¿El proceso que nos convierte en seres desengañados? Un gran número de depresiones, en el individuo dotado de una fuerte vitalidad, bastan para permanecer vivo en cada instante. Una fatalidad orgánica provoca depresiones permanentes que no tienen causas exteriores pero que emergen de un profundo trastorno interno: depresiones que asfixian el vigor y atacan las raíces de la vida. Es un error total pretender que se vuelve uno desengañado a causa de una deficiencia orgánica o de instintos debilitados.
En realidad, nadie pierde sus ilusiones si no ha deseado con ardor la vida, aunque sólo haya sido inconscientemente. El proceso de desvitalización se produce más tarde, tras una serie de depresiones. Únicamente en los individuos llenos de ímpetus, aspiraciones y pasiones las depresiones alcanzan esa capacidad de erosión que desgasta a la vida como las olas el litoral. En el deficiente simple, no producen ninguna tensión, ningún paroxismo ni exceso; desembocan en un estado de apatía, de extinción lenta.
El pesimista representa una paradoja orgánica cuyas contradicciones insuperables engendran una profunda efervescencia. ¿No hay, en efecto, una paradoja en esa mezcla de depresiones repetidas y de energía persistente? Es evidente que las depresiones acaban consumiendo la energía y comprometiendo la vitalidad. Resulta imposible combatirlas definitivamente: lo máximo que puede hacerse es ignorarlas temporalmente dedicándose a una ocupación constante o a distracciones diversas. Sólo una vitalidad inquieta es susceptible de favorecer la paradoja orgánica de la negación. Se vuelve uno pesimista —un pesimista demoníaco, elemental, bestial— únicamente cuando la vida ha perdido la batalla desesperada que libra contra las depresiones. El destino representa entonces para la conciencia una versión de lo irreparable.