llavero, y al fin encontró la larga llave que encajaba en la pesada puerta. Con algún esfuerzo, abrió la cerradura y después la puerta de un empujón. Un hedor húmedo y rancio, teñido del aroma de la descomposición, salió a darles la bienvenida. A excepción de ese momento, el edificio no se había abierto desde la muerte de Pertelope, bien entrado el otoño.

Curt encendió y alzó la linterna, pero hizo un gesto a Berdole para que encabezara la marcha. El musculoso clérigo, estampó las botas en el suelo de piedra.

La cámara era amplia, quizá nueve metros cuadrados, sustentada a intervalos de tres metros por anchas columnas a ambos lados. Una sola ventana, a la derecha de la puerta, permitía que se colara algo de la luz del sol; pero el cristal estaba roñoso y bastante hundido en la gruesa pared, y la iluminación era exigua. Una serie de féretros de piedra cubrían el centro de la habitación, todos vacíos menos uno.

En ése, entre las dos columnas más alejadas de la puerta descansaba el cuerpo de Kierkan Rufo bajo un sudario.

—Hagámoslo rápido —dijo Berdole, que tiró del paquete que llevaba a la espalda. Su evidente nerviosismo no le sentó bien a su compañero más bajo, que miró a Berdole el Brutal en busca de protección.

Los dos no se preocuparon de cerrar la puerta cuando entraron, y tampoco notaron la suave ráfaga de viento cuando una criatura invisible se deslizó a sus espaldas.

—Quizá vomitó la suficiente sangre y esto no nos llevará demasiado —dijo Berdole con una sonrisa poco entusiasta.

Curt rió con disimulo ante la muestra de humor negro, sabía que las bromas serían su única defensa contra aquella odiosa tarea.

Subido en la esquina de la pared opuesta a la derecha de la puerta, Druzil se rascó la cabeza perruna, mientras mascullaba maldiciones por lo bajo. El imp había intentado entrar en la cámara desde que depositaron el cuerpo de Rufo, pues pensaba que podría recuperar al menos una parte de la maldición del caos del cuerpo. Entonces había demasiados clérigos, entre ellos uno de los miembros dirigentes de la religión de Oghma, y por eso Druzil esperó, al pensar que entraría a la fuerza cuando los demás se hubieran ido. Aunque descubrió que la puerta estaba cerrada, y la ventana bendecida, por lo que no se atrevió.

El imp conocía lo suficiente de los rituales humanos para comprender lo que la pareja pensaba hacer. Desangrarían el cuerpo y lo llenarían con un apestoso líquido conservante. Acertó a oír que a Rufo no le podían ofrecer el conveniente entierro de Deneir o de Oghma, y tuvo la esperanza de que los clérigos no perdieran el tiempo con un embalsamamiento sin sentido. Pensó en descender en picado y clavarles la cola a los dos, o atacarlos con magia, quemarles las posaderas con pequeñas explosiones de energía para cazarlos de lejos. Pero era demasiado arriesgado, por lo que todo lo que hizo el imp fue sentarse y observar mientras mascullaba maldiciones.

Cada gota de sangre que los clérigos le sacaran a Kierkan Rufo sería algo menos del Tuanta Quiro Miancay que recuperaría.

Berdole miró a su compañero y respiró profundamente, mientras levantaba la larga aguja para que su amigo observara.

—No puedo ver esto —admitió Curt, y se dio media vuelta y caminó más allá de un par de féretros, cerca del otro conjunto de columnas.

Berdole soltó una carcajada, al ganar confianza ante la debilidad de su amigo, y se acercó al féretro. Apartó lo suficiente la mortaja para sacar el brazo izquierdo de Rufo, retiró las ropas negras con las que se vistió a Rufo y giró el brazo de manera que la muñeca expuesta estuviera hacia arriba.

—Podrías sentir un pinchazo —bromeó el musculoso clérigo, arrancando un gemido de disgusto de Curt.

Lejos de las vigas, Druzil, frustrado, se mordió el labio mientras observaba cómo la gran aguja se hundía en muñeca expuesta de Rufo. Tendría que robar la sangre, decidió, ¡cada una de las gotas!

Berdole alineó la punta de la aguja con la vena de la delgada muñeca de Rufo e inclinó el instrumento para pinchar bien. Respiró hondo, miró a Curt que estaba de espaldas en busca de apoyo, y luego comenzó a presionar.

La mano fría y pálida salió disparada en un movimiento circular, y aferró la aguja y la mano de Berdole.

—¿Qué? —tartamudeó el musculoso clérigo.

Curt se volvió y descubrió que Berdole estaba inclinado sobre el féretro, con ambas manos sujetas por Rufo, y con los dedos como garras asidos a la mandíbula. Ése era Berdole el Brutal, el más fuerte de los fuertes clérigos de Oghma. Ése era Berdole el Brutal, de más de ciento diez kilos de fuerza, ¡un hombre que podía enfrentarse a un oso negro y seguir en pie!

A pesar de ello, el huesudo brazo de Kierkan Rufo —¡su cuerpo sin vida!— tiró hacia sí como si la estructura muscular del otro no fuera más que una toalla mojada. Entonces, ante la mirada incrédula de Curt, la mano de Rufo empujó hacia arriba. Los músculos de los fornidos brazos de Berdole se tensaron hasta el límite, pero no impidieron el impulso. La barbilla de Berdole subió, giró (a Curt le sonó como el crujido de un árbol antes de caer al suelo) y de pronto, el sorprendido Berdole miraba al mundo cabeza abajo y del revés.

Las fuertes manos del Oghmanita soltaron el brazo pálido y huesudo, y se crisparon descontroladas en el aire. Los dedos de Rufo aflojaron, y Berdole cayó de espaldas sobre el suelo, muerto.

Curt apenas se acordó de respirar. Pasó la mirada de Berdole al cuerpo amortajado, y se le nubló la vista por el horror cuando Druzil se sentó con calma.

La mortaja cayó, y el flaco y pálido humano volvió la mirada hacia Curt, con unos ojos rojos que ardían en fuegos internos.

Druzil aplaudió y chilló de alegría, y luego voló hacia la puerta.

Curt gritó y huyó a toda velocidad, cinco zancadas lo llevaron cerca de la luz del sol, cerca de la salvación.

Rufo agitó la mano, y la pesada puerta de piedra se cerró de golpe, con un ruido que sonó como el tambor de la perdición.

El Oghmanita lanzó todo su peso contra la puerta, pero fue como si tratara de mover una montaña. Arañó la puerta hasta que le sangraron los dedos. Miró a su espalda y vio que Rufo estaba en pie, y que andaba con rigidez hacia él.

Curt pidió socorro repetidas veces y pensó en la ventana, pero se dio cuenta de que no tenía tiempo. Se desplomó bajo ella, apartándose y observando aquel cuerpo, implorando piedad y que Oghma estuviera con él.

La pared lateral estaba a su espalda; no había adónde huir. Curt recuperó finalmente el aliento, y recordó quién era. Levantó el símbolo sagrado, un pergamino de plata que llevaba colgado de una cadena en el cuello, y rezó a Oghma.

—¡Fuera! —le gritó Curt a Rufo—. En nombre de Oghma, muerto inmundo, ¡retírate!

Rufo ni se inmutó. Estaba a diez pasos. A nueve. De repente vaciló cuando cruzó frente a la ventana, como si se hubiera quemado el costado. Pero la luz era exigua, y el monstruo siguió su camino.

Curt, desesperado, empezó a lanzar un conjuro. Se sintió extrañamente desconectado de su dios, como si la mera presencia de Rufo mancillara el lugar. A pesar de ello salmodiaba, invocando sus poderes.

Sintió un aguijón en la parte baja de la espalda y se estremeció, el conjuro se perdió. Se volvió y descubrió a un imp de alas de murciélago, que reía entre dientes mientras se alejaba volando.

—¿Qué horror es éste? —gritó Curt. Rufo llegó en ese momento, y el hombre aterrorizado atacó con la linterna.

Rufo lo agarró por la muñeca y mantuvo alejada el arma improvisada sin esfuerzo. Curt golpeó con la mano libre, que alcanzó con fuerza la barbilla de Rufo, y le volvió la cabeza.

Rufo la enderezó con calma. Curt hizo ademán de repetir el golpe, pero Rufo enganchó su brazo con el del hombre, coló el brazo bajo el hombro del otro y le agarró el pelo de la nuca. Con una fuerza terrible, Rufo tiró de la cabeza de Curt a un lado, y presionó la mejilla de Curt contra su propio hombro, dejando el cuello al descubierto.

Curt pensó que Rufo le iba partir el cuello, como había hecho con Berdole, pero el clérigo descubrió la verdad cuando Rufo abrió la boca, y reveló un par de caninos, un dedo más largos que el resto de sus dientes.

Con una mirada de apetito primigenio, Rufo se inclinó y mordió el cuello de Curt, abriéndole la yugular. Curt chillaba, aunque Rufo, que se estaba dando un festín con la cálida sangre, no oía nada.

Para el monstruo fue el éxtasis, el hartazgo de un hambre más poderosa que nada de lo que hubiera sentido en vida. Era increíblemente dulce. Era… a Rufo la boca empezó a quemarle. La dulce sangre se tornó ácida.

Con un rugido de frustración, Rufo se apartó y levantó al hombre con el brazo todavía tras el hombro de Curt. El pobre hombre salió despedido y su espalda golpeó contra la columna más cercana. Se deslizó hasta el suelo y se quedó quieto. No sentía nada en la parte inferior del cuerpo, pero el pecho le ardía, repleto de veneno.

—¿Qué has hecho? —exigió Rufo, mirando hacia las vigas donde se posó el imp.

Druzil, una criatura de los planos inferiores, la mayoría de las veces no se asustaría con lo que este mundo le mostraba. Ahora lo estaba, temía al ser en que se había convertido Kierkan Rufo.

—Quise ayudarte —explicó Druzil—. No podemos permitir que escape.

—¡Has mancillado su sangre! —rugió Rufo—. Su sangre —dijo el monstruo en tono más quedo, anhelante—. Necesito…

Rufo volvió la mirada hacia Curt, pero la luz de la vida había desaparecido de sus ojos.

Rufo soltó otro rugido, un sonido horrible y sobrenatural.

—Hay más —prometió Druzil—. ¡Hay muchos más, no muy lejos!

Rufo miró de modo extraño. Observó sus brazos desnudos, los levantó y los miró, como si por primera vez cayera en la cuenta de que le acababa de suceder algo muy raro.

—¿Sangre? —preguntó más que constató, y dirigió una mirada lastimosa en dirección a Druzil.

Los ojos bulbosos de Druzil parecieron salir de sus órbitas cuando descubrió la sincera sorpresa en la cara de Rufo.

—¿Comprendes lo que te ha sucedido? —gritó Druzil excitado.

Rufo fue a coger aire, pero se dio cuenta de que no lo necesitaba. De nuevo la mirada lastimosa e interrogativa se posó sobre Druzil, que parecía tener las respuestas.

—¡Bebiste del Tuanta Quiro Miancay! —chilló el imp—. El Horror Más Sombrío, el caos final, ¡y por eso te has transformado en el colmo de la perversión para la humanidad!

Rufo seguía sin comprender.

—¡La perversión final! —repitió Druzil, como si eso lo explicara todo—. ¡La mismísima antítesis de la vida!

—¿De que estás hablando? —preguntó Rufo horrorizado, mientras la sangre de Curt le resbalaba por los labios.

Druzil soltó una carcajada maléfica.

—Eres inmortal —dijo, y Rufo, abrumado y confundido, al final empezó a captarlo—. Eres un vampiro.