Detesto a los profetas y también a los fanáticos que nunca han dudado de su misión ni de su fe. Mido el valor de los profetas por su capacidad de duda, por la frecuencia de sus momentos de lucidez. A pesar de que sólo la duda les hace realmente humanos, ésta es más inquietante en ellos que en los demás hombres. El resto no es más que intransigencia, sermón, moral y pedagogía. Pretenden instruir a los demás, aportarles la salvación, revelarles el camino de la verdad y cambiar su destino, como si sus certezas fueran más válidas que las de sus discípulos. El criterio de la duda es el único que permite distinguir a los profetas de los maníacos. Sin embargo, los profetas, cuando dudan, ¿no lo hacen demasiado tarde?
Quien se creía el hijo de Dios sólo dudó en los últimos instantes: porque, en realidad, el Cristo sólo dudó una vez, y no en la montaña, sino en la cruz.
Yo estoy convencido de que Jesús envidió entonces el destino del ser humano más anónimo, y que, de haberlo podido, se habría retirado al lugar más olvidado de la Tierra, en el que nadie hubiera podido exigirle esperanza o redención. Podemos suponer que, de haberse quedado solo con los soldados romanos, les hubiera pedido que le quitaran los clavos y le bajaran de la cruz para poder huir lo más lejos posible, a un lugar donde no percibiera el eco de los sufrimientos humanos. Y ello no porque el Cristo hubiese de repente dejado de creer en su misión —era demasiado un iluminado para poder ser escéptico—, sino porque es mucho más difícil morir por los demás que por uno mismo. Jesús soportó la crucifixión consciente de que sólo el sacrificio de sí mismo haría triunfar su mensaje.
Así son los seres humanos: para que crean en nosotros, debemos renunciar a todo lo que poseemos, y luego a nosotros mismos. Exigen nuestra muerte como garantía de la autenticidad de nuestra fe. ¿Por qué admiran las obras escritas con sangre? Porque ello les evita el sufrimiento, o les permite creerlo. Desean encontrar sangre y lágrimas detrás de nuestras palabras. En la admiración de la muchedumbre hay una gran parte de sadismo.
Si Jesús no hubiese muerto en la cruz, el cristianismo no habría triunfado jamás. Los mortales dudan de todo, salvo de la muerte. La del Cristo constituyó, pues, para ellos, la certeza suprema, la prueba capital de la validez de los principios cristianos. Jesús hubiera podido evitar perfectamente la crucifixión o sucumbir a las seductoras tentaciones del diablo. Quien no pacta con el diablo no tiene ninguna razón de vivir, dado que el diablo expresa simbólicamente la vida mejor que el propio Dios. S yo lamento algo, es que el diablo me haya tentado tan poco. Pero tampoco Dios se ha preocupado particularmente de mí. Los cristianos continúan sin comprender que Dios está más lejos aún de los hombres de lo que ellos lo están de él. Yo imagino perfectamente a un Dios exasperado por la trivialidad de su Creación, hastiado tanto de la tierra como de los cielos. Y lo veo precipitarse hacia la nada como Jesús abandonando su cruz... ¿Qué hubiera, pues, sucedido si los soldados romanos hubiesen accedido a la súplica de Jesús, si lo hubieran descrucificado y le hubieran permitido escaparse? Seguramente habría huido al otro extremo del planeta, y no para predicar sino para morir solo, lejos de las lágrimas y de la compasión de los hombres. Incluso en el caso de que Jesús no haya implorado a los soldados que le dejaran irse, yo no puedo imaginar que esa idea no se le haya ocurrido. Ciertamente creía que era hijo de Dios, pero ello no le impidió dudar y temer la muerte una vez confrontado al sacrificio.
Durante la crucifixión debió de pasar por momentos en los que, si no dudó de ser el hijo de Dios, al menos se arrepintió de ello.
Es muy posible que el Cristo haya sido en realidad un personaje mucho menos complicado de lo que imaginamos, con menos dudas y menos arrepentimientos. Pues dudas sobre su ascendencia divina sólo las tuvo a las puertas de la muerte. Nosotros, por nuestra parte, tenemos tantas dudas y nos arrepentimos tanto que ya nadie puede creerse hijo de Dios.
Detesto en Jesús todo lo que es sermón, moral, promesa y certeza. Me gustan sus momentos de duda —los instantes realmente trágicos de su existencia, los cuales no me parecen sin embargo los más importantes ni los más dolorosos que puedan imaginarse. Porque, si el sufrimiento debiera servir de criterio, ¡cuántos seres humanos tendrían más derecho que él a considerarse hijos de Dios!