Convencido de que la miseria se halla íntimamente unida a la existencia, no puedo adherirme a ninguna doctrina humanitaria. Considero que todas ellas son igualmente ilusorias y quiméricas. Hasta el silencio me parece un grito. Los animales —que viven todos de sus propios esfuerzos-no conocen la miseria, pues ignoran la jerarquía y la explotación. Este fenómeno aparece sólo con el hombre, el único animal que ha esclavizado a sus semejantes; solamente el ser humano es capaz de tanto desprecio de sí mismo .
Toda la caridad del mundo no hace más que subrayar la miseria que hay en él, haciéndola aún más escandalosa que el desamparo absoluto. Ante la miseria, igual que ante las ruinas, deploramos una ausencia de humanidad, lamentamos que los seres humanos no cambien radicalmente lo que podrían cambiar. Ese sentimiento va unido al de la eternidad de la miseria, al de su carácter ineluctable. Sabemos que los hombres podrían suprimir la miseria y a la vez somos conscientes de su permanencia y acabamos experimentando una inquietud inhabitual y amarga, un estado de ánimo confuso y paradójico, en el que vemos toda la inconsistencia y la mezquindad del ser humano. La miseria objetiva de la vida social no es, en efecto, más que el pálido reflejo de la miseria interior. Sólo con pensar en ello pierdo las ganas de vivir. Debería tirar mi pluma para irme a alguna chabola en ruinas. Una desesperación mortal me invade cuando evoco la terrible miseria del ser humano, su podredumbre y su gangrena. En lugar de elaborar teorías y de apasionarse por las ideologías, este animal racional debería ofrecer hasta su camisa a quien lo necesitara —gesto de comprensión y de comunión. La presencia de la miseria en este mundo compromete al hombre más que cualquier otra cosa, y nos hace comprender que este animal megalómano esté condenado a un final catastrófico. Ante la miseria, hasta la existencia de la música me avergüenza. La injusticia constituye la esencia de la vida social. ¿Cómo adherirse entonces a alguna doctrina?
La miseria lo destruye todo en la vida; la transforma en algo repugnante, odioso, espectral. Existe la palidez aristocrática y existe la palidez de la miseria: la primera procede del refinamiento, la segunda de una momificación. Porque la miseria nos convierte en fantasmas, crea sombras de vida y apariciones extrañas, formas crepusculares que parecen provenir de un incendio cósmico. Imposible encontrar la menor traza de una purificación en sus convulsiones: en ellas sólo hay odio, asco y carne amargada. La miseria, al igual que la enfermedad, no engendra un alma inocente y angélica, ni una humildad inmaculada; su humildad es venenosa, pérfida y vindicativa, y el compromiso al que conduce esconde llagas y sufrimientos agudos.
Yo no deseo una rebelión relativa contra la injusticia. No admito más que la rebelión eterna, puesto que eterna es la miseria de la humanidad.