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La promesa de salvación

Kierkan Rufo se limpió el tenaz barro de las botas y los pantalones, y masculló algunas maldiciones para sí, como siempre hacía. Era un paria, señalado por la fea marca, roja y azul, de un ojo cerrado sobre una vela apagada, en la frente.

Bene tellemara —susurró Druzil. El imp, una criatura escamosa, de apenas sesenta centímetros de altura, con cara de perro y alas de murciélago, concentraba más maldad en su figura que el peor de los déspotas humanos.

—¿Qué has dicho? —soltó Rufo. Bajó la mirada hacia su infernal compañero. Los dos estaban juntos desde mediado el invierno, y su animosidad era recíproca. Su enemistad empezó en el Bosque de Shilmista, al oeste de las Montañas Copo de Nieve, cuando Druzil amenazó y coaccionó a Rufo para que sirviera a sus infames amos, los líderes del Castillo de la Tríada; cuando Druzil precipitó que Kierkan Rufo fuera expulsado de la religión de Deneir.

Druzil lo miró interesado y entornó los ojos ante la luz trémula de la antorcha que sostenía Rufo. Rondaba el metro ochenta, pero era escuálido. Siempre estaba inclinado hacia un lado, y eso hacía que, o aquello que lo rodeaba o él parecieran incongruentes. Druzil, que había pasado los últimos meses vagando por las Copo de Nieve, pensaba que Rufo parecía un árbol en una ladera pronunciada. El imp se rió con disimulo, arrancando otra mirada del siempre ceñudo Rufo.

Siguió observándolo, e intentó ver al hombre desde otro punto de vista. Con los desgreñados cabellos negros pegados a la cabeza, aquellos ojos penetrantes (manchas negras en una cara pálida) y aquella postura inusual, Rufo era imponente. Ahora llevaba la raya del pelo en medio, no a un lado como siempre, ya que no podía, bajo pena de muerte, cubrir aquella odiosa marca, que lo obligaba a ser un ermitaño, que hacía que toda persona lo eludiera cuando lo veían por los caminos.

—¿Qué miras? —exigió Rufo.

Bene tellemara —carraspeó de nuevo Druzil en el lenguaje de los planos inferiores. Era un fuerte insulto a la inteligencia de Rufo. Para Druzil, instruido en el caos y el mal, todos los humanos parecían seres demasiado cegados por las emociones para ser efectivos en nada. Y éste, Rufo, era más arrogante que la mayoría. Sin embargo, Aballister, el antiguo amo de Druzil, estaba muerto, asesinado por Cadderly, su hijo, el mismo clérigo que marcó a Rufo. Dorigen, la segunda de Aballister, o estaba presa, o se había pasado al bando de Cadderly. Eso dejó solo a Druzil, que vagó por el plano material. Con sus poderes innatos, y sin magos que lo sometieran, el imp habría buscado la manera de volver a los planos inferiores, pero no quería eso; aún no. Puesto que, en este plano, en las mazmorras de ese mismo edificio, descansaba el Tuanta Quiro Miancay, la maldición del caos, uno de los brebajes más poderosos jamás destilados. Druzil quería recuperarlo, y pensaba conseguirlo con la ayuda de Rufo, su secuaz.

—Entiendo lo que dices —mintió Rufo, y se lo soltó—. Bene tellemara.

Druzil sonrió burlón, demostrando que no le importaba si Rufo conocía el significado.

Rufo volvió la mirada hacia el túnel fangoso que los había conducido bajo la bodega de la Biblioteca Edificante.

—Bien —dijo impaciente—, hemos llegado hasta aquí. Dirige y sácanos de este maldito lugar.

Druzil lo miró con escepticismo. A pesar de todas las conversaciones que habían mantenido durante los últimos días, Rufo aún no lo entendía.

«¿Salir de este lugar?», pensó Druzil. Rufo no comprendía nada. Pronto tendrían la maldición del caos en sus manos; ¿entonces por qué querrían irse?

Druzil asintió y se adelantó, imaginando que poco podría hacer para iluminar al estúpido humano. Rufo no comprendía el poder del Tuanta Quiro Miancay. Una vez sintió sus efectos (toda la biblioteca los sintió, y casi fue destruida) sin embargo, el muy ignorante seguía sin comprender.

Así había que comportarse con los humanos, decidió Druzil. Tendría que llevar a Rufo de la mano y conducirlo al poder, como lo llevó por los campos al oeste de Carradoon de vuelta a las montañas. Druzil atrajo a Rufo a la biblioteca, adonde no quería ir, con la falsa promesa de que la poción le borraría la marca.

Cruzaron varias cámaras largas y húmedas, dejaron atrás barriles y cajas podridas de cuando la biblioteca era un lugar más pequeño; la mayor parte era subterránea, y esas zonas hacían de almacenes. Druzil no estaba allí desde hacía tiempo, desde antes de la batalla del Castillo de la Tríada, antes de la batalla del Bosque de Shilmista. Cuando Barjin, el clérigo malvado murió… asesinado por Cadderly.

¡Bene tellemara! —carraspeó el imp, contrariado por el hecho de pensar en el joven clérigo.

—Me estoy cansando de tus insultos —empezó a protestar Rufo.

—Cállate —le replicó el imp, demasiado agobiado por los pensamientos del joven clérigo como para preocuparse por Rufo. Cadderly, el joven y afortunado Cadderly; el castigo a las ambiciones de Druzil, el que siempre parecía estar en medio.

Druzil siguió quejándose, mientras arañaba y pisoteaba el suelo con las zarpas. Abrió una puerta, continuó por un largo pasillo y abrió otra.

Entonces se detuvo, y acabaron sus murmullos. Estaban en una pequeña sala, el lugar donde murió Barjin.

Rufo se tapó la nariz y se apartó, la habitación apestaba a muerte y putrefacción. Druzil respiró profundamente. Se sentía como en casa.

No había dudas de que allí se había producido una feroz lucha. Junto a la pared, a la derecha de los dos, descansaba un brasero volcado, restos de carbón e incienso esparcido entre las cenizas. Allí, también, estaban las envolturas quemadas de un no muerto, una momia. La mayor parte de la criatura había sido consumida por las llamas, pero el cráneo envuelto seguía allí, mostraba el hueso ennegrecido y los trozos de harapos que la envolvían.

Más allá del brasero, cerca de la base de la pared, había una mancha carmesí, todo lo que quedaba como testimonio de la muerte de Barjin. Lo empujaron hacia aquel mismo lugar cuando Cadderly, por accidente, lo alcanzó con un dardo explosivo, abriéndole un agujero en el pecho.

El resto de la habitación mostraba la misma carnicería. Junto al charco de sangre de Barjin, un furioso enano abrió la pared de ladrillos, y la cruceta que soportaba el techo colgaba perpendicular al suelo de un solo punto. En medio de la habitación, bajo docenas de marcas de fuego, estaba la empuñadura de un arma, todo lo que quedaba de la Dama Aulladora, la maza encantada de Barjin, y detrás de ella estaban los restos del altar impío de Barjin.

Más allá de eso…

Los bulbosos ojos negros de Druzil se abrieron cuando más allá del altar descubrió el armario envuelto en ropa blanca con las runas y los símbolos de Deneir y Oghma, los dioses de la biblioteca. La mera presencia del paño le dijo a Druzil que su búsqueda había terminado.

Un aleteo lo llevó sobre el altar, y oyó cómo Rufo se apresuraba por alcanzarlo. Druzil no se atrevió a acercarse más, sabía que los clérigos habían protegido el armario con poderosos encantamientos.

—Glifos —dijo Rufo, al reconocer el titubeo de Druzil—. ¡Si nos acercamos, acabaremos incinerados!

—No —razonó Druzil, hablando rápido, nervioso. El Tuanta Quiro Miancay estaba lo bastante cerca para que el desesperado imp lo oliera, y no iba a echarse atrás—. Tú no —continuó—. No eres de mi calaña. Eras un clérigo de su religión. Seguro que puedes acercarte…

—¡Insensato! —le soltó Rufo. Era la respuesta más furiosa que había oído nunca de un hombre acabado—. ¡Llevo la marca de Deneir! Las protecciones de ese manto y el armario buscarían hambrientas mi carne.

Druzil saltó sobre el altar, intentó hablar, pero su voz áspera sonó como un crepitar indescifrable. Entonces el imp invocó su magia innata. Podía ver y evaluar la magia, fuera de mago o de clérigo. Si los glifos no fueran tan poderosos iría él mismo al armario. Cualquier herida que recibiera sanaría; aún más rápido si sostenía el precioso Tuanta Quiro Miancay con sus codiciosas manos. El nombre se traducía por el Horror Más Sombrío, un título que sonaba delicioso a oídos del asediado imp.

El aura que emanaba del armario casi lo abrumó, y al principio, se desesperó. Pero mientras continuaba su examen, llegó a descubrir la verdad, y una fuerte carcajada escapó de sus labios.

Rufo, interesado, lo miró.

—Acércate al armario —ordenó Druzil.

Rufo siguió mirándolo, y no hizo ademán de moverse.

—Ve —repitió Druzil—. ¡Las pobres protecciones de los clérigos estúpidos fueron doblegadas por la maldición del caos! ¡La magia ha decaído!

Era una verdad a medias. El Tuanta Quiro Miancay era algo más que una simple poción; era magia destinada a destruir. El Tuanta Quiro Miancay deseaba que lo encontraran, quería estar fuera de la prisión que los clérigos habían creado a su alrededor. Y con ese fin, la magia del brebaje atacó los glifos, operó contra ellos durante muchos meses, debilitando su integridad.

Rufo no confiaba en Druzil (y hacía bien), pero fue incapaz de hacer caso omiso del impulso del corazón. Notó vivamente la marca de la frente y sufrió un fuerte dolor de cabeza por estar, sin protección, cerca de una estructura dedicada a Deneir. Se descubrió a sí mismo deseando creer las palabras de Druzil; se dirigió inevitablemente hacia el armario y extendió la mano hacia el paño.

Surgió un destello eléctrico, luego otro, y más tarde una tremenda explosión ígnea. Por fortuna para Rufo, la primera detonación lo lanzó al otro lado de la habitación por encima del altar, y acabó sobre una librería volcada, cerca de la puerta.

Druzil chilló cuando las llamas engulleron el armario, la madera llameaba; a todas luces estaba empapada en aceite o encantada por alguna magia incendiaria. ¡Druzil no temió por el Tuanta Quiro Miancay, puesto que el brebaje era imperecedero, pero si el frasco que lo contenía se fundía, el líquido se perdería!

Las llamas nunca preocuparon a Druzil, una criatura de los ardientes planos inferiores. Las alas de murciélago lo lanzaron hacia las llamas, y las manos ávidas liberaron el contenido del armario. Aulló debido a un repentino estallido de dolor, y casi lanzó el cuenco al otro lado de la habitación. Se refrenó, y lo dejó sobre el altar con delicadeza, luego se apartó y se frotó las manos llenas de ampollas.

La botella que contenía la maldición del caos estaba en un cuenco lleno del agua más clara, consagrada por la plegaria de un druida muerto y el símbolo de Sylvanus, el dios de la naturaleza, del orden natural. Quizá ni un solo dios de los Reinos evocaba más rabia en el imp que éste.

Druzil estudió el cuenco y consideró el problema. Respiró tranquilo un momento después, cuando descubrió que el agua bendita no era tan pura como debiera, gracias a que la influencia del Tuanta Quiro Miancay actuaba sobre ella.

Druzil se acercó al cuenco y murmuró en voz baja, al tiempo que usaba una de sus uñas para pincharse en el dedo anular de la mano izquierda. Al finalizar la maldición, dejó caer una gota de su sangre en el agua. Se oyó un siseo, y el vapor cubrió la parte superior de la botella. De repente desapareció, al igual que el agua pura, que fue reemplazada por un légamo fétido e infecto.

Druzil volvió a saltar sobre el altar y hundió las manos en el líquido. Un momento después lloraba de alegría, acunaba la preciada botella decorada con runas, como si fuera su bebé. Miró a Rufo, sin importarle si estaba vivo o muerto, y de nuevo soltó una carcajada.

Rufo se apoyaba sobre los codos. Tenía el pelo erizado; sus ojos giraban por iniciativa propia, se puso en pie con inseguridad y avanzó con pasos tambaleantes hacia el imp, mientras pensaba en estrangularlo de una vez por todas.

El que Druzil sacudiera la cola, mientras el aguijón supuraba veneno, hizo que Rufo recuperara la cordura, pero no sirvió para calmarlo.

—Habías dicho que… —empezó a aullar.

¡Bene tellemara! —exclamó Druzil, la intensidad de su voz sobrepasó a la de Rufo, que se asustó lo suficiente para callarse—. ¿Sabes lo que tenemos? —Con una sonrisa diabólica, Druzil le tendió la botella a Rufo, y los ojos bulbosos se abrieron de par en par, cuando sintió cómo el poder pulsaba en su interior.

Rufo apenas escuchó a Druzil mientras el imp desvariaba sobre lo que conseguirían con la maldición del caos. El hombre esquinado observaba el arremolinado líquido rojo de la botella y fantaseaba, no con el poder, como Druzil exponía, sino con librarse de la marca. Se la ganó, pero bajo su percepción distorsionada, eso apenas contaba. Todo lo que sabía y confesaba era que Cadderly lo había marcado, lo había obligado a convertirse en un paria.

Ahora, todo el mundo era su enemigo.

Druzil, enardecido, continuó divagando. Hablaba de controlar a los clérigos una vez más, de asestar un golpe a la zona, de destapar la botella y…

Rufo oyó aquella sugerencia entre las docenas de ideas que el imp vomitó. La escuchó y la creyó a pies juntillas. Era como si el Tuanta Quiro Miancay lo llamara, y la maldición del caos, la creación de inteligencia diabólica, de hecho lo hacía. Ésa era la salvación de Rufo, más de lo que lo había sido Deneir. Eso lo liberaría del maldito Cadderly.

Esa poción era para él, para él solo.

Druzil dejó de hablar en el momento que descubrió que Rufo destapaba la botella, en el momento que olía los humos rojos que salían de la poción.

El imp iba a preguntarle al hombre qué hacía, pero las palabras se le atascaron en la garganta cuando de pronto, Rufo se la llevó a sus delgados labios y se la bebió de un trago.

Druzil farfulló varias veces, intentando encontrar palabras de protesta. Rufo se volvió hacia él, con la cara retorcida de manera curiosa.

—¿Qué has hecho? —preguntó Druzil.

Rufo empezó a responder, pero en vez de ello le vinieron náuseas y se agarró la garganta.

—¿Qué has hecho? —repitió, esta vez en voz alta—. ¡Bene tellemara! ¡Idiota!

Rufo tuvo otra arcada, se agarró el cuello y el estómago, y vomitó con violencia. Se alejó tambaleante, tosiendo, jadeando, intentando llenar sus pulmones a pesar de la bilis que subía por su garganta.

—¿Qué has hecho? —gritó Druzil que lo seguía, corriendo para mantener el paso. La cola del imp se agitó amenazadora; si la miserable vida de Rufo acababa, Druzil pensaba picarle y desgarrarlo, castigarlo por robarle su preciada e irreemplazable poción.

Rufo, con equilibrio precario, se golpeó contra la jamba de la puerta cuando intentó salir de la habitación. Atravesó el corredor dando traspiés, rebotando en una y otra pared. Vomitó otra vez, y otra, tenía un agónico ardor de estómago y náuseas. Consiguió recorrer los pasillos y las habitaciones, y medio se arrastró fuera del túnel fangoso, de vuelta a la luz del sol, que se le clavó en los ojos y la piel.

Ardía, y a pesar de ello sentía frío, un helor mortal.

Druzil, que se hizo invisible cuando salieron al exterior, lo siguió. Rufo se detuvo y vomitó una vez más, sobre los restos helados de una tardía capa de nieve, el revoltijo mostraba más sangre que bilis. Entonces el hombre rodeó tambaleante una de las esquinas del edificio, resbaló y cayó muchas veces en el fango y la nieve medio derretida. Pensó en alcanzar la puerta, llegar a los clérigos de sanadoras manos.

Dos acólitos jóvenes, que llevaban sobrevestas negras y doradas que los distinguían como clérigos Oghmanitas, disfrutaban cerca de la puerta de la calidez de ese día de invierno, con las capas abiertas al sol. Al principio no advirtieron a Rufo, al menos hasta que el hombre cayó pesadamente sobre el barro, a apenas un metro.

Los dos acólitos se precipitaron hacia él y le dieron la vuelta, se quedaron boquiabiertos y se apartaron cuando vieron la marca. Ninguno de los dos llevaba el tiempo suficiente en la biblioteca para conocer personalmente a Kierkan Rufo, pero habían oído historias del clérigo marcado. Se miraron el uno al otro y se encogieron de hombros. Entonces, uno se precipitó hacia el interior del edificio mientras el otro empezaba a reanimar al necesitado.

Druzil observó desde la esquina de la biblioteca, mientras murmuraba «Bene tellemara» una y otra vez, lamentándose de que la maldición del caos y Kierkan Rufo le hubieran jugado una mala pasada.

En las altas ramas de un árbol cercano a la puerta, la ardilla blanca, Percival, miró con algo más que interés pasajero. Percival acababa de salir de su hibernación esa misma semana. Se sorprendió al descubrir que Cadderly, su principal proveedor de nueces de cacasa, no estaba por allí, y se asombró aún más al ver a Kierkan Rufo, un humano que a Percival no le importaba un comino.

La ardilla vio que Rufo lo pasaba mal, olía la maldad en la afección de Rufo, incluso desde aquella distancia.

Se acercó a su nido de ramas, se aposentó en él, y continuó observando.