Sólo sé hablar de las alegrías y de las tristezas últimas. Sólo amo lo que se revela sin reserva, sin compromiso ni reticencia. Pero ¿puede ello hallarse fuera de las tensiones y de las convulsiones supremas, de la locura del final, de la ebriedad y la excitación de los últimos instantes? ¿Acaso todo no es postrero? ¿Qué es entonces la ansiedad de la nada sino la alegría perversa de las últimas tristezas, el amor exaltado por la eternidad del vacío y por lo provisional de la existencia? ¿Sería ésta para nosotros un exilio, y la nada una patria?
Debo combatirme a mí mismo, sublevarme contra mi destino, eliminar todos los obstáculos que impiden mi transfiguración. Sólo debe subsistir mi deseo extremo de tinieblas y de luz. Que todos mis pasos sean un triunfo o un hundimiento, una elevación o un fracaso. Que la vida crezca y muera en mí con una alternancia fulminante. Que nada del cálculo mezquino ni de la visión racional de las existencias ordinarias venga a comprometer las voluptuosidades y los suplicios de mi caos, las trágicas delicias de mis alegrías y desesperaciones últimas.
Sobrevivir a las tensiones orgánicas y a los estados de ánimo de los confines es un signo de imbecilidad y no de resistencia. ¿Qué sentido tendría un regreso a la trivialidad de la existencia? La supervivencia me parece algo absurdo no solamente tras la experiencia de la nada, sino también tras el paroxismo de la voluptuosidad. No comprenderé nunca por qué nadie se suicida en pleno orgasmo, por qué la supervivencia no parece anodina y vulgar. Ese estremecimiento tan intenso pero tan breve debería consumir nuestro ser en una fracción de segundo. Ahora bien, puesto que él no nos mata, ¿por qué no matarnos nosotros mismos? Existen tantas formas de morir... Nadie tiene, sin embargo, suficiente valor o suficiente originalidad para escoger semejante final, el cual, sin ser menos radical que los demás, posee la ventaja de que nos precipita en la nada en pleno gozo. ¿Por qué ignorar semejantes posibilidades? Bastaría un destello de lucidez terrible en la cumbre del inevitable desvanecimiento para que la muerte, en esos momentos, cesase de parecernos una ilusión.
Si los seres humanos dejan un día de poder soportar la monotonía y la vulgaridad de la existencia, toda la experiencia extrema se convertiría entonces en motivo de suicidio. La imposibilidad de sobrevivir a una exaltación excepcional aniquilará la existencia. Nadie se extrañará ya de que, en ese caso, podamos interrogarnos sobre la conveniencia de seguir viviendo tras haber escuchado ciertas sinfonías o contemplado un paisaje único.
La tragedia del ser humano, animal exiliado en la existencia, reside en el hecho de que los elementos y los valores de la vida no pueden satisfacerle. Para el animal, la vida lo es todo; para el hombre la vida es un signo de interrogación. Signo de interrogación definitivo, pues el ser humano no ha recibido nunca ni recibirá jamás respuesta a sus preguntas.
No sólo la vida no tiene ningún sentido, sino que no puede tenerlo.