Los dedos del Decano Thobicus tamborileaban sobre el escritorio. Tenía la silla girada, de modo que miraba hacia la ventana, no hacia la puerta; mantenía la vista apartada a propósito, mientras un hombre enjuto y nervioso entraba en su despacho, en el segundo piso de la biblioteca.
—Me… me habéis llamado… —tartamudeó Vicero Belago, pero Thobicus levantó una mano ajada para hacerlo callar. Un sudor frío empañaba la cara de Belago mientras miraba la nuca del viejo decano. Se volvió hacia donde estaba Bron Turman, uno de los maestres de más alto rango de los clérigos Oghmanitas, pero el hombre enorme y musculoso se encogió de hombros, sin brindarle una respuesta.
—No te he llamado —lo corrigió al fin el Decano Thobicus—. Te he ordenado que vinieras. —Thobicus se dio media vuelta en la silla, y el nervioso Belago, que parecía pequeño e insignificante, se encogió—. Todavía atiendes a mis órdenes, ¿no, estimado Vicero?
—Por supuesto, Decano Thobicus —respondió Belago. Se atrevió a dar un paso al frente, para salir de la sombra. Belago era el alquimista residente de la Biblioteca Edificante, un seguidor declarado de Oghma y Deneir, aunque formalmente no pertenecía a ninguna de las dos religiones. Era leal al Decano Thobicus como un empleado a su patrón, como una oveja a su pastor—. Vos sois el decano —dijo con sinceridad—. Yo sólo soy vuestro servidor.
—¡Exacto! —soltó Thobicus, su voz siseó como la advertencia de una serpiente airada, y Bron Turman miró al viejo decano con desconfianza. El anciano nunca había estado tan inquieto.
»Soy el decano —dijo Thobicus, subrayando la última palabra—. Yo planeo los quehaceres de la biblioteca, no Ca… —Thobicus se mordió la lengua, pero Belago y Turman captaron el desliz y comprendieron las implicaciones.
El decano hablaba de Cadderly.
—Por supuesto, Decano Thobicus —repitió Belago, más sumiso. De pronto el alquimista se dio cuenta de que estaba en medio de una lucha de poder que lo sobrepasaba, una en la que tendría que pagar un precio. La amistad de Belago con Cadderly no era un secreto. Ni lo era el hecho de que el alquimista a menudo trabajaba en proyectos desautorizados y financiados por el joven clérigo, con frecuencia sólo por el coste de los materiales.
—¿Tienes el inventario de tu tienda? —preguntó Thobicus.
Belago asintió, por supuesto que lo tenía. Y Thobicus lo sabía. Hacía menos de un año que la tienda de Belago había explotado, cuando la biblioteca padeció los efectos de la maldición del caos. Los cofres de la biblioteca financiaron las reparaciones y la reposición de los ingredientes, y Belago, a toda prisa, hizo un inventario completo.
—Igual que yo —remarcó Thobicus. Bron Turman todavía miraba al decano con curiosidad, sin comprender el último comentario—. Sé todo lo que hay en él —agregó Thobicus con autoridad—. Todo, ¿lo comprendes?
—¿Me acusáis de robo? —exigió Belago, que por primera vez desde que había entrado en la habitación encontró fuerzas en el honor.
La risa sofocada del decano convirtió la postura orgullosa del enjuto alquimista en algo ridículo.
—Aún no —respondió Thobicus con indolencia—, ya que todavía sigues aquí, y por eso, todo aquello que desees coger también lo está.
Eso detuvo a Belago; tenía el semblante ceñudo.
—Ya no necesitamos tus servicios —explicó Thobicus, aún hablaba en un tono frío y despreocupado.
—Pero… decano —tartamudeó Belago—. Soy…
—¡Fuera!
Bron Turman se enderezó, reconocía las inflexiones y el peso de la magia en la voz de Thobicus. El fornido maestre Oghmanita no se sorprendió cuando Belago se puso rígido y salió de la habitación. Con una mirada a Thobicus, Turman se aprestó a cerrar la puerta.
—Es un excelente alquimista —dijo Turman con tranquilidad, al tiempo que se volvía hacia el enorme escritorio. Thobicus miraba por la ventana.
—Tengo razones para dudar de su lealtad —explicó el decano.
Bron Turman era pragmático y no se casaba con nadie. Dejó el tema. Thobicus era el decano y, como tal, gozaba de la potestad de contratar o despedir a cualquiera de los ayudantes laicos que quisiera.
—Baccio lleva aquí más de un día —dijo Bron Turman para cambiar de tema. El hombre al que se refería, Baccio, era el oficial al mando de la guarnición de Carradoon, venido para planear la defensa de la ciudad y de la biblioteca en caso de que el Castillo de la Tríada atacara—. ¿Habéis hablado con él?
—No necesitamos a Baccio ni a su pequeño ejército —dijo Thobicus confiado—. Pronto lo despacharé.
—¿Tenéis noticias de Cadderly?
—No —respondió Thobicus. Por supuesto, el decano no sabía nada desde que Cadderly y sus compañeros habían salido hacia las montañas al principio del invierno. Pero Thobicus creía que el ejército no sería necesario, que Cadderly había derrotado al Castillo de la Tríada. Ya que, mientras el poder del joven clérigo crecía, Thobicus se sentía apartado de la luz de Deneir. Hacía tiempo, Thobicus lanzaba los conjuros más poderosos, pero ahora incluso el conjuro más simple, como el que había usado para despachar a Belago, le costaba.
Se volvió hacia la puerta y descubrió que Bron Turman lo miraba con escepticismo.
—Muy bien —concedió Thobicus—. Dile a Baccio que me reuniré con él al anochecer; ¡pero sostengo que su ejército debería mantener una postura defensiva y no vagar por las montañas!
Bron Turman se mostró satisfecho con eso.
—Pero creéis que Cadderly y sus amigos ganaron —dijo socarrón.
Thobicus calló.
—Creéis que la amenaza a la biblioteca ya no existe —afirmó Bron Turman. El fornido maestre sonrió con tristeza—. Al menos, pensáis que una de las amenazas ya no existe —añadió.
Thobicus endureció la mirada y frunció el entrecejo.
—Eso no te concierne —advirtió con tranquilidad.
Bron Turman hizo una reverencia, respetando sus palabras.
—Eso no significa que sea tonto —dijo—. Vicero Belago era un excelente alquimista.
—Bron Turman…
El maestre levantó la mano en un gesto obediente.
—No soy amigo de Cadderly —dijo—. Ni soy joven. He visto las intrigas de las luchas de poder en ambas religiones.
Thobicus frunció los labios, parecía a punto de estallar, y Bron Turman se lo tomó como un signo de que debía irse. Hizo otra reverencia rápida y salió de la habitación.
El Decano Thobicus se balanceó en la silla y la hizo girar para mirar por la ventana. Racionalmente no podía acusar a Turman por sus traicioneras palabras, ya que el hombre tenía toda la razón. Thobicus tenía más de setenta años; Cadderly, poco más de veinte, aunque, por alguna razón que el viejo burócrata no comprendía, Cadderly gozaba del favor de Deneir. Pero había llegado a su posición gracias a grandes sacrificios personales y a muchos años de estudio en reclusión. No estaba por la labor de ceder su posición. Purgaría la biblioteca de los aliados de Cadderly y reafirmaría su control sobre la orden. El Maestre Avery Schell, el mentor de Cadderly y padre adoptivo, y Pertelope, que había sido como la madre de Cadderly, estaban muertos, y Belago se iría pronto.
No, Thobicus no cedería su posición.
Sin luchar, no.